La unidad del sacerdocio en la vida de la Iglesia
.
Philip Goyret
Hablar del sacerdocio de Cristo es hablar de la unidad del sacerdocio, pues no existe sacerdotalidad alguna independiente del único verdadero sacerdocio, el de Cristo
«La doctrina del sacerdocio de Cristo, y de la participación en él, es el corazón mismo de las enseñanzas del último Concilio, y en ella se encierra de algún modo cuanto el Concilio quería decir acerca de la Iglesia, del hombre y del mundo». Estas palabras del venerable Siervo de Dios Juan Pablo II, escritas en Cracovia en el ya lejano 1972, constituyen un magnífico portal de ingreso al tema que nos ocupa. No siempre se aprecia debidamente la centralidad del sacerdocio de Cristo en la eclesiología de comunión característica del Vaticano II, y quizá es justamente por ello que en ocasiones esta eclesiología ha sido mal interpretada o no ha producido los frutos esperados.
Hablar del sacerdocio de Cristo es hablar de la unidad del sacerdocio, pues no existe sacerdotalidad alguna independiente del único verdadero sacerdocio, el de Cristo, como se sigue de la Carta a los Hebreos. Esto nos conduce necesariamente hacia la vida de la Iglesia y particularmente hacia su misión salvífica, pues en último término ésta se entiende como actuación de la mediación sacerdotal de Cristo, que se despliega ante los hombres en la Iglesia y a través de la Iglesia.
Esta última frase, «en la Iglesia y a través de la Iglesia», no indica solamente el lugar y el instrumento en el cual y a través del cual este sacerdocio desarrolla su mediación salvífica, sino que refleja también un aspecto de la naturaleza misma de la Iglesia. Ella no sólo se remite al sacerdocio de Cristo, sino que, por puro don divino, participa de esa realidad; por ello laLumen gentium manifiesta uno de los aspectos más profundos del misterio de la Iglesia cuando habla de ella como una «comunidad sacerdotal», subrayando su «carácter sagrado» (LG 11/1).
En ese mismo lugar se dice que la comunidad sacerdotal es una comunidad «orgánicamente estructurada». Ello quiere decir, como primera observación elemental, que no se trata de una genérica condición sacerdotal indiferenciada, sino de realidades que se relacionan entre sí como los órganos de un cuerpo, cada uno con sus funciones específicas y en dependencia mutua. Estas realidades orgánicas son las que la Lumen gentium ha mencionado en el párrafo inmediatamente anterior y que vale la pena reproducir en su integridad: «El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no sólo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo» (LG 10/2).
Como se sabe, esta doctrina ha sufrido diversos vaivenes durante el período posconciliar, tanto en ámbito académico como en la vida pastoral de la Iglesia. Un errado entendimiento de la relación entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial ha generado no poco confusionismo y ha conducido hacia senderos que se pierden en terrenos empantanados. J. Lécuyer, en su momento perito conciliar, denunciaba —en un simposio dedicado por entero a este tema— las posiciones que niegan la distinción entre uno y otro sacerdocio y, en consecuencia, el carácter prescindible del sacerdocio ministerial. Estas posiciones, decía en esa ocasión, «han sido frecuentemente favorecidas por los mismos sacerdotes, especialmente por aquellos más directamente comprometidos en la promoción de un laicado verdaderamente responsable dentro de los diversos movimientos de apostolado». Juan Pablo II advirtió el peligro de llegar a «clericalizar el laicado y a secularizar el sacerdocio», mientras que a nivel disciplinar la Santa Sede ha tenido que salir al paso de diversos abusos derivados de esta confusión, con «consecuencias gravemente negativas para la entera comunión eclesial».
No es éste el momento oportuno para enumerar y describir las diversas posiciones que se alejan de la doctrina conciliar auténtica. En el margen de tiempo que me concede esta relación, me propongo poner a la luz algunas aportaciones de la teología posconciliar que ayudan a desentrañar aspectos importantes de la realidad indicada en nuestro texto. Lo haré abordando en primer lugar los elementos más directamente doctrinales, para pasar luego a aspectos pastorales, disciplinares y espirituales que se presentan como consecuencias necesarias de lo anterior.
«Essentia et non gradu tantum»
La formulación de la doctrina contenida en LG 10/2 suscita algunos interrogantes que sobrepasan ampliamente el campo de las reglas de la lógica meramente discursiva. Por una parte, es legítimo preguntarse cómo puede concebirse una diferencia gradual entre dos realidades de las que se afirma que difieren en modo esencial. En efecto, cuando decimos «y no sólo de grado», damos a entender que además de una hipotética diferencia gradual, existe una diferencia esencial. A este problema sigue el de la misma “diferencia esencial” entre dos sacerdocios que contemporáneamente participan del único sacerdocio de Cristo: es coherente decir que la participación a una misma realidad da lugar a dos realidades esencialmente diferentes? Y queda finalmente sin explicar en qué consiste esa diferencia, a la que se alude solamente con un genérico «ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo».
El primer problema contiene a su vez otro. Como denunció certeramente A. Acerbi en el simposio arriba aludido, la hipotética existencia de ambos postulados (una diferencia esencial y otra gradual) «significaría admitir dos grados en la vida y en la ontología espiritual cristiana, rompiendo la unidad del Pueblo de Dios en una categoría de “simples cristianos” y en otra de “supercristianos”»; más esto es justamente lo que los capítulos II y V de la Constitución Lumen gentium quieren evitar. Hablando justamente sobre la común obligación de santificación de fieles y ministros, decía san Josemaría Escrivá con frase incisiva: «No hay santidad de segunda categoría».
Todo el problema se extinguiría si la formulación omitiese la partícula tantum: se afirmaría así “una diferencia esencial, no gradual”. De hecho su eliminación fue pedida más de una vez durante la elaboración del texto. Concretamente, los obispos de lengua castellana y los escandinavos lo exigían porque «el sacerdocio regio de todos los fieles y el sacerdocio simplemente ministerial no se distinguen con una diferencia gradual, es decir, no se pueden entender unívocamente». Esta petición no fue acogida, pero se añadieron las fuentes de la fórmula, correspondientes al magisterio de Pío XII. Basta sin embargo una rápida ojeada a los textos citados de la Mediator Dei y de la alocución Magnificate Dominum para percibir como el contexto era muy diferente: mientras que aquí el pontífice quiere salir al paso de una eventual sobrevaloración del sacerdocio común, en el concilio se subraya que “no obstante” la diferencia esencial y no solo gradual, ambos (también el común) participan del único sacerdocio de Cristo y por tanto «se ordenan (...) el uno al otro». El sentido buscado quedó definitivamente de manifiesto con la publicación de la editio typica del Catecismo de la Iglesia Católica, la cual recoge nuestra fórmula en el n. 1547 omitiendo la partícula tantum. Este matiz, desgraciadamente, no se recoge con fidelidad en algunas versiones en lengua vernácula, particularmente en la castellana (la edición catalana es correcta). Podríamos decir, aunque desde el punto de vista estilístico no sea elegante, que “difieren solo esencialmente, no de grado” (non gradu, tantum essentia).
Pasemos ahora al segundo problema. D. Coffey recoge los reproches de quienes critican al texto como ilógico, «pues es imposible que A y B participen ontológicamente en C sin ser esencialmente lo mismo y, por lo tanto, con una eventual diferencia, si existiese, solamente gradual». Otros reprueban el uso de categorías metafísicas, como esencia, naturaleza o participación. En realidad se trata de categorías usadas en muchos otros textos conciliares, sin que por esto se oscurezca su perspectiva pastoral. Como dejó bien asentado A. Fernández en detallados estudios a la luz de las actas conciliares, «el error de comprensión surge cuando entendemos la diferencia esencial en el orden de las esencias. En este caso, efectivamente, tendríamos que admitir dos esencias distintas y, por lo mismo, dos ser cristiano esencialmente diversos. Y, consiguientemente, dos “sacerdocios”». Lo que nos quita de este atolladero es lo que el autor añade a continuación usando la noción filosófica de la analogía. «El sacerdocio común y el sacerdocio ministerial participan analógicamente del sacerdocio de Cristo. Según la teología tomista, el “analogatum princeps” es el sacerdocio de Cristo; de él se predica de modo propio el oficio sacerdotal; Cristo es el origen del sacerdocio y tiene la “plena potestad del sacerdocio”». Comparando esta situación con la anterior, se recuerda que «la filosofía aristotélica ha distinguido siempre la univocidad de la analogía. Ahora bien, si la univocidad, aun la participada, supone la igualdad de todos los modos (formas) participados, la analogía, por el contrario, produce la identidad con la forma del analogado principal; pero, al mismo tiempo, introduce la diferenciación de los diversos analogados en una escala de diversidad que, al no incluir ninguno de ellos la identificación con la forma, incluye la diversidad esencial de los diversos seres participantes». Como concluye nuestro autor, «la fórmula empleada por el Concilio es teológicamente exacta, aunque es opinable si hubiese sido preferible que, en lugar de categorías ónticas y formales en la línea de la doctrina sacramentaria medieval, se hubiese empleado categorías existenciales y personalistas»[.
La explicación de A. Fernández no debería tomarse como una simple interpretación personal del texto, pues está avalada, como anticipábamos, con estudios eruditos de las actas conciliares. En uno de ellos queda a la luz un comentario muy significativo a propósito de la argumentación esgrimida: en la respuesta de la Comisión Doctrinal a uno de los modi que pedía que se declarase que el sacerdocio universal era impropio, se dice Pro parte (del sacerdocio común) consideratur ut proprium, sed analogicum[. La noción de analogía, a la que acude Fernández, es justamente la perspectiva con la que el texto fue elaborado. En la misma dirección se pronuncia J.M. Gómez, siempre en estudios realizados sobre las actas conciliares: «la historia del texto es clara (...). Entre el sacerdocio común de los fieles y el jerárquico sólo existe una analogía».
«Suo peculiari modo de uno Christi sacerdotio participant»
Nos queda por afrontar el tercero de los problemas a los que aludíamos más arriba: la especificidad de participación en el sacerdocio de Cristo en uno y otro caso, afirmada por el Concilio pero no explicada: no era esta su intención, como consta en las actas. Se trata de una temática muy vasta que no podemos desarrollar aquí con pretensiones de exhaustividad; más aún, nos deberemos conformar simplemente con indicar los elementos más consistentes que apuntalan la cuestión.
Por una parte, existen otros textos de la Lumen gentium que arrojan una cierta luz. Además de aquel inmediatamente sucesivo al nuestro, en el que se mencionan las funciones de uno y otro sacerdocio, conviene tener presente el n. 18, introductorio al capítulo III de la Constitución. Aquí se reserva el término potestas en referencia a los ministros, mientras que se habla de la dignitas de todos los fieles. De esta manera, aclara la relatio de la Comisión Doctrinal, la frase «se construye de modo que evite la impresión de que los laicos fueran meramente pasivos. Tanto de los ministros como de los demás fieles se dice que pertenecen al pueblo de Dios. Los ministros gozan de la sagrada potestad; pero todos los fieles participan de una verdadera dignidad».
En esta dirección se mueve P. Rodríguez, cuando recuerda que «el sacerdocio ministerial aparece, en consecuencia, como un sacerdocio “sacramental”, en contraste con el sacerdocio “existencial” común a todos los fieles. Sacramental, no, evidentemente, por razón de su origen —en este sentido, uno y otro proceden de los respectivos sacramentos—, sino en cuanto que lo específico del sacerdocio ministerial y de sus actos propios es ser cauce “sacramental” (representativo) de la presencia de Cristo Mediador y Cabeza. Los actos propios del sacerdocio común no son, en cambio, “sacramentales” (representativos), sino, como hemos visto, “reales”, pertenecen a la res de la vida cristiana santificada». El autor recoge aquí una idea apuntada durante la elaboración del texto en sede conciliar; ya entonces se decía, a propósito de la diferencia entre uno y otro, que unum est repraesentativum, alterum vero non. A juicio de la Comisión Doctrinal, esta distinción es verdadera, y de ello se sigue la diversidad de potestates. A propósito de la categoría “representación”, conviene no olvidar su vínculo con la naturaleza “pública” de la función y con la capitalidad: y ambos aspectos pertenecen intrínsecamente al sacerdocio ministerial. El primero es mencionado en el DecretoPresbyterorum ordinis, justamente en el número dedicado a los principios doctrinales, cuando se dice que el «poder sagrado del Orden» existe «para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados, y desempeñar públicamente, en nombre de Cristo, la función sacerdotal en favor de los hombres» (PO 2/2, itálico mío). A una petición de su eliminación formulada en sede conciliar, la Comisión Doctrinal respondió diciendo «non deletur vox “publice”, quia est expressio formalis et apta ut distinguatur sacerdotium personale et privatum omnium christifidelium a sacerdotio ministrorum». El segundo corresponde a una consolidada tradición teológica católica, que no habla sólo del obrar in persona Christi, sino in persona Christi Capitis, y así se recoge en diversos textos conciliares (LG 28/1, PO 2/3).
Entre los argumentos más genuinamente teológicos destaca el de la diversa configuración con Cristo, resultante de las distintas consagraciones recibidas: en los sacramentos del bautismo y confirmación, para el sacerdocio común, y en el orden sagrado, para el sacerdocio ministerial. Conviene aquí recordar que “consagración” es una realidad que sustancialmente coincide con el carácter sacramental, y se distingue de la “santificación”, proveniente de la gracia conferida en el mismo sacramento.
A. Aranda ha desarrollado este tema con rigor metodológico, situándolo en un contexto simultáneamente cristológico y pneumatológico. Dice él: «La diferencia entre la naturaleza de uno y otro sacerdocio participado no está ni en lo que se participa (derivan de la misma y única fuente), ni en el grado de participación (no son intensidades distintas de lo mismo), sino que radica en la distinta manera de quedar incorporados en uno y otro caso al misterio sacerdotal de Jesús. Cabe decir que el bautizado queda configurado con Cristo Sacerdote en los misterios de su vida; el ordenado es además configurado con Cristo Sacerdote en su misterio pascual». Para captar adecuadamente lo que está en juego, hay que tener presente, continúa diciendo nuestro autor, que «El Cristo pascual, que ya era el Ungido, el portador del Espíritu desde su concepción, el que había sido proclamado y reconocido como tal en el bautismo del Jordán, es a partir de su gloriosa resurrección portador-donador del Espíritu». Se puede entonces concluir que «en la Iglesia se participa de hecho el sacerdocio de Jesucristo de dos maneras distintas, según dones distintos que configuran al que los recibe con Cristo Sacerdote, bien en cuanto portador-poseedor del Espíritu, bien como portador-donador».
«Ad invicem ordinantur»
Podemos ahora volcar nuestra atención hacia lo que en el texto conciliar aparece como central, esto es, el hecho de que ambos sacerdocios «se ordenan (...) el uno al otro». En el contexto del capítulo II sobre el Pueblo de Dios, estas palabras apuntan a encuadrar la perspectiva misional indicando el origen de su dinámica. Es como decir que “el motor” de la misión de la Iglesia gira sobre el eje de la relación entre estos términos.
En mi opinión, existen fundamentalmente dos aspectos a tener en cuenta aquí, de alguna manera indicados por las mismas palabras del texto. El invicem nos indica que ambas formas de sacerdocio están destinadas a ejercitarse conjuntamente en vista de la eficacia de la misión, mientras que un “obrar paralelo” perjudica e incluso imposibilita la misión. El ordinantur apunta a la cuestión de la prioridad, que se establece como recíproca. Conviene analizar, aunque sea brevemente, uno y otro aspecto.
Sobre lo primero es de primordial importancia Ef 4,11-12, cuya versión en castellano según la Biblia de Jerusalén dice así: «(11) El mismo "dio" a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, (12) para el recto ordenamiento de los santos en orden a las funciones del ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo». En el versículo 11 se recogen las distintas formas que asume el ministerio, contempladas desde la perspectiva de dones de Dios para su Iglesia. En esta sede no nos interesa lo particular de cada una de ellas, sino que las contemplamos en su conjunto, como la función eclesial del ministerio sacro. En el versículo 12 se encuentra una doctrina de gran contenido eclesiológico; se habla, en efecto, de la edificación del Cuerpo de Cristo —en definitiva, de la misión de la Iglesia— como una función confiada a los «santos», como son frecuentemente llamados los cristianos en el Nuevo Testamento. Los portadores de la misión de la Iglesia no son, en esta perspectiva paulina, exclusivamente los ministros ordenados, sino el conjunto de los “santos”, de los cristianos, de los bautizados, de los poseedores del sacerdocio común de los fieles.
Ahora bien, en vista de poder realizar esta misión —«en orden a las funciones del ministerio» dice el texto, aludiendo a la ministerialidad de toda la Iglesia—, los santos deben ser adecuadamente “equipados”, “estructurados”, “nutridos” —todo ello y más aún es lo que se contiene en la expresión «ordenamiento de los santos»— por el ministerio sagrado, por el sacerdocio ministerial. En lenguaje del Vaticano II podríamos traducir el texto diciendo: Dios concedió a algunos el don del sacerdocio ministerial para nutrir, a través de él, al sacerdocio común con lo que necesita (fundamentalmente, la Palabra y los sacramentos) para realizar (conjuntamente con los ministros) la misión de la Iglesia. De donde se sigue que la dinámica misional originaria está estructurada según un «doble escalón», como dice nuevamente P. Rodríguez, «y por tanto, no son sólo los ministros, sino la entera comunidad cristiana, orgánicamente estructurada —laicos y ministros sagrados, hombres y mujeres—, la que realiza la misión de la Iglesia, la edificación del Cuerpo de Cristo en medio del mundo».
Acerca de la prioridad, la cuestión no es preguntarse con simpleza cuál es el más “importante”, el “prioritario”, sino en determinar en qué sentido es prioritario uno y otro. Sobre esto tenemos una buena orientación en un documento de la Comisión Teológica Internacional publicado en al año 1984 en ocasión del XX aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II (Temas escogidos de eclesiología). Allí se lee, en el capítulo VII dedicado al sacerdocio común y su relación con el sacerdocio ministerial: «Para el pleno desarrollo de la vida de la Iglesia, cuerpo de Cristo, el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico son necesariamente complementarios u “ordenados el uno al otro”, de tal manera que, desde el punto de vista de la finalidad de la vida cristiana y de su cumplimiento, el primado corresponde al sacerdocio común, aunque desde el punto de vista de la organización visible de la Iglesia y de la eficacia sacramental, la prioridad corresponde al sacerdocio ministerial».
Lo que en definitiva queda claro desde diversos ángulos es la incongruencia de las posturas —académicas o pastorales— que postulan el ejercicio independiente de ambos “sacerdocios”, o el carácter prescindible de uno de ellos. Ello no encuentra espacio en una Iglesia entendida como comunidad sacerdotal orgánicamente estructurada, que es como la entiende el Concilio Vaticano II.
Aspectos disciplinares
La escasez de vocaciones sacerdotales, frecuente en muchas partes del mundo, puede desembocar en situaciones en las que el “obrar paralelo” arriba mencionado se presente como tentación, o como solución fácil, o simplemente como una consecuencia de hecho. Ello se traduce a veces en el ejercicio del sacerdocio común por vía exclusivamente carismática, o en la absorción de funciones del sacerdocio ministerial en el común. La difusión de abusos en esta dirección llevó a la publicación, en el año 1997, de la Instrucción Ecclesiae de Mysterio, sobre algunas cuestiones acerca de la colaboración de los fieles laicos en el sagrado ministerio de los sacerdotes.
La cuestión es delicada. Las situaciones de urgencia pastoral pueden reclamar que se confíen a fieles no ordenados algunas tareas propias de los presbíteros. A ello alude el Concilio Ecuménico Vaticano II, cuando dice: «La jerarquía encomienda a los seglares ciertas funciones que están más estrechamente unidas a los deberes de los pastores, como, por ejemplo, en la exposición de la doctrina cristiana, en determinados actos litúrgicos y en la cura de almas» (AA 24). A este respecto, la Instrucción advierte: «Precisamente porque se trata de tareas íntimamente relacionadas con los deberes de los pastores —que para ser tales deben ser marcados con el sacramento del Orden— se exige, de parte de todos aquellos que en cualquier modo están implicados, una particular atención para que se salvaguarden bien, sea la naturaleza y la misión del sagrado ministerio, sea la vocación y la índole secular de los fieles laicos» (premisa). Se trata de una “zona de sombras”, en la que algunas funciones pastorales propias de los presbíteros pueden ser válidamente ejercitadas por fieles no ordenados (la predicación fuera de la celebración eucarística, el bautismo y la asistencia de matrimonios, la liturgia funeraria, etc.)
En esta sede no sería razonable analizar cada uno de los 13 artículos de las disposiciones prácticas de la Instrucción, ni tampoco los principios teológicos en los que se basa, en parte ya recordados arriba. Me parece en cambio oportuno recordar, siguiendo la dirección de estas reflexiones, que «colaborar no significa, en efecto, sustituir»; por ello la Instrucción tiende a usar la palabra «suplencia», de carácter más temporal, evitando «sustitución», que sugiere algo definitivo, al hablar de los casos legítimos en los que un fiel no ordenado realiza tareas propias de la función sacerdotal. De este modo se intenta ser lo más fiel posible al ad invicem ordinantur que hemos apenas estudiado.
Conviene también esclarecer lo que sucede en la “zona de sombras”, pues lo que afirma la doctrina católica no deja de ser audaz: existen funciones típicamente presbiterales que pueden ser realizadas por no-presbíteros. Podemos comenzar nuestro intento de explicación a partir de LG 28/1, cuando dice que los presbíteros «en virtud del sacramento del orden, han sido consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento, según la imagen de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, para predicar el Evangelio y apacentar a los fieles y para celebrar el culto divino». El orden sagrado es conferido, se afirma, no sólo para el culto, sino también para predicar y apacentar, de modo que estas dos últimas funciones se configuran como auténticamente sacerdotales y para las cuales es necesaria una capacitación sacramental específica, aquella conferida por el orden sagrado.
Dicho esto, hay que añadir ahora que la configuración del ministro con Cristo no es la misma en las acciones cultuales, por una parte, y en la predicación y el gobierno, por otra. En esto hay que reconocer que la teología sacramentaria no siempre se expresa con suficiente claridad y coherencia. En mi opinión, es necesario distinguir cuidadosamente la situación de larepraesentatio sacramentalis Christi Capitis, propia del entero ministerio sacerdotal y asumida como tal en la Pastores dabo vobis (n. 15/4), del obrar in persona Christi Capitis, exclusiva del ministerio sacramental. Mientras en el primer caso se actúaauctoritate Christi, como en la predicación, en el segundo caso la acción ministerial penetra en el ámbito de la pura causalidad instrumental y justamente por ello es siempre infalible. Algo de esto está presente en el Catecismo de la Iglesia Católica, cuando se dice: «No todos los actos del ministro son garantizados de la misma manera por la fuerza del Espíritu Santo. Mientras que en los sacramentos esta garantía es dada de modo que ni siquiera el pecado del ministro puede impedir el fruto de la gracia, existen muchos otros actos en que la condición humana del ministro deja huellas que no son siempre el signo de la fidelidad al evangelio y que pueden dañar por consiguiente a la fecundidad apostólica de la Iglesia» (n. 1550).
Las posibilidades de colaboración de un fiel no ordenado en el ministerio sacerdotal no pueden nunca abarcar el ámbito sacramental que se desenvuelve como un obrar in persona Christi: se trata de un “nunca” no sólo moral o de conveniencia, sino de imposibilidad absoluta, porque ni el bautismo ni ninguna otra cosa lo capacita para ello. Queda en cambio abierto a esta posibilidad el área ministerial ejercitada como verdadera repraesentatio Christi, sin llegar al extremo del obrar in persona Christi: la predicación, el gobierno, la asistencia de matrimonios y la liturgia extrasacramental. A esto se añade la posibilidad de administrar (válidamente) el bautismo, la cual, come se sabe, ha sido aceptada por la autoridad eclesiástica en caso de ausencia de ministro ordenado desde tiempos remotos: aunque no queda satisfactoriamente resuelta su explicación dogmática.
Conviene sin embargo no olvidar que estas funciones son siempre ejercitadas auctoritate Christi y como tales tienen un carácter público. Este “carácter público”, en el caso de fieles no ordenados, no es tout court identificable con el de los presbíteros: pues en éstos se trata de algo que dimana del carácter sacramental del orden sagrado recibido, mientras que en aquellos, come dice la Christifideles Laici en el n. 23/3, «la tarea realizada en calidad de suplente tiene su legitimación —formal e inmediatamente— en el encargo oficial hecho por los pastores». El “encargo oficial” confiere legitimación, pero apenas logra explicar cómo se puede sustentar una acción realizada con la autoridad de Cristo sin una habilitación sacramental específica. Es justamente esta debilidad constitutiva lo que mueve a la Iglesia a permitir estas situaciones sólo en casos de emergencia pastoral, como una suplencia no deseada, pues también en esta área, como dice la Instrucción, «el sacerdocio ministerial es (...) absolutamente insustituible».
Aspectos espirituales
Volvemos ahora a la relación sacerdocio común – sacerdocio ministerial, pero para contemplarla desde una perspectiva que no siempre ha sido debidamente apreciada. Ella ha recibido gran atención desde el punto de vista eclesiológico, pero ha sido más bien descuidada desde el punto de vista de la espiritualidad sacerdotal. A este respecto, conviene recordar primero algunas verdades elementales, para poder luego sacar unas interesantes consecuencias, con las que cerramos estas reflexiones.
1) La recepción del orden sagrado no sólo presupone la condición bautismal, sino que la conserva. Ello comporta la continuidad del sacerdocio común en el sujeto del sacerdocio ministerial. El ministro ordenado, en definitiva, posee el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial.
2) El segundo es conferido non in remedium unius personae, sed totius Ecclesiae. Junto con el carácter sacramental, el orden confiere una gracia específica ad hoc quod homo digne sacramenta dispenset. El primero, en cambio, como hemos ya recordado, apunta a «la finalidad de la vida cristiana y de su cumplimiento» en su portador.
De esto se sigue que, estrictamente hablando, la santificación personal del sacerdote no proviene de su status ministerial, sino de su condición cristiana. De allí que el sacerdote, en vista de alcanzar la santidad, deba cultivar ante todo las virtudes cristianas. Esto no impide afirmar, como lo hace el magisterio, que «los presbíteros conseguirán propiamente la santidad ejerciendo su triple función sincera e infatigablemente en el Espíritu de Cristo» (PO 13/1). Se deberán santificar en el ejercicio de su ministerio, pero lo lograrán si lo hacen «en el Espíritu de Cristo». Esto último no consiste sólo en la gracia ut digne sacramenta dispensent, sino en la gracia santificante correspondiente a la condición bautismal.
El sacerdocio común tiene entonces una función importante dentro del sacerdocio ministerial, que no conviene despreciar. El ministro ordenado se santifica por su sacerdocio común, y es movido por él a ejercitar santamente su ministerio. Sobre esto ha escrito egregiamente A. Vanhoye: él recuerda que para que la revelación escrita llegue a los fieles como palabra viva de Dios, es necesario que ella sea transmitida por el Cristo viviente; a su vez, la autoridad de Jesús, por la cual los fieles forman todos juntos un único cuerpo, debe manifestarse visiblemente. El sacerdocio ministerial es el signo y el instrumento de esta mediación. Pero, al mismo tiempo, esta actividad requiere un empeño personal para concebir de manera justa la predicación, para que sea la palabra de Cristo y no las propias ideas; asimismo sucede en el gobierno, en el cual existe una componente personal donde confluyen tanto la virtud, para no caer en el abuso o el autoritarismo, como las cualidades de información, deliberación, preparación etc. Este aspecto “personal” es ejercicio del sacerdocio común y en este sentido puede decirse, concluye Vanhoye, que «el sacerdocio ministerial especifica el ejercicio del sacerdocio común».
Conviene finalmente agregar que el aspecto “ministerial” del sacerdocio ordenado conlleva, como dice su nombre, una actitud de servicio que es impulsada por el sacerdocio común del ministro mismo, en la línea de lo dicho por Vanhoye. Ahora bien, el “espíritu de servicio” del ministerio ordenado no se reduce a una simple consideración ascética, sino que proviene de una exigencia dogmática. Al hablar de prioridades, hemos recordado cómo ella corresponde al sacerdocio común en el orden de la finalidad de la vida cristiana; a ello se añade que el sentido del sacerdocio ministerial es, como también hemos ya recordado, «el recto ordenamiento de los santos», es servir al sacerdocio común con todo lo que necesita para realizar la misión de la Iglesia. Podemos entonces decir que el sacerdocio ministerial es enteramente relativo al común, que en esta perspectiva asume una «prioridad sustancial». Como decía K. Wojtyla, «Cristo instituyó el sacerdocio jerárquico en función del común». De modo tal que un sacerdote que no ejercita su sacerdocio como servicio a los fieles contradice su misma identidad. En este contexto cobran fuerza especial aquellas palabras de San Josemaría Escrivá: «jerarquía significa gobierno santo y orden sagrado, y de ningún modo arbitrariedad humana o despotismo infrahumano. En la Iglesia el Señor dispuso un orden jerárquico, que no ha de transformarse en tiranía: porque la autoridad misma es un servicio, como lo es la obediencia».
* * *
Debería quedar claro, hacia el final de estas consideraciones, que unidad del sacerdocio no significa ni absorción de uno en el otro, ni sustitución, ni confusión, sino un constante reclamo al único sacerdocio, el de Cristo; en él, la unidad entre las dos formas del sacerdocio participado se traduce en relación armoniosa, en vistas de un eficaz desenvolvimiento de la misión de la Iglesia.
Philip Goyret. Profesor de Teología Dogmática. Universidad de la Santa Cruz, Roma
(*) Conferencia pronunciada el 27 de enero de 2010 en las Jornadas de Castelldaura.