2/21/12


‘Hacerse alfombra en donde los 


demás pisen blando’



Homilía de Mons. Javier Echevarría en la ordenación diaconal del pasado sábado.

    
Queridos hermanos y hermanas, queridísimos hijos que vais a recibir el diaconado:

      1. Las palabras del profeta Jeremías se dirigen a todos nosotros. Dice el Señor: antes de plasmarte en el seno materno, te conocí; antes de que salieras de las entrañas, te consagré (Jr 1, 5-6). Todos los seres humanos son llamados por Dios a la vida para conocerle, servirle, amarle y luego gozar eternamente de Él en el cielo. Éste es el designio salvífico de nuestro Padre celestial, pero muchos no lo conocen y viven como si Dios no existiese. Por esto, el Señor nos confía, como cristianos, la tarea de comunicar la buena nueva a los demás. En efecto, el texto sagrado prosigue: te puse como profeta de las naciones. Esta misión deriva del hecho de haber recibido el bautismo. Como los apóstoles y los primeros cristianos, Jesucristo nos habla a nosotros cuando ordena: id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura (Mc 16, 15).
      Dentro de pocos días comienza la Cuaresma, tiempo de preparación inmediata para la Pascua, y esta invitación tendría que resonar con más urgencia en nuestros corazones. Conscientes de que no somos mejores que los demás, sino simples instrumentos del Señor, os sugiero que, en las próximas semanas, veáis si en vuestro ámbito familiar o profesional hay alguien que necesite especialmente acercarse a Dios.
      Nos podemos preguntar: ¿qué puedo hacer para ayudar a esos amigos o parientes a reconciliarse con el Señor en el sacramento de la Penitencia, a recibir con más frecuencia la Comunión? Y nosotros mismos, ¿qué podemos hacer para obtener más fruto de estos sacramentos?
      2. En un primer momento, frente a la llamada divina, el profeta advierte toda su desproporción para cumplir la tarea que se le ha confiado: ¡Ay, Señor Dios mío! Si no sé hablar, que soy muy joven (Jr 1, 6). Tales excusas podrían acudir también a nuestros labios en la vida cotidiana, pero no hemos de hacerles caso. No somos nosotros los que forjamos nuestra propia santidad ni los que llamamos a las almas, sino el Señor, que nos dice como a Jeremías: pongo mis palabras en tu boca (Jr 1, 9). Efectivamente, «los cristianos venimos a recoger, con espíritu de juventud, el tesoro del Evangelio —que siempre es nuevo—, para hacerlo llegar a todos los rincones de la tierra».
      Este empeño apostólico concierne, en primer lugar, a los ministros de la Iglesia. El sacramento del Orden, en sus diversos grados, ha sido instituido por Jesucristo con el fin de otorgar a los fieles los bienes de la gracia que Nuestro Señor ha merecido para nosotros con el Sacrificio del Calvario. Mediante la ordenación, todos los ministros participan, de diversos modos, en la potestad con la que Cristo edifica su Cuerpo místico: predicar la Palabra de Dios, administrar la gracia de los sacramentos, guiar al pueblo de Dios en todo lo que se refiere a la vida sobrenatural. Estos deberes pueden resumirse en una sola palabra, que gustaba mucho a San Josemaría: ¡servir!
      Querría detenerme en algunos puntos. Desde hoy, queridísimos hijos míos diáconos, el Señor desea contar con vosotros para anunciar la buena nueva al pueblo cristiano. En la Misa solemne se subraya la importancia de este anuncio con la procesión del Evangelio, en la que el diácono lleva el libro en alto, a la vista de todos. Vosotros, hijos míos, hacedlo siempre con respeto y amor, sin acostumbraros a esta tarea.
      El Concilio Vaticano II dio mucha importancia a la proclamación de la Palabra de Dios en el seno de la celebración eucarística. Este año se cumplirán cincuenta años de su comienzo y, como sabéis, el Papa ha convocado un "Año de la fe", a partir del próximo 11 de octubre. Recordando la procesión del Evangelio con la que comenzaban cada una de las sesiones conciliares, Benedicto XVI ha comentado: «Para nosotros era siempre un gesto de gran importancia: nos decía quién era el verdadero Señor de esa asamblea; nos decía que en el trono está la Palabra de Dios».
      Recuerdo la piedad con que san Josemaría leía el santo evangelio en la Misa, y cómo besaba luego el libro sagrado: en ese gesto sencillo, prescrito por la liturgia, se transparentaba también todo su amor por Jesús. En nuestro Padre tenemos un buen maestro: haced desde ahora el propósito de tratar así la Palabra de Dios, haciéndola vida de vuestra vida.
      3. Además de la predicación de la Palabra y del servicio litúrgico del altar, al diácono se le confía también el servicio de la caridad. Precisamente en la segunda lectura, tras la recomendación de orar intensamente, san Pedro añade: ante todo, mantened entre vosotros una ferviente caridad, porque la caridad cubre la multitud de los pecados (1 Pe 4, 8). Y Cristo mismo, en el evangelio, insiste: como el Padre me amó, así os he amado yo. Permaneced en mi amor. Y luego: este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como Yo os he amado (Jn 15, 9-12).
      La caridad se puede ejercitar de modos muy diversos. En el caso de los ministros sagrados tiene especial relevancia, si bien todos estamos obligados a ponerla en práctica en las relaciones diarias. San Josemaría aconsejaba «hacerse alfombra en donde los demás pisen blando»; y añadía: «No pretendo decir una frase bonita: ¡ha de ser una realidad! —Es difícil, como es difícil la santidad; pero es fácil, porque —insisto— la santidad es asequible a todos».
      La caridad lleva a comprender a las personas, a no juzgar, a hacerse cargo de las necesidades de los otros, a ayudarles con alegría. Es virtud que hemos de vivir en todo momento, pero en el tiempo cuaresmal adquiere una importancia especial.
      En su reciente mensaje para la Cuaresma, el Papa ha subrayado un aspecto de la vida cristiana que —afirma— «a mi parecer ha caído en el olvido: la corrección fraterna con vistas a la salvación eterna. Hoy —prosigue Benedicto XVI— somos generalmente muy sensibles al aspecto del cuidado y la caridad en relación al bien físico y material de los demás, pero callamos casi por completo respecto a la responsabilidad espiritual hacia los hermanos».
      Se trata de un estupendo consejo para poner en práctica, en las próximas semanas y siempre. El mismo Señor ordena:si tu hermano peca, vete y corrígele a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano (Mt 18, 15).
      Frente a los errores y faltas del prójimo, en lugar de dedicarse a murmurar, al cotilleo —como sucede con frecuencia—, no hay prueba mayor de verdadera caridad que ejercitar la corrección fraterna con espíritu de humildad y mucha delicadeza. Como recuerda el Papa, «lo que anima la reprensión cristiana nunca es un espíritu de condena o recriminación; lo que la mueve es siempre el amor y la misericordia, y brota de la verdadera solicitud por el bien del hermano».
      San Josemaría ha sido uno de los grandes santos que ha cultivado esta costumbre de raíz evangélica. Desde el comienzo de su ministerio sacerdotal trató de difundir su práctica como uno de los deberes elementales de los cristianos. «No descuides la práctica de la corrección fraterna —escribió, por ejemplo, en Forja—, muestra clara de la virtud sobrenatural de la caridad. Cuesta; más cómodo es inhibirse; ¡más cómodo!, pero no es sobrenatural. —Y de estas omisiones darás cuenta a Dios».
      Antes de terminar, os pido que recéis por los nuevos diáconos y sus familias, por los ministros de la Iglesia, y en especial por el Romano Pontífice y todos sus colaboradores. Confiemos nuestras súplicas a la Virgen, Madre de la Iglesia y de cada cristiano. Así sea.