2/04/12


Más allá de la razón secular

Javier Martínez Fernández, Arzobispo de Granada

Estoy convencido, apoyado en mi propia experiencia y en aquella de la Iglesia que conocemos como Tradición, de que todas las circunstancias en que nos encontremos, no importa lo penosas que sean, tienen un propósito salvífico en la economía divina.

La afirmación de esta convicción es especialmente relevante en relación al complejo fenómeno que abordo, y que considero uno de los mayores retos a los que el cristianismo ha tenido que hacer frente en los veinte siglos de nuestra historia, solamente comparable en extensión y en peligro a las crisis gnóstica y arriana. Si tales crisis (y las disputas cristológicas que las siguieron) se entienden bien precisamente como diferentes fases de una misma dificultad para expresar y vivir la novedad del acontecimiento cristiano en el contexto completamente inadecuado de la racionalidad helenística, entonces las analogías con nuestra situación se ven bajo una luz más intensa. Y con todo, en el largo trayecto, a través de ese conflicto, el cristianismo fue el que salvó lo mejor del helenismo y de la cultura helenística. Y también tal aspecto es significativo para nosotros hoy.

  1. Liberalismo o razón secular

He aquí el reto que tengo en mente: Uno de sus nombres es “liberalismo”, y para ser breve, entiendo por ese nombre lo que el filósofo Alasdair MacIntyre llama también “liberalismo” en sus trabajos, especialmente en Whose Justice? What Rationality?. Es (con su contrapartida económica, el capitalismo) el sistema dominante de creencias en los niveles político, económico y cultural­, que ha sobrevivido en el mundo después de la caída del comunismo (excepto, quizás, en los países islámicos). Considero que este sistema de creencias es un peligro de primer orden para la libertad de la Iglesia y para el futuro del mundo. En cierto sentido, es un peligro que podría demostrar ser peor que el comunismo, porque se enmascara, permanece oculto, y por esa razón no crea resistencias. Bien pudiera ocurrir que el liberalismo llegara a tener éxito donde el comunismo ha fracasado, es decir, en destruir a la Iglesia como pueblo real con una cultura y una tradición, y en vaciar al cristianismo de su sustancia humana.

En lugar de “liberalismo” podríamos decir, refiriéndonos con generalidad al mismo fenómeno, la “Ilustración”, o la “modernidad”. Estos nombres designan el ideal de un mundo que sería completamente humano domesticando primero, y después rechazando y sustituyendo, el mundo cristiano. El mismo MacIntyre ha hablado de la cultura de la Ilustración como de “la cultura precedente”. Queda como una de las “tres versiones rivales” de la indagación moral y la filosofía, pero queda cada vez más como el único lenguaje de la cultura oficial. En realidad es precisamente el sustrato necesario para entender la cultura en la que de hecho vivimos, que más bien podría ser caracterizada como la herencia de Nietzsche. Ya que MacIntyre ha demostrado también que, con toda su apelación a la razón universal, la cultura de la Ilustración es únicamente una tradición más, nacida de circunstancias particulares en la historia del cristianismo europeo. Además, es una tradición que: 1) enmascara, y sobre todo ante sí misma, su carácter de tradición; 2) es constitutivamente intolerante, entre otras razones, como necesaria consecuencia de la falta de conciencia de su carácter tradicional; 3) con todo su predicamento y poder como cultura oficial en lo que fue una vez el mundo cristiano, es ya una cultura intelectualmente muerta, porque crea un tipo alienado de humanidad, se desintegra a sí misma, y está obligada a disolverse a sí misma en nihilismo. De hecho, su triunfo coincide con su destrucción.

MacIntyre, por supuesto, no es el único pensador serio que ha contemplado como destino de la Ilustración su disolución en el nihilismo, paradójicamente paralela a su triunfo. Sin tener en cuenta a los grandes críticos cristianos de la Ilustración,o las intuiciones de un ilustrado honesto como Alexis de Tocqueville en De la Démocratie en Amérique , hay otras voces. Pensamos en los trabajos de Hannah Arendt, por ejemplo, o de Alain Finkielkraut. Desde una perspectiva diferente, Marx Horkheimer y Theodor W. Adorno habían discutido convincentemente ya en 1947 la “incesante auto-destrucción de la Ilustración”.

Un nombre que me gusta particularmente para la totalidad de este fenómeno es el de “razón secular” , que aparece en el encabezamiento de este trabajo, y que he tomado prestado del título del que yo considero un importante libro del teólogo anglicano John Milbank, Theology and social Theory. Beyond secular reason . La “razón secular” incluye lo que MacIntyre llamaría “liberalismo”, pero tiene un alcance más amplio: tiene la ventaja de incluir también las varias posiciones fragmentarias en las que el liberalismo y el proyecto de la Ilustración se han desintegrado. También subraya el hecho de que tales posiciones posteriores a la Ilustración comparten muchos de sus presupuestos básicos con el liberalismo tradicional. Otra ventaja del término es que clarifica con sólo dos palabras que “razón secular” no es precisamente “razóncomo tal ”, sino sólo un modo, condicionado históricamente y contingente, de entender la “razón”, y un modo particularmente limitado y reductor. Y precisamente a causa de su carácter reductor, la “razón secular” no puede fundar una realidad social, una verdadera humanidad, y termina en violencia.

Mi primera afirmación es por tanto, después de todo, bastante simple, y no es especialmente original. La razón secular está a la vez intelectual y moralmente agotada. Su carácter mítico y su falta de fundamento están desenmascarados ya. Tiene todo el poder, pero el poder es todo lo que tiene; derrotada por ella misma, ha perdido ya de hecho la causa de la racionalidad , como también ha perdido todas las causas que solía enarbolar en el pasado, como la de la libertad, la del gozo por la vida y la del amor, de este mundo . Incluso decir que lo que viene después del liberalismo es el nihilismo es sólo una parte de la verdad, porque el término “nihilismo”, en su forma de “posmodernidad” o con alguna otra pose filosófica, parece prestar algo así como un respetable halo profesoral al fenómeno. Lo que viene tras el liberalismo, si es abandonado a su propia dinámica auto-destructiva, es la sustitución de la polis por la barbarie. Podría ser bajo una forma de anarquía, o podría ser bajo nuevas formas, ni siquiera imaginadas todavía, de totalitarismo. MacIntyre, de nuevo, habla de “la nueva Edad Oscura, que ya se nos echa encima”.

El nihilismo no es hoy una filosofía, es ante todo una praxis, y una praxis del suicidio aunque sea un suicidio blando. Es el suicidio del deprimido. Es también una praxis de la violencia. La sociedad secular vive en una violencia diaria, violencia contra la realidad. Esta violencia demuestra que el nihilismo no puede corresponderse y no se corresponde con nuestro ser. Pero también demuestra, en una forma muy concreta, cómo la sociedad secular se aniquila a sí misma engendrando los mismísimos monstruos que más la aterrorizan y a los que más odia: los monstruos gemelos del fundamentalismo y del terrorismo. Después del 11 de septiembre de 2001 y del 11 de marzo de 2004, es cada vez más obvio que el terrorismo islámico, como el fundamentalismo islámico, con todo su colorido musulmán y cierta vaga conexión con las ideas y costumbres tradicionales musulmanas, no es entendible ni pensable sin Occidente. Es incluso, en gran medida, una criatura de las ideologías seculares occidentales. Es el nihilismo pragmático que usa instrumentalmente al Islam, en una forma muy parecida a como las modernas naciones-estado emergentes usaron en su propio interés político una institución de la Iglesia como la Inquisición.

2. El destino del Cristianismo dentro de la razón secular

Tenemos que reconocer que en general, al menos en Occidente, la Iglesia no ha tenido éxito en adoptar una postura que le permita reconocer, no digamos ya vencer, las estrategias de la “razón secular” . Ha habido, sin duda, muchas reacciones al liberalismo, al secularismo, al laicismo, etc. Pero la mayor parte de esas reacciones, al margen de su intensidad, comparten con la cosmovisión secular tantos presupuestos que, en una parte significativa, colaboran en última instancia en la implantación de “lo secular”, y muy a menudo sin ninguna conciencia de ese hecho por parte de sus defensores.
Y ésa es la razón principal que me lleva a desconfiar del ansia que tantos sienten hoy en día en ciertos países de arrastrar a la Iglesia como Iglesia a la arena política para luchar contra propuestas que ofenden en su totalidad a la concepción cristiana de la vida humana (el llamado “matrimonio” de homosexuales, otras destrucciones obvias del matrimonio, los experimentos con embriones humanos, la “liberalización” de la eutanasia y el aborto, etc). El mismo interés que los defensores de estas monstruosidades parecen tener en la provocación me hace extremadamente receloso. Por otro lado, me es imposible imaginar a la Iglesia del segundo o del tercer siglo intentando echar abajo y controlar el Imperio Romano para hacerlo cristiano, en lugar de convertirlo. Para nosotros cristianos, ese tipo de “batalla” es siempre una distracción y una trampa. En primer lugar, nos hará olvidar cuánto hemos contribuido nosotros y todavía contribuimos al mismo estado de cosas que ahora nos ofende tanto. Por poner sólo un ejemplo, la moral sexual y la llamada “bioética” de las sociedades capitalistas avanzadas está obviamente ligada a los intereses económicos de industrias particulares y depende de ellos en múltiples maneras, y de los mismos presupuestos profundos sobre el significado de la vida humana que son comunes a la mentalidad capitalista. Es patético ver a algunos cristianos rasgar sus vestiduras ante las propuestas sobre vida sexual que llegan desde la sociedad secular mientras que al mismo tiempo defienden de todo corazón la autonomía moral de la economía o de la política modernas.

No creo, por lo tanto, que ninguna estrategia para conquistar influencia o poder en nuestras sociedades haga ningún bien a la Iglesia o a la causa del cristianismo en ningún sentido. No podemos sentir como cristianos ninguna nostalgia de los días del pasado y, menos aún, de las mismas condiciones que han conducido a la invención de lo secular como reacción contra una imagen decadente y ya reductora del cristianismo. Una estrategia de búsqueda de influencia sólo continuará ocultando a la mayoría de los cristianos el hecho de que el “enemigo” real no está en verdad fuera de nosotros, sino dentro de nosotros, en la exacta medida (que es una medida muy grande) en que compartimos aquellos mismos presupuestos cuyas consecuencias censuramos tan severamente en las decisiones de algunos políticos (pero generalmente sólo en las de algunos).

En consecuencia, esa estrategia sólo nos distraerá de la única “política” que se necesita en la presente situación, y la única que realmente puede marcar una diferencia en el mundo: ser el cuerpo de Cristo, viviendo en la comunión del Espíritu Santo en esta hora concreta de la historia. En otras palabras, la “política” que más necesitamos es la conversión en orden a construir la Iglesia de nuevo como un estandarte entre las naciones, como “una nación hecha de todas las naciones”. Un efecto de esa distracción es que permite que la inmensa energía que el cristianismo libera sea usada instrumentalmente en favor de programas políticos que no se identifican ni pueden ser identificados, de ninguna manera, con la vida que el Señor nos ha dado. Esa vida habita en la Iglesia, y no en un partido político, ni siquiera en uno que eventualmente se presentara a sí mismo como al servicio de los “valores cristianos”. El círculo se cierra cuando uno se da cuenta de que la instrumentalización de la Iglesia en favor de un programa político se convierte por sí misma –con completa independencia de los contenidos de ese programa- en un obstáculo para la libertad de la Iglesia y para la fe del mundo en Jesucristo.

Volvamos a la pregunta de qué le ocurre a la Iglesia cuando acepta comprenderse a sí misma en el marco establecido por la “razón secular” . En el comienzo mismo del libro ya mencionado de John Milbank, describe él conmovedoramente esa situación en lo que se refiere a la teología:
El pathos de la teología moderna –dice Milbank– es su falsa humildad. Para la teología, eso debe ser una enfermedad fatal, porque una vez que la teología renuncia a su pretensión de ser un metadiscurso, no puede ya articular la palabra del Dios creador, sino que queda limitada a convertirse en la voz oracular de algún ídolo finito, como erudición histórica, psicología humanista, o filosofía trascendental. Si la teología ya no busca situar, calificar o criticar otros discursos, entonces es inevitable que sean tales discursos los que sitúen a la teología; pues la necesidad de una lógica organizadora última no puede ser desechada. Una teología “situada“ por la razón secular sufre dos formas características de confinamiento. O de forma idólatra enlaza el conocimiento de Dios con algún campo particular del conocimiento –causas cosmológicas “últimas”, o necesidades subjetivas y psicológicas “últimas”. O de otro modo se limita a insinuaciones de una sublimidad más allá de la representación, sirviendo así para confirmar negativamente la discutible idea de un ámbito secular autónomo, completamente transparente a la comprensión racional.

El sujeto de las frases de este párrafo podría ser, en lugar de la teología, la Iglesia, y serían igualmente verdaderas. Dentro del marco de la razón secular la Iglesia sólo puede sobrevivir de una de las dos formas indicadas por Milbank. En el primer confinamiento, “ratio” y “fides” son líneas paralelas que nunca se cruzan, aunque pueda admitirse que no se contradicen una a otra. Ahora bien, la separación entre “ratio” y “fides” es precisamente el reflejo de muchas otras divisiones, y en última instancia de la división entre Dios y la realidad. Y así, el primer confinamiento acaba siempre en el segundo. Al final, sólo existe la “ratio”: la “fides” se desvanece entre las fantasías de la mente humana.

De hecho, sólo existe un confinamiento, en dos fases. Tan pronto como la esfera de lo religioso, en la que se ubica al cristianismo como un todo, designa una esfera particular de la actividad humana próxima a otras esferas (filosofía, moralidad, ciencias, artes, etc.), queda desgajada por esa razón de cualquier otra realidad humana; se hace autónoma, pero tiene que hacerse irreal también, puesto que cada parcela de la realidad se corresponde con su propia esfera de conocimiento conforme al cual es completamente transparente, con la implicación de que las diferentes esferas del conocimiento exigen un dominio completo de la parcela asignada del mundo real.

Para la religión no existe realidad al margen, y por tanto no puede ni siquiera ser un tipo de conocimiento, tiene que pertenecer al ámbito puramente privado y subjetivo de los sentimientos y las preferencias. Su asunto, si se admite que atañe a algo “real”, tiene que ser una “realidad” enteramente de otro mundo. Y puesto que esa realidad no tendrá relación o contacto con nada de este mundo, al final no tendrá tampoco realidad fuera de la imaginación puramente subjetiva (religión de Feuerbach). Como Henri De Lubac señaló hace muchos años y nosotros veremos en lo que sigue, ese “otro” mundo, precisamente porque tiene que haber nacido en la imaginación del sujeto creyente, no puede ser realmente “sobrenatural”, no puede aportar ninguna novedad a esta vida, no puede sino ser una réplica de este mundo, de sus motivaciones, y de sus estructuras sociales. No puede ser sino una institución humana enteramente conservadora (religión de Durkheim).

Aunque el confinamiento del cristianismo por la “razón secular” ha tenido lugar más o menos y en diferentes formas en todas las tradiciones cristianas, en el catolicismo se ha dado mediante la exasperación de la necesaria distinción entre “natural” y “sobrenatural” en dos órdenes separados y completos de la “realidad”. Henri De Lubac ha denunciado esta posición dualista, que ha dominado “un amplio segmento de la teología moderna” dentro de la Iglesia Católica. Aunque ya no es prestigiosa en las escuelas de teología (al menos en su forma clásica), no obstante todavía conforma y determina en gran medida el pensamiento y la praxis católicos. Ya en 1965, De Lubac vio en este dualismo algo similar a las dos formas de confinamiento mencionadas por Milbank. Primero, al compartimentarse lo sobrenatural se le hace perder su propio carácter sobrenatural; y ese hecho se convierte en una de las causas más profundas de secularización y ateísmo dentro de la Iglesia Católica. En lo que concierne al primer punto, escribió:

[Este “amplio segmento de la teología católica”] ve la naturaleza y la sobrenaturaleza como yuxtapuestas en algún sentido, y a pesar de las intenciones en sentido contrario, como contenidas en el mismo género, del cual forman parte como si fueran dos especies. Las dos serían como dos organismos completos; separadas con bastante perfección como para estar realmente diferenciadas, se han desplegado en paralelo la una a la otra, con tipos fatalmente similares. Bajo tales circunstancias, lo sobrenatural ya no es propiamente hablando otro orden, algo sin precedentes, arrollador y transfigurador: no es más que una “sobre-naturaleza”, como hemos dado en llamarla, contrariamente a toda tradición teológica; una “sobrenaturaleza” que reproduce, en lo que se ha llamado un grado “superior”, todas las particularidades que caracterizan a la misma naturaleza.

Y de nuevo:

Por tanto el orden sobrenatural pierde su esplendor único; y (…) por una lógica cuyo imparable curso no podemos detener, acaba a menudo por convertirse en nada más que una sombra de lo que se supone es el orden natural.
Hay una cercanía reconocible entre esta “especie de sombra” y las tesis de Feuerbach y Durkheim sobre el origen de la religión. El argumento de De Lubac ayuda a explicar lo que había de verdad en aquellas tesis, y en otras críticas de la religión que las han seguido después. Esas críticas no tienen por qué ser la verdad completa acerca de la religión, pero, como MacIntyre dice sobre la crítica marxista de la religión, “contienen verdad acerca de mucha religión, y en particular acerca de mucha de la religión del siglo diecinueve”. De hecho, como ya se dijo, De Lubac vio este “dualismo” como causa de ateísmo:
Por una parte, aunque la tesis dualista –o, quizás, separatista– ha terminado su curso [en las escuelas de teología], puede estar meramente empezando a dar sus más amargos frutos. Tan rápidamente como la teología profesional se aparta de ella, tanto más se difunde en la esfera de la acción práctica. Deseando proteger lo sobrenatural de cualquier contaminación, de hecho la gente lo había exiliado del todo –tanto de lo intelectual como de la vida social– dejando el campo libre para que el secularismo se adueñara de él. Hoy ese secularismo, siguiendo su curso, está empezando a introducirse en las mentes incluso de los cristianos. También ellos buscan hallar una armonía con todas las cosas basada en una idea de la naturaleza que podría ser aceptable para un deísta o un ateo: todo lo que viene de Cristo, todo lo que debiera conducir a él, es arrinconado en el fondo para desaparecer aparentemente para siempre. La última palabra en el progreso cristiano y la entrada en la edad adulta parecería consistir en una secularización total que expulsara a Dios no únicamente de la vida de la sociedad, sino de la cultura e incluso de las relaciones personales. (Henri De Lubac, Le mystére du Surnaturel, p.15. Versión inglesa, p. xxxv).

Estas palabras fueron proféticas, y se han visto más que cumplidas en las tendencias dominantes del catolicismo del siglo veinte, ya sean de carácter “progresista”, más inclinadas a aceptar ciertos principios marxistas como instrumento de comprensión de la naturaleza y de la historia, ya sean de carácter más “conservador”, que (paradójicamente) usan el “liberalismo” y la ideología liberal con exactamente la misma función que los católicos y los teólogos “progresistas” acostumbraron a usar el marxismo: como una herramienta necesaria para interpretar la realidad. La fe cristiana, simplemente, puesto que no tiene nada que ver con nada “de este mundo”, no podría ser empleada para tal tarea.

La pregunta obvia e inevitable es por tanto: ¿Cuál sería en ese caso el interés de una fe que no puede dar significado a la realidad, y sólo puede ser instrumental para un sistema filosófico social, moral y político ya existente? Hacerse esta pregunta arroja una luz intensa sobre el ateísmo implícito (pero no escondido del todo) en ambas posiciones, la “progresista” y la “conservadora”, y la gran magnitud de la base común que comparten estas dos posiciones, a pesar de todo el encarnizamiento de algunos de sus debates a lo largo de una buena parte del siglo veinte.

La combinación, por tanto, de la moderna compartimentización, bajo la forma de dualismo o bajo otras formas, con esa ya mencionada metamorfosis de lo sobrenatural en un “doble” de este mundo causa dos fenómenos principales:
El primero de ellos es la “desaparición” de la Iglesia, que deja de ser entendida como “el cuerpo de Cristo” y por consiguiente como Su “sacramento”, como el lugar humano carnal donde encontrarse con Él, y se convierte por el contrario en un agregado de individuos que comparten (más o menos) las mismas “creencias” y los mismos “valores” (“valores” que generalmente se entienden en sentido kantiano o relativista). La Iglesia pierde a la vez la ontología y el misticismo. Cualquier cosa que quede de estos aspectos de la realidad (y lo que queda son principalmente fragmentos aislados y dislocados) es funcional para los tópicos vacíos de la “ética” liberal. En correlación estricta con esta metamorfosis aparece la sustitución de la lógica sacramental que ha sido la característica del logos cristiano en relación a la realidad por el tipo de lógica formal, instrumental y empresarial propia del capitalismo tardío, de los que están repletos tantos “planes pastorales” y otros documentos producidos por las curias diocesanas o por las conferencias episcopales. La sagrada liturgia permanece, por supuesto, pero permanece principalmente como un fragmento extraño y bastante falto de significado de un mundo ya pasado. Ahora bien, una Iglesia así concebida y vivida de esta forma “no es” más que un hecho residual: no es sólo que no tenga continuidad real con el cristianismo histórico, es que ya no existe. Y, puesto que comunidad y tradición son en cualquier lugar el único espacio para la racionalidad y la moralidad, ni la fe cristiana ni la moralidad cristiana sobreviven mucho tiempo en esta situación.

El segundo fenómeno, consecuencia del anterior, es la completa identificación del cristianismo con el pensamiento secular, de manera que ser cristiano deja de ser significativo, y no conforma ninguna diferencia en la vida real. David L. Schindler ha expresado de esta forma cómo se da este fenómeno en América:
Mi argumento, en lo que se refiere a los cristianos, es que el problema del laicismo en América comienza de forma significativa dentro de las mismas iglesias (protestante y católica) y de su teología y sus prácticas religiosas. Expresándolo en términos más radicales y que de hecho a mí me parecen los más precisos, la desaparición o de hecho la muerte de Dios es un fenómeno que se da no sólo en el 5 por ciento de americanos que no creen en Dios sino también y de forma más relevante en el 95 por ciento que sí creen.
El fenómeno al que David L. Schindler alude aquí no es un fenómeno particularmente americano. Aunque los porcentajes de creyentes puedan no ser los mismos en América y en España (o en otros países europeos), la realidad descrita por Schindler es exactamente la misma que la de la mayoría de los católicos españoles, o sólo ligeramente diferente. Y eso es porque el problema que describe es el problema de una Iglesia que ha aceptado desaparecer al aceptar comprenderse a sí misma en el marco del liberalismo, o, lo que es igual, de la “razón secular”.

Al final, la paradoja de la Iglesia en la sociedad secular es la misma que, de nuevo, MacIntyre expresaba hace muchos años como un dilema para la teología (protestante), de la siguiente manera:

Podemos ver el cruel dilema de una teología que pretende ser contemporánea: [1] El teólogo empieza en la ortodoxia, pero la ortodoxia que ha sido aprendida en Kierkegaard y Barth se convierte con demasiada facilidad en un círculo cerrado, en el cual el creyente habla sólo para el creyente, en el que todo el contenido humano queda disimulado. [2] Apartándose de esta árida teología endogámica, los teólogos más perceptivos quieren traducir lo que tienen que decir a un mundo ateo. Pero están condenados a uno de estos dos fracasos. O bien [a] tienen éxito en su traducción: en cuyo caso lo que ellos mismos se encuentran diciendo se ha transformado en el ateísmo de sus oyentes. O bien [b] fracasan en su traducción: en cuyo caso nadie escucha lo que tienen que decir excepto ellos mismos.

Esta condena no aparece sólo en la teología protestante actual. Es en todas partes el dilema de los medios de comunicación cristianos, de la moral cristiana, de la educación cristiana. Es el dilema de la presencia cristiana actual en el mundo en general. Y sin embargo, a pesar de toda esta crítica de la razón secular como una tradición particular más, y a pesar de la observación de las consecuencias mortales que tiene para la Iglesia y para ella misma su aceptación acrítica, tengo que reconocer, y es esencial señalarlo en este momento de nuestra argumentación, para que no sea malentendida, que al menos un aspecto de la “razón secular”es herencia directa del cristianismo: el apego a la razón como tal (como a la libertad como tal, o a la dignidad humana como tal) es de tal manera característica del cristianismo y de la tradición cristiana que sólo el cristianismo es capaz de aceptar cualquier verdad aunque esté contenida incluso en la crítica “secular” de la religión. De hecho, la crítica secular de la religión, sea de Feuerbach, Marx, Durkheim o Nietzsche, no podría haberse dado o florecido fuera de un sustrato cristiano.

3. “Retorno al centro”

No se puede distinguir el desierto salvo que uno esté en algún otro lugar. No se puede criticar racionalmente una posición o percibir sus límites salvo que uno haya visto algo distinto. Y por supuesto, nosotros hemos visto algo distinto. Hemos visto a los mártires, a los santos. (...)Vemos su humanidad resplandeciente, y sabemos dos cosas: primero, que una tal nación de santos no puede estar construida sobre una falsedad, y segundo, que la promesa de Cristo “Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo” (Mt 28, 28) es cierta. Podemos hacer nuestras las palabras de Newman al final de su ahora célebre “Biglietto Speech”, en el que expresó muy enérgicamente los peligros del liberalismo para la religión como enemigo con el que había luchado durante toda su vida:

El cristianismo ha estado tan a menudo en lo que parecía un peligro mortal, que debiéramos temer ahora cualquier nueva prueba. Hasta aquí esto es cierto; por otra parte, lo que es incierto, y en esos grandes combates es habitualmente incierto, y lo que es habitualmente una gran sorpresa, cuando se es testigo, es el modo particular con el que, en el acontecimiento, la Providencia rescata y salva a Su heredad elegida. Algunas veces nuestro enemigo se transforma en un amigo; algunas veces es despojado de esa especial virulencia del mal que era tan amenazadora; algunas veces cae hecho añicos; algunas veces actúa precisamente mientras es beneficioso, y después es eliminado. Habitualmente la Iglesia no tiene otra cosa que hacer que continuar con las tareas que le son propias, con confianza y paz; estarse quieta y ver la salvación de Dios. Mansueti hereditabunt terram. Et delectabuntur in multitudine pacis.

Éste es un testimonio fantástico de fe y confianza en la promesa de Cristo. “La Iglesia no tiene otra cosa que hacer que continuar con las tareas que le son propias, con confianza y paz”. Hoy en día, sin embargo, el “liberalismo religioso” ha llegado tan lejos en el engaño de las mentes cristianas que incluso “las tareas que le son propias”, desde la predicación hasta los sacramentos, se entienden (o mejor, se malentienden) en el marco de la “razón secular” . El mismo Newman, viendo este peligro, en el mismo discurso, dijo también: “La Santa Iglesia nunca necesitó defensores contra él con más urgencia que ahora, cuando, ¡ay!, es un error que se extiende, como una insidia, por toda la tierra”. Él sabía que el liberalismo (o la “razón secular” ), y no solo en la religión, tiene una inmensa capacidad para disfrazarse y enmascararse, para presentarse a sí mismo como “la vía natural”, la vía por que las cosas siempre han discurrido, y siempre deberían discurrir. Es por tanto necesario un gran esfuerzo, a la vez intelectual y moral, para desenmascarar sus estrategias, para mostrar su carácter ideológico, a la vez fuera y dentro de la Iglesia, y volver de nuevo a la Santa Tradición , liberándola de las ligaduras que la han atado y paralizado, en orden a proponerla de nuevo, con toda su frescura, al hombre de hoy.

El problema con la mayoría de las críticas al liberalismo, como ya hemos insinuado, es que se han hecho en nombre del marxismo (o desde una aceptación parcial de las perspectivas marxistas). Eso ha implicado la aceptación de las creencias comunes al marxismo y al liberalismo (ya que el marxismo fue, como MacIntyre dice, “en primera instancia una crítica del liberalismo y de la sociedad burguesa en sus propios términos”, y con ellas, la afirmación implícita o explícita de la indisponibilidad y la inutilidad del cristianismo para las “cosas de este mundo”. Así, la mayor parte de las críticas al liberalismo, a largo plazo, han colaborado a favor del establecimiento de la misma cultura secular que estaba a la vez en la base del liberalismo y de sus críticos.

La crítica marxista a la sociedad liberal, sin embargo, era y es cierta en muchos aspectos, pero el fracaso del marxismo en términos de sus predicciones sobre la futura crisis del capitalismo y en términos de sus propios logros económicos y sociales ha dejado al mundo sin otra alternativa ideológica que el liberalismo. Como MacIntyre reconoce, el debate intelectual y moral hoy en día (en la medida que existan todavía debates reales sobre los valores intelectuales y morales de los sistemas políticos, más allá de la charlatanería política y el mero consumismo nihilista) se limita a un debate dentro del liberalismo.

El liberalismo (…) aparece por supuesto en los debates contemporáneos bajo gran número de disfraces y haciéndolo así consigue tomar ventaja en el debate reformulando los desacuerdos y conflictos con el liberalismo, para que aparenten ser debates dentro del liberalismo, cuestionando este o aquel conjunto particular de actitudes o políticas, pero no los principios fundamentales del liberalismo con respecto a los individuos y la expresión de sus preferencias. Así el llamado conservadurismo y el llamado radicalismo en esas apariencias contemporáneas son en general meros pretextos para el liberalismo: los debates contemporáneos dentro de los sistemas políticos modernos son casi exclusivamente entre liberal-conservadores y liberal-radicales.

Ahora bien, si el liberalismo tiene éxito en todas partes (aunque su mismo éxito constituya la muerte de los ideales que profesa), y si representa un peligro de primer orden –y, en su mayor parte, un peligro oculto y no identificado– para la Iglesia cristiana, ¿qué podemos hacer?

Lo que se necesita, en mi opinión, es, como dice el título de la versión francesa del librito que Hans Urs von Balthasar escribió en 1969, una “vuelta al centro”. No al centro como en la política, como a una vía intermedia entre la derecha y la izquierda, sino al centro como el punto desde el que brota la novedad total del cristianismo. El “centro” es el don por el que el Dios Trino se da a sí mismo a través de Cristo en la creación y la redención, un don que se da todavía en la comunión de la Iglesia, un don que constituye el auténtico significado de toda la realidad, y que reconoce a Jesucristo como “el corazón del mundo”. De hecho, los mejores logros teológicos de los siglos diecinueve y veinte, y los únicos que sobrevivirán a los devastadores efectos del tiempo, podrían ser descritos –al menos en Occidente– como intentos de recuperar la tradición, y de recuperar el significado de la tradición cristiana para la vida humana, más allá de las distorsiones dualistas o fragmentadoras de otro tipo creadas por la razón secular y las diversas variantes de la reinterpretación secular del cristianismo. En otras palabras, esos intentos tratan de recuperar la tradición evitando el dilema que MacIntyre había señalado y que nosotros subrayamos antes: comprar significado vendiendo tradición, es decir, haciéndole decir a la tradición lo que la razón secular ya dice sin necesidad de la fe.

4. EN CAMINO HACIA “EL CENTRO”: PANORAMAS / HITOS

En la parte final de esta exposición llamaré la atención sobre algunos indicadores en este camino hacia el centro. Aunque me limite principalmente al campo de la teología, quiero señalar que la “recuperación” del “centro” involucra tres aspectos que están unidos entre ellos en una especie de “perichoresis”, que los hace pertenecerse unos a otros (y necesitarse unos a otros) en una forma única para la totalidad del cristianismo.

Me refiero a la enseñanza del magisterio de la Iglesia, al quehacer teológico y a la vida carismática del pueblo de Dios. Por supuesto, de esos tres aspectos de la vida del cuerpo de Cristo, uno tiene la misión particular, dada y garantizada por el mismo Señor, de preservar y de transmitir la Santa Tradición : y éste es el ministerio apostólico. Pero ninguno de esos tres aspectos puede ser desgajado de los otros dos sin destrucción o grave daño para la totalidad del cuerpo de Cristo. Ello ocurre, por ejemplo, cuando el magisterio insiste en la enseñanza social de la Iglesia como parte esencial de la vida de la Iglesia: si la mayor parte del pueblo cristiano entiende su propia vida en el marco de la razón secular, esa enseñanza social permanece como una teoría abstracta, tomada en serio por unos pocos, desconocida para la mayoría. Y si ocurriera que la enseñanza de los pastores no fuera “teológica” (aceptando, por ejemplo, la muy moderna y letal división entre teología y pastoral), el pueblo cristiano quedará sin guía, la fe cristiana quedaría separada de la razón, y pronto ella misma se disolvería en el mundo, quizás en la forma de una religión con algún colorido cristiano. Recíprocamente, cuando la teología no representa la reflexión sistemática sobre la experiencia de la Iglesia, sin prestar suficiente atención al papel de autoridad de la tradición y el magisterio, se convierte entonces inevitablemente en instrumental para la ideología y para los poderes de este mundo.

Comencemos con la teología. Los trabajos de Hans Urs von Balthasar y Henri de Lubac, a quienes acabo de citar y a quienes considero con mucho los mayores teólogos católicos del siglo veinte, tienen que ser leídos claramente en el contexto de los asuntos de los que he planteado al comienzo de este ensayo. La transformación, por ejemplo, de una “teología estética” en una “estética teológica” expresa bien cierto movimiento del pensamiento en el que la teología no acepta el confinamiento y por tanto no se convierte en instrumental o es posicionada por otras áreas del conocimiento, sino que en vez de ello las permea y las juzga a todas ellas. El mismo movimiento que se da aquí en relación a la belleza puede y debería darse en relación a otros “trascendentales”, verdad y bondad, y de esta forma, en la relación entre teología y conocimiento, entre teología y ética, y también economía, política, las llamadas “ciencias humanas”, o cualquier otra área de la actividad humana.

En cuanto a De Lubac, él escribió acerca de su propio trabajo, en una nota destinada a publicarse en la edición italiana de sus obras completas: “Mi tarea ha sido básicamente (…) ayudar a conocer mejor, y por tanto, a entender mejor y a amar más, los tesoros de la gran tradición católica –yo diría gozosamente, algunos de sus grandes lugares comunes– malentendidos por tantos, muy poco conocidos verdaderamente incluso por aquellos a los que les gustaría con toda sinceridad preservarla y defenderla”. En primer libro, Catholicism , publicado en 1938, un trabajo en el que quiso poner en primer plano “los aspectos sociales del dogma” tal y como se expresan en la tradición cristiana, De Lubac escribía: “Revelando al Padre y siendo revelado por él, Cristo completa la revelación del hombre a sí mismo”. Esta frase fue tomada después casi literalmente por el Concilio Vaticano II en un pasaje ahora famoso porque ha sido citado muy frecuentemente por Juan Pablo II, y yo creo que puede considerarse como una de las claves para entender su propia enseñanza y su ministerio: “Cristo…en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, revela completamente el hombre ant sí mismo y saca a la luz su vocación más alta”. Ahora bien, esto es, en cada sentido, exactamente lo que la tradición ha dicho siempre acerca de Cristo y la humanidad, y que estaba ya en el Credo de Nicea y en el Nuevo Testamento. Pero lo importante de esta cita es que, tomada en serio, imposibilita a un católico para mantener una posición liberal, y va más allá de cualquier dualismo o fragmentación secular: Cristo pertenece a la misma definición del hombre, de tal forma, que pensar en el hombre sin Cristo es precisamente dejar incompleta la comprensión del hombre, es errar en lo más importante, incluso para la construcción de la polis : el destino y la vocación de la humanidad a participar de la vida divina del Hijo de Dios. Podríamos decir que el significado completo del trabajo de De Lubac ha sido desenterrar la tradición y liberarla de su confinamiento en la razón secular.

Balthasar y De Lubac no son los únicos teólogos occidentales que han intentado independizar la experiencia y el lenguaje cristianos de las limitaciones y reducciones de la razón secular. Ciertamente hay otros, aunque tenemos que admitir que no hay muchos que relacionen ese “centro” del acontecimiento cristiano con las diferentes cuestiones de la antropología o de la vida moral cristianas sin caer en el dilema considerado por MacIntyre; no hay muchos que relacionen el mensaje cristiano con la experiencia humana en sus distintas dimensiones de conocimiento y acción siendo conscientes de las trampas del liberalismo secular. La mayoría de los que lo hacen así provienen de la tradición de Balthasar y De Lubac.

Otra vez, aunque no sea éste el lugar para hacerlo, sería posible y quizás necesario mostrar que el significado profundo de la enseñanza del Concilio Vaticano II, y de hecho la clave misma para entender su enseñanza, es exactamente el intento de recuperar la Santa Tradición de las ciénagas en las que la aceptación semi-consciente del liberalismo y de la “ razón secular” la ha arrojado. Y lo mismo se podría decir de la enseñanza de los Papas después del Concilio, especialmente de Juan Pablo II, desde la primera frase de su primera Carta Encíclica: “Jesucristo es el centro del cosmos y de la historia”. La enseñanza papal sobre el cuerpo y sobre el amor en el matrimonio, basada sobre una percepción renovada del significado de la antropología cristiana, al igual que su insistencia en la importancia de la doctrina social de la Iglesia, son precisamente dos aspectos decisivos del encauzamiento de la Iglesia “más allá de larazón secular ”.

Un movimiento teológico reciente que no me gustaría dejar de mencionar, por ser un intento consciente de ir “más allá de la razón secular”, que involucra a varios teólogos anglicanos, protestantes y católicos (no del todo desligados tampoco de Balthasar y De Lubac) es el movimiento llamado por sus iniciadores “ortodoxia radical”. Cualesquiera sean los logros del movimiento, o el futuro del mismo movimiento, al menos en cuanto a sus intenciones, es pertinente para nuestra reflexión.

En el ensayo que introduce al volumen colectivo titulado Radical Orthodoxy , los tres editores del volumen, J. Milbank, C. Pickstock, G. Ward, observan que: los grandes críticos cristianos de la Ilustración (…) vieron de diferentes maneras que lo que el laicismo había arruinado principalmente y lo que de hecho había negado eran las mismas cosas que aparentemente celebraba: la vida encarnada, la auto-expresión, la sexualidad, la experiencia estética, la comunidad política humana. Su argumento, asumido por completo en este volumen, era que sólo la trascendencia, que «suspende» esas cosas en el sentido de interrumpirlas, las «suspende» también en el otro sentido de mantener su valor relativo sobre-contra el vacío.

Por otro lado, habiendo reconocido que “ la Ilustración era en efecto una crítica del decadente cristianismo moderno temprano”, pero también, “siguiendo a los grandes visionarios de la literatura inglesa William Shakespeare y Thomas Nashe”, que los abusos y errores de esa decadencia eran “el resultado de un rechazo del verdadero cristianismo”, la ortodoxia radical intenta “articular un cristianismo más encarnado, más participativo, más estético, más erótico, más socializado, incluso «más platónico»”. Tomando una perspectiva teológica centrada en el concepto de “participación”, acentúan de nuevo el valor de la tradición y de la unidad articulada de “fides et ratio”, pero en el sentido de que la “fides” es la que puede salvar a la “ratio”, y de que la teología es la que puede rescatar a la filosofía y a la vida intelectual de los terrenos poco profundos. Solamente esta vuelta a la tradición (“al cristianismo del credo y a la ejemplaridad de su matriz patrística”), después de todo, puede ofrecer adecuadamente una verdadera alternativa al “materialismo desalmado, agresivo, abúlico y nihilista” en donde han acabado los ideales de la modernidad. Ésta es la forma en que estos tres autores lo expresan: La perspectiva teológica de la participación salva de hecho las apariencias sobrepasándolas. Reconoce que el materialismo y el espiritualismo son falsas alternativas, puesto que si sólo existe la materia finita no existe ni siquiera eso, y que para que los fenómenos existan realmente deben más que existir. Por lo tanto, apelando a una procedencia eterna para los cuerpos, su arte, su lenguaje, su unión política y sexual, no dejamos etéreamente de considerar su densidad. Por el contrario, insistimos en que detrás de esa densidad reside una densidad aún mayor –más allá de todos los contrastes entre densidad y liviandad (así como más allá de todos los contrastes entre definición y ausencia de límites). Con esto queremos decir que todo lo que es solamente es porque es más de lo que es. (…)

sta perspectiva debería verse de muchas maneras como menoscabando algunos de los contrastes entre liberales y conservadores teológicos. Los primeros se inclinan a refrendar lo que ellos ven como la aceptación moderna de nuestra finitud –así el lenguaje, y los cuerpos eróticos y estéticamente placenteros, etc. Los conservadores, sin embargo, parecen aceptar aún una especie de distanciamiento nominal y etéreo de esas realidades y un desdén por ellas. La ortodoxia radical, por contra, ve la raíz histórica de la celebración de tales cosas en la filosofía de la participación y en la teología de la encarnación, aún cuando puede admitir que la tradición premoderna nunca llevó muy lejos tal celebración. La aparente aceptación moderna de lo finito la estima, tras examinarla, ilusoria, puesto que para detener la disolución finita de la modernidad debe interpretarla como un edificio espacial limitado por leyes claras, reglas y entramados. Si, por otro lado, siguiendo las opciones posmodernas, acepta el flujo de las cosas, es un flujo vacío que encubre y revela un vacío final. Por consiguiente, la modernidad ha oscilado entre el puritanismo (sexual o de otro tipo) y un erotismo completamente perverso, que está enamorado de la muerte y por tanto quiere la muerte de lo erótico, y no preserva lo erótico hasta el punto de una consumación eterna. De una forma extravagante, parece que la modernidad no quiere realmente lo que cree que quiere; pero por otra parte, para tener lo que cree que quiere, tendría que recuperar lo teológico. Así, por supuesto, descubriría también que eso que quiere es bastante distinto de lo que ha supuesto.

De esta forma, es la teología la que salvará a la razón (si bien no en su modalidad secular), y al resto de los ideales de la modernidad. Los ensayos, entonces, que forman el volumen Radical Orthodoxy , “pretenden concebir de nuevo las esferas culturales particulares desde una perspectiva teológica que todos ellos contemplan como la única perspectiva no nihilista, y como la única perspectiva capaz de dar firmeza incluso a una realidad finita”.

No es necesario -no sería capaz de hacerlo- juzgar los méritos respectivos de los ensayos particulares contenidos en el volumen Radical Orthodoxy , o de los volúmenes que han continuado la serie. Una lectura rápida y no científica de algunos me dice que yo no coincidiría hasta el final con todos ellos, y que en algunos casos, de las mismas premisas extraería conclusiones bastante diferentes. Y con todo, por la melodía que he oído me parece que aún la discusión de los puntos particulares de desacuerdo no sería mal recibida. Refrendo entretanto, completamente y en su totalidad, las afirmaciones concretas citadas, y me parece que indican con notable precisión el reto teológico y la tarea que se presentan al cristianismo en esta hora.

Todos los “panoramas” mencionados hasta ahora son teológicos. Pero el periplo “más allá de larazón secular ” no puede llevarse a cabo sólo mediante la teología; no es primariamente un problema de teología. Porque la teología es una articulación intelectual de la experiencia de la Iglesia, y no puede hacerse más que desde la experiencia. Cuando se carece de esa experiencia, o es confusa, el pensamiento no puede ser otra cosa que confuso, y la teología se convierte exactamente en una variante de la razón secular , exactamente en la expresión de la perspectiva cultural dominante. Aun la enseñanza de la Iglesia, en solitario y por sí misma, no es suficiente. Porque “la insidia se ha extendido sobre toda la tierra” de tal forma que la enseñanza de la Iglesia se recibe y se lee en la mayoría de los casos, incluso por gentes cuya buena voluntad conocemos y no podemos negar, a través de los filtros de la razón secular: o es reducida de forma pietista, o es reducida a “valores liberales” y moralidad.

De hecho, me parece, el reto es tan colosal que nos afecta a todos, a cada simple cristiano, a cada familia cristiana y a cada comunidad cristiana, dondequiera que estemos, y sea cual sea nuestra historia, y sean cuales sean las heridas que nos podamos haber causado unos a otros a lo largo de esa historia. El reto no se puede plantear sin que nuestros seres estén abiertos a aprender unos de otros tanto los fracasos como los logros, y así ayudarnos unos a otros con la claridad que corresponde a miembros (miembros sufrientes, miembros heridos) del único Cuerpo de Cristo. La primera fragmentación de la experiencia cristiana es nuestra división, la primera fragmentación de la Iglesia (y la primera apertura al ascenso de la “ razón secular” ) ocurre cuando cesamos de comprendernos unos a otros como miembros del único Cuerpo de Cristo.

Una de las verdades que se han abierto para mí en diálogo con el trabajo de MacIntyre es la percepción de que la vida (la historia) no es aplicación de ideas, que existe siempre una interacción y una dependencia muy estrechas entre las praxis (política y económica, familiar, educativa, artística, cultural), y la teoría. Las praxis encarnan la teoría –no existe el más leve gesto humano que no implique una ontología completa–, pero también son capaces de crear y modificar la teoría, al igual que la teoría sirve a menudo para justificar, modificar o crear praxis. Éste es un punto clave en el trabajo de MacIntyre, diseminado en él por todas partes. La comunidad es anterior a la tradición, es el lugar de la tradición. Es el lugar de la racionalidad (tanto práctica como teórica), y por tanto es el lugar de la vida intelectual y moral. Es también el lugar para que “el individuo” pertenezca, y perteneciendo, se convierta en persona, consiga una identidad para sí mismo y para el mundo. Si esto es cierto, como creo que es, las consecuencias para el reto que he discutido en esta comunicación son de una gran significación. El asunto que tenemos ante nosotros, de hecho, no consiste en cambiar algunas de nuestras ideas, o algo en nuestro lenguaje. Lo que está en juego no es sólo la teología, como lenguaje articulado de la fe. Es la fe misma. O antes bien, es la Iglesia como espacio humano creado por el Dios Trino para la culminación de la humanidad, y es la fe como reconocimiento de este hecho.

A la luz de esto, quizás podemos entender mejor el llamamiento de MacIntyre al final de After Virtue , citado ya anteriormente. Él compara nuestro tiempo con la época del declive del Imperio Romano: “Lo que importa en esta etapa es la construcción de formas locales de comunidad dentro de las cuales la civilidad y vida intelectual y moral puedan ser sustentadas en la nueva Edad Oscura que ya se nos echa encima”. Para John Milbank también, la tarea no es tanto una decisión voluntarista acerca de un nuevo giro del pensamiento, sino que tiene que ver con la construcción, o el resurgimiento, de una cierta comunidad –una nueva, única comunidad– llamada la Iglesia. Una comunidad, dice Milbank, que “ ya es , necesariamente, por virtud de su institución, una «lectura» de otras sociedades humanas”.

Me gustaría terminar mencionando algunas características de este nuevo descubrimiento de la Iglesia. O quizás debería decir, de esta nueva apertura, o “revelación”, ya que el Padre, el Señor Resucitado y el Espíritu Santo son quienes una y otra vez recrean y regeneran la Iglesia en la historia, y nos permiten ver “lo que muchos profetas y reyes quisieron ver, pero no pudieron” ( Lc 10, 24). Esas características pueden deducirse en su mayor parte de lo que ya ha sido dicho.

La Iglesia tiene necesidad de convertirse de nuevo, a todos sus niveles, en “la casa y la escuela de la comunión”, como Juan Pablo II nos ha recordado. La Iglesia tiene que ser una vida de comunidad, en cierto sentido, una vida de “familia”, como la vida de “un cuerpo”. Necesita recuperar densidad “social”. No como un ghetto, sino como vida real de familia, abierta siempre a la vida y a la sociedad. “Familia”, “madre”, “casa”, “nación”, “cuerpo”, no son sólo nombres para la Iglesia, son realidades sociales esenciales para la vida de la Tradición Cristiana. La Iglesia es una empresa para la vida, y para todo en la vida. En otras palabras, la Iglesia tiene que ser “rescatada”, si se puede decir así, de la sequedad y el poder inhumano de la lógica delmanager , y tiene que recuperar la lógica sacramental, que es la que le es propia.
La Iglesia es una vida de comunidad centrada en la liturgia y en la Eucaristía. La Eucaristía, con todas sus dimensiones (sin ser reducida de forma pietista e individualista) es la praxis de la Iglesia, y por tanto, es una escuela: una escuela de vida en comunidad, una escuela que nos permite comprender en una única forma quién es Dios, quién es Cristo, quiénes somos nosotros; quiénes somos para Dios, y quiénes somos el uno para el otro; y qué es el mundo para nosotros. La Eucaristía es el único lugar de resistencia a la aniquilación del sujeto humano. Y la Eucaristía es también el lugar donde podemos aprender y experimentar una universalidad -no la abstracta y falsa universalidad de la modernidad- que no está en oposición a la realización local, a la identidad y a la plenitud.

En esa comunidad, el movimiento del corazón (de la mente y de todo) es un movimiento que va en la dirección de un redescubrimiento de la tradición cristiana, con toda la riqueza y las variaciones que tiene esta tradición, y no de una fuga de ella. Para nosotros cristianos, las diferencias no son un obstáculo, sino un tesoro, siempre y cuando esas diferencias sean entendidas a la luz de la lógica sacramental del Cuerpo de Cristo. Incluso los Evangelios son cuatro, y Dios es una comunión de Padre, Hijo y Espíritu Santo.

La experiencia de vida en esa comunidad es una experiencia humana que, por ser una experiencia de Cristo, se convierte en una manera de mirar toda la realidad, esto es, se convierte en una fuente de racionalidad, y se refiere a todas las dimensiones de la experiencia humana y de la praxis humana (conocimiento, arte, y todas las clases de relaciones humanas, incluyendo las políticas o las económicas).

Por supuesto, hacer que tales cosas se den no está en nuestras manos. Incluso desearlas es ya una gracia. La Iglesia no es nuestra, sino del Señor, aunque sabemos que el Señor desea que su Iglesia brille en medio de la noche. A nosotros nos queda, ante todo, dar gracias por lo que tenemos –que ya es todo, puesto que tenemos a Cristo y al Espíritu Santo–, y por las gracias que el Señor no cesa de darnos. Y así podemos desear y pedir que cada uno de nosotros florezca y crezca “hasta que todos nosotros lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a la madurez, a la medida de la plenitud de Cristo” ( Ef 4, 13).