2/10/12


La dimensión ético-política de los 


problemas bioéticos

“En el fondo un país tiene las leyes que acepta. Si bien es importante la cultura política de los políticos, también es importante la cultura política de los ciudadanos”

    
1. El punto de vista de la ética-política

      El objeto de esta ponencia es afirmar que una buena parte de los problemas bioéticos tienen una dimensión ético-política, que ha de ser afrontada con una metodología específica. Para desarrollar esta tesis necesito explicar cuál es, a mi juicio, la distinción y la relación que existe entre la ética personal y la ética política.
      Considero que la parte personal de la ética se refiere a todas las acciones de las personas físicas, incluyendo las acciones personales requeridas por la justicia social y política, como puede ser por ejemplo pagar los impuestos. La moralidad de estos comportamientos depende en último término de su congruencia con el bien global de la persona. La ética política se ocupa en cambio de las acciones realizadas por la comunidad política, es decir, trata de aquellos actos mediante los cuales la comunidad política se da a sí misma una organización constitucional, jurídica, administrativa, sanitaria, escolar, universitaria, etc. La moralidad de estos actos depende de su relación con el fin de la comunidad política, que es el bien común político. Retomando el ejemplo anterior, si pagar los impuestos es una cuestión de moral personal, el tipo de sistema impositivo adoptado por una determinada sociedad es una cuestión ético-política. Es decir, la ética política valora si es congruente con el bien común político de una concreta sociedad que la presión fiscal sea tal o cual, que los impuestos sean preferentemente directos o indirectos, que sean progresivos o no, etc.
      Con esta distinción no afirmamos la existencia de una doble moralidad ―personal y política― para un mismo comportamiento, porque se trata en realidad de dos tipos de actos distintos: los actos de las personas Pedro, Juan y Pablo por una parte, y por otra el acto, por ejemplo, por el cual España se ha dado a sí misma una estructura que comprende la autoridad central del Estado, las comunidades autónomas y los municipios, o bien el acto por el que ha organizado de una determinada manera la atención sanitaria de la población o el sistema de enseñanza obligatoria.
      Existe sin embargo un punto de vista particular desde el que los actos de las personas físicas pueden ser objeto de la ética política. Ésta se ocupa de la recta organización de la vida social y política, y es parte de esa recta organización que algunos bienes de interés público sean promocionados y tutela-dos, y que las acciones individuales que lesionan esos bienes sean consideradas ilegales y, si es el caso, sean castigadas. Determinar qué acciones individuales deban ser consideradas ilegales y cómo deba ser sancionado quien las realiza, es una cuestión típicamente ético-política. La legalidad o ilegalidad es el punto de vista desde el que algunas acciones personales son objeto de la ética política. Ésta no se ocupa directamente de esas acciones en cuanto que son contrarias al bien de la persona o en cuanto se oponen a los dictados de la conciencia moral de la persona que actúa, sino en cuanto lesionan objetivamente un bien cuya tutela por parte del Estado es exigida por el bien común político. Esto se debe tener presente a la hora de argumentar en un contexto político. Para justificar que el Estado debe prohibir una acción no basta con demostrar que tal acción es inmoral, entre otras cosas porque todos estamos de acuerdo en que hay muchas acciones claramente inmorales de las que el Estado ni siquiera debe ocuparse; lo que se ha de demostrar es que esa  acción se opone al bien común político de tal modo que el Estado debe prohibirla.
      A la distinción propuesta se podría objetar que las acciones son siempre de las personas, y por eso a fin de cuentas la ética es siempre personal. En parte es verdad, pero no obstante la moralidad ético-política es formalmente diferente de la personal y tiene consistencia y vida propia. Supongamos, por ejemplo, que en un determinado país se reforma el sistema de impuestos, y como consecuencia de esa reforma se obstaculiza el crecimiento económico y se produce además una injusta penalización de los grupos sociales económicamente más débiles. Si quienes aprobaron esa ley eran conscientes de su inadecuación, pero la votaron por intereses personales o de partido, cometieron sin duda una grave culpa personal contra la justicia. Si en cambio pensaban, después de haberla estudiado responsablemente, que esa ley iba a promover el bien del país, no cometieron culpa alguna al votarla. Pero tanto en un caso como en otro ese país se ha dado a sí mismo un sistema fiscal contrario al bien común, oposición al bien común que continúa existiendo cuando los diputados que la aprobaron dejan de formar parte del órgano legislativo o incluso después de que todos ellos fallezcan. Cuando un aspecto de la organización social es contrario al bien común, esa injusticia estructural subsiste y hace daño independientemente de la moralidad de los que la aprobaron, y tan malo es promulgar una ley injusta como mantener en vigor la ley injusta votada en el pasado por otros, si ahora existe la posibilidad real de abrogarla total o parcialmente. Por otra parte, no se debe olvidar que las leyes no son del diputado tal o cual, o del partido tal o cual, son leyes del Estado, las votase quien las votase, y, si son injustas, la responsabilidad de abrogarlas recae sobre quienes en cada momento forman parte de los órganos legislativos del Estado y, en otro sentido, sobre todos los ciudadanos.
      Naturalmente, el hecho de que las personas viven en sociedad para promover el bien de todas y cada una de ellas, fundamenta en último análisis, pero sólo en último análisis, una ordenación del bien común al bien personal. Por esta razón la ética política no podría considerar adecuada una ley que aprobase explícitamente una acción personal éticamente negativa, o que prohibiese un comportamiento personal éticamente obligatorio, o que hiciese obligatorio un comportamiento que la persona no puede realizar sin cometer una culpa moral. Las acciones éticamente negativas que no contienen una suficiente referencia al bien común el Estado las ignora o, si es el caso, las tolera, pero no puede hacerlas objeto de un acto explícito de aprobación.

2. El bien común político

      De lo dicho hasta ahora se desprende que la ética política se ocupa de problemas bioéticos cuando en los comportamientos personales referentes a la vida y a la salud entran en juego bienes cuya tutela estatal es exigida por el bien común político, o también cuando la comunidad política asume una línea de acción sobre cuestiones que se refieren a la vida o a la salud. Es claro entonces que sólo podremos formular determinaciones más concretas si partimos de la consideración de los contenidos fundamentales del bien común político.
      El bien común es una realidad compleja y discutida. Quizá algunos piensen que en una sociedad pluralista y multicultural, en la que coexisten di-versas concepciones del bien, se hace muy difícil hablar de bien común. Para no alargarme sobre esta cuestión, sugeriría pensar en la noción, filosóficamente poco ortodoxa, de “mal común”. Pensemos, por ejemplo, en la carencia de agua potable y energía eléctrica en toda la ciudad, o en que el sistema escolar no fuese capaz de enseñar el lenguaje con el que todos nos entendemos, o en que desapareciese la convicción común de que en España no debe haber esclavos, o en que se consolidase socialmente la idea de la radical inferioridad ontológica de la mujer con todas las consecuencias que esto llevaría consigo, y en muchas otras cosas de este estilo. Si los ejemplos que acabo de enunciar son “males comunes”, se deberá admitir que las situaciones contrarias son “bienes comunes” o, si se prefiere, contenidos del bien común.
      Explicar cuáles son los contenidos fundamentales del bien común político, es decir, del bien común que se puede alcanzar con los medios de la política, y que es distinto del bien común integral, es competencia de la filosofía y de la teoría política. Es una cuestión sumamente compleja. Aquí voy a exponer de modo muy sintético la concepción que se ha decantado como fruto de la experiencia política moderna europea, para la que el bien común político comprende tres bienes fundamentales: la vida-seguridad-paz, la libertad y la justicia.
      Con la desaparición de las grandes formaciones políticas medievales y con la ruptura de la unidad religiosa, Europa conoce un periodo de elevada conflictividad que lentamente va haciendo madurar, en las mentes de quienes regían la política de las naciones, que la política debía procurar evitar ante todo lo que en el orden terreno se podía considerar el mayor de los males: la muerte violenta de unos por mano de otros. Había que garantizar la vida, la seguridad y la paz social. La necesidad de tutelar políticamente ese bien justifica la renuncia a la auto-defensa armada, la supresión de las jurisdicciones y de los ejércitos particulares, la atribución al Estado nacional del monopolio de la fuerza, para que sea el Estado quien garantice igualmente para todos la tutela de la vida y la solución pacífica de los conflictos sociales, que nunca se podrán resolver admitiendo  una excepción para la antigua regla “no matarás”.
      Esta idea, que queda reflejada en las obras de filósofos como Hobbes o Bodin, dio lugar a lo que los historiadores llaman “absolutismo político”. La sucesiva experiencia hizo comprender poco a poco que la vida sin libertad no es una vida humanamente digna, y que se podía y debía garantizar políticamente la vida y la paz sin sacrificar la libertad. Surge así la idea de la limitación del poder político, que más tarde dio lugar al movimiento constitucional, para el que el poder político, sin dejar de garantizar la vida y la paz social, debe obrar siempre dentro de los límites de leyes e instituciones establecidas a nivel constitucional. Este nuevo ethos de la libertad, que habría de pasar por expresiones bastante contradictorias, terminó afirmándose pacíficamente como necesario complemento del ethos de la vida y de la paz. Y este carácter complementario no se debe perder de vista: la libertad se ve como característica de la forma superior de la vida, de la vida humana por tanto, por lo que nunca la libertad entra en contradicción con la vida humana de la que es privilegiada expresión: la experiencia jurídica y política europea nunca aceptó que la libertad de matar y la libertad de matarse (suicidio) fuesen valores pertenecientes alethos de la libertad. Es más, el movimiento constitucional fue elaborando una compleja técnica jurídica con el propósito de hacer imposible que el Estado o los individuos violasen la vida y la libertad de los ciudadanos.
      El desarrollo histórico de la experiencia política liberal europea fue produciendo la evidencia de que no bastaba la afirmación de la libertad para garantizar que todos la pudiesen disfrutar. Fenómenos como la revolución industrial y la formación de las grandes masas de proletariado lo demostraron dramáticamente. La defensa de la vida y de la libertad de todos no sería posible si no se encontraba el modo de garantizar políticamente también la justicia social y política, al menos en sus exigencias más fundamentales, que podrían resumirse en el radical reconocimiento de los demás seres humanos, sin excepción, como iguales a mí. Nace así la ética de la justicia, la ética de la justicia social y de la participación democrática, que no se puede separar de la ética de la vida y de la libertad, con la que forma una unidad indivisible. La historia ha demostrado con toda evidencia que el propósito de lograr la justicia y la igualdad sociales sin respetar la libertad, genera sólo miseria económica, opresión social, violencia y muerte. Para evitar que esa triste experiencia pudiera repetirse, los bienes de que estamos hablando se formularon  en un sistema orgánico que conocemos con el nombre de “derechos humanos”.
      La vida, la libertad y la justicia son valores sustanciales, a los que están ligados reglas de procedimiento que son muy importantes, siempre que no se pierda de vista que la ética procedimental tiene el sentido de garantizar políticamente esos tres valores sustanciales siempre y para todos, y que en modo alguno puede ser un expediente para paliar o esconder la negación, total o parcial, de lo que es sustancial. La importancia de la limitación constitucional del poder, de la efectiva separación de las diferentes funciones del Estado, del control riguroso de la constitucionalidad de la legislación ordinaria, de la  autonomía e imparcialidad de los órganos deputados a la administración de justicia, del pluralismo de la información, etc. consiste en que, si viniesen a faltar, se haría posible la violación de algunos derechos humanos aun en un contexto político que en apariencia respeta el ethos de la vida, de la libertad y de la justicia. La comprensión del fondo ético de las reglas de procedimiento es uno de los aspectos que mejor expresan la calidad de la cultura política de un país.
      Después de estas consideraciones que, como he dicho, son extremadamente sintéticas, y que presuponen estudios analíticos que no es posible exponer en poco tiempo, podemos pasar a ocuparnos de los aspectos ético-políticos de los problemas bioéticos, sirviéndonos del ejemplo de la eutanasia.

3. El bien común político y los problemas bioéticos

      En los debates políticos acerca de la eutanasia se invocan con frecuencia cuestiones que poco o nada tienen que ver con ella.
      Nadie niega que cualquier ciudadano tiene en línea de principio la facultad de rechazar aquellos tratamientos que, aunque los aconseje el médico, no se consideran convenientes. Compete a la conciencia personal valorar si el rechazo de un tratamiento en un caso concreto es compatible con el deber ético de cuidar la propia salud. Pero a nivel jurídico y político se debe reconocer a todos la facultad de autodeterminación en ámbito terapéutico, que se expresa en el principio deontológico del consentimiento informado[5]. Aquí está en juego el principio de libertad, en virtud del cual tampoco se puede obligar al médico a obrar contra ciencia y conciencia. Dejando de lado ahora las intervenciones que se hayan de hacer ante una verdadera urgencia clínica, cuando en un caso concreto surjan dudas acerca de la legalidad de la decisión del enfermo o de la actuación del médico, el problema deberá ser puesto en conocimiento de la autoridad judicial, pero no se debe proceder a la coacción por iniciativa privada.
      Existe también un amplio acuerdo sobre el hecho de que no tiene sentido insistir con tratamientos fútiles o prácticamente inútiles en enfermos cuya muerte inminente es inevitable, y frente a los cuales la única actitud acertada es aceptar su situación terminal, aliviar el sufrimiento a través de los cuidados paliativos, y proporcionar el apoyo emocional y humano necesario para garantizar que los últimos momentos se vivan, desde todos los puntos de vista, del mejor modo posible.
      Me parece que también está bastante claro que en la fase terminal o casi terminal de muchas enfermedades puede existir una legítima diversidad de opiniones acerca de cuáles sean las intervenciones médicas más convenientes. El problema se debería resolver mediante un diálogo claro y sereno entre los médicos, el enfermo (si está en condiciones de entender y valorar su situación) y la familia. La relación entre ellos se ha descrito muy apropiadamente como “alianza terapéutica”. En principio sería preferible que la legislación del Estado no tuviera que entrar en estas materias, porque se corre el riesgo de establecer principios bastante inadecuados. Piénsese por ejemplo en la expresión “derecho a la sedación terminal”. Siguiendo esa lógica habría que hablar también del “derecho a los antibióticos” o del “derecho a los antiinflamatorios”. Si se quisiese decir que estos fármacos se deben poder administrar cuando están médicamente indicados, esas expresiones serían aceptables, pero al menos en muchos casos innecesarias. El uso de estas expresiones en un texto legislativo parece indicar más bien que el enfermo o su familia pueden reivindicar el uso de esos principios farmacológicos frente a alguien que, según ciencia y conciencia, no los considera indicados. Se corre el peligro de concebir el hospital como un restaurante, en el que el cliente llega y ordena lo que le apetece tomar, quedando reducido el papel del médico al de un camarero que sirve lo que se le pide. Una tal concepción de la asistencia sanitaria por parte de la legislación de un país constituiría un serio problema ético-político.
      En todo caso la eutanasia consiste en otra cosa, a saber, en realizar una acción o en omitir un cuidado básico con el propósito de causar directa e intencionalmente la muerte de otra persona o la muerte propia. Desde el punto de vista de la conciencia personal esta acción merece una valoración negativa, de la que ahora no nos ocupamos. El problema ético-político comienza cuando la acción de procurar o de procurarse directamente la muerte se quiere considerar legal, y se agrava cuando se pretende además que el sistema sanitario debe ocuparse de procurar la muerte; es decir, cuando se piensa que los hospitales deberían tener también un servicio en el que la familia ingresa, por ejemplo, a un pariente en una situación estable de estado vegetativo y, pasadas unas horas, se lo devuelven bien empaquetado en un ataúd.
      Para justificar la existencia de estos servicios eutanásicos, algunos afirman que una situación clínica estable puede ser tan negativa y sin sentido que se haga bueno y conforme al derecho un protocolo dirigido intencionalmente a acabar con la vida de la persona que se encuentra en esa situación. Se piensa por tanto que la enfermedad puede convertirse en un mal de tal dimensión como para justificar la transgresión del principio jurídico y político “no matarás” (a sí mismo o a otra persona), que significa “no quitar intencionalmente la vida”, “no programar una acción u omisión que causará la muerte de alguien”.
      Muchos otros, entre los que yo me encuentro, aunque reconocen la extrema dramaticidad de algunas situaciones clínicas, y aceptan que en tales situaciones no se debe insistir en el tratamiento o en la utilización de equipos para prolongar la vida de forma precaria y penosa, sin embargo, niegan que en esas situaciones pierda validez el principio jurídico universal “no matarás”. También niegan que lo único o, en todo caso, lo mejor que los familiares, el sistema sanitario y la sociedad puedan hacer con quienes se encuentran en esta situación sea acabar con su vida.
      Desde el punto de vista ético-político, la razón de mi posición es que la cultura jurídica de los países civilizados ha tenido que resolver a través de los siglos, conflictos de todo tipo: criminales, raciales, religiosos, económicos, e incluso de supervivencia; pero a lo largo de los años se ha consolidado siempre más el convencimiento de que la justa solución de cualquier conflicto tiene un límite que no se puede superar, y tal límite es el principio “no matarás”. Este principio ha desempeñado un papel pacificador universal en la medida en que se consideraba como universalmente válido, es decir, válido siempre y para todos, incluso en casos extremos. Si se piensa que es conforme al derecho que tal principio pueda ser ignorado alguna vez, se podrá considerar también conforme al derecho, que sea ignorado más veces. Si por una causa puede perder su vigencia, también la podrá perder por otras, dependiendo de las cambiantes concepciones y sensibilidad de los hombres de cada período histórico.
      La experiencia ha demostrado que en los países donde existe la posibilidad legal de acabar con la vida de quienes lo pedían en casos verdaderamente extremos, se ha pasado gradualmente a quitar la vida también a quienes no lo requerían. Este es un hecho documentado y sobre el que no vale la pena discutir. Si existen situaciones que justifican la pérdida de validez el principio “no matar”, entonces cuáles sean estas situaciones es una cuestión abierta sobre la que cada persona, cada tribunal de justicia, cada Estado podrá elaborar sus propias concepciones.
      Existe además otra razón que ya hemos mencionado. La política moderna nace con la intención de que los hombres se convenzan de que es mejor para ellos renunciar a su agresividad, a su propia capacidad de autodefensa, a la búsqueda incondicional de sus intereses, para fundar un Estado, que tendrá el monopolio de la fuerza, para defender más eficazmente la vida, la libertad, la justicia, etc. según un orden capaz de coordinar justamente los intereses y expectativas de todos. El Estado nació para garantizar bienes como la vida, la libertad, la igualdad, la salud. El Estado no se constituye para procurar la muerte de sus ciudadanos. En nuestra sociedad hay por desgracia personas que matan y que se suicidan, así como hay diversas formas de explotación. Pero estas tristes realidades han sido siempre consideradas y siempre se deberán considerar como contrarias al derecho. El Estado y la sociedad, o si queremos el sistema sanitario, no pueden tener un servicio para quitar la vida. Cada uno pensará lo que le parezca mejor; y quien actúa en situación de necesidad o víctima de la desesperación debería de gozar ante un tribunal de justicia de todas las circunstancias atenuantes y de toda la comprensión del caso, pero a las estructuras sanitarias y al personal médico no se les puede pedir ciertas cosas por parte de nadie, ni siquiera por un alto tribunal de justicia (y lo digo con todo respeto).
      Invocar cuestiones como la laicidad del Estado es sólo querer aumentar la confusión. Norberto Bobbio, que conocía como pocos las bases de la política moderna y que personalmente no era creyente, escribió: “Me sorprende que los laicos [en el sentido de “no creyentes” dejen a los creyentes el privilegio y el honor de afirmar que no se debe matar”. Igualmente engañoso es invocar la libertad y los derechos de autodeterminación. El Estado moderno nace para defender la vida y la libertad, pero no puede admitir la libertad de matar ni la libertad de suicidarse, así como no puede admitir la libertad de robar o la de usar la violencia. Ya dijimos antes que la libertad es la forma más digna de vida que hay en este planeta, la vida humana. Si la libertad se ejerce contra la vida, se convierte en una fuerza auto-contradictoria que no puede ser un principio de estructuración de la vida social y política.
      En favor de la legalización de la eutanasia tampoco cabe apelar razonablemente a la neutralidad del Estado. Existe un sentido en el que el Esta-do debe ser neutral, a saber, en cuanto ha de tratar a todos los ciudadanos según las mismas leyes, sin admitir distinciones originadas en elementos jurídicamente no relevantes. Esta neutralidad o imparcialidad no significa que el Estado sea indiferente ante cualquier concepción del bien o de la política, sino que, por el contrario, se encuadra y se justifica precisamente en la concepción ético-política a la que antes nos hemos referido, hablando del ethos de la vida, de la libertad y de la justicia, o bien de la ética de los derechos humanos. El Estado no puede ser neutral ante quien niega los derechos humanos, o ante quien pone en tela de juicio la igualdad fundamental entre los ciudadanos o entre el hombre y la mujer.
      Hay otra concepción de la neutralidad que consiste en afirmar que la actividad legislativa y de gobierno se reduce a la regulación pacífica de todas las orientaciones ideológicas que existen de hecho en una determinada sociedad. Sobre los puntos que no registran consenso, el Estado debería retirarse a un terreno neutral en el que todos, o al menos la mayoría, esté de acuerdo. Así se respetaría la igualdad, la autonomía y la autodeterminación de los ciudadanos. Según esta concepción, el Estado debería proceder a la legalización de la eutanasia si una minoría considerable así lo desease.
      Sobre esta concepción de la neutralidad, para mí inaceptable y rechazada también por muchos teóricos del liberalismo, haría falta hacer largas reflexiones. Aquí me limitaré a señalar que una neutralidad de este tipo es sencillamente imposible. Declararse neutral ante el valor de la vida, entendido en el sentido mínimo de que el Estado no puede procurar la muerte de sus ciudadanos ni consentir que otros la procuren, significa, en la mejor de las hipótesis, afirmar que el derecho a la vida carece de importancia, al menos cuando una minoría significativa así lo considere. Y esto no es una posición neutral, sino una precisa y bien concreta concepción del bien y de la política, opuesta a la que hasta ahora ha hecho posible nuestra vida en común.
      Actualmente representa una cierta dificultad para algunos comprender que la ética de los derechos humanos, y más precisamente la de los derechos de libertad, pueda fundamentar también prohibiciones. A este propósito se ha dicho acertadamente que la experiencia política moderna ha pasado, de una comprensión de los derechos fundamentales como meras libertades del individuo ante el Estado, a una comprensión más institucional de tales derechos: ya no son sólo libertades del individuo garantizadas frente a las injerencias del Estado, sino que expresan también un orden de valores que la comunidad política ha de llevar a cabo. Los derechos fundamentales no son solamente libertades ante el Estado, sino en el Estado. Importantes estudios han contribuido a establecer que los derechos fundamentales, especialmente el de la vida, además de garantizar la inmunidad frente al Estado, confieren también al individuo el derecho de ser protegido —mediante disposiciones legales— de las injerencias de otras personas.
      En este punto, algunos se lamentan de la índole represiva que podría tomar el derecho. Soslayando la parte de demagogia que nunca suele faltar en este tipo de acusaciones, querría que alguien me explicara cómo es posible reconocer y tutelar cualquier derecho humano sin tener que constreñir jurídicamente a los ciudadanos a no llevar a cabo ciertas acciones frente a terceros. Acertadamente ha escrito P. Häberle que “si la libertad del individuo no se tutelase penalmente contra la amenaza proveniente del abuso de libertad por parte de otros, ya nunca cabría hablar del significado de la libertad para la vida social del conjunto. Se impondría el más fuerte. El resultado completo al que tienden los derechos fundamentales se pondría en discusión, pues hasta la realización individual de las libertades resultaría seriamente amenazada”.
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      Lo que hemos dicho hasta ahora se debe aplicar análogamente a otros problemas bioéticos en los que está en juego el derecho a la vida, especialmente al aborto, que constituye quizá su violación más grave y extendida, y sobre el que ahora no me voy a detener. Quisiera concluir expresando sintéticamente que la intención principal de estas consideraciones ha sido mostrar que cuando el Estado introduce en el ordenamiento jurídico el principio de la inviolabilidad absoluta de la vida humana inocente, no está aceptando un principio confesional ni, en cualquier caso, un criterio extraño a la idea moderna de la politicidad. Ese principio responde, en cambio, a uno de los valores sustanciales —la vida— y a uno de los principios fundamentales —el de igualdad— en los que se basa la cultura política moderna. N. Bobbio respondía acertadamente, a quien se remitía al pacto social para defender el aborto, “que el primer gran escritor político que formuló la tesis del contrato social, Thomas Hobbes, mantenía que el único derecho al que los contrayentes no habían renunciado al entrar en sociedad era el derecho a la vida”. El respeto del derecho a la vida ha sido, es y será el distintivo fundamental de una cultura política que la conciencia humana pueda sostener sin avergonzarse.