"ESTE VIAJE A MÉXICO Y CUBA TUVO EL DESEADO FRUTO PASTORAL"
El Papa ayer en la Audiencia general
Queridos hermanos y hermanas:
Conservo aún vivas las emociones suscitadas por el reciente viaje apostólico a México y Cuba, sobre las cuales quisiera detenerme hoy. Surge en mi ánimo, de manera espontánea, el dar gracias al Señor: en su providencia Él ha querido que fuera por primera vez como sucesor de Pedro a estos dos países, que conservan de manera indeleble en su memoria las visitas realizadas por el beato Juan Pablo II.
El bicentenario de la Independencia de México y de otros países latinoamericanos, los veinte años de relaciones diplomáticas entre México y la Santa Sede y el cuarto centenario del descubrimiento de la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre en la República de Cuba fueron la ocasión de mi peregrinación. Con ellos he querido abrazar idealmente a todo el Continente, invitando a todos a vivir juntos en la esperanza de un empeño concreto que permita caminar juntos hacia un futuro mejor. Expreso mi gratitud a los presidentes de México y de Cuba que con deferencia y cortesía me han dado la bienvenida, así como a las demás autoridades. Agradezco de corazón a los arzobispos de León, de Santiago de Cuba y de La Habana y a los otros venerables hermanos del episcopado que me acogieron con gran afecto, como a sus colaboradores y a todos aquellos que se prodigaron generosamente en favor de mi visita pastoral. ¡Fueron días inolvidables de alegría y esperanza que permanecerán impresos en mi corazón!
La primera etapa fue León, en el estado de Guanajauto, centro geográfico de México. Allí una gran multitud festiva me dio una extraordinaria y vivaz acogida, como símbolo del abrazo caluroso de todo un pueblo. Desde la ceremonia de bienvenida he podido captar la fe y el calor de los sacerdotes, de las personas consagradas y de los fieles laicos. Ante los exponentes de las instituciones, de los numerosos obispos y de los representantes de la sociedad allí presentes, he invocado la necesidad del reconocimiento y de la tutela de los derechos fundamentales de la persona humana, entre los cuales se distingue la libertad religiosa, asegurando mi cercanía a todos los que sufren debido a las heridas sociales, de viejos y nuevos conflictos, de la corrupción y de la violencia. Recuerdo con profunda gratitud las filas interminables de gente que a lo largo de las calles me acompañaban con entusiasmo. En aquellas manos extendidas, símbolo de saludo y afecto, en esos rostros sonrientes, en esos gritos de alegría, he visto la tenaz esperanza de los cristianos mexicanos, esperanza que permanece encendida en los corazones no obstante los momentos difíciles de la violencia, que no he dejado de deplorar y a cuyas víctimas he dirigido una fuerte reflexión, pudiendo confortar personalmente a algunas de ellas. En la misma jornada he encontrado a tantos niños y adolescentes que son el fruto de la nación y de la iglesia. Su interminable alegría expresada con cantos llenos de entusiasmo y música, así como sus miradas y sus gestos, expresaban el fuerte deseo de todos los jóvenes de México y de América Latina y del Caribe de poder vivir en paz, en serenidad y en armonía, en una sociedad más justa y reconciliada.
Los discípulos del Señor tienen que hacer crecer su alegría de ser cristianos, la alegría de pertenecer a su iglesia. De esta alegría nacen también las energías para servir a Cristo en las situaciones difíciles y de sufrimiento. He recordado esta verdad a la inmensa multitud reunida para la celebración eucarística en el parque del Bicentenario de León. He exhortado a todos a confiar en la bondad de Dios omnipotente que puede cambiar desde el interior del corazón las situaciones insoportables y oscuras. Los mexicanos han respondido con su fe ardiente y con su adhesión convencida al evangelio, he reconocido una vez más las señales consoladoras de esperanza para el continente. El último evento de mi visita a México fue siempre en León, la celebración de las vísperas en la catedral de Nuestra Señora de la Luz, con los obispos mexicanos y los representantes de los episcopados de América. Les he manifestado mi cercanía por su compromiso ante los diversos desafíos y dificultades, así como mi gratitud por todos los que siembran el evangelio en situaciones complejas y muchas veces no sin limitaciones. Los alenté para que sean pastores celosos y guías seguros, despertando en todas partes la comunión sincera y la adhesión cordial a la enseñanza de la iglesia. He dejado entonces, la amada tierra mexicana donde he experimentado una devoción y un afecto especial hacia el vicario de Cristo. Antes de partir he exhortado al pueblo mexicano a ser fiel al Señor y a su iglesia, bien anclado en sus propias raíces cristianas.
El día siguiente inicié la segunda parte de mi viaje apostólico con mi llegada a Cuba, donde he ido sobretodo para sostener la misión de la iglesia católica empeñada en anunciar con alegría el evangelio, a pesar de la pobreza de los medios y las dificultades que aún es necesario superar, de manera que la religión pueda realizar su propio servicio espiritual y formativo en el ámbito público de la sociedad.
He querido subrayar esto apenas he llegado a Santiago de Cuba, la segunda ciudad de la Isla, no dejando de evidenciar las buenas relaciones existentes entre el Estado y la Santa Sede, destinadas al servicio de la presencia viva y constructiva de la iglesia local. Les he asegurado además que el papa lleva en su corazón las preocupaciones y las aspiraciones de todos los cubanos, especialmente de aquellos que sufren debido a las limitaciones de la libertad.
La primera santa misa que tuve la alegría de celebrar en tierra cubana, se enmarcaba en el contexto del IV centenario del descubrimiento de la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba. Fue un momento de fuerte espiritualidad con la participación atenta y orante de miles de personas, signo de una iglesia que proviene de situaciones no fáciles, pero con un testimonio vivaz de caridad y de presencia activa en la vida de la gente. A los católicos cubanos, que junto a la entera población esperan siempre un fruto mejor, los he invitado a dar nuevo vigor a su fe y a contribuir con el coraje del perdón y de la comprensión, para la construcción de una sociedad abierta y renovada, donde exista siempre espacio para Dios, porque cuando Dios es apartado, el mundo se transforma en un lugar inhóspito para el hombre. Antes de dejar Santiago de Cuba fui al santuario de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, tan querida por el pueblo cubano. El peregrinaje de la imagen de la Virgen de la Caridad entre las familias de la Isla ha suscitado gran entusiasmo espiritual, representando un significativo evento de nueva evangelización y una ocasión para redescubrir la fe. A la Virgen santa le he recomendado sobretodo a las personas que sufren y a los jóvenes cubanos.
La segunda etapa fue en La Habana, capital de la Isla. Los jóvenes en particular, fueron los principales protagonistas de la amplia acogida en el recorrido hacia la Nunciatura, donde tuve la oportunidad de estar con los obispos del país y hablar de los desafíos que la iglesia cubana está llamada a enfrentar, conscientes que la gente la mira con creciente confianza. Al día siguiente presidí la misa en la plaza principal de La Habana, repleta de gente. A todos ellos les recordé que Cuba y el mundo tienen necesidad de cambios, pero estos se realizarán solamente si cada uno se abre a la verdad integral del hombre --presupuesto imprescindible para alcanzar la libertad--, y si decide sembrar alrededor suyo la reconciliación y la fraternidad, fundando la propia vida en Jesucristo: solamente Él puede dispersar las tinieblas del error, ayudándonos a derrotar el mal y todo lo que nos oprime. He querido también subrayar que la iglesia no pide privilegios, sino poder proclamar y celebrar públicamente también su fe, llevando el mensaje de esperanza y de paz del evangelio en cada ambiente de la sociedad. Al evaluar los pasos que hasta ahora han realizado en tal sentido las autoridades cubanas, he subrayado que es necesario seguir en este camino de una mayor libertad religiosa.
Al momento de dejar Cuba, decenas de miles de cubanos vinieron a saludarme a lo largo de las calles, no obstante la fuerte lluvia. En la ceremonia de despedida he recordado que en el momento presente, los componentes diversos de la sociedad cubana están llamados a un esfuerzo de sincera colaboración y de diálogo paciente para el bien de la patria. En esta perspectiva, mi presencia en la Isla como testimonio de Jesucristo, quiso ser un estímulo para abrir las puertas del corazón a Él, que es fuente de esperanza y de fuerza para hacer crecer el bien. Por ello he saludado a los cubanos exhortándolos a reavivar la fe de sus padres, y a edificar un futuro siempre mejor.
Este viaje a México y Cuba, gracias a Dios, tuvo el deseado logro pastoral. Puedan los pueblos mexicano y cubano, obtener frutos abundantes para construir en la comunión eclesial y con coraje evangélico, un futuro de paz y de fraternidad.
Queridos amigos, mañana por la tarde, con la santa misa in Coena Domini, entraremos en el triduo pascual, cumbre de todo el año litúrgico para celebrar el misterio central de la fe: la pasión, muerte y resurrección de Cristo. En el evangelio de san Juan, este momento culminante de la misión de Jesús es llamado su “hora”, que se inicia con la última cena. El evangelista lo introduce así: “Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn. 13,1). Toda la vida de Jesús está orientada a esta hora, caracterizada por dos aspectos que se iluminan recíprocamente: es la hora del “pasaje” (metabasis) y es la hora del “amor (agape) hasta el final”. En efecto es justamente el amor divino, el espíritu del que Jesús está pleno, que hace “pasar” al mismo Jesús a través del abismo del mal y de la muerte y lo hace salir en el “espacio” nuevo de la resurrección. Es el agape, el amor, que realiza esta transformación, de manera que Jesús supera los límites de la condición humana marcada por el pecado y supera la barrera que tiene al hombre preso, separado de Dios y de la vida eterna. Participando con fe en las celebraciones litúrgicas del triduo pascual, somos invitados a vivir esta transformación realizada por el agape.
Cada uno de nosotros es amado por Jesús “hasta el final”, o sea hasta la donación total de Sí mismo en la cruz, cuando gritó “¡Todo está cumplido!” (Jn. 19,30). Dejémonos alcanzar por este amor, dejémonos transformar, para que realmente se realice en nosotros la resurrección. ¡Los invito por lo tanto a vivir con intensidad el triduo pascual y les deseo a todos una santa Pascua! Gracias.