4/22/12



La inculturación de la fe como

 

problema teológico




Consideraciones a la luz de la encíclica 'Fides et ratio'


«El tema de la relación (de la fe) con las culturas merece una reflexión específica (...) debido a sus implicaciones en el campo filosófico y teológico». Con estas palabras introduce la Fides et ratio sus consideraciones en torno al problema de la inculturación. Los párrafos que a continuación le dedica están situados en el capítulo sexto titulado «Interacción entre filosofía y teología», y, dentro de ese capítulo, en un apartado destinado a hablar de «la ciencia de la fe y las exigencias de la razón filosófica», es decir, del papel imprescindible que la profundización filosófico-metafísica desempeña en el proceso que permite al creyente captar y expresar con hondura el contenido de la fe. No estamos ante una localización meramente ocasional, sino positivamente buscada: ésa es, de hecho, la perspectiva que domina —y sobre ello volveremos— los párrafos dedicados a la inculturación.
      La problemática en torno a la inculturación alcanzó carta de naturaleza en teología en los primeros decenios del siglo XX, aunque con raíces en años anteriores. Su aparición y difusión estuvo relacionada con dos planteamientos muy diversos e incluso, en parte, antagónicos, pero que contribuyeron a suscitar con fuerza la cuestión.
      El primero de esos planteamientos, nacido en el mundo cultural protestante, constituye en realidad una radicalización de las afirmaciones luteranas acerca de la desviación respecto a la pureza del cristianismo primitivo en la que habría incidido la Iglesia con el transcurso de los siglos. En el texto del propio Lutero esas afirmaciones no aspiran a tener una dimensión formalmente cultural, sino que se orientan, ante todo, a subrayar la trascendencia de la gracia y a denunciar todo lo que, a su juicio, pudiera obscurecer su gratuidad. El pensamiento protestante posterior, y especialmente el del siglo XIX, asumió, además, otras perspectivas, hasta desembocar, presuponiendo una neta contraposición entre pensamiento griego y pensamiento semita, en una crítica al esfuerzo patrístico y medieval —e incoadamente apostólico— por alcanzar una síntesis entre mensaje bíblico y tradición filosófica grecorromana. La helenización —la inculturación de la fe en el contexto grecorromano en que se difundió durante los primeros siglos, en última instancia, toda inculturación— se presenta así como un fenómeno negativo o, al menos, que debe ser mirado con prevención.
      El segundo de los planteamientos recién aludidos tiene unas raíces muy distintas. Se relaciona, en efecto, con el amplio movimiento de ideas, informaciones y experiencias que llevó a los países europeos, y a la civilización occidental en su conjunto, a percibir de forma cada vez más clara los valores presentes en culturas diferentes de la suya. De ahí la crisis del imperialismo cultural que, en más de un momento, había afectado a la obra expansiva y colonizadora que Europa había desarrollado desde los comienzos de la Edad Moderna, y que, lógicamente, había tenido también consecuencias en el plano de la evangelización. Todo ello condujo, de una parte, al reconocimiento, no sólo teóricamente afirmado —a este nivel nunca había faltado— sino vitalmente sentido, de la distinción entre cristianismo y cultura occidental. Y, de otra, llegamos así a la inculturación, a la proclamación de la necesidad, no sólo práctico-utilitaria, sino constitutiva —es decir, reclamada por la misma realidad de lo cristiano—, de que la fe se exprese con los modos y las formas propias de cada civilización y de cada pueblo. La inculturación es, desde esta perspectiva —a diferencia de lo que ocurría con la anterior—, una realidad de realización tal vez difícil, pero en todo caso positiva y necesaria; más aún, no un mero hecho, sino un objetivo y un proyecto.
      Esta perspectiva es la que, muy claramente, adopta la Fides et ratio en los párrafos a los que antes nos referíamos. Pero para analizar esos textos y captar su alcance resultará útil esbozar previamente algunas consideraciones generales sobre las relaciones entre la fe y la cultura, y, más concretamente, sobre el modo con que Juan Pablo II las aborda y enfoca.

La interrelación fe-cultura

      La palabra «cultura» es susceptible de varias significaciones y usos entre los que sobresalen dos:
      a) antropológico, para designar el cultivo, por parte de cada hombre, de su propio espíritu, no ya por la vía del simple aumento o acumulación de conocimientos —eso no pasaría de mera erudición—, sino, más profundamente, por la vía de la adquisición de una síntesis vital de conocimientos y valores, más aún, de un desarrollo de la propia personalidad, de la apertura a los grandes ideales, a la verdad y al bien, en suma, por la vía del realizarse verdadera y auténticamente como hombre;
      b) histórico y etnográfico, para aludir al conjunto de tradiciones, creencias, usos, valores, actitudes y modelos de comportamientos propios de un pueblo, de una comunidad o de una civilización a los que configuran, constituyendo el acerbo histórico que reciben y trasmiten las sucesivas generaciones, ofreciendo el punto de partida y el ámbito que posibilita la formación y el desarrollo de cada persona singular.
      En uno y en otro sentido la cultura dice relación a realidades básicas y connota la comprensión que el individuo singular o la colectividad tienen respecto al ser humano y a su destino. La fe, que da a conocer la verdad de Dios y de su amor, dotando así de sentido pleno a la vida, incide, obviamente, en esa realidad. De ahí que exista entre una y otra, entre cultura y fe, una interacción profunda, como Juan Pablo II ha puesto reiteradamente de relieve.
      Tal vez el texto en el que el actual Romano Pontífice ha expuesto de forma más neta las líneas centrales de su enseñanza sobre las relaciones entre fe y cultura, sea el discurso pronunciado en la sede de la UNESCO en junio de 1980, al que ha remitido después en diversas ocasiones, entre las que cabe destacar uno de los discursos que pronunció durante su viaje a España en 1982, concretamente su intervención en el solemne acto académico celebrado en la Universidad Complutense. En este último discurso, y en otros paralelos, Juan Pablo II desarrolla sus consideraciones haciendo referencia, como es lógico en alocuciones pronunciadas con ocasión de viajes y encuentros similares, a situaciones y problemas concretos, pero alude siempre a consideraciones de fondo, es decir, no meramente históricas y circunstanciales, sino entitativas.
      En todo momento pone de relieve, en efecto, que la cultura presupone y reclama una «visión del hombre integral», captado y comprendido en la variedad de sus virtualidades morales y espirituales, en la riqueza de sus aspiraciones y de su vocación. De ahí que pueda hablarse de un nexo vital, de una «relación orgánica y constitutiva» entre cultura humana y fe cristiana, ya que la fe ofrece y aporta esa profunda visión del hombre que toda cultura reclama. Ciertamente el hombre puede conocerse a sí mismo y advertir su dignidad al margen de la fe cristiana, a partir de la pura experiencia humana o de «otras fuentes de inspiración religiosa, humanista y ética»; pero ello no excluye «la vinculación fundamental del Evangelio, es decir, del mensaje de Cristo y de la Iglesia, con el hombre, en su humanidad misma», y una vinculación de esa naturaleza «es creadora de cultura en su fundamento mismo». En la fe cristiana, la cultura puede hallar aliento e inspiración; más aún, sólo en la fe cristiana puede encontrar fundamentación radical y última, pues sólo la fe aporta de modo pleno esa comprensión acabada del hombre a la que toda cultura aspira.
      Pero la conexión entre fe y cultura opera en ambas direcciones. La fe no es una realidad etérea y ahistórica que, en un acto de pura liberalidad, ofrece su luz a la cultura permaneciendo ella misma indiferente a esa iluminación. La fe se vive siempre en una situación histórica concreta, en la que toma cuerpo y a través de la que se expresa. «La síntesis entre cultura y fe no es sólo una exigencia de la cultura, sino también de la fe... Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida». La fe compromete al hombre en la totalidad de su ser y de sus aspiraciones. Una fe que se situara al margen de lo humano, y por tanto de la cultura, sería una fe infiel a la plenitud de lo que la Palabra de Dios manifiesta y revela, una fe capitidisminuida, e incluso en proceso de autodisolución. La fe, aunque trascienda a la cultura, mejor, por el hecho mismo de trascenderla y revelar el destino divino y eterno del hombre, crea cultura, engendra cultura, y ello en virtud de su propia dinámica.
      Un intento de enumeración o al menos de esbozo de las manifestaciones de esa interacción reclamaría considerar los diversos sectores que implica la vida cultural: pensamiento, arte, usos y costumbres, etc. La variedad de realidades a las que habría que hacer referencia, pone de manifiesto la complejidad de todo proyecto de ese estilo, expuesto a desembocar, si no se recorre adecuadamente, a una casi absoluta dispersión. En todo caso, nos alejaría de la enseñanza contenida en la Fides et ratio. Resultará en cambio oportuno hacer referencia a dos problemáticas, relacionadas ambas con el uso del término «cultura» tomado en sentido histórico y etnográfico, y más concretamente con la diversidad de culturas, entendida esa diversidad tanto en sentido geográfico o sincrónico como cronológico, diacrónico o evolutivo.

Difusión de la fe cristiana y diversidad cultural

      La realidad a la que el lenguaje contemporáneo se refiere de manera preferente al hablar de «inculturación de la fe» es precisamente la que hemos aludido al emplear la expresión «diversidad geográfica», es decir, la interacción de la fe con las culturas existentes en los diversos ámbitos de nuestro planeta. La fe, que trasciende las diversas culturas, no está vinculada a ninguna, tampoco a aquélla o aquéllas en las ya se ha hecho presente, encarnándose en ellas y asumiéndolas, en uno u otro grado, para expresar el mensaje trascendente del que es portadora. De ahí que, al extenderse a otras culturas, pueda abrirse a las características, al lenguaje y a los valores que esas otras culturas implican, para proceder a un nuevo proceso de encarnación.
      Los números 70 y siguientes de encíclica Fides et ratio, a los que al principio nos referíamos, tratan precisamente de esta vertiente del problema. Expongamos su enseñanza, entresacando los párrafos más significativos e introduciéndolos de modo que se evidencie el itinerario intelectual que suponen:
      — La encíclica aborda la cuestión desde una perspectiva fáctica, dejando constancia de la realidad del encuentro entre la fe cristiana y las culturas: «El proceso de encuentro y confrontación con las culturas es una experiencia que la Iglesia ha vivido desde los comienzos de la predicación del Evangelio» (n. 70); «A lo largo de los siglos se sigue produciendo el acontecimiento de que fueron testigos los peregrinos presentes en Jerusalén el día de Pentecostés», es decir, la expresión de la fe en una diversidad de lenguas (n. 71).
      — Esa realidad histórica, la interacción primero entre la fe cristiana y la cultura semita y la grecorromana y, posteriormente, otras culturas, no es un simple dato, sino una realidad profunda, que enraíza en la catolicidad propia del mensaje cristiano, más aún, que ha contribuido a que los cristianos tomaran conciencia cada vez más clara de esa catolicidad: «El mandato de Cristo a los discípulos de ir a todas partes “hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8) para trasmitir la verdad por Él revelada, permitió a la comunidad cristiana verificar bien pronto la universalidad del anuncio y los obstáculos derivados de la diversidad de las culturas» (n. 70).
      — Es claro, de otra parte, que los sucesivos encuentros que han jalonado la historia se han producido y se producen como consecuencia de la apertura de toda cultura a la trascendencia y, por tanto, al mensaje sobre Dios que el cristianismo implica: «Las culturas, cuando están profundamente enraizadas en lo humano, llevan consigo el testimonio de la apertura típica del hombre a lo universal y a la trascendencia». (...) «Toda cultura lleva impresa y deja entrever la tensión hacia la plenitud. Se puede decir, pues, que la cultura tiene en sí misma la posibilidad de acoger la revelación divina» (nn. 70-71).
      — El carácter trascendente del anuncio cristiano, que fundamenta su capacidad de diálogo con las diversas culturas, trae consigo que, cuando el diálogo acontece, pueda y deba producirse con pleno respeto de los valores que posee la cultura de la que en cada caso se trate: «El anuncio del Evangelio en las diversas culturas, aunque exige de cada destinatario la adhesión a la fe, no les impide conservar una identidad cultural propia. Ella no crea división alguna, porque el pueblo de los bautizados se distingue por una universalidad que sabe acoger cada cultura, favoreciendo el progreso de lo que en ella hay de implícito hasta su plena explicitación en la verdad» (n. 71).
      — En su diálogo con las culturas la fe no las destruye, sino que, eventualmente, las purifica y en todo caso las perfecciona: «El anuncio que el creyente lleva al mundo y a las culturas es una forma real de liberación de los desórdenes introducidos por el pecado y, al mismo tiempo, una llamada a la verdad plena. En ese encuentro, las culturas no sólo no se ven privadas de nada, sino que por el contrario, son animadas a abrirse a la novedad de la verdad evangélica recibiendo incentivos para ulteriores desarrollos» (n. 71).
      En síntesis, puede decirse que Juan Pablo II, en la Fides et ratio, recalca los siguientes puntos:
      a) la verdad suprema de la revelación cristiana, que no está subordinada a ninguna expresión cultural y por tanto se dirige a las diversas culturas, pudiendo hacerse presente en todas ellas;
      b) el hecho de que la fe se hace presente en las diversas culturas —al igual que en cada hombre— de forma intrínseca y vital, entrando en sintonía con ellas, abriéndose a las experiencias y valores que suponen y aportando su fuerza iluminadora y vivificadora: no se somete a las culturas ni se yuxtapone a ellas, sino que dialoga con ellas, entra en conexión con ellas;
      c) el fruto de ese proceso es, por ello, a la vez e inseparablemente, una profundización por parte de la comunidad cristiana en las virtualidades de la propia fe y un enriquecimiento de las culturas, así como, en la medida en que las culturas son variadas, una manifestación de la universidad de la fe que, permaneciendo una en sí misma y en su contenido (la verdad de Dios revelada en Cristo), asume y vivifica experiencias humanas diversas entre sí.
Vivencia de la fe y mutabilidad histórico-cultural
      Pero las culturas no son realidades inanimadas, sino vivas y, por tanto, conocedoras de desarrollos y de evolución. «Las culturas —afirma la Fides et ratio—, estando en estrecha relación con los hombres y con su historia, comparten el dinamismo propio del tiempo humano» (n. 73). El proceso de información de una cultura por la fe cristiana y de asunción por parte de la fe de los valores que esa cultura implica, es, en ese sentido, un proceso nunca acabado o, para ser más exactos, en constante renovación. Si bien, obviamente, una vez que se ha producido una síntesis más o menos lograda —la perfección y la plenitud no se alcanzan nunca en la historia— entre la fe y una determinada cultura, la presencia y acción de los cristianos, y con ellos y a través de ellos de la fe, a lo largo de los sucesivos periodos históricos implica un proceso que no puede, propiamente hablando, calificarse de inculturación (de hecho no suele acudirse a ese término), sino más bien de actualización progresiva de las virtualidades de la fe en un contexto que ya ha sido informado por ella, o también —según una expresión usual en Juan Pablo II— de constante reentronque con las raíces históricas y cristianas de la cultura en la que se vive y con la que se evoluciona.
      Es patente, por lo demás, que en los avatares por los que pueden atravesar, y atraviesan, las culturas, hay momentos de desigual importancia, e incluso de trascendencia tal que resulta legítimo hablar de crisis y de cambios epocales, es decir, de tránsito hacia situaciones radical o, al menos, profundamente diversas de las precedentes. Coyunturas históricas, en suma, en las que la constelación cultural hasta entonces vigente se resquebraja y desarticula dando paso a realidades que pueden ser descritas como una nueva fase histórica e incluso, y hablando con propiedad, como una nueva cultura.
      Así ha acontecido repetidas veces a lo largo de la historia, también en contextos en los que estaba presente la fe cristiana. El ejemplo más característico es, sin duda, el hundimiento del Imperio Romano de Occidente, con los cambios políticos y sociales que lo prepararon y siguieron, y la posterior aparición de la civilización medieval en la que la herencia grecorromana se entremezcló con tradiciones germánicas y celtas, y posteriormente eslavas, a través de un proceso en el que la fe cristiana estuvo presente no sólo como uno de los factores integrados en el conjunto, sino, en más de un aspecto, como verdadero agente aglutinador.
      Desde la perspectiva de las mutaciones históricas, y especialmente desde la perspectiva de la inculturación de la fe, la coyuntura contemporánea reviste una significación especial. De una parte, porque los grandes desarrollos científicos y tecnológicos, unidos a la globalización de las relaciones que esos desarrollos han hecho posible, han provocado cambios histórico-sociales de singular importancia y permiten augurar otros de no menor envergadura. De otra, porque esos cambios han acontecido, y continúan aconteciendo, en un contexto intelectual marcado por procesos teoréticos y espirituales en los que fermentos de origen cristiano se entremezclan con gérmenes de secularización y de ateísmo. De ahí una situación que Juan Pablo II ha descrito hablando de «existencia de contradicciones», puesto que esos factores de signo diversos e incluso contrapuesto no sólo coexisten, sino que se entrecruzan. De ahí la necesidad, claramente advertida por el propio Juan Pablo II, de un discernimiento extremadamente delicado y su apelación a dos proyectos pastorales diversos, e incluso a primera vista divergentes, aunque en realidad complementarios: la invitación dirigida a Europa a volver a sus raíces cristianas y la propuesta, también con relación a Europa, y a la cultura occidental en su conjunto, de una nueva evangelización.
      La Fides et ratio, en los números 70 y siguientes, no se ocupa de las perspectivas que acabamos de evocar: trata, en efecto, de la inculturación sólo en el sentido geográfico, y no en el histórico-evolutivo. Tampoco intenta —a diferencia de lo que ocurre en otros documentos del actual Romano Pontífice— un diagnóstico global sobre la situación cultural contemporánea. No es sorprendente, ni constituye una laguna, ya que la cuestión que ocupa en esa encíclica a Juan Pablo II no es tanto la cultura, cuanto la relación entre fe y razón y, en consecuencia, la filosofía. De ahí que sus análisis históricos, muy amplios por cierto, se centren ese punto para, partiendo de la consideración del carácter sapiencial de toda cultura —es decir, de su apertura a los grandes problemas en torno al ser y al sentido—, esbozar una panorámica de los encuentros entre fe cristiana y filosofía, con sus momentos positivos y sus crisis, más concretamente con «el drama» —es la expresión a la que acude— que ha implicado, e implica, la ruptura, acaecida en los inicios de la edad moderna europea, entre razón y fe.
      La cultura es una realidad mucho más amplia y compleja que la filosofía, si bien, ciertamente, ese fruto del pensar reflejo que son la filosofía y, a su nivel, la teología juegan un papel importante en su constitución y, sobre todo, en su desarrollo. Así lo piensa Juan Pablo II, que deja constancia de ello en la Fides et ratio. Sería por eso ilegítimo extrapolar sus afirmaciones sobre el drama cultural contemporáneo hasta desembocar en un juicio radicalmente negativo sobre el conjunto de la cultura occidental. El pensamiento y la actitud de Juan Pablo II están muy lejos de planteamientos de ese estilo, también a nivel de la valoración de la historia de la filosofía posterior a la mencionada ruptura entre fe y razón. Aun subrayando la crisis que, a partir de ese momento, lastra a diversos filones del pensar contemporáneo, no sólo reitera —es una de las constantes de la encíclica— el valor de la razón en cuanto tal, sino que tiene preocupación por señalar expresa y claramente que, como fruto de los desarrollos de la razón moderna, «la herencia del saber y de la sabiduría se ha enriquecido en diversos campos».
      Su valoración de la cultura occidental contemporánea sigue pudiendo ser sintetizada, después de la Fides et ratio, mediante la expresión «existencia de contradicciones» presente en documentos anteriores. En todo momento, también respecto al problema de la evolución de la cultura —incluida la cultura occidental—, el modo de entender la relación entre cultura y fe que presupone esta encíclica, es el que encontrábamos en el apartado anterior: la cultura, toda cultura, por muy dramática que pueda ser la situación por la que atraviese y por muy potentes que puedan ser los factores de crisis, connota, aunque sea en estado latente, un impulso hacia la trascendencia. La fe, en consecuencia, no se sitúa nunca ante la cultura, sean cuales sean sus características, en actitud de exterioridad, sino de diálogo, ofreciendo una luz y un impulso que pueden, ciertamente, transformarla, pero desde el interior y potenciando sus virtualidades y su positividad.

La información de la cultura como empeño y tarea

      Durante los dos primeros tercios del siglo XX diversos autores, al reflexionar sobre las cuestiones relacionadas con la inculturación, intentaron desbrozar el camino distinguiendo entre «lo mudable» y «lo inmutable». El desarrollo de debate puso de manifiesto que un planteamiento de ese tipo, sobre todo si se desarrolla de forma genérica o abstracta, no resulta adecuado, ya que los problemas de inculturación son problemas vitales y deben, por tanto, considerarse y analizarse en lo concreto. Completemos por eso nuestra consideración no en una dirección meramente analítica, sino en otra que podemos calificar como antropológico-existencial. Ni la fe ni la cultura son entidades subsistentes en sí y por sí: ambas se hacen presentes en el hombre. Hablar de información por la fe de las diversas culturas o de vivencia desde la fe de los cambios culturales es, por tanto, algo que remite al cristiano, en el que fe y cultura se unen. ¿Qué reclaman esos procesos de ese cristiano concreto, hombre o mujer, al que acabamos de referirnos? Es ésta la pregunta a la que intentaremos, aunque sea someramente, responder.
      En primer lugar, como es obvio, no sólo presencia, sino participación viva en la propia sociedad, sintonizando con sus tradiciones, sus desarrollos y sus problemas. Pero esa realidad, siendo imprescindible, no pasa de ser, a fin de cuentas, sino un presupuesto. Dicho con otras palabras: proceso de vivificación cristiana de la cultura acontece desde la fe, que es en consecuencia el factor decisivo. Y esto a su vez implica dos exigencias, que podemos formular acudiendo al ya citado discurso que pronunció Juan Pablo en la sede de la UNESCO el 2 de junio de 1980, más concretamente a la invitación allí formulada a una fe no sólo «fielmente vivida», sino también «totalmente pensada»:
      a) Ante todo, una vivencia real de la fe. Precisamente porque las relaciones entre fe y cultura no son relaciones de exterioridad, de imposición, de dominio, sino de comunicación vital, el requisito imprescindible para que esas relaciones puedan darse es, primaria y básicamente, una fe «fielmente vivida», hecha carne de la propia persona, capaz por tanto de informar, sin violentarlas, todas las dimensiones del existir.
      b) Pero si esa condición es necesaria, no es suficiente: la fe ha de ser no sólo fiel y auténticamente vivida, sino además «totalmente pensada », captada racional y reflejamente en la plenitud de sus riquezas e implicaciones. En suma, una fe que engendre un pensar cristiano y, por tanto, que desemboque en teología y filosofía y se nutra de esos saberes. Sin un pensar cristiano, resulta imposible una información cristiana de las realidades temporales y, en consecuencia, de las culturas ya que de ese pensar derivan sea la toma de conciencia acerca de las implicaciones de la propia fe, la posibilidad de expresar plena y exactamente lo que se cree, sea el discernimiento crítico y la aptitud para analizar cuestiones, en suma, esa capacidad para entrar en diálogo con tradiciones, problemas y ciencias que es condición indispensable para todo verdadero intercambio intelectual.
      Pablo VI, en un discurso destinado a hablar de las relaciones entre teología y magisterio, señaló la importancia del papel de la teología en el proceso de evangelización, entendida esa evangelización en sentido pleno, es decir, anuncio del Evangelio que llega a sus últimas consecuencias, ya que —fueron sus palabras— es tarea propia de la teología proceder, «mediante una diligente interpretación de la cultura contemporánea o de la experiencia humana», a «analizar y resolver con la luz que dimanan de la historia de la salvación las cuestiones que esa cultura y esa experiencia plantean», ofreciendo así al magisterio y a la Iglesia en su conjunto, una ayuda imprescindible.
      Juan Pablo II, en un contexto más amplio y desde una perspectiva no ya eclesiológica sino antropológica y epistemológica, recalca esa misma realidad en la Fides et ratio, cuando recuerda a todo creyente la necesidad de no separar, sino al contrario de unir fe y razón. Y la prolonga poco después, cuando, dirigiéndose en concreto a filósofos y teológicos, les insiste, a los primeros, en la necesidad de proceder siempre abiertos a la fe y a cuanto la fe enseña, y, a los segundos, en la necesidad de no limitarse a la mera descripción de lo creído o al mero comentario de los textos sagrados y, en consecuencia, a dar vida a una teología que vaya a la raíz de lo creído y, por tanto, que explicite su contenido metafísico, mostrando así todas sus implicaciones.
      Precisamente ahí reside la aportación que la Fides et ratio hace a la problemática sobre la inculturación: en la proclamación de que, sin excluir otras dimensiones —lingüísticas, gestuales, narrativas, litúrgicas, etc.—, mejor, presuponiéndolas, la inculturación reclama, como condición indispensable para su efectiva realización histórica, un decidido esfuerzo de profundización teológico-metafísica. El proceso de inculturación implica que el hombre y el creyente no sólo se encuentren, sino que se interpenetren. Y eso puede realizarse únicamente si uno y otro van, tanto en lo vital como en lo intelectual, al fondo de ellos mismos. El hombre, tomando conciencia del hecho de que las culturas en y a través de las que se ha desarrollado y se desarrolla la humanidad, están surcadas por las preguntas metafísicas fundamentales, y actuando en coherencia con ese dato esencial. Y el creyente, reconociendo con absoluta convicción y sin reticencias el valor de verdad que implican la fe y los textos en los que la fe se basa, y procediendo en consecuencia a la explicitación de su contenido y de la luz que ese contenido arroja sobre el conjunto del existir.
      El desarrollo del momento filosófico y del teológico, con la capacidad de pensar que presuponen y promueven y, más amplia y radicalmente —porque la información cristiana de la cultura no es tarea de especialistas sino fruto del vivir del conjunto de la comunidad de los creyentes—, la unidad de vida intelectual son, en suma, presupuesta la hondura humana y cristiana del sujeto, condición necesaria y adecuada para la efectiva información por la fe de los desarrollos culturales. Y, en consecuencia —tal es, a nuestro juicio, en última instancia, el mensaje de la Fides et ratio—, para todo proyecto de inculturación.