Secularidad:
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Reflexión sobre el alcance de una palabra
Jutta Burggraf
Cuando un cristiano se ocupa de las cosas cotidianas, no se aleja de Dios, ni de la Iglesia que es, en su núcleo más profundo y misterioso, su misma unión con Dios en Cristo. Por eso, donde se encuentra un cristiano, allí está la Iglesia, y donde está la Iglesia, allí se expresa el amor de Dios a su mundo
Introducción
Me gustaría empezar con unas reflexiones de Romano Guardini que, pese a haber sido publicadas en 1927, no han perdido nada de su actualidad. En sus «Cartas desde el lago de Como», este gran escritor cristiano habla sobre su inquietud con respecto al mundo moderno. Se refiere, entre otras cosas, a lo artificioso de nuestra vida, escribe de la manipulación a la que diariamente estamos expuestos, trata de la pérdida de los valores tradicionales, de la falta de interioridad y de la luz estridente que nos viene del psicoanálisis... Después de mostrar, en ocho largas cartas, una panorámica verdaderamente desesperante, al final del libro cambia repentinamente de actitud. En la novena y última carta expresa un «sí redondo» a este mundo en que le ha tocado vivir, y explica al sorprendido lector, que esto es exactamente lo que Dios nos pide a cada uno. El cambio cultural, al que asistimos, no puede llevar a los cristianos a una perplejidad generalizada. No puede ser que en todas direcciones se vean personas preocupadas y agobiadas que añoran tiempos pasados. Pues es Dios mismo quien actúa en los cambios, constata Guardini. Tenemos que estar dispuestos a escucharle y dejarnos formar por Él.
Un año más tarde, en 1928, el beato Josemaría Escrivá de Balaguer recibió la luz de fundar el Opus Dei, y recordar con ello a los cristianos que pueden encontrar a Dios en medio del mundo. Ambas vivencias, evidentemente, son distintas: en el primer caso, es un filósofo italo-alemán y, en el otro, un joven sacerdote español que no se conocen ni se conocerán (personalmente) a lo largo de sus vidas. Pero ambos se relacionan íntimamente, porque parten de una misma idea central: quien quiere influir en el presente, tiene que querer el mundo que le rodea. No debe mirar al pasado, con nostalgia y resignación, sino que ha de adoptar una actitud positiva ante el momento histórico concreto: tiene que estar a la altura de los nuevos acontecimientos, que marcan sus alegrías y preocupaciones, sus ilusiones y decepciones, y todo su estilo de vida.
Un cristiano puede aceptar hondamente su situación existencial, porque está invitado a considerarla en relación con Dios. Cuando se ocupa de las cosas cotidianas, no se aleja de Dios, ni de la Iglesia que es, en su núcleo más profundo y misterioso, su misma unión con Dios en Cristo. Por eso, donde se encuentra un cristiano, allí está la Iglesia, y donde está la Iglesia, allí se expresa el amor de Dios a su mundo. «La Iglesia se despierta en las almas», afirmó Guardini en su tiempo. Y junto con ello —se puede añadir según la espiritualidad del beato Josemaría— en los corazones de los cristianos se despierta un profundo amor al mundo.
Una de las características principales de una persona del Opus Dei es justamente este gran amor al mundo que forma la raíz y el fundamento de toda auténtica secularidad. Para aclarar este término, todavía un poco novedoso (la voz «secularidad» no ha sido recogida aún por la mayoría de los diccionarios), quiero distinguir entre su dimensión espiritual-religiosa —que puede considerarse común a todos los cristianos— y su condición existencial o eclesial, que apunta a una determinada situación de vida y es propia de los laicos.
¿Qué quiere decir secularidad?
La palabra «secularidad» viene del latín saeculum, que significa «siglo» o «mundo». Es, de alguna manera, el mundo de nuestro siglo, el mundo de nuestra época, es nuestro mundo o nuestro tiempo. El beato Josemaría destaca que aquí y ahora, en la vida cotidiana que nos rodea, está presente Dios. Dicho de un modo gráfico: no solamente lo sacro es lugar de la existencia cristiana, sino también lo no-sacral, el mundo «fuera del templo».
1. Amar este mundo concreto
En el fondo, no existe un lugar para Dios y otro donde Dios no existiría. Todo el mundo está penetrado por el amor de su Creador[9]. El Dios transcendente es a la vez el Dios inmanente, el Dios que nos es «más íntimo que nuestra propia intimidad». «De la bondad de Dios está llena la tierra», cantan los salmos. Y una poesía alemana afirma que el cielo de Dios es suficientemente grande para abrazar la tierra y acoger a cada uno de sus habitantes.
Ciertamente, después del pecado, esta relación entre el Creador y su mundo es como «el misterio de un amor roto». No siempre es fácil descubrir a Dios en nuestras sociedades multiculturales. Pero nunca debemos olvidar que estas sociedades han sido redimidas hace 2000 años. No es posible un secularismo total. Dios sigue actuando en nuestro mundo, aunque éste parezca a veces sólo un espejo muy empañado de su gloria.
No hace falta, por tanto, retirarse de los comercios, sindicatos, parlamentos o universidades, de los espectáculos, de los desfiles de moda o de los campeonatos deportivos para vivir una vida de fe. Cada persona puede encontrar a Dios allí donde está, y allí está llamada a ser un testigo transparente del amor de Dios para sus contemporáneos, y a facilitar que la gracia divina toque realmente los corazones.
Para poder corresponder a esta tarea grandiosa, no basta querer al mundo en general o en una bella teoría; hace falta amarlo de un modo realista, concreto y práctico, con todas sus deficiencias, tal como Dios nos ama a nosotros, los hombres. Un cristiano no cierra los ojos ante el mal, ni se escandaliza ante la corrupción, porque sabe que el amor de Dios es siempre más grande que las tendencias destructivas que aparecen en el mundo. Quiere encontrar a Dios en la época en que vive su generación. «En toda la historia del mundo hay una única hora importante, que es la presente,» dice un teólogo alemán. «Quien huye del presente, huye de la hora de Dios».
El mundo es un constante hacerse. Vivimos hoy de un modo distinto al que se vivía hace veinte, cincuenta o quinientos años. Un cristiano se encuentra, en lo más hondo de su ser, unido a su tiempo. Acepta su tiempo y se acepta a sí mismo. Porque nuestro tiempo no es un camino exterior en el que corremos, nuestro tiempo somos nosotros: es nuestro modo de ser y de ver la realidad, es nuestra mentalidad, son las experiencias que hemos tenido y la formación que hemos recibido, son nuestras sensibilidades y nuestros gustos y todas nuestras relaciones humanas.
En cada situación concreta, Dios nos muestra algo, y también nos exige algo[21]. Conviene estar atentos para percibir las lecciones divinas, y estar dispuestos a cambiar y crecer. Sobre este punto escribía el beato Josemaría: «Efectivamente, lo viejo merece respeto y agradecimiento. Aprender, sí. Tener en cuenta esas experiencias, también. Pero no exageremos: cada cosa a su tiempo. ¿Acaso nos vestimos con chupa y calzón, y cubrimos nuestras cabezas con una peluca empolvada?». El amor a nuestro mundo concreto, con sus desarrollos e innovaciones, se encuentra en el núcleo mismo de una espiritualidad secular.
Esta dimensión espiritual-religiosa de la secularidad, por supuesto no es de ninguna manera exclusiva de los laicos. Todos los cristianos están en el mundo (geográficamente) y para el mundo (intencionalmente). Y en cuanto siguen fielmente a Jesucristo, quieren este mundo de todo corazón. San Francisco de Asís con su cántico al sol es un ejemplo especialmente lúcido. Por otro lado, no sólo los religiosos dan testimonio de que existe «otra vida». Todos los cristianos miran al cielo como a su patria verdadera. Todos están en el mundo sin ser del mundo. Laicos y religiosos tienen mucho más en común que lo que les diferencia.
Tradicionalmente, se solía oponer el saeculum al claustrum. Hoy en día, en cambio, se subraya que la diferencia no es tan radical. En cualquier lugar se puede y debe amar a Dios y al mundo, tanto en el mercado como en el monasterio. En cualquier sitio se puede también rechazar a Dios o al mundo. Hay un «cariño» a las cosas terrenas que es egoísmo; uno se apodera de ellas y olvida su relación con el Creador. Pero hay también una huida de estas mismas cosas que es falta de fe y confianza en el Redentor.
No hay la misma contraposición entre saeculum y claustrum que entre vivir en relación y estar centrado en sí mismo, entre amor y desamor. Quien ama a Dios, ama al mundo; quien ama al mundo, puede llegar al amor de su Creador. Cuando falta esta armonía entre el amor a Dios y al mundo, tanto la realidad del saeculum como la del claustrum se empobrecen y hasta se corrompen: se ve el mundo como un lugar en el que Dios estaría ausente (lo «profano» o «secularizado») y el claustro como una realidad en la que el «mundo» no debería entrar (lo —puramente— «sagrado»). Ningún cristiano puede referirse a Dios y olvidarse del mundo, y tampoco puede referirse al mundo y olvidarse de Dios.
Pero, si ambos, seculares y religiosos, deben vivir sin ser del mundo, y ambos están llamados a amar este mundo, conviene explorar la diferencia entre un religioso y un laico.
2. Estar en este mundo concreto
San Francisco de Asís no sólo ha rechazado los abusos y aberraciones de la sociedad; no sólo ha condenado el poder y la avaricia. Más espectacular fue la ruptura con su padre. Ha dejado detrás de sí muchos vínculos sociales, y ha renunciado a las seguridades económicas más básicas para entregarse radicalmente a la divina Providencia. Hoy en día existen, ciertamente, muchas otras formas distintas de vivir la vida religiosa, pero la decisión de apartarse —de un modo u otro— de las estructuras de nuestras sociedades para testimoniar pública y oficialmente que no tenemos aquí ciudad permanente, puede considerarse un rasgo determinante.
Los laicos, en cambio, están involucrados formalmente y de modo directo en los quehaceres del mundo, en el saeculum. Viven bajo los mismos techos y en las mismas condiciones que los demás ciudadanos —son «los demás ciudadanos »—, y realizan los mismos negocios que ellos. Su índole secular, sin embargo, no ha de entenderse como un mero dato externo, o como una mera característica del ambiente. Es mucho más: «tiene categoría y densidad vocacional». Es un modo propiode ser cristiano. Los laicos no tienen por tarea solamente estar en el mundo. El amor les lleva a querer mejorarlo efectivamente mediante el esfuerzo de su trabajo. Dios no les llama a profesar la fe simpliciter; les llama, generalmente, a dar testimonio de su amor a través de una profesión civil.
Cuando un laico se dispone a corresponder a esta invitación divina a iluminar de fe y esperanza los caminos de la tierra, no cambian normalmente sus circunstancias externas: permanece en su lugar, en su familia y en su profesión. Esto no quiere decir que se entregue menos o con reservas a la divina Providencia. Simplemente se entrega de otra manera que un religioso. Confía plenamente en que Dios se sirva de sus quehaceres ordinarios para mostrar su presencia en las mismas estructuras del mundo, y para transformarlas desde dentro, según su Voluntad.
Un laico percibe el mundo como tarea. No es, sin embargo, en primer lugar un profesional más o menos competente. Es sobre todo un cristiano, y quiere ser un buen cristiano siendo un buen profesional. Es un cristiano que tiene la misma responsabilidad que los demás cristianos (los religiosos y sacerdotes). Está llamado a ser «en Cristo, sacerdote, profeta y rey de toda la creación» y a corredemir este mundo que le rodea, sin renunciar ni a la vida familiar ni al trabajo cotidiano —con todas las fatigas y gozos, problemas, beneficios y remuneraciones que traigan consigo. Está llamado, en una palabra, a ser fiel en el mundo. Según una síntesis esclarecedora del beato Josemaría, ha de tener un alma sacerdotal y una mentalidad laical. Mientras que el primer término remite al fundamento vital —a la comunión con Dios—, el segundo connota un estilo de vida al que «Mons. Escrivá se refirió con frecuencia designándolo con una sola palabra: naturalidad».
El Fundador del Opus Dei ha mostrado caminos sobre cómo una persona puede identificarse en plena calle con Cristo, el Dios encarnado, crucificado y resucitado, sin dejar de ser un ciudadano más entre los corrientes. De estos tres aspectos de la identificación con Cristo quiero tratar en las páginas siguientes.
Identificarse con Cristo, Dios encarnado
En la Encarnación, el Hijo de Dios ha entrado plenamente en nuestra realidad humana. Ha dicho un sí insuperable a esta tierra de la que hemos sido hechos; ha dicho un sí a un mundo limitado y a una situación imperfecta. Desde entonces, el tiempo y la historia, la alegría y el dolor, el trabajo y el descanso están penetrados hasta lo más hondo de la presencia del Redentor. El Reino de Dios está ya en medio de nosotros, y se trata de descubrirlo en el fondo de las situaciones más diversas que nos presenta la vida: no sólo en las cosas agradables, limpias y correctas, sino también allí donde se muestran el sufrimiento y el error, donde uno constata desviaciones del buen camino y todo puede parecer feo, sucio y malogrado. Cristo no vaciló en comer en las casas de los pecadores públicos; incluso permitió la presencia de Judas durante tres largos años y buscó la amistad con el traidor: porque no se puede ayudar a quien no se ama de verdad.
1. Realismo cristiano
Un cristiano que quiere seguir a su Señor toma en serio toda la realidad humana. Es en este mundo nuestro, en los hombres y mujeres, en sus mentes y sus corazones donde puede encontrar a Dios, de un modo mucho más vivo que en teorías y reflexiones. Pero ha de tener en cuenta que los cambios históricos afectan también la interioridad humana. Hoy en día, una persona percibe los diversos acontecimientos del mundo de otra forma que las generaciones anteriores, y también reacciona afectivamente de otra manera. Por esto, es tan importante saber escuchar para quien quiere prestar una ayuda eficaz.
La fe hace realista al hombre y le llama a corresponder a las necesidades que descubre en su alrededor, a sentirse solidario con los demás, y especialmente con los más pobres. Despierta el deseo de servir a Cristo en ellos. Pero no basta dar «cosas» al otro. En analogía a su Señor un cristiano quiere dar algo de sí mismo, de su propia vida, de lo que está vivo en él. Comparte sus alegrías y sus penas, sus ilusiones y desilusiones, sus experiencias y planes para el futuro, en una palabra: se da a sí mismo, ofrece amistad. Hay personas que trabajan fervorosamente en labores sociales, pero que nunca han podido realizar un verdadero encuentro con otra persona, en el que cada uno se muestre al otro tal como realmente es.
Me parece que el modo más noble de contribuir al desarrollo de la creación consiste en servir a los demás, en ayudarles para que cada uno llegue a ser felizmente aquel a quien Dios ha querido desde siempre. Pero, para que una persona pueda realizar sus posibilidades más altas, es importante aceptar primero sus necesidades más básicas y elementales, es decir la «tierra» de la que está hecha: conviene no cerrar los ojos ante sus anhelos y frustraciones, su cólera y sus decepciones, su miedo y su desamparo, y tampoco ante la pesadez y la falta de lógica que se encuentran, después del pecado, en cada corazón humano.
«La gloria de Dios es el hombre vivo», es decir el hombre auténtico, sin apariencia ni hipocresía, que sabe emplear los talentos recibidos: que es capaz de pensar por cuenta propia, de amar lo que realmente quiere amar, y de no esconder el rico mundo de sus sentimientos: «Un corazón que sabe amar, un corazón que puede conocer la ansiedad y el sufrimiento, que puede afligirse y conmoverse, es la característica más específica de la naturaleza humana,» dice el filósofo Von Hildebrand. Ninguna vivencia humana es despreciable para un cristiano, ya que todas —menos el pecado— fueron asumidas e iluminadas por Cristo. No se puede «saltar» la situación terrena para llegar a lo divino. Cuánto más santa es una persona, más humana es, confirma el beato Josemaría. Y al revés se puede decir lo mismo: cuanto más humana es una persona, más fácilmente puede llegar, con la gracia de Dios, a ser santa. Viene a la memoria la leyenda griega del gigante Anteo, que era invencible mientras tocaba el suelo, mientras estaba sobre la tierra.
Tomar en serio a una persona, con sus deseos de aprecio y comunicación, equivale a revalorizar su personalidad. Conviene promover un estilo de amistad y participación entre los hombres. Es necesario no sólo respetar sino cultivar el modo propio de cada uno, interesarse verdaderamente por los demás y responder gustosamente a todas sus interrogantes. Aunque, de vez en cuando, se produzcan malentendidos y suframos decepciones, nunca debemos «cerrar una frontera, sino abrir una puerta;... no reprochar errores, sino buscar virtudes».
La pluralidad entre los cristianos constituye un gran bien. Todo uniformismo, en cambio, asfixia la vida y no crea sino una apariencia de armonía, mientras que la verdadera unidad potencia las diferencias. Esto no significa que siempre resulte fácil vivir la unidad en la diversidad; pero, al menos, tenemos la certeza de que este desafío se halla en la misma línea que el camino que enseña Jesucristo. La gracia de Dios es «multiforme».
Pero la vida cristiana no es solamente una vida entre cristianos. Hace falta un profundo respeto hacia todas las personas, cualquiera que sea su creencia o ideología. Un «discípulo» de Cristo es uno que aprende continuamente, como el propio nombre indica. Es uno que está dispuesto a dialogar en serio con los demás, y a descubrir los elementos de verdad que cada planteamiento contiene.
2. Reinar con Cristo
Dios está con nosotros en cualquier empresa que realicemos, y «todos los días hasta el fin del mundo». Darse cuenta de que nos espera aquí y ahora, y unirse a Él a través de los sacramentos y la oración, no es nada extraordinario. Es un camino posible para todos, una invitación a no andar solo. Un cristiano vive con el Dios en el que cree, y recibe de Él la seguridad de ser amado, y las fuerzas para amar.
Aquellos que están unidos a Cristo, el Rey del universo, participan de alguna manera en la soberanía divina. Perciben el mundo como algo propio por lo que se sienten responsables. En general, no les dejan indiferentes los asuntos políticos, económicos, técnicos y culturales. Quieren entender lo que pasa a su alrededor; por esto se informan, estudian e investigan las relaciones de las cosas. Y es precisamente por su amor al mundo por lo que luchan contra todo lo que lo hace menos bello, lo que le convierte en un mundo inhumano.
Se trata, por supuesto, de una lucha de paz, que no se apoya en las armas, sino en la fuerza divina; y no es, normalmente, nada espectacular. Comienza en oculto, porque se dirige, en primer lugar, contra la propia comodidad y el propio egoísmo. Quien reina con Cristo, adquiere poco a poco un espíritu amplio, está por encima de tantas pequeñeces de ambición, rivalidad o codicia, que pueden perturbar la mente y paralizar las acciones. El deseo de hacer lo que Dios quiere, lleva a no tomar como demasiado importantes los propios proyectos y criterios, y a superar la obsesión por el esfuerzo, la ganancia o el triunfo. Ayuda a abandonarse en la divina omnipotencia y vivir serenamente, con libertad interior.
La libertad pertenece al centro del mensaje de Jesucristo y es la clave de una mentalidad laical. Tiene una connotación especial y unas expresiones concretas para quien trabaja en medio del mundo, codo a codo con otros hombres que provienen, cada vez con más frecuencia, de otros continentes y culturas. Hay que proteger, por un lado, la libertad de ellos y, por el otro, ejercer la propia libertad con fortaleza. Un profesional se encuentra muchas veces al día ante situaciones en las que tiene que tomar decisiones. Si es un cristiano corriente, lo hace en nombre propio y con propia responsabilidad. No obra como longa manus de una institución eclesiástica (o de un obispo) y, por tanto, nadie carga con las consecuencias de su actuación sino él mismo. Tiene el deseo vivo de trabajar bien, con exigencia e intensidad, y de contribuir así al bienestar de los demás y al desarrollo de toda la sociedad.
De otra parte, se advierte hoy con nueva claridad que nuestro afán de dominar el mundo debe tener un límite. Hace falta un profundo respeto hacia lo creado. No podemos cambiar arbitrariamente las leyes fundamentales de la naturaleza. Dios es un misterio, tanto en sí mismo, como en cada una de sus obras. El mandato cultural «¡Someted la tierra!» no puede significar otra cosa que: ¡cuidad y labradla, sed hortelanos de la tierra y pastores para las criaturas!
Es evidente que muchas veces no cumplimos este mandato. Es propio del actuar humano tener fallos y defectos, a veces notables, que pueden resultar de un error o una torpeza o también de una intención torcida. Nuestras obras son limitadas y siempre podrían ser mucho mejores. Quien acepta toda la realidad terrena, acepta también esta circunstancia con buen humor, y desarrolla la capacidad de criticarse y corregirse a sí mismo. Dios, desde luego, no necesita nuestra perfección. Le es seguramente más grato cuando elevamos a Él nuestro corazón dolorido, que cuando pretendemos mostrarle todos nuestros logros, o nuestra conducta intachable. Por esto, el beato Josemaría anima a pedir perdón y perdonar, a arrepentirse y comenzar de nuevo. Es así como una persona crece y madura normalmente. Y como se santifica el mundo.
Identificarse con Cristo crucificado
Pero ante el propio fracaso, ante desgracias e injusticias, que cada persona sufre a lo largo de su vida, cabe también otra postura: en vez de crecer, uno puede encogerse y tomar represalias. Las dificultades no sólo sirven para madurar; muchas veces son la raíz profunda de las agresiones o resignaciones, de los deseos de venganza, de endurecer el corazón y separarse de Dios. Por esto hay que enfrentarse a ellas con valor, aunque, evidentemente, no siempre es posible evitarlas.
1. El misterio de la Cruz
Los cristianos no buscan el dolor en sí. No quieren la cruz, sino al Crucificado. Saben que Cristo no les ha redimido por el mero hecho de morir en un madero, sino por la manera cómo ha llevado a cabo este escándalo: unido a la Voluntad salvífica del Padre y rezando por sus verdugos. Así se ha revelado como nuestro «Sumo Sacerdote» que es la «causa de salvación eterna para todos».
Si Cristo pide a sus discípulos que le sigan, les confirma indirectamente que les espera un destino semejante al suyo en la tierra. Es decir, si una persona piensa, juzga y actúa verdaderamente como Él, tiene que contar con desprecio y discriminaciones, con burlas y rechazos. Éstos no vienen sólo de los lejanos o los «enemigos de la fe». Cristo ha sufrido la máxima incomprensión de parte de los que le estaban más cercanos, de aquellos de Nazaret y de Jerusalén, que eran los piadosos de su tiempo y vivían fielmente según las tradiciones de sus padres. Sus discípulos han experimentado lo mismo a lo largo de los siglos y, muchas veces, han sabido llevar las dificultades con generosidad, sin hacer ruido. Hace pensar que justamente aquellos cristianos que son conocidos por su gran amor al mundo, son los que han sufrido mucho. El «Papa bueno» Juan XXIII, por ejemplo, es alabado con razón por su apertura a los tiempos modernos, pero pocos conocen su diario en el que se reflejan sus preocupaciones y dolores. Algo semejante se puede decir del beato Josemaría: era una persona sumamente alegre y optimista que llevó su cruz en la intimidad con Dios, escondida a una mirada superficial.
Sin embargo, no cualquier problema es de por sí una cruz que redime. Para llegar a serlo, requiere que la persona lo lleve junto con Cristo y como Cristo. Entonces es utilizado como el material del que se fabrica una cruz; y uno puede experimentar que el amor de Dios, aunque no proteja de todo dolor, sí protege en el dolor. Cristo está cerca del hombre en todo momento; y el cristiano, por su parte, puede experimentar el deseo de acompañar a Cristo en su dolor, y a los demás hombres en sussufrimientos. No en último lugar, el «misterio» de la Cruz toca su vida allí donde Cristo sufre por él: por los obstáculos que pone diariamente a los planes divinos, por sus rigideces y sus estrecheces, o por su ceguera para ver la indigencia de los demás.
2. Redimir con Cristo
Al mirar al Crucificado, podemos vislumbrar algo del amor infinito de Dios, que se entrega «hasta el fin». Cristo es el sacramento original del Padre: nos muestra su rostro, y nos comunica su perdón. La gracia divina que nos trae, nos llega a través de la Iglesia, «el sacramento universal de la salvación», y a partir de ella se desarrollan los siete sacramentos específicos.
Como cada cristiano, en cierta manera, es Iglesia, también es —en un sentido muy amplio— «sacramento» para los demás. Está llamado a ser testigo del amor de Dios, y a serlo con tanta autenticidad, que sus contemporáneos puedan creer realmente en un Padre celestial que abraza a su hijo pródigo.
Ciertamente, los sacramentos específicos actúan ex opere operato, independientemente de la integridad espiritual o moral del ministro y de toda la comunidad cristiana. Pero puede ser que pierdan su atracción, si los eslabones entre ellos y el sacramento original (Cristo) no cumplen sus funciones. Muchas personas, hoy en día, no pueden percibir la fuerza luminosa de la fe. Por esto se dirigen a otros lugares para buscar la paz del corazón y ánimos para vivir; y para encontrar a alguien que les tenga plena confianza, les quite sus penas y les ayude a comenzar una vida mejor.
La falta de conciencia de la propia culpa es quizá uno de los rasgos más llamativos del hombre actual. Vemos hoy con más claridad que esta conciencia no se adquiere, cuando se enseñan las normas morales con insistencia, o cuando se controla su aplicación con rigor. La no observancia de una ley externa puede llevar a una persona a tener miedo o pena, pero no le lleva a sentirse culpable en el fondo de su corazón. Esta conciencia sólo despierta frente a otra persona y en una relación de amor. Por esto, los cristianos quieren ayudar a los demás, a «dejarse encantar y conquistar por la figura luminosa de Jesús revelador y por el amor del Padre que le ha enviado», como afirma el Papa Juan Pablo II. Desean que los demás también encuentren a Cristo. Quien ama, siempre se siente deudor. Experimenta el deber de dar una respuesta cada vez más generosa, más amorosa a alguien que le quiere; y nota a la vez la incapacidad de dar al otro todo lo que quisiera darle, porque la persona amada siempre merece mucho más. Ciertamente, una vez que se despierta la conciencia de culpa, ésta se orienta según las normas éticas, pero su fuente más profunda no son estas normas, sino el amor.
Unidos a Cristo Crucificado, todos los cristianos están invitados a ejercer su sacerdocio (común) y acercar a los hombres a Dios. También los laicos, y no solamente los ministros sagrados, pueden acompañar o dirigir espiritualmente a otra persona. El Papa Juan Pablo II, por ejemplo, debe muchos impulsos importantes para su vida religiosa a un sastre de Cracovia que le orientaba en sus tiempos de estudiante.
La redención de Cristo fortalece e ilumina al hombre en lo más hondo de su corazón, y lo alcanza de un modo sumamente concreto, a saber mediante los sacramentos de la Iglesia. Por esto, quien quiere ser fermento para los demás, es el primero que acude a estas fuentes misteriosas de la participación en la vida divina; y no huirá de ninguna molestia o privación para orientar también a los demás a la práctica sacramental.
Identificarse con Cristo resucitado
Un cristiano que ha celebrado la Eucaristía, sabe que el Señor resucitado está con él en todos sus caminos. Cuando trabaja, trabaja con Dios, cuando toma una decisión, la toma con Él; y cuando falla, puede obtener el perdón. Por esto, se siente seguro. «Para mí, lo mejor es estar junto con Dios. He puesto mi refugio en el Señor», canta el salmista. No hace falta agobiarse ni angustiarse ante los acontecimientos de la vida, aún cuando los medios de comunicación anuncien las catástrofes más grandes. El futuro pertenece a Cristo, y Cristo ha vencido la muerte.
1. La alegría de la redención
Una persona que tiene esta fe, puede vivir con alegría. Es capaz de disfrutar de las cosas buenas del mundo, y desea que los otros hagan lo mismo.
En ocasiones, no se ha entendido bien este gozar de los bienes terrenos. La tradición nos cuenta un episodio de la vida de Petrarca, el famoso poeta renacentista. Cuando éste se encontraba una vez en las altas montañas de Italia y consideró desde allí arriba el grandioso espectáculo que le ofrecían los valles y cuestas florecientes, se quedó entusiasmado de tanta belleza y exclamó: «Señor, ¡qué bello es tu mundo!» Pero en el mismo momento se asustó, se santiguó y tomó su breviario para rezar. No quería poner su corazón en este paisaje, sino sólo en Dios.
No se sabe si esta anécdota corresponde a la realidad, o si ha sido elaborada para inculcar a los cristianos de otras épocas un menosprecio a este «valle de lágrimas» en el que, supuestamente, nos encontramos. En la Sagrada Escritura, sin embargo, se encuentran otros consejos bien distintos: «Anda y come tu pan con alegría, y bebe tu vino con buen corazón», se puede leer en el Eclesiastés. También Jesucristo disfrutó de la naturaleza y de la arquitectura del templo. Amaba la armonía y la belleza, y prefería que le llamasen un «comilón y bebedor» antes de ser tomado por un asceta triste. Exteriormente no se distinguía en nada de los hombres de su tiempo. Sus seguidores —y con especial razón los cristianos laicos— se le parecen también en esto: en principio, celebran las mismas fiestas, tienen las mismas costumbres y los mismos vestidos que sus vecinos y colegas. Quieren su mundo con pasión. Porque el mundo es «el escabel de sus pies».
2. Participar en la misión profética de Cristo
Cuando Cristo es transfigurado, se muestra a sus discípulos tal como es. Les abre los ojos, y les hace ver una realidad impresionante que antes no podían ver. Quienes cambian, por supuesto, son ellos, no Él.
Algo parecido ocurre cuando una persona vive de la fe. El amor a Dios transforma su mirada y le hace comprender el mundo mejor que antes. Le hace ver también la presencia del pecado con una nueva claridad, una vez que ha salido de su reino. Percibe el bien y también el mal, y llama a ambos por su nombre. No teme denunciar las injusticias que existen en este mundo que comprende y quiere.
Unido a Cristo resucitado, un cristiano es capaz, allí donde esté, de juzgar los acontecimientos históricos según la perspectiva divina, y no sólo en razón de cálculos humanos. Puede contribuir a solucionar los conflictos que necesariamente surgen en las épocas de cambio. En otras palabras, está invitado a ejercer el don profético que la Iglesia recibió de su Señor, y a reconocer la voz de Dios en el adelanto del tiempo.
Una persona que vive con Cristo, está dispuesta a ir por donde Él quiere, aunque a veces no entienda todo lo que le ocurre en el camino. A este respecto, un escritor alemán advierte con acierto: «Es digno de atención que justamente acerca de la persona que amamos, podemos decir menos cómo ella es. Simplemente la amamos. En esto consiste el amor, la maravilla del amor, que nos dispone a seguir al otro a donde sea, en todos sus desarrollos y todos sus caminos».
En este momento conflictivo de la humanidad, no sabemos cómo será el futuro. Pero tenemos confianza de que la presencia plena de Cristo está delante de nosotros. Y con la gracia de Dios podemos experimentar lo que afirma el beato Josemaría: «También en estos tiempos... la tierra está muy cerca del Cielo».