7/06/12


Carta del Prelado del Opus Dei

 (julio 2012)


Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

Todos nos hemos llenado de alegría y gratitud al Señor por el reconocimiento de las virtudes heroicas del queridísimo don Álvaro, hecho público por la Santa Sede el pasado día 28. Nuestro gozo es grande porque la Iglesia, con este acto, reafirma una vez más que el espíritu del Opus Dei, que el primer sucesor de nuestro Padre vivió con exquisita fidelidad, es plenamente fiel al Evangelio y, por tanto, un camino para convertir todos los momentos y circunstancias de la vida en ocasión de amar a Dios y de servir al Reino de Jesucristo, como rezamos en la oración para la devoción al Venerable Siervo de Dios.

Grátias tibi, Deus, grátias tibi!, os invito a repetir una vez más. Demos gracias a la Trinidad Santísima por este don, el espíritu del Opus Dei —viejo como el Evangelio, y como el Evangelio nuevo—, del que participan muchas otras personas que, sin tener vocación a la Obra, de algún modo forman parte de nuestra familia sobrenatural: muchos de nuestros parientes y amigos, y tantos otros que tratan de encarnar en la vida corriente el espíritu que nuestro Padre recibió de Dios.

En los días pasados, al leer vuestras cartas de felicitación por mi cumpleaños, me he llenado lógicamente de agradecimiento al Señor, que ha querido que el Opus Dei —como la Iglesia, de la que la Obra forma parte— sea una familia sobrenatural estrechamente unida por los lazos de la paternidad, la filiación y la fraternidad. Mi pensamiento ha ido inmediatamente a nuestro queridísimo Padre, cuya fiesta litúrgica hemos celebrado recientemente. A san Josemaría le debemos, por su heroica fidelidad al designio divino, este ambiente de hogar tan propio de la Obra, que —es natural que suceda así— se manifiesta con especial fuerza en cada una de las fiestas que jalonan nuestro camino. A todos, y a cuantas personas han rezado por mí en esos días, les agradezco sus oraciones, y quiero pagar rezando más por todos.

Un especial motivo de gratitud filial y de alegría han sido las cariñosas palabras del Papa Benedicto XVI. En el quirógrafo que me envió con ocasión de mi aniversario, el Santo Padre aseguraba su oración por el Prelado y una especial Bendición Apostólica que extendía a todas las personas confiadas a sus cuidados de Pastor. Estas muestras de cariño del Papa han de impulsarnos a estar más unidos aún —con honda responsabilidad— a su Persona y a sus intenciones, rezando insistentemente por los frutos de su ministerio de Supremo Pastor.

Comprendo muy bien las palabras que tantas veces escuché de labios de nuestro Fundador, a propósito del Vicario de Cristo. Nos decía: amad mucho al Padre Santo. Rezad mucho por el Papa. Queredlo mucho, ¡queredlo mucho! Porque necesita de todo el cariño de sus hijos. Y esto lo entiendo muy bien: lo sé por experiencia, porque no soy como una pared, soy un hombre de carne. Por eso me gusta que el Papa sepa que le queremos, que le querremos siempre, y eso por una única razón: que es el dulce Cristo en la tierra. ¿Con qué frecuencia rezamos diariamente por el Sucesor de san Pedro? ¿Puede contar con nuestra fidelidad?

El amor al Papa estuvo presente siempre con fuerza en el corazón de nuestro Padre. En una de sus cartas más antiguas cuenta que, cuando el Opus Dei era una pequeña semilla casi escondida en el surco, le gustaba situarse con el pensamiento junto al Santo Padre mientras rezaba el Rosario y, al hacer la Comunión espiritual, imaginaba que la recibía sacramentalmente de sus manos. De este modo, materializando en pequeños detalles su unión al Pontífice Romano, iba creciendo más y más en su corazón una piedad recia y teológica al Vicario de Cristo en la tierra, al Padre común de todos los cristianos.

Han acudido a mi mente estos recuerdos también porque en el mes de julio se cumple un nuevo aniversario de la primera vez que nuestro Padre fue recibido por el Papa. Ocurrió el 16 de julio de 1946, tres semanas después de su primer viaje a Roma. Pocos días antes, Pío XII le había hecho llegar, por intermedio de Mons. Montini, que años más tarde sería Pablo VI, una foto suya con una dedicatoria escrita de su puño y letra, bendiciendo a nuestro Fundador y a la Obra. ¡Qué gozo filial experimentó entonces! Y enseguida escribió a sus hijas e hijos: tengo un autógrafo del Santo Padre para "el Fundador de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz y del Opus Dei". ¡Qué alegrón! Lo besé mil veces. Y en una posdata, añadía: que no dejéis la oración y que estéis muy contentos.

Rezar por el Papa, por su Augusta Persona y sus intenciones, constituye un legado de nuestro santo Fundador que también don Álvaro, su primer sucesor, nos ha transmitido con ejemplar fidelidad. Ahora me corresponde personalmente confirmaros en este punto del espíritu católico. Lo hago muy a menudo, pero en estos tiempos difíciles, cuando de tantos lugares se alzan voces críticas contra la Iglesia y contra el Santo Padre, me siento urgido a hacerlo con mayor insistencia. La reciente solemnidad de san Pedro y san Pablo, que plantaron la Iglesia de Roma con su sangre y son columnas de la Iglesia universal, nos mueve a intensificar esta unión con el Santo Padre: ¡queredle mucho, y procurad que otras muchas mujeres y otros muchos hombres alimenten su amor a Pedro!

En las catequesis de sus audiencias generales, en las últimas semanas,Benedicto XVI se ha detenido a considerar la eficacia de la oración. Refiriéndose a momentos concretos de la vida de la Iglesia primitiva, ha expuesto la reacción de los fieles ante los ataques y persecuciones de que eran objeto. Todos recordamos el encarcelamiento de Pedro y Juan por el Sanedrín, conminándoles a que no predicaran en el nombre de Jesús. Tras ser puestos en libertad, los Apóstoles se reunieron con los primeros fieles y les comunicaron las amenazas recibidas. El Papa subraya que aquella primera comunidad cristiana no sólo no se atemoriza y no se divide, sino que se mantiene profundamente unida en la oración, como una sola persona, para invocar al Señor (...). ¿Qué pide a Dios la comunidad en este momento de prueba? No pide la incolumidad de la vida frente a la persecución, ni que el Señor castigue a quienes encarcelaron a Pedro y a Juan; pide sólo que se le conceda "predicar con valentía" la Palabra de Dios (cfr. Hch 4, 29); es decir, pide no perder la valentía de la fe, la valentía de anunciar la fe. Y lo llevan a cabo rezando con devoción el Salmo 2, en el que se preanunciaba el reconocimiento del Mesías, a pesar de los embates de sus enemigos.

Aquellos primeros nos ofrecen una buena norma de conducta a los cristianos de hoy, que también contemplamos el triste intento de quienes tratan de expulsar a Dios de la sociedad civil o, al menos, se empeñan en ponerlo entre paréntesis, confinándolo a la vida privada. En los meses que faltan para el comienzo del Año de la Fe, el próximo 11 de octubre, os sugiero que tengáis muy presente el ejemplo de la primitiva cristiandad, rezando con optimismo y seguridad por las necesidades de la Iglesia, por las intenciones del Papa, por la unidad de todo el pueblo de Dios en torno a sus Pastores. No olvidemos que, como aseguraba nuestro Padre, Dios es el de siempre. —Hombres de fe hacen falta: y se renovarán los prodigios que leemos en la Santa Escritura.

—"Ecce non est abbreviata manus Domini" —¡El brazo de Dios, su poder, no se ha empequeñecido!.

Movidos por esta seguridad, lancémonos a un apostolado sin tregua, convencidos —no es exageración— de que millones de almas nos esperan. Pero, como remachaba san Josemaría, no bastan las palabras, que son necesarias; nos piden "obras", coherencia diaria con la fe, alegría de sabernos hijos de Dios.

Otro episodio recordado por Benedicto XVI es el de la liberación de Pedro cuando estaba a punto de ser procesado. También en esta ocasión los primeros fieles se congregaron unánimes en la oración. El texto sagrado refiere que Pedro estaba encerrado en la cárcel, mientras la Iglesia rogaba incesantemente por él a Dios. San Josemaría meditó muy frecuentemente cómo la oración unánime de la Iglesia libró entonces a Simón Pedro de las manos de Herodes y de toda la expectación del pueblo judío. Así lo recuerda en Camino: bebe en la fuente clara de los "Hechos de los Apóstoles": en el capítulo XII, Pedro, por ministerio de Ángeles libre de la cárcel, se encamina a casa de la madre de Marcos. —No quieren creer a la criadita, que afirma que está Pedro a la puerta. "Angelus ejus est!" —¡será su Ángel!, decían.

—Mira con qué confianza trataban a sus Custodios los primeros cristianos.

—¿Y tú?.

Tú y yo, ¿invocamos con fe a los santos ángeles custodios? ¿Nos valemos de su auxilio en las necesidades personales y en aquellas de la Iglesia, que han de ser muy nuestras? ¿Pedimos su ayuda en el apostolado?

Al exponer esas escenas, el Santo Padre aconseja que, como aquellos fieles, también nosotros llevemos los acontecimientos de nuestra vida diaria a nuestra oración, para buscar su significado profundo. Y como la primera comunidad cristiana, también nosotros, dejándonos iluminar por la Palabra de Dios, a través de la meditación de la Sagrada Escritura, podemos aprender a ver que Dios está presente en nuestra vida, presente también y precisamente en los momentos difíciles, y que todo —incluso las cosas incomprensibles— forma parte de un designio superior de amor, en el que la victoria final sobre el mal, sobre el pecado y sobre la muerte es verdaderamente la del bien, de la gracia, de la vida, de Dios. Y, en otra ocasión, el Papa nos invitaba a un examen personal:¿Cómo oro yo? ¿Cómo oramos nosotros? ¿Cuánto tiempo dedico a la relación con Dios?.

Estas reflexiones, de gran actualidad, han de venir con frecuencia a nuestra consideración, en los ratos de oración mental que jalonan nuestras jornadas: sin esos coloquios con el Señor, con su Santísima Madre, con los ángeles y los santos, no podríamos —¡ni queremos!— vivir. El tema de mi oración es el tema de mi vida, aseguraba san Josemaría; y lo mismo ha de sucedernos a nosotros. Hemos de ponderar en la oración personal todo lo que nos ocupa y todo lo que nos preocupa, aunque —como decía nuestro Padre— los hijos de Dios no deberíamos tener nuncapreocupaciones, sino ocupaciones, porque confiamos en la bondad de nuestro Padre Dios, que todo lo encamina para nuestro bien.

Ya me he referido a algunas de esas "preocupaciones" de ahora y de siempre: la vida de la Iglesia y del mundo, la salvación de las almas, el apostolado cotidiano, que deberían estar presentes en todos los hijos de Dios. Otras, quizá más inmediatas, están relacionadas con la crisis que afecta a muchos países en todas partes, aunque con diferente intensidad. No ignoro sus consecuencias y tampoco paso por alto que, por esas dificultades, algunos puedan sentirse particularmente agobiados: el paro, la necesidad de renunciar al mínimo necesario de comodidad, con la urgencia de hacer mil equilibrios para que el presupuesto familiar llegue a fin de mes, si es que llega. Os aseguro que me siento muy cerca de todos y de cada uno, y rezo especialmente por los que se hallen en mayores dificultades. Sin dejar de realizar —los gobernantes y todos— las gestiones precisas para salir cuanto antes de esa situación, mi consejo es que confiemos en el Señor y le ofrezcamos con alegría las estrecheces que debamos soportar.

Al mismo tiempo, no tengáis inconveniente en aceptar un trabajo que esté por debajo de vuestra capacitación profesional, en espera de que se presenten momentos más favorables. Tratad de sacar partido a los tiempos malos: afrontados con visión sobrenatural, nos servirán para madurar humanamente y hacernos crecer en unión con Dios y en solidaridad con otras personas.

Esta situación constituye otra oportunidad más para que nos ayudemos a sobrellevar con garbo las dificultades. En los días pasados me venían mucho a la memoria unas palabras del Señor en la Última Cena, que nuestro Fundador repitió incansablemente a lo largo de su existencia: que os améis unos a otros. Como Yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos. Y recuerdo la emoción con que san Josemaría evocaba los últimos momentos en la tierra del Apóstol quem diligébat Iesus. En efecto, narra una antigua tradición que san Juan, quizá con la voz caduca por la edad —así se lo imaginaba nuestro Padre—, repetía: filíoli, dilígite altérutrum!, ¡hijitos míos, que os queráis!.

Que nadie se sienta solo. Que cada uno se sepa apoyado, protegido, por la oración y el cariño fraterno de los otros. Esmerémonos en servir, de modo que la convivencia con los demás discurra de un modo amable, agradable, con detalles concretos. Muchas veces basta una sonrisa, una mirada de cariño, un saber escuchar con verdadero interés las penas de los otros, para aliviar la situación de quien atraviesa un momento difícil. ¡Qué actualidad guardan aquellas palabras de Camino!: más que en "dar", la caridad está en "comprender".

Antes de terminar, deseo impulsaros a transmitir estas recomendaciones a vuestros parientes, amigos y colegas. Ayudadles a descubrir la mano providente de nuestro Padre Dios en todas las circunstancias. Como escribía nuestro Padre, haciendo eco a san Pablo: todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios, de los que son llamados según su designio. Y a todos nosotros nos ha llamado el Señor para llevar su doctrina por las sendas del mundo. Omnia in bonum!

Ya sabéis que, el pasado 18 de junio, he nombrado el tribunal de la Prelatura que se encargará de instruir la Causa de beatificación y canonización de Dora del Hoyo, la primera Numeraria Auxiliar del Opus Dei. Uníos a mi acción de gracias a la Santísima Trinidad por este paso y seguid rezando por mis intenciones.

No puedo, ni quiero, dejar de recordar de nuevo al queridísimo don Álvaro que, el 7 de julio de 1935, emprendió el camino de siervo bueno y fiel, viviendo el espíritu del Opus Dei: ¡cuántos recuerdos de su correspondencia, llena de alegría y de lucha constante!

Con todo cariño, os bendice vuestro Padre + Javier