El amor es activo
Santiago Chiva
Para lograr la humanización en la enfermedad, a la vez que obtener un resultado terapéutico optimo, está el cuidado de los detalles humanos en el proceso de muerte, que parte de aceptar la verdad de las cosas, empezando por algunas tan esenciales como el dolor o la muerte
¿Por qué ante la fealdad del dolor, la enfermedad y la miseria un personaje queda paralizado y otro entra en una actividad que lleva a hacer amable el entorno del enfermo para él y para la gente que le rodea? ¿Por qué el dolor, la enfermedad y la miseria hunden a algunos en la desesperación que les lleva al descuido del aspecto personal y de su entorno, a pesar de que todos anhelamos la belleza?
En la sociedad occidental la belleza, en relación al aspecto físico tiene una gran importancia —a veces excesiva— y en la que la ciencia ha logrado que la vida se prolongue más, a pesar de la inevitable huella que el tiempo y la enfermedad dejan en el cuerpo humano, en la que morir en familia rodeado del cariño de los tuyos es cada vez menos habitual.
La clave que humaniza y hace descubrir la importancia de la belleza, incluso en esas circunstancias, es reconocer la dignidad de todo ser humano que implica amarle por sí mismo. El enfermo reconoce su dignidad al saberse querido y se provoca en él el deseo de mostrarse amable.
Al que ha perdido la esperanza en la curación y no tiene un motivo por qué cuidarse, por el que mostrarse amable, hay que hacérselo descubrir con nuestra actitud.
Josef Pieper, en su libro sobre el amor, ha mostrado que el hombre puede aceptarse a sí mismo sólo si es aceptado por algún otro. Tiene necesidad de que haya otro que le diga, y no sólo de palabra: «Es bueno que tú existas». Sólo a partir de un«tú», el «yo» puede encontrarse a sí mismo. Sólo si es aceptado, el «yo» puede aceptarse a sí mismo. Quien no es amado ni siquiera puede amarse a sí mismo. Este ser acogido proviene sobre todo de otra persona.
Amar implica no evitar el contacto con el dolor y con la muerte, como querría hacer Levin, el protagonista de Anna Kareninay como buscaba evitar a su esposa. Pero si no fuera por la fuerza del amor de ella, la muerte de su cuñado hubiera sido verdaderamente inhumana.
El pasado 22 de febrero, el periódico The Guardian, frecuentemente crítico con la visión cristiana de la vida, decía en un editorial titulado Miércoles de Ceniza: el desaparecido arte de morir:
«la Iglesia Católica es uno de los pocos sitios donde la muerte sigue siendo parte de las conversaciones públicas. En otros lugares, la muerte se disfraza de suaves eufemismos como “irse” o “quedarse dormido", o bien se enfoca desapasionadamente a través del discurso científico de la medicina. (…)
Actualmente, si se nos pregunta cómo queremos morir, generalmente decimos que queremos que suceda rápidamente, sin dolor y, preferentemente, mientras dormimos. En otras palabras, no queremos que la muerte se convierta en algo que experimentamos como parte de la vida. Esto no habría tenido sentido para las generaciones pasadas. Durante siglos, lo que más se temía era “morir sin estar preparado". La muerte era una oportunidad para poner las cosas en su sitio. Para decir las cosas que habían quedado sin decir: “lo siento", “me equivoqué", “siempre te he querido". Solíamos morir rodeados de la familia en sentido amplio. Ahora, morimos rodeados de tecnología, y la creencia en la ciencia médica a menudo reemplaza el enigma tradicional de la existencia humana.
(…)
Una cultura que mantiene la muerte fuera de su vista y de sus pensamientos es una cultura que cada vez es menos capaz de confortar a otros en su dolor. En lugar de tener esa conversación importante en el supermercado con la vecina que ha perdido a su marido, nos cambiamos de pasillo y lo justificamos por un supuesto deseo de no molestarla. Permitimos que nuestras residencias de ancianos se conviertan en lugares de abandono, porque no queremos mirarlos muy de cerca. Cuando la muerte se convierte en un asunto privado, es mucho más difícil acercarse a los demás, precisamente cuando más lo necesitan.
Para lograr la humanización en la enfermedad, a la vez que obtener un resultado terapéutico optimo, está el cuidado de los detalles humanos en el proceso de muerte, que parte de aceptar la verdad de las cosas, empezando por algunas tan esenciales como el dolor o la muerte.
Es inevitable que lo que de por sí resulta repugnante nos retraiga. Pero el ser humano debe ser capaz de ver más allá de la primera impresión: un enfermo o un moribundo tiene siempre una historia personal y un futuro trascendente, mucho más valioso que las pequeñas miserias que nos repelen. Hay que fomentar en la educación, en la práctica social, este contacto con la realidad. Hay que aprender a desenvolverse con naturalidad, con una sonrisa y manifestando amor con hechos ante personas moribundas o enfermas porque son parte de nuestra vida y porque es un tema que nos afecta por ser humanos.
El editorial de The Guardian que he comentado antes recoge una cita de una reciente película israelí —Dr. Pomerantz— en la que un psiquiatra especialista en suicidios afirma: «La vida es una enfermedad con una mortalidad del 100%». Es una forma pragmática e intelectual de enfrentarse con la muerte y con el dolor que deja sin embargo preguntas sin respuesta.
En la novela Anna Karenina, Levin es un agnóstico en busca de Dios, enamorado de Kitty, su mujer, cristiana ferviente. El cristianismo aporta a la sociedad luz para descubrir la belleza incluso en los lugares y momentos de la vida donde otros solo ven miseria y fealdad, y a difundirla a su alrededor. La actitud de Kitty es la respuesta a las preguntas que se hace su marido.
Termino con algo que cuenta un voluntario que estuvo ayudando en una de las casas de la orden de la Beata Teresa de Calcuta. Le dieron un niño moribundo por el que no podía hacerse nada, para que lo sostuviera; este voluntario se asustó porque era consciente de la situación, y nervioso, preguntó a una de las religiosas que tenía que hacer y le dijo: —«Quiérelo». Pocos minutos después, el niño moría en brazos de ese voluntario. Y esa persona joven había aprendido a rodear de cariño al que sufre y va a morir. No podía darle nada más —y nada menos— que amor.