9/05/12


Carta del Prelado del Opus Dei

(septiembre 2012)


Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Como en otros años, deseaba aprovechar esta pausa para estar con mis hijas y con mis hijos de varios lugares: me ayuda mucho veros, estar con vosotros y palpar la urgencia —siempre actual— de la expansión apostólica. No ha podido ser: omnia in bonum!, porque con mayor intensidad hemos "recorrido" el mundo desde Pamplona.
A principios de julio, antes de llegar a esta ciudad, me detuve en Barcelona y en Gerona; aquí tuvimos una tertulia muy numerosa y bendije una imagen de san Josemaría que se ha colocado en un lugar donde se realiza una abundante labor de almas con gente joven. Luego, como ya os comenté, fui a Portugal para rezar ante Nuestra Señora de Fátima y reunirme con un buen grupo de hermanas y hermanos vuestros. Y el pasado día 23 estuve en Lourdes, honrando a la Señora con toda la Obra e implorando su intercesión: le di gracias en nombre de todas y de todos.
También he realizado un rápido viaje a Holanda. Además de la alegría de ver a las personas de la Prelatura, he revivido parte de la prehistoria de la Obra en esa tierra, acompañando a nuestro Padre y al queridísimo don Álvaro: ¡cuánto rezaron recorriendo sus carreteras y ciudades, pensando en las mujeres y en los hombres que llegarían al Opus Dei, con una esperanza que ahora contemplamos hecha realidad! Vivamos a diario la Comunión de los santos.
Mañana, 2 de septiembre, ordenaré presbíteros a tres hermanos vuestros Agregados, que recibieron el diaconado hace seis meses; también por este motivo se me va la cabeza a san Josemaría, que soñaba con este paso: el momento en que vinieran algunos sacerdotes de entre estos hijos suyos. Rezad por ellos y por los frutos de las numerosas actividades realizadas durante este tiempo en todo el mundo; y cabe añadir por las Regiones del hemisferio sur que, con su vida ordinaria, nos sostienen a todos.
En el centro del mes que comienza, el 14 de septiembre, volvemos a agradecer a nuestra Madre la Iglesia la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Nuestro Padre la preparaba y la celebraba con especial alegría, plenamente persuadido de que la Cruz es el trono de gloria desde el que Cristo atrae a sí todas las cosas. No imagináis con qué ilusión dispuso que, en la sede central del Opus Dei, se pintara un gran mural representando la escena que se celebra en la liturgia: la restitución de la Santa Cruz a Jerusalén tras haber sido rescatada de manos no creyentes.
Como manifestación de esa devoción tan arraigada, llevaba siempre consigo una reliquia del lignum crucis y quiso que la llevaran también sus sucesores: primero el inolvidable don Álvaro y ahora yo. Nos impresionaba a todos la gran piedad con que besaba cada día esa reliquia santa, antes de retirarse por la noche a descansar, al comenzar de nuevo la jornada y en otros momentos.
Al día siguiente de esa festividad, el 15 de septiembre, conmemoraremos la presencia de la Virgen al pie de la Cruz, sufriendo con Jesús y colaborando con Él en la obra de la redención. Allí se manifestó su nueva maternidad, cuando escuchó aquellas palabras del Señor: Mujer, aquí tienes a tu hijo. Entonces nos acogió con entereza y ternura, como verdaderos hijos suyos. Estas dos fiestas constituyen para los cristianos un poderoso reclamo, una llamada imperiosa a abrazar con amor las pequeñas o grandes cruces que se presenten en nuestras vidas, sin quejas ni lamentos, porque todas nos atan a Jesucristo y constituyen una muy especial bendición de Dios. No olvidemos aquel comentario de san Josemaría, a propósito de que mucha gente llama cruz a lo que les contraría, y acaban quitando su representación de las casas y, sobre todo, de su conducta. No admiten que la Santa Cruz, con todas sus manifestaciones, da libertad y fuerzas para combatir la batalla de la nueva evangelización, empezando por la conversión personal de cada uno.
Años atrás, el Santo Padre hablaba en una homilía de que no hay amor sin sufrimiento, sin el sufrimiento de la renuncia a sí mismos, de la transformación y purificación del yo por la verdadera libertad. Donde no hay nada por lo que valga la pena sufrir, incluso la vida misma pierde su valor. La Eucaristía, el centro de nuestro ser cristianos, se funda en el sacrificio de Jesús por nosotros, nació del sufrimiento del amor, que en la Cruz alcanzó su culmen. Nosotros vivimos de este amor que se entrega. Este amor nos da la valentía y la fuerza para sufrir con Cristo y por Él en este mundo, sabiendo que precisamente así nuestra vida se hace grande, madura y verdadera.
Ayudemos a todas las personas que encontremos, o con las que coincidamos, a considerar el valor del sufrimiento afrontado de esta manera, con paz y también con alegría. Nuestro Fundador lo subrayaba en una ocasión, haciéndose con dolor una pregunta: ¿Quién sale hoy al encuentro de la Santa Cruz? Poca gente. Ya veis cuál es la reacción del mundo ante la Cruz, incluso de tantos que se llaman católicos, para quienes la Cruz es escándalo o sandez, como escribió San Pablo: iudæis quidem scándalum, géntibus autem stultítiam (1 Cor 1, 23). ¡Señor! A la vuelta de los siglos continúa esta situación anormal, incluso entre las personas que dicen que te quieren y que te siguen. Observamos en este mundo nuestro, en efecto, lo que el Apóstol escribía a los Corintios: los judíos piden signos, los griegos buscan sabiduría; nosotros en cambio predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados, judíos y griegos, predicamos a Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios.
Hijos míos —proseguía nuestro Padre—, ved que no exagero. Todavía la Cruz es símbolo de muerte, en lugar de constituir señal de vida. Todavía de la Cruz se huye como si fuera un patíbulo, cuando es un trono de gloria. Todavía los cristianos rechazan la Cruz y la identifican con el dolor, en lugar de identificarla con el amor. Tú y yo, cada uno de nosotros, ¿amamos de verdad la Santa Cruz? ¿Estamos persuadidos de que la unión con Cristo crucificado es la fuente de la eficacia sobrenatural y de la verdadera alegría? ¿Nos ejercitamos diariamente en asumir con diligencia lo que nos desagrada: la enfermedad, lo que es obstáculo a nuestros proyectos, las contrariedades de la jornada? Si hay visión sobrenatural, cada día descubriremos no pocas ocasiones de unirnos a Jesús y a la Virgen, recogiendo con amor las pequeñas contradicciones —quizá no tan pequeñas—, y ofreciéndolas en la Santa Misa. ¡Qué tesoro tan grande para el Cielo podremos acumular, a base de detalles menudos!
Era la enseñanza constante de san Josemaría. Os invito a que vayáis recogiendo durante el día —con vuestra mortificación, con actos de amor y de entrega al Señor— miligramos de oro, y polvillo de brillantes, de rubíes y de esmeraldas. Los encontraréis a vuestro paso, en las cosas pequeñas. Recogedlos, para hacer un tesoro en el Cielo, porque con miligramos de oro se reúnen al cabo del tiempo gramos y kilogramos; y con fragmentos de esas piedras preciosas lograréis hacer diamantes estupendos, grandes rubíes y espléndidas esmeraldas.
La receta es fácil de llevar a la práctica, pero presupone el deseo de acompañar a Cristo en el Calvario. Tres actitudes caben ante la Cruz,resumía nuestro Fundador. Huir de este don, que es lo que hace casi todo el mundo. Ir temerariamente a buscarla, deseando grandes pruebas, sometiéndose a penitencias muy extraordinarias: si ese impulso no proviene de Dios, no me parece tampoco oportuno, porque puede ser fruto de una oculta soberbia. La tercera actitud es recibirla con alegría, cuando el Señor la manda: aquí se encuadra, pienso yo, el modo más acertado de comportarse ante la Cruz.
Volvamos los ojos a la Santísima Virgen. El hecho de que María permaneciera firme junto a la Cruz, acompañando de cerca a su Hijo, fue sin duda una gracia especial de Dios; pero una gracia a la que respondió con una preparación de años —desde el momento de la Anunciación y aun antes— por la completa apertura de su corazón y de su alma a los requerimientos divinos. Las etapas del camino de María, desde la casa de Nazaret hasta la de Jerusalén, pasando por la Cruz, donde el Hijo le confía al Apóstol Juan, están marcadas por la capacidad de mantener un clima perseverante de recogimiento, para meditar todos los acontecimientos en el silencio de su corazón, ante Dios (cfr. Lc 2, 19-51); y en la meditación ante Dios comprender también la voluntad de Dios y ser capaces de aceptarla interiormente.
Hijas e hijos míos, ésta es la gran lección que nos transmite la Iglesia con ocasión de esta fiesta mariana. La entera existencia terrena de Nuestra Señora se consumió en el deseo ardiente de cumplir la Voluntad divina, también cuando esa providencia de Dios se presentaba con contornos dolorosos. Y todo lo llevó a cabo sin quejas, con elegancia humana y sobrenatural, sin llamar la atención: Ella es —como recordó tantas veces san Josemaría— Maestra del sacrificio escondido y silencioso. Con su ejemplo nos anima a recibir con amor las contrariedades de la existencia, las pequeñas —que será lo más habitual— y las grandes.
Tratemos de hacer nuestra esa actitud de la Virgen Santísima, modelo para las almas que desean ser contemplativas en medio del mundo: llevar a la meditación personal los sucesos que jalonan nuestras jornadas, gozosos o dolorosos, para descubrir en cada uno la amabilísima Voluntad de nuestro Padre Dios y abrazarla con sosiego. De este modo llenaremos de alegría el Corazón de Jesucristo, que nos bendecirá y colmará de eficacia nuestros esfuerzos por acercarle muchas almas. Amemos la mortificación, la penitencia, con naturalidad, sin aspavientos, como observamos en la vida de María. El mundo admira solamente el sacrificio con espectáculo, porque ignora el valor del sacrificio escondido y silencioso.
Al contemplar la cruz colocada sobre el altar durante la Misa, al besar el pequeño crucifijo que os sugiero llevar siempre con vosotros —como escribió nuestro Padre—, al besar o hacer una reverencia ante la Cruz de palo en los oratorios, fijémonos en el profundo significado de esos gestos. Nos hablan —dice el Papa— de que Dios no ha redimido al mundo con la espada, sino con la Cruz. Al morir, Jesús extiende los brazos. Este es ante todo el gesto de la pasión: se deja clavar por nosotros, para darnos su vida. Pero los brazos extendidos son al mismo tiempo la actitud del orante, una postura que el sacerdote asume cuando, en la oración, extiende los brazos: Jesús transformó la pasión, su sufrimiento y su muerte, en oración, en un acto de amor a Dios y a los hombres. Por eso, los brazos extendidos de Cristo crucificado son también un gesto de abrazo, con el que nos atrae hacia sí, con el que quiere estrecharnos entre sus brazos con amor. De este modo, es imagen del Dios vivo, es Dios mismo, y podemos ponernos en sus manos.
Al releer estas palabras de Benedicto XVI, ha acudido a mi memoria con gran nitidez una imagen característica de san Josemaría. Cuando hablaba del Señor sujeto a la Cruz, más que por los clavos, por el gran amor que nos tenía —así solía expresarse—, no era infrecuente que, con naturalidad, abriera ligeramente los brazos y girara las palmas de las manos, en un gesto que quizá pasaba inadvertido a la mayor parte de las personas. Me consta —lo comentó alguna vez— que ese gesto era manifestación de su afán por unirse estrechamente al Señor, clavado en el leño de la Cruz, tratando de identificarse con Él para acoger a todos los hombres.
El Papa señala que María siguió con discreción todo el camino de su Hijo durante la vida pública hasta el pie de la Cruz, y ahora sigue también, con su oración silenciosa, el camino de la Iglesia. Acudamos a su intercesión con más insistencia en estos tiempos difíciles, para que nos haga fuertes ante el dolor aceptado y buscado. Pongamos bajo su mediación materna —es Mater Ecclésiæ, Madre de la Iglesia— el Año de la Fe que comenzará dentro de pocas semanas, el 11 de octubre, quincuagésimo aniversario del inicio del Concilio Vaticano II. Y, haciendo eco al Santo Padre, esforcémonos para comportarnos en todo momento como cristianos cabales, con un testimonio claro —con obras y con palabras— de nuestra fe católica. La sociedad civil, los ambientes en los que nos movemos, necesitan un suplemento de vida espiritual, de vida sobrenatural, que sólo proviene de la Cruz de Jesucristo. Y, sin autolesionismo, con paz y constancia, tratemos de aprender la lección del Maestro, que acudió a la cita del Calvario puntualizando: ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros....
Seguid rezando por mis intenciones, consumados en la unidad, fundidos en la oración, en el sacrificio y en los afanes de servir a la Iglesia, al Romano Pontífice y a todas las almas. Para lograrlo, pidamos ayuda a don Álvaro, que tomó el relevo de nuestro Padre precisamente en esta fiesta de Santa María, Madre dolorosa. Pienso que la paz que caracterizó siempre al primer sucesor de san Josemaría se reforzó todavía más, de modo que, con su trato, la gente se sentía poderosamente atraída hacia Dios Nuestro Señor.
Acompañemos al Papa durante su viaje pastoral al Líbano, del 14 al 16 de este mes, donde firmará y hará entrega de la exhortación apostólica post-sinodal sobre el Oriente Medio, fruto de la Asamblea especial del Sínodo de los Obispos celebrado en Roma hace dos años. Roguemos por esas tierras que Nuestro Señor santificó con su presencia e imploremos de la Santísima Virgen, Regína pacis, el don de la paz para los pueblos de aquella zona y para la humanidad entera.
Con todo cariño, os bendice vuestro Padre + Javier
Torreciudad, 1 de septiembre de 2012.