Carta del Prelado del Opus Dei
(septiembre 2012)
Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Como en otros años, deseaba aprovechar esta pausa para estar con mis hijas y con mis hijos de varios lugares: me ayuda mucho veros, estar con vosotros y palpar la urgencia —siempre actual— de la expansión apostólica. No ha podido ser: omnia in bonum!, porque con mayor intensidad hemos "recorrido" el mundo desde Pamplona.
Como en otros años, deseaba aprovechar esta pausa para estar con mis hijas y con mis hijos de varios lugares: me ayuda mucho veros, estar con vosotros y palpar la urgencia —siempre actual— de la expansión apostólica. No ha podido ser: omnia in bonum!, porque con mayor intensidad hemos "recorrido" el mundo desde Pamplona.
A
principios de julio, antes de llegar a esta ciudad, me detuve en Barcelona y en
Gerona; aquí tuvimos una tertulia muy numerosa y bendije una imagen de san
Josemaría que se ha colocado en un lugar donde se realiza una abundante labor
de almas con gente joven. Luego, como ya os comenté, fui a Portugal para rezar
ante Nuestra Señora de Fátima y reunirme con un buen grupo de hermanas y
hermanos vuestros. Y el pasado día 23 estuve en Lourdes, honrando a la Señora
con toda la Obra e implorando su intercesión: le di gracias en nombre de todas
y de todos.
También
he realizado un rápido viaje a Holanda. Además de la alegría de ver a las
personas de la Prelatura, he revivido parte de la prehistoria de la Obra en esa
tierra, acompañando a nuestro Padre y al queridísimo don Álvaro: ¡cuánto
rezaron recorriendo sus carreteras y ciudades, pensando en las mujeres y en los
hombres que llegarían al Opus Dei, con una esperanza que ahora contemplamos
hecha realidad! Vivamos a diario la Comunión de los santos.
Mañana,
2 de septiembre, ordenaré presbíteros a tres hermanos vuestros Agregados, que
recibieron el diaconado hace seis meses; también por este motivo se me va la
cabeza a san Josemaría, que soñaba con este paso: el momento en que vinieran
algunos sacerdotes de entre estos hijos suyos. Rezad por ellos y por los frutos
de las numerosas actividades realizadas durante este tiempo en todo el mundo; y
cabe añadir por las Regiones del hemisferio sur que, con su vida ordinaria, nos
sostienen a todos.
En
el centro del mes que comienza, el 14 de septiembre, volvemos a agradecer a
nuestra Madre la Iglesia la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Nuestro
Padre la preparaba y la celebraba con especial alegría, plenamente persuadido de
que la Cruz es el trono de gloria desde el que Cristo atrae a sí todas las
cosas. No imagináis con qué ilusión dispuso que, en la sede central del Opus
Dei, se pintara un gran mural representando la escena que se celebra en la
liturgia: la restitución de la Santa Cruz a Jerusalén tras haber sido rescatada
de manos no creyentes.
Como
manifestación de esa devoción tan arraigada, llevaba siempre consigo una
reliquia del lignum crucis y quiso que la llevaran también sus sucesores:
primero el inolvidable don Álvaro y ahora yo. Nos impresionaba a todos la gran
piedad con que besaba cada día esa reliquia santa, antes de retirarse por la
noche a descansar, al comenzar de nuevo la jornada y en otros momentos.
Al
día siguiente de esa festividad, el 15 de septiembre, conmemoraremos la
presencia de la Virgen al pie de la Cruz, sufriendo con Jesús y colaborando con
Él en la obra de la redención. Allí se manifestó su nueva maternidad, cuando
escuchó aquellas palabras del Señor: Mujer, aquí tienes a tu hijo. Entonces nos
acogió con entereza y ternura, como verdaderos hijos suyos. Estas dos fiestas
constituyen para los cristianos un poderoso reclamo, una llamada imperiosa a
abrazar con amor las pequeñas o grandes cruces que se presenten en nuestras
vidas, sin quejas ni lamentos, porque todas nos atan a Jesucristo y constituyen
una muy especial bendición de Dios. No olvidemos aquel comentario de san
Josemaría, a propósito de que mucha gente llama cruz a lo que les contraría, y
acaban quitando su representación de las casas y, sobre todo, de su conducta.
No admiten que la Santa Cruz, con todas sus manifestaciones, da libertad y
fuerzas para combatir la batalla de la nueva evangelización, empezando por la
conversión personal de cada uno.
Años
atrás, el Santo Padre hablaba en una homilía de que no hay amor sin
sufrimiento, sin el sufrimiento de la renuncia a sí mismos, de la
transformación y purificación del yo por la verdadera libertad. Donde no hay
nada por lo que valga la pena sufrir, incluso la vida misma pierde su valor. La
Eucaristía, el centro de nuestro ser cristianos, se funda en el sacrificio de
Jesús por nosotros, nació del sufrimiento del amor, que en la Cruz alcanzó su
culmen. Nosotros vivimos de este amor que se entrega. Este amor nos da la
valentía y la fuerza para sufrir con Cristo y por Él en este mundo, sabiendo
que precisamente así nuestra vida se hace grande, madura y verdadera.
Ayudemos
a todas las personas que encontremos, o con las que coincidamos, a considerar
el valor del sufrimiento afrontado de esta manera, con paz y también con
alegría. Nuestro Fundador lo subrayaba en una ocasión, haciéndose con dolor una
pregunta: ¿Quién sale hoy al encuentro de la Santa Cruz? Poca gente. Ya veis
cuál es la reacción del mundo ante la Cruz, incluso de tantos que se llaman
católicos, para quienes la Cruz es escándalo o sandez, como escribió San Pablo:
iudæis quidem scándalum, géntibus autem stultítiam (1 Cor 1, 23). ¡Señor! A la
vuelta de los siglos continúa esta situación anormal, incluso entre las
personas que dicen que te quieren y que te siguen. Observamos en este mundo
nuestro, en efecto, lo que el Apóstol escribía a los Corintios: los judíos
piden signos, los griegos buscan sabiduría; nosotros en cambio predicamos a
Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero
para los llamados, judíos y griegos, predicamos a Cristo, fuerza de Dios y
sabiduría de Dios.
Hijos
míos —proseguía nuestro Padre—, ved que no exagero. Todavía la Cruz es símbolo
de muerte, en lugar de constituir señal de vida. Todavía de la Cruz se huye
como si fuera un patíbulo, cuando es un trono de gloria. Todavía los cristianos
rechazan la Cruz y la identifican con el dolor, en lugar de identificarla con
el amor. Tú y yo, cada uno de nosotros, ¿amamos de verdad la Santa Cruz?
¿Estamos persuadidos de que la unión con Cristo crucificado es la fuente de la
eficacia sobrenatural y de la verdadera alegría? ¿Nos ejercitamos diariamente
en asumir con diligencia lo que nos desagrada: la enfermedad, lo que es
obstáculo a nuestros proyectos, las contrariedades de la jornada? Si hay visión
sobrenatural, cada día descubriremos no pocas ocasiones de unirnos a Jesús y a
la Virgen, recogiendo con amor las pequeñas contradicciones —quizá no tan
pequeñas—, y ofreciéndolas en la Santa Misa. ¡Qué tesoro tan grande para el
Cielo podremos acumular, a base de detalles menudos!
Era
la enseñanza constante de san Josemaría. Os invito a que vayáis recogiendo
durante el día —con vuestra mortificación, con actos de amor y de entrega al
Señor— miligramos de oro, y polvillo de brillantes, de rubíes y de esmeraldas.
Los encontraréis a vuestro paso, en las cosas pequeñas. Recogedlos, para hacer
un tesoro en el Cielo, porque con miligramos de oro se reúnen al cabo del
tiempo gramos y kilogramos; y con fragmentos de esas piedras preciosas
lograréis hacer diamantes estupendos, grandes rubíes y espléndidas esmeraldas.
La
receta es fácil de llevar a la práctica, pero presupone el deseo de acompañar a
Cristo en el Calvario. Tres actitudes caben ante la Cruz,resumía nuestro
Fundador. Huir de este don, que es lo que hace casi todo el mundo. Ir
temerariamente a buscarla, deseando grandes pruebas, sometiéndose a penitencias
muy extraordinarias: si ese impulso no proviene de Dios, no me parece tampoco
oportuno, porque puede ser fruto de una oculta soberbia. La tercera actitud es
recibirla con alegría, cuando el Señor la manda: aquí se encuadra, pienso yo,
el modo más acertado de comportarse ante la Cruz.
Volvamos
los ojos a la Santísima Virgen. El hecho de que María permaneciera firme junto
a la Cruz, acompañando de cerca a su Hijo, fue sin duda una gracia especial de
Dios; pero una gracia a la que respondió con una preparación de años —desde el
momento de la Anunciación y aun antes— por la completa apertura de su corazón y
de su alma a los requerimientos divinos. Las etapas del camino de María, desde
la casa de Nazaret hasta la de Jerusalén, pasando por la Cruz, donde el Hijo le
confía al Apóstol Juan, están marcadas por la capacidad de mantener un clima
perseverante de recogimiento, para meditar todos los acontecimientos en el
silencio de su corazón, ante Dios (cfr. Lc 2, 19-51); y en la meditación ante
Dios comprender también la voluntad de Dios y ser capaces de aceptarla
interiormente.
Hijas
e hijos míos, ésta es la gran lección que nos transmite la Iglesia con ocasión
de esta fiesta mariana. La entera existencia terrena de Nuestra Señora se
consumió en el deseo ardiente de cumplir la Voluntad divina, también cuando esa
providencia de Dios se presentaba con contornos dolorosos. Y todo lo llevó a
cabo sin quejas, con elegancia humana y sobrenatural, sin llamar la atención:
Ella es —como recordó tantas veces san Josemaría— Maestra del sacrificio
escondido y silencioso. Con su ejemplo nos anima a recibir con amor las
contrariedades de la existencia, las pequeñas —que será lo más habitual— y las
grandes.
Tratemos
de hacer nuestra esa actitud de la Virgen Santísima, modelo para las almas que
desean ser contemplativas en medio del mundo: llevar a la meditación personal
los sucesos que jalonan nuestras jornadas, gozosos o dolorosos, para descubrir
en cada uno la amabilísima Voluntad de nuestro Padre Dios y abrazarla con
sosiego. De este modo llenaremos de alegría el Corazón de Jesucristo, que nos
bendecirá y colmará de eficacia nuestros esfuerzos por acercarle muchas almas.
Amemos la mortificación, la penitencia, con naturalidad, sin aspavientos, como
observamos en la vida de María. El mundo admira solamente el sacrificio con
espectáculo, porque ignora el valor del sacrificio escondido y silencioso.
Al
contemplar la cruz colocada sobre el altar durante la Misa, al besar el pequeño
crucifijo que os sugiero llevar siempre con vosotros —como escribió nuestro
Padre—, al besar o hacer una reverencia ante la Cruz de palo en los oratorios,
fijémonos en el profundo significado de esos gestos. Nos hablan —dice el Papa—
de que Dios no ha redimido al mundo con la espada, sino con la Cruz. Al morir,
Jesús extiende los brazos. Este es ante todo el gesto de la pasión: se deja
clavar por nosotros, para darnos su vida. Pero los brazos extendidos son al
mismo tiempo la actitud del orante, una postura que el sacerdote asume cuando,
en la oración, extiende los brazos: Jesús transformó la pasión, su sufrimiento
y su muerte, en oración, en un acto de amor a Dios y a los hombres. Por eso,
los brazos extendidos de Cristo crucificado son también un gesto de abrazo, con
el que nos atrae hacia sí, con el que quiere estrecharnos entre sus brazos con
amor. De este modo, es imagen del Dios vivo, es Dios mismo, y podemos ponernos
en sus manos.
Al
releer estas palabras de Benedicto XVI, ha acudido a mi memoria con gran
nitidez una imagen característica de san Josemaría. Cuando hablaba del Señor
sujeto a la Cruz, más que por los clavos, por el gran amor que nos tenía —así
solía expresarse—, no era infrecuente que, con naturalidad, abriera ligeramente
los brazos y girara las palmas de las manos, en un gesto que quizá pasaba
inadvertido a la mayor parte de las personas. Me consta —lo comentó alguna vez—
que ese gesto era manifestación de su afán por unirse estrechamente al Señor,
clavado en el leño de la Cruz, tratando de identificarse con Él para acoger a
todos los hombres.
El
Papa señala que María siguió con discreción todo el camino de su Hijo durante
la vida pública hasta el pie de la Cruz, y ahora sigue también, con su oración
silenciosa, el camino de la Iglesia. Acudamos a su intercesión con más
insistencia en estos tiempos difíciles, para que nos haga fuertes ante el dolor
aceptado y buscado. Pongamos bajo su mediación materna —es Mater Ecclésiæ,
Madre de la Iglesia— el Año de la Fe que comenzará dentro de pocas semanas, el
11 de octubre, quincuagésimo aniversario del inicio del Concilio Vaticano II.
Y, haciendo eco al Santo Padre, esforcémonos para comportarnos en todo momento
como cristianos cabales, con un testimonio claro —con obras y con palabras— de
nuestra fe católica. La sociedad civil, los ambientes en los que nos movemos,
necesitan un suplemento de vida espiritual, de vida sobrenatural, que sólo
proviene de la Cruz de Jesucristo. Y, sin autolesionismo, con paz y constancia,
tratemos de aprender la lección del Maestro, que acudió a la cita del Calvario
puntualizando: ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros....
Seguid
rezando por mis intenciones, consumados en la unidad, fundidos en la oración,
en el sacrificio y en los afanes de servir a la Iglesia, al Romano Pontífice y
a todas las almas. Para lograrlo, pidamos ayuda a don Álvaro, que tomó el
relevo de nuestro Padre precisamente en esta fiesta de Santa María, Madre
dolorosa. Pienso que la paz que caracterizó siempre al primer sucesor de san
Josemaría se reforzó todavía más, de modo que, con su trato, la gente se sentía
poderosamente atraída hacia Dios Nuestro Señor.
Acompañemos
al Papa durante su viaje pastoral al Líbano, del 14 al 16 de este mes, donde
firmará y hará entrega de la exhortación apostólica post-sinodal sobre el
Oriente Medio, fruto de la Asamblea especial del Sínodo de los Obispos
celebrado en Roma hace dos años. Roguemos por esas tierras que Nuestro Señor
santificó con su presencia e imploremos de la Santísima Virgen, Regína pacis,
el don de la paz para los pueblos de aquella zona y para la humanidad entera.
Con
todo cariño, os bendice vuestro Padre + Javier
Torreciudad,
1 de septiembre de 2012.