9/06/12


HOMILIA DEL PAPA EN LA MISA DE CLAUSURA DEL "RATZINGER SCHÜLERKREIS"


Queridos hermanos y hermanas:
Resuenan aún profundamente en mi las palabras con las cuales, hace tres años, el cardenal Schönborn nos hizo la exégesis de este Evangelio: la misteriosa correlación entre lo intimo con lo externo, lo que rinde al hombre impuro, lo que lo contamina y lo que es puro. Hoy por ello no quiero hacer la exégesis del mismo Evangelio, o la haré de manera marginal. Probaré en cambio a decir unas palabras sobre las dos lecturas.
En el Deuteronomio encontramos “la alegría de la ley”. Ley no como un vínculo, como algo que nos quita la libertad, sino como un regalo, un don. Cuando los otros pueblos mirarán hacia este gran pueblo --así dice la lectura, así dice Moisés--, entonces dirán: ¡Qué pueblo sabio!
Admirarán la sabiduría de este pueblo, la equidad de la ley y la cercanía del Dios que está a su lado y que le responde cuando es llamado. Es esta la alegría humilde de Israel: recibir un don de Dios. Esto es diverso del triunfalismo, del orgullo, de lo que viene de si mismo: Israel no está orgulloso de la propia ley, como Roma podía serlo del derecho romano en cuanto un don hacia la humanidad, como Francia quizás con el “Código Napoleón”, como la Prusia del  'Preußisches Landrecht', etcétera, obras del derecho que reconocemos. Sino que Israel sabe: esta ley no la hizo ella misma, no es el fruto de su genialidad, es un don. Dios le ha mostrado qué cosa es el derecho.
Dios le ha dado sabiduría. La ley es sabiduría. Sabiduría es el arte de ser hombres, el arte de poder vivir bien y poder morir bien. Y se puede vivir y morir bien solamente cuando se ha recibido la verdad y cuando la verdad nos indica el camino. Ser agradecidos por el don que nosotros no hemos inventado, pero que nos fue dado como don y vivir en la sabiduría: aprender, gracias al don de Dios, a ser hombres de manera recta.
El Evangelio nos muestra entretanto que existe un peligro -como se dice hoy directamente en el inicio del párrafo del Deuteronomio: “No agregar, no quitar nada”. Nos enseña que con el pasar del tiempo, al don de Dios se añadieron aplicaciones, obras, costumbres humanas, que creciendo esconden lo que es propio de la sabiduría donada por Dios, al punto de volverse un verdadero vínculo que es necesario romper, o lleva a la presunción: ¡nosotros lo hemos inventado!
Ahora pasemos a nosotros, a la Iglesia. Según nuestra fe, de hecho, la Iglesia es Israel que se ha vuelto universal, en la cual todos se vuelven, a través del Señor, hijos de Abraham; Israel que se ha vuelto universal, en el que persiste el núcleo esencial de la ley, sin las contingencias del tiempo y del pueblo. Este núcleo es simplemente Cristo mismo, el amor de Dios por nosotros y nuestro amor hacia Él y por los hombres.
Él es la Torah viviente, es el don de Dios para nosotros, en el cual ahora recibimos todos la sabiduría de Dios. En el estar unidos en Cristo, en el “caminar juntos” en el “con-vivir” con Él, aprendemos nosotros mismos cómo ser hombres de la manera justa, recibimos la sabiduría que es verdad, sabemos vivir y morir, porque Él mismo es la vida y la verdad.
Conviene, por lo tanto a la Iglesia, como a Israel, estar llena de gratitud y de alegría. “¿Cuál es el pueblo que puede decir que Dios le está así de cerca? ¿Qué pueblo ha recibido este don?”. No lo hemos hecho nosotros, nos fue donado. Alegría y gratitud por el hecho que lo podemos conocer, que hemos recibido la sabiduría del vivir bien, que es lo que debería caracterizar al cristiano. De hecho en el cristianismo de los orígenes era así: el ser liberado de las tinieblas, de ir a ciegas, de estar en la ignorancia. ¿Qué soy? ¿Por qué existo?¿Cómo tengo que seguir adelante? El haberme vuelto libre, el estar en la luz, en la amplitud de la verdad. Esta era la conciencia fundamental.
Una gratitud que se irradiaba entorno y que  unía así a los hombres en la Iglesia de Jesucristo. Pero también en la Iglesia existe el mismo fenómeno: elementos humanos se añaden y conducen a la presunción, al así llamado triunfalismo, que se exalta a si mismo en vez de dar la alabanza a Dios; o al vínculo, que es necesario cortar, romper y triturar. ¿Qué debemos hacer? ¿Qué tendríamos que decir?
Pienso que nos encontramos justamente en esta fase en la cual vemos en la Iglesia solamente aquello que hacemos nosotros mismos y que nos arruina la alegría de la fe; que no creemos más y no osamos decir más: Él nos ha indicado quién es la verdad, qué es la verdad; nos ha mostrado lo que es el hombre, nos ha donado la justicia de la vida recta.
Nosotros estamos preocupados por alabarnos solamente a nosotros, y tememos vincularnos por reglamentos que serán un obstáculo en la libertad y en la novedad de la vida.
Si hoy leemos -por ejemplo-, en la Carta de Santiago: “Sois generados por medio de una palabra de verdad” ¿quién de nosotros podría alegrarse de la verdad que nos ha sido donada? Nos viene enseguida la pregunta: ¿Cómo se puede tener la verdad? ¡Esto es intolerancia!
La idea de verdad e intolerancia hoy están casi fusionadas entre ellas, y así no logramos creer de hecho en la verdad, o hablar de la verdad. Parece estar lejos, parece algo que es mejor no utilizar. Nadie puede decir: tengo la verdad -- esta es la objeción que hay--, y justamente nadie puede tener la verdad. ¡Es la verdad que nos posee, es algo viviente! Nosotros no somos sus poseedores, sino más bien estamos aferrados por ella. Solamente si nos dejamos guiar y mover por ella permanecemos en ella, solamente si somos, con ella y en ella, peregrinos de la verdad, entonces está en nosotros y para nosotros.
Pienso que tenenos que aprender nuevamente este “no tener la verdad”. Así como no podemos decir: 'mis hijos son una posesión mía', porque en realidad son un don y como don de Dios nos fueron dados para una tarea, así no podemos decir: 'tengo la verdad', sino más bien: la verdad vino hacia nosotros y nos impulsa. Tenemos que aprender a dejarnos mover por ella, hacernos conducir hacia ella. Y entonces brillará de nuevo: si ella misma nos conduce y nos compenetra.
Queridos amigos, pidamos al Señor que nos de este don. Santiago nos dice hoy en la lectura: no tienen que limitarse a escuchar la palabra, hay que ponerla en práctica.
Esta es una advertencia sobre la intelectualización de la fe y de la teología. Es un temor que tengo en este tiempo cuando leo tantas cosas inteligentes: que se transforme en un juego del intelecto en el cual “nos pasamos la pelota”, en el cual todo es solamente un mundo intelectual que no compenetra ni forma nuestra vida, y que por lo tanto no nos introduce en la verdad.
Creo que estas palabras de Santiago se dirigen justamente a nosotros en cuanto teólogos: no solamente escuchar, no solamente el intelecto. ¡Dejarse formar por la verdad, dejarse guiar por ella! Recemos al Señor para que nos suceda essto y que así la verdad sea potente, sobre nosotros, y que tome fuerza en el mundo a través de nosotros.
La Iglesia ha puesto la frase del Deuteronomio: “¿Dónde hay un pueblo en el que Dios esté así cercano como nuestro Dios está cerca de nosotros, cada vez que lo invocamos?”, en el centro del Oficio Divino del Corpus Domini, y le dio así un nuevo significado: ¿dónde hay un pueblo en el cual su Dios esté tan cerca como nuestro Dios lo está con nosotros?
 En la eucaristía esto se ha vuelto plena realidad. Claro que no es solamente un aspecto exterior: alguno puede estar cerca del tabernáculo y al mismo tiempo estar lejos del Dios viviente. ¡Lo que cuenta es la cercanía interior! Dios se puso tan cerca que Él mismo es un hombre: ¡esto nos debe desconcertar y sorprender siempre y cada vez! Él está tan cerca que es uno de nosotros. Conoce al ser humano, el “sabor” del ser humano, lo conoce desde adentro, lo ha probado con sus alegrías y con sus sufrimientos.
En cuanto hombre me está cerca, cerca “al alcance de mi voz” , tan cerca que me escucha y que puedo saber: Él me oye y me escucha, aún si no fuese como yo me lo imagino.
Dejémonos llenar nuevamente de esta alegría: ¿dónde hay un pueblo en el cual Dios esté tan cerca, como Dios lo está de nosotros? Tan cerca al punto de ser uno como nosotros, de tocarme desde adentro. Sí, de entrar dentro de mi en la Santa Eucaristía. Un pensamiento de por sí desconcertante.
Sobre este proceso, san Buenaventura ha utilizado una vez en sus oraciones de Comunión, una formula que impresiona, que casi asusta. Él dice: Señor mio ¿Cómo se te pudo ocurrir entrar en la sucia letrina de mi cuerpo? Sí, Él entra dentro de nuestra miseria, lo hace conscientemente y para compenetrarnos, para limpiarnos y para renovarnos, para que a través de nosotros, en nosotros, la verdad esté en el mundo y se realice la salvación.
Pidamos al Señor perdón por nuestra indiferencia, por nuestra miseria que nos hace pensar solamente a nosotros mismos, por nuestro egoísmo que no busca la verdad, pero que sigue la propia costumbre, y que muchas veces hace parecer al cristianismo solamente como un sistema de costumbres.
Pidámosle que entre, con poder, en nuestras almas, que se haga presente en nosotros y a través de nosotros, -y que así la alegría nazca también en nosotros: ¡Dios está aquí, y me ama, es nuestra salvación! Amén.