9/14/12


EL CRISTIANO PRUEBA POR LAS OBRAS SU FE 

Pedro Mendoza LC  (TIEMPO ORDINARIO 24º, CICLO B)

"¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: ‘Tengo fe’, si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe? Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: ‘Idos en paz, calentaos y hartaos’, pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta. Y al contrario, alguno podrá decir: ‘¿Tú tienes fe?; pues yo tengo obras. Pruébame tu fe sin obras y yo te probaré por las obras mi fe’". Sant 2,14-18
Comentario
El pasaje de la carta del apóstol Santiago (2,14-18) escogido para la segunda lectura de este domingo tiene como tema la fe y las obras (2,14-26). En estos versículos Santiago presenta el objetivo principal de la carta. Para ello se vale de un estilo muy vivaz. Recurriendo al uso de la controversia Santiago demuestra que la fe sin obras está muerta (2,17.26; cf. 2,14).
La contraposición entre fe y obras, ilustrada con el ejemplo de Abraham, ha conducido a muchos a entrever en ella una falsa interpretación de la doctrina de san Pablo sobre el poder salvador exclusivo de la fe (sin las obras exigidas por la ley judía; Rom 3–4; Gál 3–4). Un análisis correcto de los textos en que san Pablo trata este tema revela cómo el mismo Apóstol se opone ya a esta falsa interpretación (Rom 6,1-23). El error de la interpretación reside en no distinguir convenientemente que el punto de vista de la argumentación es diferente en ambos casos. Santiago, refiriéndose a las obras que deben acompañar la fe auténtica, muestra que una fe que no configura la vida según la voluntad de Dios no sirve para nada, porque no puede salvarnos. San Pablo, en cambio, se ve obligado a combatir la errónea concepción judía de que el hombre puede ser justo ante Dios y merecer el cielo por sí mismo y con sus obras, observando todas las prescripciones de la ley. Por ello, en este proceso de la justificación inicial que recibe como un don de Dios, no puede ceder lo más mínimo aceptando un papel positivo de las obras. Ratifica, por tanto, que el hombre pecador no es capaz de obrar su salvación con sus propias fuerzas, sino que, con fe, debe recibir este don. Esta afirmación del Apóstol incluye, consecuentemente, la necesidad de realizar la fe en el amor; sólo así podrá presentarse sin temor al juicio de Dios. También Santiago enseña que, en el juicio, Dios escrutará los frutos de la fe y ellos darán la medida de la recompensa.
El pasaje de la fe y las obras (2,14-26) está dividido en dos partes. En la primera, Santiago muestra que la fe sin obras está muerta (2,14-19). En la segunda, ilustra la verdad anterior con el testimonio de la Escritura: Abraham fue justificado por las obras (2,21-25). El v.26 resume todo lo anterior.
Santiago afirma desde el inicio, por medio de una pregunta retórica, que la fe sin obras no sirve para nada (v.14). La pregunta está formulada en términos claros y no espera obtener la respuesta de que la fe cristiana puede salvar si no va acompañada de las buenas obras; antes bien presupone lo contrario. La respuesta que el autor espera obtener es que la fe sin obras y, por tanto, la mera posesión de la verdadera fe, la sola convicción no puede conseguirnos la salvación. La razón reside en que la fe es operante; empuja necesariamente a obrar según esa fe, a vivir según ella. Por tanto, es una contradicción el creyente que no vive de acuerdo con las convicciones de su fe, que no configura su vida con el poder vital que le ha sido infundido. Por lo mismo, no es digno de ese nombre. Igual que la semilla tiende al fruto, la fe tiende a realizarse en obras conformes a la fe.
De la afirmación inicial procede Santiago ahora a mostrar con ejemplos que la fe debe ir acompañada necesariamente de las obras (vv.15-20). Santiago pone al descubierto el contrasentido y la inutilidad de una fe sin obras en un ejemplo elegido a propósito por su evidencia. Se trata de un aparente creyente que, ante un hermano o una hermana que se encuentran desnudos y carentes del sustento diario, se reduce a expresar buenos deseos: ‘Idos en paz, calentaos y hartaos’, pero no les ofrece nada para venir al encuentro de sus necesidades (cf. vv.15-16). Frente a tal tacañería y cerrazón a la indigencia del hermano en Cristo y a la ley fundamental del amor (v.8), el saludo fraterno y las palabras aparentemente compasivas revelan toda su hipocresía. No hay verdadera fe; lo único que hay es una apariencia muerta.
En el v.18 responde Santiago, con mucha brevedad, una objeción: ¿Por qué sirven las obras sin la fe?; la fe es la virtud decisiva, y yo tengo fe. Considerada en sí misma, esta objeción no carece de fundamento. A diferencia de los no cristianos, el cristiano ha recibido gratuitamente por medio de la fe el don de la nueva vida, la prenda y la herencia del reino de Dios. Se trata de un don salvador realmente decisivo, que el hombre no puede conseguir con sus propias fuerzas. Es el fundamento indispensable para salvarse. Pero eso no nos autoriza a conservar pasivamente ese don, sin que se refleje en nuestra vida cotidiana. La objeción, pues, no es más que un subterfugio. Sólo quien tiene fe, es decir, quien vive según su fe, puede realizar las obras de la fe. La fe de quien no tiene obras está muerta; el don divino se ha marchitado. Sólo la fe viva es auténtica.
Aplicación
El cristiano prueba por las obras su fe.
La liturgia de este domingo es un reclamo a una fe auténtica, viva, que se demuestra en obras. El profeta Isaías, en la primera lectura, nos presenta la figura del Siervo sufriente con quien Jesús se identifica y a quien estamos llamados a descubrir y a acoger desde la fe. En el Evangelio es Jesús quien interpela a sus discípulos pregúntales sobre quién es Él para los demás, para llegar así a la pregunta crucial: ¿quién soy yo para cada uno de vosotros? En la segunda lectura, el Apóstol Santiago nos recuerda que no puede haber fe auténtica sin obras.
El oráculo del profeta Isaías, recogido en la primera lectura (50,5-9a), anuncia la suerte dolorosa y humillante que deberá abrazar el Siervo del Señor: ofrecer las espaldas a los que le golpean, las mejillas a los que mesan su barba; no retirar su rostro ante los insultos y salivazos (v.6). Pero ante todo ello el Siervo del Señor está firme en su fe en el Señor que no deja de asistirle, por eso no se desalienta, sino al contrario muestra una firmeza extraordinaria. Ésta es la fe que debe aprender y practicar todo creyente: una fe inquebrantable y total en Dios que es fiel y que nunca falla.
El pasaje del Evangelio de este domingo (Mc 8,27-35) nos presenta un episodio muy importante, crucial tanto a nivel personal de los discípulos como en el desarrollo del ministerio de Jesús. Él pregunta a los discípulos sobre qué cosa piensa la gente de Él, y después qué cosa piensan ellos de Él. A la primera pregunta no tienen ninguna dificultad en responder los discípulos. Jesús es visto como una de las grandes figuras del Antiguo Testamento: Elías o Juan el Bautista que ha resucitado... Pero, ante la segunda pregunta, enmudecen y vacilan en responder. Es Pedro quien, movido por una revelación del Padre, toma la palabra y profesa una auténtica confesión de fe en Jesús: "Tú eres el Cristo" (v.29).
La lectura de Santiago nos habla de la fe que debe manifestarse en muestras obras (2,14-18). Para ello nos interpela con una pregunta acuciante: "¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: ‘Tengo fe’, si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe?" (v.14). La enseñanza que el apóstol Santiago quiere dejarnos es clara: la fe debe encarnarse en las obras; si la fe no produce obras, es una fe muerta, no existe. La fe, que necesariamente va acompañada de obras de caridad, nos libera así de todo sofisma y engaño, de todo egoísmo, impulsándonos siempre por el camino de la generosidad y del amor al prójimo en quien descubrimos y amamos al mismo Dios.