Ordenaciones sacerdotales en Torreciudad
Homilía del Prelado del Opus Dei el 2-9-2012
Queridísimos
hermanos y hermanas. Queridísimos ordenandos:
Hace
pocos días he vuelto a leer unas palabras de San Josemaría; hablaba de la
misión de la Obra de Dios en el mundo y nos decía: estamos
en un camino divino, en el que hemos de seguir las huellas de Jesucristo,
llevando nuestra propia cruz, ¡la Santa Cruz!: y espera Dios Nuestro Señor que
nos esforcemos generosamente, que nos sintamos dichosísimos, cooperando con
sacrificio a que la Obra se realice.
Muy apropiadas son estas consideraciones para quienes, dentro de pocos
momentos, van a recibir el Sacramento del sacerdocio, y pienso que también lo
son para todos los católicos con respecto a nuestro común servir a la Iglesia
Santa. Como afirmaba el Fundador del Opus Dei, la Prelatura es una partecica de
la Iglesia y si no es para servirla —añadía terminantemente— ¡que se destruya!
En
este domingo, día del Señor, sabiéndonos cada uno miembros del Cuerpo Místico
de Jesucristo, demos gracias a Dios por la ordenación presbiteral de estos tres
hermanos nuestros y, a la vez roguemos fervientemente a la Trinidad Santísima
que despierte en cada una y en cada uno de los que aquí nos encontramos, en
este Santuario de la Virgen, un hondo y eficaz sentido del alma sacerdotal, que
a todos se nos ha infundido por el sacramento del bautismo.
Ponderemos
que somos portadores de Cristo; y esta responsabilidad santa, porque Dios ha
querido contar con nosotros, nos debe empujar a tratar más de cerca a
Jesucristo, a conocerle con más intimidad y a darle a conocer. Nada más lejano
a tal confianza que el Cielo nos muestra, que una actitud pasiva o de
desentendimiento. Hemos de esforzarnos a diario para dejar más espacio a Dios
en nuestras almas —diría que ese espacio debe ser total—, para ponernos en
condiciones de transmitir al mundo, y más concretamente a nuestros parientes, a
nuestros colegas de trabajo, a nuestras amistades, la incomparable alegría de
nuestra condición de hijos de Dios; y también para que, por Él —por Cristo—,
con Él y en Él —como rezamos en la doxología final de la Plegaria eucarística—
nos afanemos en transformar en tarea divina los diferentes quehaceres que nos
ocupan.
Jesucristo
pidió a los doce Apóstoles: id por todo el mundo y predicad el
Evangelio. Es una exhortación que también nos dirige a nosotros, ninguno
excluido; una tarea que podemos llevar a cabo —no es difícil, pero exige lucha—
con una conducta coherente con la Gracia que de continuo Dios nos infunde. No
lo dudemos, si actuamos así, si damos testimonio de nuestra fe, sin respetos
humanos, no pocas personas nos preguntarán sobre el motivo de nuestra actitud o
se sentirán interpeladas, y encontraremos tantas oportunidades de dar razón de
nuestra esperanza, de transmitir el tesoro de la fe. Como ya sabemos, el Papa Benedicto
XVI ha convocado el Año de la Fe, con la Carta Apostólica Porta
fidei, no solamente para nuestro beneficio personal, sino para que
descubramos o recordemos a la gente el gozo de que todos somos hijos de Dios, y
de que a todos nos llama a su amistad. Así se expresaba en ese documento,
recogiendo unas palabras pronunciadas en la homilía de su inicio del
Pontificado: La Iglesia en su conjunto, y en ésta sus pastores, como
Cristo, han de ponerse en camino para rescatar a los hombres del desierto y
conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia
Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud.
Muy
a propósito viene el texto de Evangelio de San Juan, apenas proclamado.
Jesucristo nos dice que Él es el buen Pastor y que ha dado su vida por sus
ovejas. San Josemaría, con mucha frecuencia, comentaba estas palabras que el
Maestro dedicó al buen Pastor. Se dirigía a los fieles del Opus Dei, pero no
excluía a los demás católicos, ciudadanos iguales a los miembros de la
Prelatura. Puntualizaba que todos, en la Iglesia, somos oveja y pastor, y con
esta afirmación quería señalar que, al ser los bautizados continuadores en el
tiempo de la misión de Jesucristo, a todos nos compete —de acuerdo con el sacerdocio
ministerial o con el sacerdocio común de los fieles— ser servidores de los
demás, dando ejemplo con nuestra conducta y con nuestra formación doctrinal.
Porque si leemos habitualmente y con piedad los Evangelios, si los hacemos vida
de nuestra propia vida, nos propondremos prestar con generosidad ayuda
espiritual, también la humana a nuestro alcance, a quienes con nosotros
conviven; conscientes a la vez de que —por la Comunión de los santos—, desde
donde nos encontremos, podemos enviar sangre arterial —ayuda espiritual
proveniente de la Sangre vivificadora de Cristo— a toda la humanidad.
Lo
que acabo de comentar no ha de quedarse en una simple ilusión, en un fuego de
bengala, que brilla por un momento y desaparece sin dejar rastro. El Papa
Benedicto XVI repite sin cansancio que Dios quiere servirse de los santos, para
propagar la fuerza salvadora que Jesucristo, enviado por su Padre, ha traído a
la humanidad de todos los tiempos, la Buena Nueva que siempre será actual y
eficaz. Por tanto, si cada una y cada uno de nosotros se esfuerza en caminar
lealmente con el Maestro, seremos buenos pastores y saldremos, con continua y
entera disponibilidad, en busca de las almas, persuadidos de la trascendencia
de nuestra vida cristiana, ya que, como no dejaba de repetir San Josemaría, cuando
la siembra es de santidad, nada se pierde.
Deseo
ahora dirigirme a vosotros tres, hijos queridísimos, escogidos por Jesucristo
para ser continuadores en el tiempo de su único Sacerdocio. Habéis respondido
libremente a esa llamada y, para que descubráis a diario la urgencia de este
compromiso, se hace muy necesaria vuestra constancia para ser muy humildes,
pidiendo también esta virtud para todos los sacerdotes y seminaristas del
mundo, teniendo muy presente que el Sumo Sacerdote, Jesucristo, ha venido a
esta tierra nuestra para servir, y no para ser servido. Recordad su invitación
clara, terminante: discite a me…, aprended de mí, que soy manso y
humilde de corazón. Os sugiero que miréis a diario, con repetida frecuencia
y con devoción, al Crucifijo —el libro en que está toda ciencia, afirmaba Santo
Tomás de Aquino—, porque hemos de ir adelante por la misma senda de abnegación
total que Cristo recorrió. Al entregaros la hostia sobre la patena y el cáliz,
escucharéis: recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a
Dios. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida
con el misterio de la cruz del Señor. No decaigamos en dar cumplimiento a
esta propuesta
El
Santo Padre, Benedicto XVI, en su carta para convocar un año sacerdotal nos
escribió: “El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”, repetía con
frecuencia el Santo Cura de Ars. Esta conmovedora expresión nos da pie para
reconocer con devoción y admiración el inmenso don que suponen los sacerdotes,
no sólo para la Iglesia, sino también para la humanidad misma. Tengo presente a
todos los presbíteros que con humildad repiten cada día las palabras y los
gestos de Cristo a los fieles cristianos y al mundo entero, identificándose con
sus pensamientos, deseos y sentimientos… Y más adelante apuntaba el Papa: Todos
los sacerdotes hemos de considerar como dirigidas a nosotros aquellas palabras
que él —san Juan María Vianney— ponía en boca de Jesús:
“encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre
dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es siempre infinita”. Os pido
que meditéis estas ideas, y que releáis esa carta, que tanto bien hará a
vuestra alma y os ayudará a ejercer muy rectamente vuestro ministerio, al
servir con el sacramento de la penitencia a cuantos se acerquen a vuestro
confesonario.
Al
imponeros las manos para trasmitiros el don del sacerdocio de Cristo, el coro y
el pueblo entonarán el himno Veni Creator. Acudid al Paráclito con
honda piedad, para que se grabe en vuestra alma que con este sacramento vais a
ser, de un modo especial, otro Cristo, y como añadía San Josemaría: el
mismo Cristo; no supone esta afirmación una osadía temeraria, porque leemos
en los Evangelios, no pocas veces y de diferentes maneras, las precisiones del
Maestro: “quien a vosotros oye, a mí me oye”, “haced esto
en memoria mía”, “id en mi nombre”. Deseo añadiros que, en la
Santa Misa, vais a ser el mismo Cristo, y que seréis ministros para distribuir
al pueblo de Dios el Cuerpo y la Sangre del Unigénito, además de que en el
sacramento de la Penitencia el Señor se servirá de vosotros, siendo Él mismo el
que perdona, para lavar las almas de sus pecados.
Quiero
rogaros también que tengáis muy presente que “no hay Iglesia sin Eucaristía, y
no hay Eucaristía sin la Iglesia”. Vosotros, a partir de este día, pasáis a ser
de manera primordial guardianes fieles de este don inefable, en el que el mismo
Jesucristo hace sacramentalmente presente el Sacrificio de la Cruz, y se queda
oculto en los tabernáculos del mundo, esperando ciertamente que le acompañemos
todos y muy concretamente sus sacerdotes. Cuidad celosamente la liturgia, sin
acostumbraros jamás a celebrar las funciones del altar, y de modo especialísimo
la Santa Misa. Celebradla con piedad y recogimiento: no se trata de hacer
espectáculo, pero no olvidemos que el pueblo mira y aprende del culto que los
ministros de Dios tributamos al Señor. Pedídselo de modo expreso a nuestro
Padre, que hasta el final de su vida se esmeró en crecer en piedad desde que
comenzaba el Santo Sacrificio hasta el ite, Missa est. Ponderad
muchas veces aquel grito de un obispo santo, del que nuestro Padre se hizo eco
en Camino: ¡tratádmelo bien!.
No
olvidéis, hijos queridísimos, que recibís la ordenación sacerdotal para servir
a la Iglesia, a todas las almas, y más directamente a las mujeres y los hombres
de la Prelatura, en la que los sacerdotes y los laicos componemos una unidad
orgánica que no puede desgajarse, porque se destruiría el camino de santidad
personal que Dios nos pide, y también la eficacia apostólica del Opus Dei, en
el mundo entero, al servicio de la Iglesia santa.
Sed
siempre muy leales al Romano Pontífice, sea quien sea; amad a todos los
obispos, sucesores de los Apóstoles, y a vuestro Ordinario, el obispo y prelado
del Opus Dei; quered a los sacerdotes de cada diócesis; y rogad con constancia
al Señor que envíe muchos operarios a la Obra y a toda su mies: numerosos seminaristas
decididos a buscar la santidad y también vocaciones a la vida consagrada.
Pensando
en cómo San Josemaría quiso —y ahora desde el Cielo quiere— a los padres y
hermanos de sus hijas e hijos, felicito de todo corazón a los que componéis la
familia de cada uno de los tres nuevos sacerdotes. Dad gracias a la Trinidad
Santísima, apoyados en la intercesión de la Virgen, nuestra Señora de los
Ángeles, para que proteja a estos hijos en su nueva etapa de servicio a la
Iglesia y a las almas.
En
este templo todo nos habla del amor de Dios y de su Madre a cada una y a cada
uno de nosotros: el Sagrario con Jesús Sacramentado que contemplamos en el
óculo del retablo, las escenas de la vida del Señor y de Santa María, la imagen
de la Virgen de Torreciudad, el digno y amplio presbiterio con la estatua
adorante del Fundador del Opus Dei, y hasta las mismas paredes de ladrillo.
Cada elemento es una invitación a que pensemos que todos somos templo de Dios
y, recogiendo la idea de San Josemaría apuntada en Camino, del
mismo modo que los grandes edificios —este Santuario también—, se han levantado
ladrillo a ladrillo, consideremos que cada detalle de nuestra vida puede y debe
ser un continuo adorar a Dios Nuestro Señor.
No
puedo concluir sin rogaros a todos que, a diario, salga de nuestras almas una
oración fervorosa, acompañada de generosos sacrificios, por la persona e
intenciones del Papa, por los obispos —por mi hermano el obispo de Barbastro—,
por los sacerdotes, y por esta humanidad de la que formamos parte.
Sea
alabado Jesucristo.