3/04/13


Carta del Prelado del Opus  Dei
(marzo 2013)

Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

Estoy conmovido al fechar esta carta el 1 de marzo, primer día de sede vacante en la Iglesia tras la renuncia de Benedicto XVI al Supremo Pontificado. Desde que anunció esta decisión, el pasado 11 de febrero, han acudido a mi mente con frecuencia las palabras del profeta: mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos, mis caminos (...). Tan elevados como son los cielos sobre la tierra, así son mis caminos sobre vuestros caminos y mis pensamientos sobre vuestros pensamientos.

Lo estamos experimentando una vez más en los momentos actuales, como para dejar claro —si fuera necesario— que el Paráclito es quien guía a la Iglesia. Nuestro Señor necesita —lo ha querido así— instrumentos humanos que le hagan visible ante la comunidad de los creyentes; pero es siempre Él, Jesús, el Pastor supremo, quien cuida a los pastores y a los fieles: los fortalece en la fe, los defiende de los peligros, los ilustra con sus luces, les suministra el alimento oportuno para que no desfallezcan en el curso de su peregrinación hacia la patria del Cielo.

Por eso, también inmediatamente han venido a mi corazón aquellas palabras de Jesús, dirigidas a los Apóstoles y a los discípulos de todos los tiempos, cuando se acercaba el momento de ausentarse visiblemente de la tierra: no os dejaré huérfanos (...). Yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros siempre. El Señor no nos quiere huérfanos. Al subir el Maestro a la diestra del Padre, confió a Pedro el timón de su barca, y esa concatenación no se pierde, porque después de un pontificado viene otro, según la promesa de Cristo a Simón: Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. La palabra de Cristo no puede fallar. Pero —con todos los católicos— hemos de rezar, rezar y rezar, como sugerí a vuestros hermanos nada más conocer esta noticia. Dios cuenta con nuestra plegaria por el cónclave que se reunirá dentro de pocos días y por el nuevo Romano Pontífice que el Señor, en su providencia, haya preparado.

Os transcribo lo que decía nuestro Padre en momentos de sede vacante, en 1958: quería hablaros una vez más de la próxima elección del Santo Padre. Conocéis, hijos míos, el amor que tenemos al Papa. Después de Jesús y de María, amamos con todas las veras de nuestra alma al Papa, quienquiera que sea. Por eso, al Pontífice Romano que va a venir, ya le queremos. Estamos decididos a servirle con toda la vida.

Rezad, ofreced al Señor hasta vuestros momentos de diversión. Hasta eso ofrecemos a Nuestro Señor por el Papa que viene, como hemos ofrecido la Misa todos estos días, como hemos ofrecido... hasta la respiración.

Mientras esperamos llenos de fe el resultado del cónclave, agradezcamos a la Santísima Trinidad los ocho años de pontificado de Benedicto XVI, en los que ha ilustrado de modo admirable, con su magisterio, a la Iglesia y al mundo. No me detengo a describir los variados campos en los que lo ha ejercido; destacaré sólo cómo ha invitado a todos —a creyentes y no creyentes, con fuerza nueva y gran claridad— a redescubrir a Dios, Creador y Redentor del mundo, que es sobre todo Amor, y a valorar a la criatura humana en cuanto creada a imagen de Dios y, por tanto, digna de todo respeto. Ha puesto de relieve cómo la fe y la razón, lejos de oponerse una a otra, pueden cooperar juntas a un mayor conocimiento de Dios y a una más profunda comprensión del hombre. Ha mostrado cómo es posible caminar hacia la amistad divina, destacando el sentido profundo de la adoración a Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, realmente presente en la Sagrada Eucaristía. Ha impulsado con decisión el ecumenismo, con la mirada puesta en la anhelada unión de los cristianos. Ha indicado las vías para la verdadera renovación de la Iglesia, siguiendo las líneas trazadas por el Concilio Vaticano II en continuidad fiel con la Tradición y el Magisterio de la Iglesia a lo largo de los siglos.

Por esto, y por muchos otros servicios que no es posible mencionar ahora, los cristianos —también los demás hombres y mujeres de buena voluntad— hemos adquirido una deuda de gratitud con Benedicto XVI; un débito que sólo es posible pagar rezando por su persona e intenciones, correspondiendo a lo que él ha asegurado que hará por nosotros. Pienso que, en estos momentos, nos hacemos cargo de que le hemos amado mucho y deseamos continuar así: porque sólo con amor se paga la paternidad fiel con que nos ha cuidado. Aprovechemos estas circunstancias para preguntarnos: ¿vivo a diario la jaculatoria omnes cum Petro ad Iesum per Maríam? ¿Con qué fuerza y atención rezo la oración de las Preces por el Papa?

Al hilo de las sugerencias de la Carta apostólica Porta fídei, avancemos en la consideración de los artículos del Credo en este Año de la fe. Os invito a profundizar en otra de las verdades que confesamos cada domingo. Después de manifestar nuestra fe en la Encarnación, se nos impulsa a recordar la Pasión, Muerte y Sepultura de Nuestro Señor Jesús: hechos históricos realmente sucedidos en un lugar y en un tiempo determinados, como certifican no sólo los evangelios, sino muchas otras fuentes. A la vez, estos auténticos acontecimientos, por su significado y sus efectos, sobrepasan las meras coordenadas históricas, pues se trata de eventos salvíficos, es decir, portadores de la salvación operada por el Redentor.

La Pasión y Muerte del Señor, así como su Resurrección, profetizadas en el Antiguo Testamento, encierran una finalidad y un sentido sobrenatural únicos. No fue un hombre cualquiera, sino el Hijo de Dios hecho hombre, el Verbo encarnado, quien se inmoló en la Cruz por todos, en expiación de nuestros pecados. Y ese único sacrificio de reconciliación se hace presente en nuestros altares, de modo sacramental, cada vez que se celebra la Santa Misa: ¡con qué piedad diaria hemos de celebrar o participar en el Santo Sacrificio!

Meditemos con calma el Credo. El llamado "Símbolo de los Apóstoles", que se puede rezar especialmente durante la Cuaresma, afirma que Nuestro Señor Jesucristo padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos. Lo mismo —con ligeras variantes— enseña el símbolo de fe que habitualmente se reza en la Misa, siguiendo la formulación de los primeros Concilios ecuménicos. El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que «la muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios, como lo atestigua san Pedro a los judíos de Jerusalén ya en su primer discurso de Pentecostés: "Fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios" (Hch 2, 23)».

Lo había advertido antes el mismo Jesús: por eso me ama el Padre, porque doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que Yo la doy libremente. Tengo potestad para darla y tengo potestad para recuperarla. Éste es el mandato que he recibido de mi Padre. De este modo, el abismo de malicia, que el pecado lleva consigo, ha sido salvado por una Caridad infinita. Dios no abandona a los hombres (...). Este fuego, este deseo de cumplir el decreto salvador de Dios Padre, llena toda la vida de Cristo, desde su mismo nacimiento en Belén. A lo largo de los tres años que con Él convivieron los discípulos, le oyen repetir incansablemente que su alimento es hacer la voluntad de Aquel que le envía (cfr. Jn 4, 34). Hasta que, a media tarde del primer Viernes Santo, se concluyó su inmolación. Inclinando la cabeza, entregó su espíritu (Jn 19, 30). Con estas palabras nos describe el apóstol San Juan la muerte de Cristo: Jesús, bajo el peso de la Cruz con todas las culpas de los hombres, muere por la fuerza y por la vileza de nuestros pecados.

¡Qué agradecimiento debemos tener a Nuestro Señor, por el amor inconmensurable que nos ha demostrado! Libremente y por amor ha ofrecido el sacrificio de su vida, no sólo por la humanidad tomada en su conjunto, sino por cada una, por cada uno de nosotros, como expone san Pablo: diléxit me et trádidit seípsum pro me, me amó y se entregó a sí mismo a la muerte por mí. Más aún. Con expresión fuerte, el mismo Apóstol apunta el colmo del amor redentor de Jesucristo, al afirmar: a Él, que no conoció pecado, [Dios Padre] lo hizo pecado por nosotros, para que llegásemos a ser en Él justicia de Dios.

A este propósito, decía Benedicto XVI en una audiencia: ¡qué maravilloso y, a la vez, sorprendente es este misterio! Nunca podremos meditar suficientemente esta realidad. Jesús, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios como propiedad exclusiva; no quiso utilizar su naturaleza divina, su dignidad gloriosa y su poder, como instrumento de triunfo y signo de distancia con respecto a nosotros. Al contrario, "se despojó de su rango", asumiendo la miserable y débil condición humana.

«En su designio de salvación —enseña el Catecismo de la Iglesia Católica—, Dios dispuso que su Hijo no solamente "muriese por nuestros pecados" (1 Cor 15, 3), sino también que "gustase la muerte", es decir, que conociera el estado de muerte, el estado de separación entre su alma y su cuerpo, durante el tiempo comprendido entre el momento en que Él expiró en la Cruz y el momento en que resucitó». Así se puso de manifiesto, con mayor evidencia aún, la realidad de la muerte de Jesús y la extensión de la buena nueva de la salvación a las almas que se hallaban en el "sheol" o "infierno"; así denomina la Escritura al estado en que se encontraban todos los difuntos, privados de la visión de Dios porque aún no se había llevado a cabo la Redención. Pero ese "descenso" de Cristo tuvo efectos desiguales: «Jesús no bajó a los infiernos para liberar a los condenados ni para destruir el infierno de la condenación, sino para liberar a los justos que le habían precedido»: una muestra más de la justicia y la misericordia de Dios, que hemos de valorar y agradecer.

Se acerca la Semana Santa; busquemos sacar aplicaciones personales de las escenas que la liturgia nos mueve a considerar. Meditemos en el Señor herido de pies a cabeza por amor nuestro, invitaba san Josemaría. Detengámonos sin prisa en los últimos momentos del paso de Nuestro Señor por la tierra. Porque en la tragedia de la Pasión se consuma nuestra propia vida y la entera historia humana. La Semana Santa no puede reducirse a un mero recuerdo, ya que es la consideración del misterio de Jesucristo, que se prolonga en nuestras almas; el cristiano está obligado a ser alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Todos, por el Bautismo, hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia, para ofrecer víctimas espirituales, que sean agradables a Dios por Jesucristo (1 Pe 2, 5), para realizar cada una de nuestras acciones en espíritu de obediencia a la voluntad de Dios, perpetuando así la misión del Dios-Hombre.

Preparémonos ya para asistir con honda devoción a la liturgia del Triduo pascual. Cada uno, además, puede fijarse otros modos concretos para aprovechar mejor esas jornadas. Junto a las numerosas manifestaciones existentes de religiosidad popular, como las procesiones, los ritos penitenciales, no olvidemos que hay un ejercicio de piedad, el "vía crucis", que durante todo el año nos ofrece la posibilidad de imprimir cada vez más profundamente en nuestro espíritu el misterio de la Cruz, de avanzar con Cristo por este camino, configurándonos así interiormente con Él.

Revivamos con piedad el vía crucis durante la Cuaresma, cada uno del modo que más le ayude: lo importante se centra en meditar con amor y agradecimiento la Pasión del Señor. Desde la oración en Getsemaní hasta la muerte y sepultura, los evangelios nos ofrecen abundante materia para la oración personal. También nos pueden servir las consideraciones de los santos y de muchos autores espirituales. Escuchemos la sugerencia de san Josemaría: Señor mío y Dios mío, bajo la mirada amorosa de nuestra Madre, nos disponemos a acompañarte por el camino de dolor, que fue precio de nuestro rescate. Atrevámonos a decir: Madre mía, Virgen dolorosa, ayúdame a revivir aquellas horas amargas que tu Hijo quiso pasar en la tierra, para que nosotros, hechos de un puñado de lodo, viviésemos al fin in libertátem glóriæ filiórum Dei, en la libertad y la gloria de los hijos de Dios.

De este modo abriremos más y más el alma para recibir con fruto las gracias que Jesús nos ha traído con su gloriosa Resurrección y prepararemos el pontificado del próximo Papa. Apoyemos con nuestras oraciones y sacrificios la tarea de los cardenales reunidos en el cónclave para elegir al sucesor de san Pedro, a quien ya amamos con toda el alma: esta intención puede ser clave para nuestra presencia de Dios en el tiempo de sede vacante.

Necesito añadir, para terminar, que días atrás realicé un rápido viaje a Vilnius, capital de Lituania, donde además de reunirme con los fieles de la Prelatura y con otras personas, recé —en dos ocasiones físicamente y con constancia durante la jornada— ante la imagen de la Virgen de la Puerta de la Aurora, a la que con tanta devoción veneran en aquellas tierras. Encomendé especialmente el momento actual de la Iglesia; también vosotras y vosotros estuvisteis muy presentes en mi oración. De regreso a Roma, comencé, como todos los años, el curso de retiro espiritual en la primera semana de Cuaresma. También durante esos días me acordé de todos y de cada uno, encomendando vuestras necesidades espirituales y materiales, especialmente a las enfermas y a los enfermos. Amad mucho —cuidadla— la unidad de la Obra, acudiendo a la protección de san José.

En unión de oraciones y de sacrificios, apoyados en los de Benedicto XVI, con todo cariño, os bendice 

vuestro Padre + Javier