12/04/13

Carta del Prelado del Opus Dei

(Diciembre 2013)

Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

El Romano Pontífice ha clausurado el Año de la fe: durante este tiempo, con la ayuda de Dios, hemos tratado de acrecentar esa virtud teologal, raíz de la vida cristiana, pidiendo con insistencia al Señor: adáuge nobis fidem!, auméntanos la fe y, con ella, la esperanza, el amor y la piedad. Ahora, transcurridos estos meses de gracia, con el impulso recibido, procuremos esforzarnos para seguir caminando día a día por esta senda que nos conduce al Cielo. Recurramos a la Santísima Virgen, Maestra de fe y de intimidad con Dios, para que vuelva eficaces nuestros deseos de fidelidad a su Hijo y a la Iglesia.

Los documentos del magisterio de la Iglesia —recientemente también la encíclica Lumen fídei— han puesto de relieve dos características esenciales que están en el origen de la fe, tal como nos la presenta el Nuevo Testamento. Si, de una parte, san Pablo afirma que fides ex audítu, que la fe procede de la escucha de la Palabra de Dios leída y acogida en la Iglesia, de otra parte, san Juan nos da a conocer que Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, es la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, otorgándole la capacidad de conocer los misterios escondidos en Dios. Luz y palabra, palabra y luz, definen, pues, aspectos inseparables de la fe que profesamos. Por eso es urgente recuperar el carácter luminoso propio de la fe, pues cuando su llama se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo. Agradezcamos a Dios de todo corazón, hijas e hijos míos, estos resplandores que el Espíritu Santo, sirviéndose del magisterio de la Iglesia y de la vida de los santos, enciende constantemente en nosotros: afanémonos en acogerlos y en dejarnos guiar por el Paráclito en nuestra existencia cotidiana.

A mediados del mes pasado, se celebró en Roma un congreso sobre "San Josemaría y el pensamiento teológico". Se analizó cómo la predicación y el testimonio de los santos aportan luces nuevas para ahondar en la fe y, en consecuencia, para profundizar en la exposición científica de la doctrina. Este congreso ha constituido una nueva ocasión para difundir más, en el ambiente teológico, los matices singulares del mensaje que nuestro Padre recibió de Dios el 2 de octubre de 1928, con el encargo de que los transmitiera a los cristianos, especialmente a los que se hallan inmersos en las actividades familiares, profesionales, sociales, etc., de la vida corriente.

A las verdades de la fe contenidas en los artículos del Credo, me he referido en los meses pasados. Quiero ahora ayudaros y ayudarme a sacar consecuencias que impregnen con esta virtud nuestra existencia en los meses sucesivos; es decir, ahondar en cómo la fe ha de traducirse en el comportamiento diario, de modo que ilumine realmente nuestra mente, fortalezca nuestra voluntad y enardezca nuestro corazón, para llevar el conocimiento y el amor de Dios a nuestra conducta y a todas las almas.

El punto de partida consiste en confiar plenamente que en la Iglesia poseemos la plenitud de los medios de santificación, que nos ha dejado Jesucristo. Entre otros, destacan la recepción de los sacramentos, el cumplimiento de los mandamientos de Dios y de la Iglesia, y la oración, como resume la encíclica Lumen fídei.

Los sacramentos son acciones de Cristo con las que su Humanidad Santísima, gloriosa en el Cielo, se pone en contacto inmediato y directo con las almas, para santificarlas. Además, el Espíritu Santo sigue también otras vías —desconocidas para nosotros—, con las que atrae a las personas. Sin embargo, el Papa advierte que nuestra cultura ha perdido la percepción de esta presencia concreta de Dios, de su acción en el mundo. Pensamos que Dios sólo se encuentra más allá, en otro nivel de realidad, separado de nuestras relaciones concretas. Pero si así fuese, si Dios fuese incapaz de intervenir en el mundo, su amor no sería verdaderamente poderoso, verdaderamente real.

Repasemos la enseñanza de san Josemaría, plasmada ya en sus años de juventud, cuando escribía: es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo. —Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado.

Y está como un Padre amoroso —a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos—, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando (...). Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos.

Especialmente se cumple al recibir la absolución sacramental y la Eucaristía. Movidos por esta convicción de fe, ¡qué seguridad se adquiere en el perdón y en la cercanía de Nuestro Señor, qué paz se derrama también sobre el alma, y cómo nos hacemos capaces de contagiar esa serenidad a nuestro alrededor! Por eso no me cansaré nunca de insistir en que, cada vez que acudamos a esos sacramentos, lo hagamos con la plena certeza de que es el Espíritu Santo quien nos atrae, por Jesucristo, al amor del Padre.

Llevemos estas consideraciones a las peleas de la propia lucha interior. Podemos ser santos, debemos ser santos, a pesar de nuestros defectos y de nuestras caídas, porque Dios nos llama a entrar en la intimidad de su vida divina como hijos suyos en Jesucristo, y nos ofrece todos los remedios. Con la gracia de los sacramentos y en la oración, resulta más hacedero cumplir los mandamientos de la ley divina y la fidelidad a los deberes propios del estado de cada uno. El decálogo no es un conjunto de preceptos negativos, sino indicaciones concretas para salir del desierto del "yo" autorreferencial, cerrado en sí mismo, y entrar en diálogo con Dios, dejándose abrazar por su misericordia para ser portador de su misericordia[.

Pidamos al Señor que nos conceda una fe fuerte, que vivifique todo el actuar. Ciertamente creemos en la palabra de Dios, nos admiramos al leer y meditar el Evangelio, pero quizá no cala profundamente en nuestras almas, hasta el punto de transformar todas y cada una de las acciones. Y cuando llega la dificultad, la aridez, la resistencia del ambiente, quizá nos desanimamos. ¿No será que nuestra fe se halla como dormida? ¿No tendremos que contar más con la acción del Paráclito, que inhabita en el alma por la gracia? ¿No ocurrirá que, a veces, confiamos demasiado en las propias fuerzas? Meditemos la transformación de los Apóstoles en Pentecostés y ajustémonos a esa guía del Señor, que se nos comunica también a través de las prácticas de piedad cristiana que la Iglesia ha recomendado siempre: la oración mental, las jaculatorias y oraciones vocales —principalmente el Rosario—, el ofrecimiento de pequeñas mortificaciones, el cuidado del examen de conciencia, el trabajo bien acabado en la presencia de Dios.

La vida interior —enseñaba nuestro Padre— no es sentimiento. Cuando vemos con claridad que vale la pena fastidiarse un día y otro, un mes y otro mes, y otro año, y la vida entera, porque nos aguarda después el Amor en el Cielo, ¡cuántas luces tenemos! Hay que remansar todo eso, hijos de mi alma. Hay que hacer en nuestra alma como un embalse que recoja todas esas gracias de Dios: la claridad, la luz, la dulzura de la entrega. Y cuando venga la oscuridad, la noche, la amargura, habrá que ir a lanzarse en medio de esas aguas limpias de la gracia del Señor. Aunque en ese momento esté ciego, yo veo; aunque esté seco, me sé regado por las aguas que salen desde el Corazón de Cristo hasta la vida eterna. Entonces, hijos míos, perseveraremos en la lucha.

De esta forma nos encontraremos en condiciones de ayudar a otras personas para que también caminen expeditamente por las sendas de la fe. En efecto, la fe no sólo mira a Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es una participación en su modo de ver. Y el Señor tenía ojos para cada persona singularmente considerada y para la muchedumbre en su conjunto. Por cada uno y por todos bajó a este mundo nuestro, y por todos y cada uno prosigue su obra salvadora. Nuestra misión se concreta, pues, en llevar al contacto con Jesús a cuantas personas hallemos en el camino de nuestra existencia, comenzando por las más próximas. Así se comportaron los primeros cristianos, que obraron la conversión del mundo pagano.

En una antigua meditación, san Josemaría consideraba el ejemplo de aquellos primeros hermanos en la fe: hombres sin formación, sabedores de su martirio y de su muerte violenta, aceptan sin embargo el papel de colaboradores de Cristo, en la salvación del mundo, y parten a derrocar el paganismo y a llenar la tierra de sangre cristiana. Muy pronto ha de acompañarles, en la predicación y en el suplicio glorioso con que sellan la fe predicada, Saulo, el antiguo perseguidor, el que daba coces contra el aguijón (cfr. Hch 9, 5). Allá van todos, con su pureza, a limpiar la charca sucia y verdosa del mundo pagano; a combatir —con las pequeñas virtudes que practican: el pudor, la modestia, el recato— la tendencia al placer de aquella sociedad (...). Se han adentrado hasta el mismo corazón del mundo antiguo: están en Roma. ¿Qué podrán realizar ellos allí? La respuesta nos la muestra la historia: el trono de los emperadores se derrumba y hoy, después de dos mil años, Pedro sigue siendo Obispo de Roma.

También hoy, ante los desafíos de la nueva evangelización, hemos de mantener muy vibrante la misma esperanza. Non est abbreviáta manus Dómini, el brazo de Dios no se ha empequeñecido. Pero se necesitan hombres y mujeres de fe para que se renueven los prodigios de la Escritura. Hace pocos días, el Papa ha publicado la exhortación apostólica Evangélii gáudium, relativa a las conclusiones de la Asamblea ordinaria del último Sínodo de los Obispos, justamente sobre la nueva evangelización. Os animo a conocer ese texto que, sin duda alguna, nos ofrecerá nuevas luces para dar más impulso a esta gran tarea.

No quiero pasar por alto el recuerdo de que el próximo 12 de diciembre, fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, se cumple un nuevo aniversario de la locución divina que san Josemaría —con palabras de la Escritura— escuchó en el año 1931, en el fondo de su alma, en momentos de graves dificultades en el desarrollo de la Obra: inter médium móntium pertransíbunt aquæ; a través de los montes pasarán las aguas de la gracia, superando cualquier obstáculo, todo lo que se opone al reino de Dios en el progreso personal y en la vida de la Iglesia y de la humanidad. Porque ésta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe. Contribuiremos de este modo a realizar la aspiración de nuestro Padre, que descubrimos en sus labios y en su pluma desde los primeros momentos de la fundación del Opus Dei: regnáre Christum vólumus!, queremos que Cristo reine.

Hoy comienza el tiempo de adviento, semanas de preparación para la Natividad del Señor. Bien pueden servirnos estos días —admirando una vez más la bondad y misericordia de nuestro Padre Dios, que envía su Hijo al mundo— para renovar nuestros deseos de permanecer abiertos, en todo momento, a las luces y a las palabras de Dios, sobre todo en la lectura y meditación de la Sagrada Escritura.

El pórtico de estas fiestas lo constituye la solemnidad de la Inmaculada Concepción de María: maestra de fe, esperanza nuestra y ejemplo maravilloso de cómo se puede amar a Dios y al prójimo por Dios, con el corazón, con la mente y con los sentidos plenamente inmersos en el Señor. Esmerémonos en la preparación de esta solemnidad, ya tan próxima, acudiendo con mucho cariño filial a nuestra Madre del Cielo.

En esta oración demos más amplio espacio a pedir por la Iglesia y por el Papa, por sus colaboradores, por mis intenciones, por todas las necesidades espirituales y materiales de las mujeres y de los hombres de nuestro tiempo. Que nunca nos dejen indiferentes —gracias a Dios, estoy seguro de que eso no sucede— las dificultades materiales y espirituales —a veces, verdaderas tragedias— que afectan a tantas personas en el mundo entero.

Son varios los aniversarios de la Obra durante este mes; entre otros, la erección del Colegio Romano de Santa María, en 1953. Agradezcamos a Dios todas las efemérides de la historia de la Obra.

Con todo cariño, os bendice vuestro Padre  + Javier