Luis Javier Moxó Soto
Acabamos de comenzar el año litúrgico, con mente y corazón renovados, para vivir de modo digno y pleno la esperanza gozosa de este tiempo de Adviento. Somos llamados, en esta semana, a vivir alegres el amor desbordante de un Dios que se hace carne y acompaña nuestra historia. Durante la semana también se nos recuerda este tema en el evangelio de la memoria de San Francisco Javier (3 de diciembre), patrono de las misiones, donde Jesús estaba lleno de la alegría del Espíritu Santo (Lc 10, 21) para dar gracias al Padre por la sabiduría de los sencillos.
En la recién publicada exhortación apostólica Evangelii Gaudium, nos dice el Papa que la verdadera esperanza cristiana, que busca el Reino escatológico, siempre genera historia (EG 181). Nos recuerda también que el modelo para vivir con la actitud justa esta experiencia vital es María, porque es la que sabe transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura (EG 286).Tenemos necesidad de seguir la apertura del corazón de María a la espera, con sencillez, disponibilidad y abandono en manos de Dios. Por eso la pedimos quecon su oración maternal nos ayude para que la Iglesia llegue a ser una casa para muchos, una madre para todos los pueblos, y haga posible el nacimiento de un mundo nuevo (EG 288).
¿Qué sentido tiene para nosotros, para ti y para mí, celebrar el Adviento, esta preparación de mi vida para recibir al Acontecimiento hecho carne? ¿Cómo puedo vivir este tiempo de forma adecuada, con verdadera alegría? ¿Es eso posible para mí? ¿Cómo puedo entrar en el camino justo para comprender, captar y juzga la genial humanidad de Jesús y a la tarea que Él me llama? ¿Dónde puedo hacer experiencia de la liberación del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento? ¿Qué dinámica o qué camino he de emprender para conocer la necesidad de mi corazón, la circunstancia y la novedad de la presencia que tengo delante? Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría (EG 1). Su experiencia, como la de los discípulos es unidad, fuente de esperanza y gusto por la vida, que no censura nada. Podemos elegir ser educados por Él en un conocimiento verdadero de la realidad, viendo cómo en cualquier circunstancia dependemos (necesitamos la fe, la obediencia al Padre) y así nos alegramos al ver que su presencia vence. La alternativa a esa disponibilidad, a esa apertura, es la autosuficiencia, el bloqueo, la inmoralidad, la incapacidad de vivir la realidad o si acaso a través de unos criterios que ni nos bastan ni satisfacen. Es decir: la sencillez natural que abre la inteligencia y el corazón a los hechos, o bien la imposibilidad del entendimiento acerca de lo que ha sucedido realmente.
Él viene a nosotros porque nos ama y busca nuestra salvación. Su forma, su don total, se encuentra en correspondencia plena con nuestra existencia, de nuestra necesidad más real y actual. Esto no se puede dar por supuesto, sino que precisa el trabajo necesario de nuestra verificación vital y cotidiana. La conversión a Él, por tanto, no consiste en estar en un lugar (comunidad parroquial, movimiento) donde incluso puede prevalecer en nosotros una cierta postura escéptica. Se trata de vivir la urgencia constante de la fe, de la experiencia del encuentro con Su presencia. De hecho, podemos estar en esos ámbitos sin estar convertidos del todo o habiendo reducido la fe a un piadoso recuerdo. Debemos preguntarnos para qué nos sirve creer si no estamos dispuestos a experimentar cómo Él invade del todo nuestra vida si nosotros le dejamos. Para Dios, la humanidad no es algo que haya que forzar, sino algo que hay que ‘llamar’ en la libertad (L. Giussani).
Mediante los gestos de caridad –audaces y concretos– de aquellos que siguen, esperan y confían su vida plenamente a Jesucristo, se nos permite que veamos –hoy, de nuevo– la carne de Aquel a quien decimos creer, muchas veces con un tono más bien escéptico o no del todo convencido. La comunidad cristiana, y cada de nuestras personas en ella, si está viva, atenta, despierta, se implica en revivir la memoria de lo que nos ha sucedido, la experiencia de la presencia que nos ha fascinado. Esto nos rescata la memoria y el coraje para poder atender la novedad de nuestra circunstancia concreta de forma positiva. Pidamos la alegría que procede de la sencillez de quien, abierto y disponible, lo da todo, sabiendo como dice también el Papa Francisco, que los gozos más bellos y espontáneos que he visto en mis años de vida son los de personas muy pobres que tienen poco a qué aferrarse (EG 7). Vivamos esta esperanza activa con María.