Salvador Bernal
Buena ocasión para que los creyentes aprovechen las fiestas para secundar esa alegre evangelización a la que acaba de convocar el papa Francisco
Hace poco leí en washingtonpost.com una noticia de Associated Press que presentaba la Navidad como realidad para muchos más cultural que religiosa. Y me vino a la memoria una frase clásica deJuan Pablo II ligada a la creación en 1982 del Consejo Pontificio de la cultura. Tuve la feliz ocasión de escucharla de sus labios en el aula magna de la Facultad de Derecho de Madrid, durante su viaje a España unos meses después: «una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no enteramente pensada, no fielmente vivida».
El riesgo de la inculturación de la fe, como describió lúcidamente Chesterton, es que sus contenidos acaben separándose de las raíces, y aportando como un punto de locura a la civilización. Pero ciertamente la infinidad de motivos navideños que adornan estos días el planeta refleja la honda penetración en las costumbres del recuerdo del nacimiento de Cristo en Belén. Y volveremos a escuchar con gozo grandes oratorios de Navidad, obras maestras de la música clásica, junto con tantos cantos populares en las más diversas lenguas.
La agencia de noticias americana informaba sobre los resultados de una encuesta del Pew Research Center, que dedica especial atención a los fenómenos religiosos. El sondeo refleja que sólo la mitad de los consultados afirma vivir la Navidad como una fiesta religiosa, a pesar de que casi tres cuartas partes creen que Jesús nació de una Virgen. Pero, para un tercio la Navidad es una celebración cultural: ocasión de visitar a la familia y a los amigos, y de intercambiar regalos. En el fondo, ecos del relato evangélico: la visita de María a Isabel, la generosidad de pastores y reyes magos…
Como es natural, las cifras dependen mucho de la edad y de las convicciones de cada uno. Pero llama la atención que ocho de cada diez no cristianos celebren la fiesta, aunque lógicamente no acudan estos días a la iglesia. Y que otro estudio del Pew concluyera en 2012 que aproximadamente una tercera parte de los judíos de Estados Unidos tenía un árbol de navidad en sus casas. Buena ocasión, en conjunto, para que los creyentes aprovechen las fiestas para secundar esa alegre evangelización a la que acaba de convocar el papa Francisco.
El pasado día 20 el obispo de Roma recibía en la Sala del Consistorio del palacio apostólico vaticano a niños de la Acción Católica italiana que deseaban felicitarle. «La Navidad −subrayó Francisco− es la celebración de la presencia de Dios que viene a estar entre nosotros para salvarnos. ¡El nacimiento de Jesús no es un cuento! Es una historia real, que sucedió en Belén hace dos mil años. La fe nos hace reconocer en ese Niño, nacido de la Virgen María, al verdadero Hijo de Dios, que por nosotros se hizo hombre. Y es en el rostro del pequeño Jesús que contemplamos el rostro de Dios, que no se revela en la fuerza o en el poder, sino en la debilidad y fragilidad de un recién nacido. Así es nuestro Dios; se acerca mucho, en un niño».
El Pontífice recordó que ese niño «muestra la fidelidad y la ternura del amor sin límites con el que Dios rodea cada uno de nosotros. Por esta razón hacemos una fiesta en Navidad, reviviendo la misma experiencia de los pastores de Belén. Junto a muchos papás y mamás que trabajan duro todos los días, afrontando muchos sacrificios, junto con los niños, los enfermos y los pobres, hacemos esta fiesta, porque es la fiesta del encuentro con Dios en Jesús».
Ese mismo día, un año antes, Financial Times había publicado un artículo de Benedicto XVI titulado Tiempo de compromiso para los cristianos en el mundo*. Respondía a una petición del diario en el contexto de la aparición del libro deRatzinger sobre la infancia de Jesús.
Desde la perspectiva radical del «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios», Benedicto XVI recordaba que el Nuevo Testamento relata cómo «Jesús nació durante un ‘censo del mundo entero’, deseado por César Augusto, el emperador famoso por llevar la ‘Pax Romana’ a todas las tierras sujetas al dominio romano. Sin embargo, este niño, nacido en un rincón oscuro y distante del imperio, estaba a punto de ofrecer al mundo una paz mucho mayor, verdaderamente universal en sus objetivos que trascendía todos los límites del espacio y del tiempo».
La Navidad, tiempo de alegría, «es también una ocasión de reflexión profunda, incluso de examen de conciencia. Al final de un año, que ha significado privaciones económicas para muchos: ¿Qué podemos aprender de la humildad, de la pobreza, de la sencillez del pesebre?» Entre las respuestas, la realidad de que «los cristianos luchan contra la pobreza porque reconocen la dignidad suprema de cada ser humano, creado a imagen de Dios y destinado a la vida eterna. Los cristianos trabajan para una distribución equitativa de los recursos de la tierra, porque están convencidos de que, como administradores de la creación de Dios, tenemos el deber de cuidar de los más débiles y vulnerables. Los cristianos se oponen a la codicia y la explotación porque están convencidos de que la generosidad y el amor desinteresado, enseñados y vividos por Jesús de Nazaret, son el camino que conduce a la plenitud de la vida. La fe cristiana en el destino trascendente de cada ser humano implica la urgencia de la tarea de promover la paz y la justicia para todos».
En todo caso, como señaló Francisco en la audiencia del día 18, la Navidad es «la fiesta de la fe y de la esperanza, que supera la incertidumbre y el pesimismo».
* Traducción integral del artículo de Benedicto XVI.
Tiempo de compromiso en el mundo para los cristianos
"Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios", fue la respuesta de Jesús cuando le preguntaron qué pensaba sobre el pago de los impuestos. Los que lo interrogaban, obviamente, querían tenderle una trampa. Querían obligarle a tomar partido en el encendido debate político sobre la dominación romana en la tierra de Israel. Y sin embargo, había aún más en juego: si Jesús era realmente el Mesías esperado, entonces, de seguro, se opondría a los gobernantes romanos. Por lo tanto, la pregunta estaba calculada para desenmascararle, o como una amenaza para el régimen o como un impostor.
La respuesta de Jesús lleva hábilmente la cuestión a un nivel superior, poniendo en guardia, sutilmente, sea de la politización de la religión como de la divinización del poder temporal y de la búsqueda incansable de la riqueza. Quienes lo escuchaban tenían que entender que el Mesías no era César, y que César no era Dios. El reino que Jesús venía a instaurar era de una dimensión absolutamente superior. Cómo respondió a Poncio Pilato: "Mi reino no es de este mundo".
Los relatos de Navidad del Nuevo Testamento tienen el propósito de transmitir un mensaje similar. Jesús nació durante un "censo del mundo entero", deseado por César Augusto, el emperador famoso por llevar la Pax Romana a todas las tierras sujetas al dominio romano. Sin embargo, este niño, nacido en un rincón oscuro y distante del imperio, estaba a punto de ofrecer al mundo una paz mucho mayor, verdaderamente universal en sus objetivos que trascendía todos los límites del espacio y del tiempo.
Jesús se nos presenta como heredero del rey David, pero la liberación que traía a su propia gente no consistía en mantener a raya a los ejércitos enemigos; consistía, en cambio, en derrotar para siempre al pecado y a la muerte.
El nacimiento de Cristo nos reta a replantearnos nuestras prioridades, nuestros valores, nuestra forma de vida. Y , al mismo tiempo que la Navidad es, sin duda, un momento de gran alegría, es también una ocasión de reflexión profunda, incluso de examen de conciencia. Al final de un año, que ha significado privaciones económicas para muchos: ¿Qué podemos aprender de la humildad, de la pobreza, de la sencillez del pesebre?
La Navidad puede ser el momento en que aprendemos a leer el Evangelio, a conocer a Jesús no sólo como el Niño del pesebre, sino como aquel en que reconocemos al Dios hecho hombre.
En el Evangelio es donde los cristianos encuentran inspiración para la vida cotidiana y para su participación en los asuntos del mundo, sea en el Parlamento que en la Bolsa. Los cristianos no tendrían que huir del mundo, por el contrario, deben comprometerse en él. Pero su participación en la política y en la economía tendría que trascender cualquier forma de ideología.
Los cristianos luchan contra la pobreza porque reconocen la dignidad suprema de cada ser humano, creado a imagen de Dios y destinado a la vida eterna. Los cristianos trabajan para una distribución equitativa de los recursos de la tierra, porque están convencidos de que, como administradores de la creación de Dios, tenemos el deber de cuidar de los más débiles y vulnerables. Los cristianos se oponen a la codicia y la explotación porque están convencidos de que la generosidad y el amor desinteresado, enseñados y vividos por Jesús de Nazaret, son el camino que conduce a la plenitud de la vida. La fe cristiana en el destino trascendente de cada ser humano implica la urgencia de la tarea de promover la paz y la justicia para todos.
Debido a que estos fines son compartidos por muchos, es posible una colaboración amplia y fructífera entre los cristianos y los otros. Y, sin embargo, los cristianos dan al César solamente lo que es del César, pero no lo que pertenece a Dios. A veces, a lo largo de la historia los cristianos no han podido acceder a las peticiones de César. Desde el culto al emperador de la antigua Roma a los regímenes totalitarios del siglo apenas pasado, César ha intentado tomar el lugar de Dios. Cuando los cristianos se niegan a inclinarse ante los falsos dioses propuestos en nuestros tiempos no es porque tengan una visión anticuada del mundo. Por el contrario, es porque están libres de las ataduras de la ideología y animados por una visión tan noble del destino humano, que no pueden comprometerse con nada que la pueda socavar.
En Italia, muchos Belenes están adornados con ruinas de antiguos edificios romanos. Esto demuestra que el nacimiento del niño Jesús marca el fin del antiguo orden, el mundo pagano, en el que las pretensiones de César parecían imposibles de desafiar. Ahora hay un nuevo rey, que no confía en la fuerza de las armas, sino en el poder del amor. Él trae esperanza a todos aquellos que, como él mismo, viven en los márgenes de la sociedad. Trae esperanza a aquellos que son vulnerables en medio de las suertes de un mundo precario. Desde el pesebre, Cristo nos llama a vivir como ciudadanos de su reino celestial, un reino que todas las personas de buena voluntad pueden contribuir a construir aquí en la tierra.