Juan Vicente Boo
El Concilio, principal legado de Juan XXIII, puso en primer plano la llamada universal de todos los bautizados a la santidad plena y a la responsabilidad evangelizadora
El principal legado de Juan XXIII es el Concilio Vaticano II, una iniciativa revolucionaria que sus predecesores nunca convocaban pues la idea se empantanaba siempre en comisiones consultivas. El “Papa bueno” actuó sin consultar. Convocó el Concilio por sorpresa, poniendo en marcha un proceso renovador que llega hasta nuestros días.
El cambio de actitud de la Iglesia fue radical: la misericordia y el respeto a los demás pasaron a un lugar central. Se reconoció la libertad religiosa, se hizo la paz con judíos y musulmanes, se abrieron las puertas del ecumenismo.
Las visiones severas y a veces implacables del cristianismo se tornaron en Gaudium et Spes, “Alegría y Esperanza”. Las condenas y anatemas de concilios anteriores dieron paso a una invitación amistosa a seguir a Jesucristo.
El uso de las lenguas nacionales en la liturgia permitió que cientos de millones de católicos entendieran por fin las lecturas de la misa, en lugar de estar distraídos durante la Epístola y el Evangelio en latín.
El Concilio puso en primer plano la llamada universal de todos los bautizados a la santidad plena y a la responsabilidad evangelizadora. Se descubrió que los laicos, la inmensa mayoría del “pueblo de Dios” eran la razón de ser de los clérigos. Juan XXIII falleció en 1963, sin llegar a concluirlo. Serían necesarios otros dos años de trabajo hasta 1965. Llevar a la práctica un Concilio gigantesco es un proceso lento, pero el mensaje renovador del Vaticano II sigue abriéndose paso.
Pidieron su canonización inmediata
De los grandes mandatos de aquella asamblea, la mayor en la historia del cristianismo, quedaba uno sin cumplir. Los padres conciliares habían pedido la canonización inmediata de Juan XXIII por aclamación. Pablo VI prefirió esperar y abrir un proceso, que han llevado a término Juan Pablo II con la beatificación y Francisco con la canonización.
Pero la herencia de Juan XXIII es también la pasión por la paz. A los pocos días del comienzo del Concilio, el 11 de octubre de 1962, la crisis de los misiles de Cuba puso al mundo al borde de una guerra nuclear devastadora entre Estados Unidos y la Unión Soviética.
Paz y buen humor
El Papa intervino en público y en privado para presionar a los jefes de Estado a «hacer lo que esté en su poder para salvar la paz: así evitarán al mundo los horrores de una guerra cuyas consecuencias aterradoras nadie puede prever».
Los buques rusos dieron la vuelta, y en la primavera siguiente Juan XXIII presentaba al mundo la encíclica Pacem in Terris, una piedra miliar en el protagonismo de los cristianos en la búsqueda de la paz.
Junto con la bondad, Juan XXIII dejó también una herencia de buen humor. En una ocasión le preguntaron cuánta gente trabajaba en el Vaticano. Su respuesta socarrona fue: «Menos de la mitad». El Papa Francisco está poniendo remedio.