Evangelio: San Mateo 21, 1-11
Isaías 50, 4-7
Salmo 21
PASIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO
Calor asfixiante de mediodía, tierra polvorienta que todo lo invade, los cantos, los tambores, las guitarras, los globos prendidos de las ramas que forman el arco… una multitud de mil gentes que esperan con alegría e ilusión la llegada del obispo que viene a celebrar las confirmaciones en el Ejido la Champa de San Agustín, en el interior de la selva. Cada uno de ellos porta una palma en la mano, una palma que da un poco de sombra para aliviar el sol quemante, una palma que se levanta respondiendo a cada “¡Viva!” proclamado, una palma que sirve de protección al momento de sentarse en el suelo, una palma verde sostenida con ilusión, con orgullo, con reclamo ante la pobreza y el olvido, una palma que es esperanza no sólo en la visita, sino en la vida que Cristo proclama… El saludo de mano a cada uno de ellos hace personal la visita, las manos callosas, los pies descalzos de muchas mujeres, los ojos llenos de ilusión y, en cada mano, la palma símbolo de todos sus anhelos. Es un día de fiesta, de ilusión y, aunque es Cuaresma, parece un domingo de Ramos.
La entrada triunfal a Jerusalén y el inicio de esa primera “Semana Santa” no han quedado sólo en el recuerdo, se vuelven actuales y comprometedores. Ciertamente aquel primer “Domingo de Ramos” no estaba preparado. Fue surgiendo de los sueños y anhelos suscitados por Jesús que se acerca a los sencillos, que despierta ilusiones en los pobres, que renueva los sueños de mesianismo y de liberación. El entusiasmo popular se hace patente en los mantos que dejan al descubierto las cabezas y que en un santiamén cubren el camino. Los ramos cortados por aquí y por allá contribuyen a embellecer la escena. Y comienzan los cantos y los gritos victoriosos, y siguen los hosannas y los vivas. Es la esperanza de un pueblo, el canto de los pequeños, es la voluntad de alcanzar el reino prometido. ¿Utopía? ¿Sueños? Jesús despierta la energía necesaria para vivir, para crear, para amar con nuevos ímpetus. Otros utilizan las masas y manipulan los sueños, Jesús toca el interior de la persona para que vuele alto, para que sea generoso, para que conquiste su libertad. Todo esto significa el Domingo de Ramos, todo esto significan mis gritos y mis cantos.
No podemos quedarnos indiferentes, el paso del Señor no ha terminado, pasa cada día y cada día espera que tomemos nuestros ramos, que nos despojemos de nuestros mantos y que nos unamos a la inmensa multitud de pobres y sencillos que quieren construir un mundo nuevo. Contemplo el ramo que enarbolo en lo alto. ¿Qué significa para mí? Quizás en lo profundo de nuestros recuerdos aparezcan los ramos victoriosos de los generales que triunfan en guerras sangrientas y esperan ser aclamados por las multitudes; quizás sea como los ramos de olivo otorgados a los sabios e ilustres varones reconocidos por sus hazañas y proezas; quizás represente el disimulado, o a veces no tan disimulado, deseo de ocupar los primeros lugares y luchar denodadamente por obtenerlos. ¿Eso significa el ramo para Jesús? Todas sus actitudes parecen desmentirlo: montado en un burrito, desbarata la falsa filosofía que otorga a la fuerza y al poder los primeros lugares. Sí, recibe la aclamación como rey, pero no acepta que su reinado sea de este mundo; sí, tiene una multitud que lo aclama, pero son los pequeños, los que no cuentan, los sobrantes de un mundo salvaje. Igual que a Sión, ahora a nuestra humanidad tendremos que decirle: He aquí que tu rey viene a ti, apacible y montado en un burro, en burrito, hijo de animal de yugo. Es la propuesta de Jesús: un nuevo reinado que retome la paz y la humildad; que se construya en el reconocimiento a la dignidad de cada persona; que incluya a todos, grandes y pequeños, porque todos son hijos de Dios.
Domingo de Ramos nos manifiesta un duro contraste, como si hiciera una inversión de la promesa mesiánica que prometía convertir las espadas en arados y las lanzas en podaderas: los cantos y los vivas, los ramos y los mantos, pronto se convierten en insultos y agresiones, en escupitajos y corona de espinas. Si en un momento se llenaban nuestras calles con los gritos de ¡Viva Cristo Rey!, ¡Hosanna al Hijo de David!, momentos después resuenan en nuestras iglesias las trágicas palabras de la Pasión, como nos la narra San Mateo, y se van sucediendo, paso a paso, la entrega, el beso de la traición, la negación de Pedro, las burlas y las aclamaciones irónicas de los soldados: “¡Viva el rey de los Judíos!”, los gritos de “¡Crucifícalo!”, hasta la última exclamación en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, para que Jesús dando un fuerte grito, expire. Es la dolorosa realidad que cada día se hace presente en nuestras vidas. Por una parte se exalta al hombre, se le alaba y por otra se le desprecia, se le tortura y se le aniquila. Por una parte escuchamos la proclamación de los derechos humanos, la exaltación al respeto y a la igualdad de la mujer, se defiende apasionadamente a los niños y a los pobres; y por otra los noticieros dan cuenta de abusos, de drogas, de violaciones y de injusticia. Es la pasión de Jesús vivida cada día en la persona de cada hombre y mujer.
Domingo de Ramos es el domingo de Jesús pero también es el domingo del hombre, porque se culmina con la proclamación de la grandeza del hombre, pues cualquier hombre o cualquier mujer son tan importantes que valen la sangre de un redentor. El amor de Jesús mantiene su palabra en la cruz, no disminuye ni cuando está reducido a la impotencia. Cristo muere gritando su amor por todos nosotros, su grito angustioso en la cruz es al mismo tiempo el grito de su última declaración de amor. Y nosotros debemos dejar que ese grito penetre en lo profundo de nosotros y no conformarnos sólo con oírlo. “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos” había enseñado y ahora lo manifiesta clavado en la cruz. Domingo de Ramos nos coloca ante la disyuntiva que no admite excusas: seguimos a Jesús o lo crucificamos de nuevo. Nuestra actitud de amor o de desprecio a cada persona, será la respuesta que damos a Jesús.
Padre Bueno que nos has dado como modelo a tu Hijo, nuestro Salvador, hecho hombre, humillado hasta la muerte de cruz, haz que participando vivamente en su pasión, manifestemos y vivamos nuestra fe en su resurrección. Amén