Mons. Enrique Díaz Diaz
Domingo de Pentecostés:
Hechos de los Apóstoles 2, 1-11: “Todos quedaron llenos del Espíritu y empezaron a hablar”
Salmo 103: “Envía, Señor, tu Espíritu a renovar la tierra. Aleluya”.
I Corintios 12, 3-7. 12-13: “Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo”
San Juan 20, 19-23: “Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo: Reciban el Espíritu Santo”
Es una misa muy especial. La mayoría de los fieles lo saben, pero no faltan algunos despistados que por primera vez se acercan a esta celebración dominical y quedan sorprendidos. El altar no se coloca en el presbiterio, sino a ras de piso, a la altura de toda la gente. De repente se hace silencio y descubrimos lo más impresionante: quien preside es un sacerdote en silla de ruedas, vencido por la enfermedad, sin sus piernas, pero con una alegría y un espíritu que contagian a todos los presentes. Escucho un pequeño susurro muy cerca de mí: “Se le acabarán las fuerzas, pero no se le acaba el espíritu. ¡Cómo quisiera que muchos padrecitos y muchos fieles tuvieran ese coraje y ese entusiasmo para vivir y predicar el Evangelio!”. Y llegan a mi memoria las palabras del Papa Francisco:“Cuando se dice que algo tiene ‘espíritu’, esto suele indicar unos móviles interiores que impulsan, motivan, alientan y dan sentido a la acción personal y comunitaria. ¡Cómo quisiera encontrar las palabras para alentar una etapa evangelizadora más fervorosa, alegre, generosa, audaz, llena de amor hasta el fin y de vida contagiosa! Pero sé que ninguna motivación será suficiente si no arde en los corazones el fuego del Espíritu”.
El cristiano no puede vivir de forma pasiva, mediocre o indiferente. El cristiano lleva en su interior fuego y tiene que gritar con todas sus fuerzas la Buena Nueva que le quema en su interior. La fiesta de Pentecostés se presenta como una explosión de vida y de dinamismo. Si leemos con atención los textos que se nos proponen, nos sentiremos como sacudidos por un fuerte vendaval. El Espíritu irrumpe con la fuerza de un viento huracanado que todo lo penetra, que todo lo invade. No queda resquicio que escape a su fuerza. Es presentado también como un fuego que todo lo devora, que quema, que transforma, que aniquila pero que también da una vida exuberante. Así, transforma a aquellos discípulos temerosos, indecisos y cobardes, en valientes misioneros. Desafiando autoridades, superando dificultades y divisiones, se convierten en ardientes apóstoles, pregoneros de la Resurrección de Jesús, ante la admiración de propios y extraños. ¡Qué diferencia con nuestra Iglesia actual! Pareceríamos conformistas, adormilados y encasillados en la rutina y la indiferencia. La Iglesia necesita una fuerte conmoción que le impida instalarse en la comodidad, el estancamiento y en la tibieza, al margen del sufrimiento de los pobres y del Evangelio. Necesitamos que cada comunidad cristiana se convierta en un poderoso centro de irradiación de la vida en Cristo. Necesitamos vivir este nuevo Pentecostés que nos libre de la fatiga, la desilusión, la acomodación al ambiente; una venida del Espíritu que renueve nuestra alegría y nuestra esperanza. Necesitamos dejar entrar al Espíritu en nuestros corazones para que los renueve y les dé vida.
El Papa en días pasados recordaba un viejo dicho campesino: Dios siempre perdona; el hombre a veces perdona; la naturaleza nunca perdona. Hacía alusión a la salvaje destrucción que hacemos de la naturaleza. La renovación que ahora necesitamos es interior y exterior. También la naturaleza se manifiesta como expresión de esta necesidad. “Envía, Señor tu Espíritu, a renovar la tierra”, la respuesta que damos al salmo103, es como una súplica al contemplar nuestra pobre naturaleza. Es una urgencia tomar conciencia de que cada vez que desperdiciamos agua, que lanzamos basura, que utilizamos mal la energía, que producimos contaminantes, estamos destruyendo la casa de todos. Es urgente que, junto con la súplica que hacemos al Espíritu Santo de renovar la faz de la tierra, nos comprometamos en el cuidado de la naturaleza. Es pecado social su destrucción, necesitamos empeñarnos seriamente en su cuidado, no permitamos que nuestro mundo sea una tierra cada vez más degradada y degradante. Las desconcertantes lluvias, los impredecibles calores, el desequilibrio del clima, no son casuales. Son fruto de la irresponsabilidad y destrucción egoísta del hombre. ¡Necesitamos revertir esta situación! La naturaleza es el regalo de Dios, es la casa de todos y todos necesitamos cuidarla, protegerla y reconstruirla.
Pero una renovación exterior implica una renovación interior; implica dejar actuar el Espíritu en nosotros. Es urgente una renovación interior del hombre y de la humanidad. Así como está degradada y erosionada la naturaleza, así se ha degradado y erosionado el corazón del hombre. Urge una renovación, una revitalización y dar una nueva armonía al corazón del hombre. No es casualidad que la venida del Espíritu Santo se manifieste como un fuego que purifica y dinamiza, cuya presencia provoca entendimiento y unidad entre los más diversos pueblos. Urge la unidad interior del hombre y también la unidad y entendimiento entre los pueblos. San Pablo insiste a los cristianos de Corinto que es posible vivir en unidad siendo diversos, que los diferentes carismas y actividades lejos de ser factor de división, pueden ser enriquecimiento mutuo, todo provocado por el Espíritu Santo y nos asegura que “en cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común”. A partir de Pentecostés, la Iglesia experimenta de inmediato fecundas irrupciones del Espíritu, vitalidad divina que se expresa en diversos dones y carismas. ¿Tenemos esta conciencia de responsabilidad social y eclesial? ¿Estamos fomentando, con nuestros dones, la unidad y la fraternidad?
Pentecostés es día de presencia del Espíritu y día de oración. Nuestra oración se convierta en un fuerte grito suplicando su venida en medio de nosotros. No podemos seguir viviendo cómodos y estancados. Necesitamos este Espíritu que nos lanza y dinamiza y que al mismo tiempo nos otorga una armonía y serenidad interior. Así dice el himno de la secuencia que el Espíritu es “fuente de todo consuelo… pausa en el trabajo, brisa en un clima de fuego; consuelo en medio del llanto”. Que realmente abramos nuestro corazón a la presencia y acción del Espíritu en nuestro corazón, en nuestra familia y en nuestra Iglesia. También para nosotros son las palabras de Jesús: “Reciban al Espíritu Santo”.
Espíritu Santo, lava nuestras inmundicias, fecunda nuestros desiertos y cura nuestras heridas. Doblega nuestra soberbia, calienta nuestra frialdad y endereza nuestras sendas. Ven, Espíritu Santo. Amén