6/16/14

El Señor lo ha jurado y no se arrepiente

Celso Morga Iruzubieta

Arzobispo Secretario de la Congregación para el Clero

El sacerdote es punto de encuentro, verdadero puente entre el Padre y los hombres, sus hermanos; trae a los hombres la bendición amorosa de Dios y recibe de los hombres el don de sus vidas para Dios
El sábado 10 de mayo, vigilia del domingo del Buen Pastor, tradicionalmente dedicado a las vocaciones y a las ordenaciones sacerdotales, tuve la ocasión de asistir a la ordenación de treinta nuevos sacerdotes de la Prelatura del Opus Dei en la basílica de San Eugenio, en Roma. Fue una liturgia muy bien cuidada que ayudaba, a través de los diversos ritos, a entrar en comunión con el Dios Trino de nuestra fe.
Me emocionaron diversos aspectos de la ceremonia porque la Iglesia, en la ordenación de presbíteros, viste sus mejores galas. Entre otros aspectos, me impresionó el canto del salmo 110 previsto en la celebración: “Lo he jurado y no me arrepiento: tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec...” (v. 4). La Iglesia pone en nuestros labios todos los domingos, en las segundas vísperas, este salmo. Por mi trabajo en la Congregación para el Clero estoy en contacto habitual con muchos sacerdotes de todo el mundo, y experimento muchos registros y tonos de vidas sacerdotales entregadas a una misión que les supera infinitamente. Desde sacerdotes que manifiestan habitualmente la alegría plena de la que habla el Señor en el Evangelio (Jn 17, 13), hasta sacerdotes que, por motivos diversos, se encuentran en grave dificultad.
El Santo Padre Francisco, durante la homilía de la Santa Misa Crismal del Jueves Santo último, ha notado cómo “el sacerdote es una persona muy pequeña: la inconmensurable grandeza del don que nos es dado para el ministerio nos relega entre los más pequeños de los hombres. El sacerdote es el más pobre de los hombres si Jesús no lo enriquece con su pobreza, el más inútil siervo si Jesús no lo llama amigo, el más necio de los hombres si Jesús no lo instruye pacientemente como a Pedro, el más indefenso de los cristianos si el Buen Pastor no lo fortalece en medio del rebaño. Nadie más pequeño que un sacerdote dejado a sus propias fuerzas”. Por eso, me venía a la mente, durante la ceremonia a la que he aludido, cuánto convendría a los sacerdotes recitar con el corazón este salmo muchas veces en su vida: “El Señor lo ha jurado y no se arrepiente: tu eres sacerdote para siempre al modo de Melquisedec”. Sacerdote al modo de Melquisedec, mediador entre Dios y los hombres.
De Melquisedec, la Sagrada Escritura en el libro del Génesis (14, 18-20) afirma dos cosas: que porta consigo la bendición de Dios, y que recibe de Abrahán el décimo. Ahí está lo esencial del sacerdocio de Jesucristo, Dios y Hombre: ser punto de encuentro, verdadero puente entre el Padre y los hombres, sus hermanos, traer a los hombres la bendición amorosa de Dios y recibir de los hombres el don de sus vidas para Dios. “Para ti el principado el día de tu nacimiento, en esplendores sagrados desde el seno, desde la aurora de tu juventud” (v. 3). El oráculo, del que Israel no se olvidará nunca, va mucho más allá de los reyes y sacerdotes de la Antigua Alianza, y se mostrará lleno de plenitud de significado con la venida al mundo de nuestro Señor.
¿Cómo no va a tener siempre en el corazón el sacerdote este salmo, sobre todo cuando alguna dificultad arrecia en su vida hasta el punto de hacerle olvidar que es imagen y trasparencia del Buen Pastor, que lo fortalece en medio del rebaño?