11/30/14

La vida religiosa, en el corazón de la Iglesia

Cardenal Lluís Martínez Sistach 


Este domingo en que empezamos el tiempo de Adviento, es decir, el camino de preparación espiritual para la celebración de la fiesta de Navidad, quisiera hablar de la vida religiosa y su importancia para la vida de la Iglesia y para el bien de nuestra sociedad. 
Recientemente ha estado en Barcelona un arzobispo que es también religioso franciscano. Es de Galicia. Los superiores de las órdenes y las congregaciones más importantes de la Iglesia católica lo eligieron presidente de su organismo coordinador -la Unión de Superiores generales de las órdenes y las congregaciones- y el papa Francisco, como asumiendo esa confianza de los superiores mayores, lo ha nombrado arzobispo y lo ha puesto como segundo responsable -después del cardenal prefecto, el brasileño Joao Braqz de Aviz- de la Congregación para los Religiosos de la Curia romana. 
Este arzobispo dijo, durante su visita a Barcelona, que cuando recibe a los obispos que hacen la visita ad limina quinquenal y llega el momento de hablar de los religiosos, les dice a los obispos: "¿Se han preguntado qué serían sus diócesis sin la presencia de los religiosos y las religiosas y de sus obras?" Esta es una pregunta que nos deberíamos hacer todos, y puedo decir que personalmente me la he hecho y me la hago a menudo, porque estoy muy convencido de que los religiosos y sus obras son un gran bien no sólo para la Iglesia sino también para toda la sociedad. 
Recuerdo esto porque este domingo empezamos el que se ha denominado Año de la Vida Religiosa: las celebraciones se prolongarán durante todo el 2015 y hasta el 2 de febrero de 2016, fecha en que se celebra la Jornada Mundial de la Vida Consagrada. 
Es verdad que muchas instituciones de vida consagrada encuentran dificultades entre nosotros por falta de vocaciones. En otros lugares de la Iglesia no se da esta falta como entre nosotros. ¿Qué podemos hacer? 
En primer lugar, estimar este don de Dios para la Iglesia y para el mundo que son los hombres y las mujeres que, por amor a Dios y a los hermanos, viven más radicalmente la exigencia del bautismo y siguen radicalmente a Jesús en la castidad, la pobreza, la obediencia y la vida en común. Ellas y ellos han escuchado la invitación del Señor que dice: "Ven y sígueme". 
El papa Francisco, que como jesuita procede de la vida religiosa, nos propone la celebración de este Año dedicado a la vida consagrada porque comprender esta vocación y este estilo de vida nos ayuda a comprender la naturaleza íntima de toda vocación cristiana y la aspiración de toda la Iglesia, que, como esposa de Cristo, tiende hacia la unión con su único Esposo y hacia el cumplimiento de su voluntad. 
La vida consagrada es un don precioso y necesario también para nuestro tiempo y para el futuro del Pueblo de Dios, porque pertenece íntimamente a su vida, a su santidad y a su misión. 

Viaje apostólico del Papa a Turquía

Agenda

Viernes 28

Llegada al Aeropuerto Esemboğa de Ankara.
Acogida oficial.
Visita al Mausoleo de Atatürk.
Palacio Presidencial.
Ceremonia de bienvenida.
Visita de cortesía al Presidente de la República.
Encuentro con las autoridades (Discurso del Santo Padre).
Audiencia con el Primer Ministro.
Visita al Presidente de Asuntos Religiosos de Turquía (Diyanet) (Discurso del Santo Padre).

Sábado 29

Llegada al Aeropuerto Internacional Atatürk de Estambul.
Visita al Museo de Santa Sofía.
Visita a la Mezquita Sultan Ahmed.
Santa Misa en la Catedral católica del Espíritu Santo (Homilía del Santo Padre).
Oración Ecuménica en la iglesia patriarcal de San Jorge (Palabras del Santo Padre). 
Encuentro privado con S.S. Bartolomé I en el Palacio patriarcal. 

Domingo 30

Santa Misa privada en la Delegación Apostólica.
Divina Liturgia en la iglesia patriarcal de San Jorge (Palabras del Santo Padre).
Bendición ecuménica y firma de una Declaración conjunta.
Almuerzo del Santo Padre con SS. Bartolomé I en el Patriarcado Ecuménico.
Saludo de los alumnos del Oratorio Salesiano en los jardines de la Representación Pontificia.
Ceremonia de despedida en el Aeropuerto Internacional Atatürk de Estambul.
Salida en avión desde el Aeropuerto Internacional Atatürk de Estambul.
Llegada al Aeropuerto de Roma Ciampino.

11/27/14

Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa

Isabel Orellana Vilches (ZENIT.org)

Esta sección dedica expresamente un espacio a María. En esta ocasión para ensalzar la Medalla Milagrosa, festividad del día, que tanta devoción suscita en todo el mundo. Como es bien conocido, tiene su origen en las sucesivas apariciones de la Virgen a santa Catalina Labouré, y en las indicaciones que Ella le dio. El bien que viene reportando desde que comenzó a difundirse es inconmensurable. Ha dado lugar a numerosas conversiones.
Los hechos extraordinarios se produjeron en la capilla de la casa madre que poseen en París las Hijas de la Caridad –comunidad a la que pertenecía Catalina–, sita en la rue du Bac, número 140, y en la que había ingresado el 21 de abril de 1830. De modo que cuando ese mismo año comenzó a recibir las gracias de María, era una feliz novicia que había tenido la fortuna de asistir a la solemne traslación de las reliquias de su fundador, san Vicente de Paúl; éstas se encontraban en Nôtre-Dame y eran acogidas por los padres lazaristas en su capilla de la calle Sèvres. Él había sido quien en un sueño, aunque ella no había visto antes su efigie, le ayudó a dilucidar su vocación en un momento en el que dudaba acerca de la Orden en la que debía ingresar. 
Ya en los primeros meses de noviciado sus superiores apreciaron su piedad que sobresalía en medio de una inteligencia no especialmente brillante haciéndole pasar desapercibida. Su prudencia, la discreción que acompañaba a tantos rasgos de virtud, fueron también sus aliados para cumplir escrupulosamente la voluntad de la Virgen que no quiso que la noticia de sus apariciones vieran la luz en esos momentos. Catalina las confió únicamente a su confesor, el padre Aladel. La primera se produjo el 18 de julio de 1830 y lo que aconteció ese día, mientras la comunidad oraba, fue narrado por la religiosa al morir el sacerdote muchos años más tarde. Ella tan solo le sobrevivió unos meses. 
Esta inicial visión de la santa y las sucesivas son bien conocidas por la profusa difusión que se les ha dado desde el primer momento. Antes de que se produjeran, Catalina había sido favorecida con distintas apariciones en las que, además de ver a su fundador, vio a Cristo presente en el Santísimo Sacramento y como «Rey crucificado». Pero ella deseaba vivir la gracia de la aparición de María que había solicitado por mediación de su fundador. Así que ese día de 1830, camino de la medianoche, mientras se hallaba en su lecho escuchó que alguien pronunciaba su nombre. Era un niño vestido de blanco, de cuatro o cinco años, quien le avisó de que la Virgen la estaba esperando. En pos del pequeño, que desprendía «destellos», caminó hacia la capilla y percibió el crujir de una delicada prenda. El misterioso niño hizo la presentación: «He aquí la Santísima Virgen», que ella acogió turbada, de modo que aquél tuvo que repetir estas palabras. 
Sin salir de su asombro, la joven corrió a postrarse de rodillas ante la Virgen que la aguardaba sentada en un sillón junto al altar. Tuvo la inmensa gracia de poder apoyar sus manos sobre el halda de la Madre del cielo y de pasar junto a Ella lo que denominó el momento más feliz de su vida: «Sería imposible decir lo que experimenté. La Virgen me dijo cómo debía portarme con mi confesor y varias otras cosas». María le advirtió que Dios iba a confiarle una misión que le acarrearía tribulaciones, aunque las superaría buscando la gloria del Altísimo. En esa primera aparición ya le encomendó fundar la cofradía de las Hijas de María, indicación que fue materializada por el padre Aladel en 1840. 
El 27 de noviembre de ese mismo año 1830, a las 17:30 h., hallándose en oración en la capilla, nuevamente vio a la Virgen vestida de blanco en dos escenas encadenadas. En una de ellas la contempló sobre un globo dorado rematado con una cruz; bajo sus pies oprimía a una serpiente. Le dijo: «Esta bola representa al mundo entero, a Francia y a cada persona en particular». En la segunda Catalina observó que de sus manos abiertas, cuyos dedos estaban enjoyados con bellísimos anillos de piedras preciosas, brotaban unos rayos de fulgurante intensidad que se extendían por doquier. La Virgen explicó: «Estos rayos son el símbolo de las gracias que María consigue para los hombres»A continuación, apresada esta milagrosa aparición en un semicírculo, Catalina vio emerger la siguiente inscripción en letras de oro: «¡Oh María sin pecado concebida!, ruega por nosotros que recurrimos a ti». Una voz le instó: «Haz, haz acuñar una medalla según este modelo. Las personas que la lleven con confianza recibirán grandes gracias». 
El prodigio culminó al contemplar el reverso de la medalla conformada por la Virgen; apreció que estaba compuesta por una cruz sobre la letra «M», inicial de María. Abajo estaba clausurada por dos corazones, uno de ellos coronado de espinas y otro atravesado por una espada, símbolo de los Sagrados Corazones de Jesús y de María. En diciembre de ese mismo año mientras oraba de nuevo, pero en este caso detrás del altar, vio el cuadro de la medalla. Era la última ocasión en la que se produjo esta aparición: «Estos rayos son el símbolo de las gracias que la Virgen Santísima consigue para las personas que le piden… Ya no me verás más». 
Tal como vaticinó María, las pruebas llegaron enseguida. Su confesor, padre Aladel, fue el primero que no la creyó aconsejándole que se olvidara de ello. Pero, pasó el tiempo y el clamor interno para se cumpliera la petición de la Virgen persistía. El arzobispo de París, monseñor Quélen, tomó cartas en el asunto y concluyó reconociendo la autenticidad de los hechos. El padre Aladel acuñó la medalla, aunque faltaban algunos detalles. En la epidemia de cólera de 1832 la profusión que se hizo de la misma obró muchos milagros y conversiones. En 1846 el papa Gregorio XVI confirmó la veracidad de las apariciones. Catalina murió el 31 de diciembre de 1876.

¿Somos corruptos como Babilonia o distraídos como Jerusalén?

El Papa en la homilía de este jueves



Babilonia y Jerusalén. Son las dos ciudades de las que hablan las lecturas de hoy, tomadas del Apocalipsis (Ap 18,1-2.21-23;19,1-3.9a) y del Evangelio de San Lucas (Lc 21,20-28). Ambas lecturas atraen nuestra atención sobre el fin de este mundo. Y, para que meditemos, nos habla de la caída de las dos ciudades que no acogieron al Señor, y se alejaron de Él. La caída de las dos ciudades sucede por motivos diferentes.
Babilonia es el símbolo del mal y del pecado, y cae por corrupción, porque se sentía dueña del mundo y de sí misma. Y, cuando se acumula el pecado, se pierde la capacidad de reacción y empiezan a marchitarse. Y lo mismo les pasa a las personas corruptas, que no tienen fuerza para reaccionar. Porque la corrupción te da cierta felicidad, te da poder, y hasta te hace sentir satisfecho de ti mismo; pero no se deja sitio al Señor ni la conversión. Y hoy, la palabra corrupciónnos dice mucho a todos: no solo la corrupción económica, sino la corrupción de tantos pecados distintos; corrupción con espíritu pagano, con espíritu mundano. ¡La corrupción más fea es el espíritu de mundanidad! Esa cultura corrupta te hace sentir como el Paraíso aquí, pleno, abundante; pero dentro, esa cultura corrupta es una cultura putrefacta. Esa Babilonia simboliza toda sociedad, toda cultura, toda persona alejada de Dios, alejada del amor al prójimo, ¡pero se acaba marchitando!
Jerusalén cae por otro motivo. Jerusalén es la esposa del Señor, pero no se dio cuenta de las visitas del Esposo, e hizo llorar al Señor. Babilonia cae por corrupción; Jerusalén por distracción, por no recibir al Señor que viene a salvarla.No se sentía necesitada de salvación. Tenía los escritos de los profetas, de Moisés, y eso le bastaba. ¡Pero eran escritos cerrados! No deja sitio para ser salvada: ¡tenía la puerta cerrada para el Señor! El Señor llamaba a la puerta, pero no había disponibilidad para recibirlo, ni escucharlo, ni dejarse salvarse por Él. Y cae…
Estos dos ejemplos nos pueden ayudar a pensar en nuestra vida. ¿Somos semejantes a la corrupta Babilonia o a la distraída Jerusalén?
En todo caso, el mensaje de la Iglesia en estos días no acaba con la destrucción: en ambos textos hay una promesa de esperanza. Jesús nos exhorta a levantar la cabeza, a no dejarse asustar por los paganos. Esos tienen su tiempo y tenemos que soportarlo con paciencia, como soportó el Señor su Pasión. Cuando pensemos en el fin, con todos nuestros pecados, con toda nuestra historia, pensemos en el banquete que gratuitamente se nos dará, y levantemos la cabeza (cfr. Lc, 21,28). Nada de depresión: ¡esperanza!
Pero la realidad es fea: hay tantos pueblos, ciudades y gentes que sufren, tantas guerras, tanto odio, tanta envidia, tanta mundanidad espiritual y tanta corrupción. ¡Sí, es verdad! ¡Pero todo eso caerá! Pidamos, pues, al Señor la gracia de estar preparados para el banquete que nos espera, con la cabeza siempre alta.

11/26/14

La Iglesia peregrina hacia el Cielo, donde seremos revestidos de alegrí­a, de paz y del amor de Dios

El Papa en la Audiencia general


 

Queridos hermanos y hermanas:
Un poco feo el día ¿eh? Pero vosotros sois valientes. Esperemos rezar juntos hoy.
En el presentar la Iglesia a los hombres de nuestro tiempo, el Concilio Vaticano II tenía muy presente una verdad fundamental, que no hay que olvidar nunca: la Iglesia no es una realidad estática, quieta, un fin en sí mismo, sino que está continuamente en camino en la historia, hacia la meta última y maravillosa que es el Reino de los Cielos, del que la Iglesia en la Tierra es la semilla y el inicio.
Cuando nos dirigimos hacia este horizonte, nos damos cuenta que nuestras imaginación se para, descubriéndose capaz apenas de intuir el esplendor del misterio que sobrepasa nuestros sentidos. Y surgen en nosotros algunas preguntas espontáneas: ¿cuándo sucederá este paso final? ¿Cómo será la nueva dimensión en la que entrará la Iglesia? ¿Qué será entonces de la humanidad? ¿Y de la creación que le rodea? Pero estas preguntas no son nuevas, las habían hecho ya los discípulos a Jesús en aquel tiempo. ¿Cuando será esto? ¿Cuando será el triunfo del Espíritu sobre la creación...? Son preguntas humanas, preguntas antiguas. También nosotros hacemos estas preguntas.
La Constitución conciliar Gaudium et spes, frente a estas preguntas que resuenan desde siempre en el corazón del hombre afirma: "Ignoramos el tiempo en que se hará la consumación de la tierra y de la humanidad. Tampoco conocemos de qué manera se transformará el universo. La figura de este mundo, afeada por el pecado, pasa, pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia, y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano". Esta es la meta a la que tiende la Iglesia, como dice la Biblia: es la "Nueva Jerusalén", el "Paraíso". Más que de un lugar, se trata de un "estado" del alma en el que nuestras esperanzas más profundas serán cumplidas de forma sobreabundante y nuestro ser, como criaturas y como hijos de Dios, alcanzará  la plena maduración. Seremos finalmente revestidos de la alegría,  de la paz y del amor de Dios de forma completa, sin ningún límite, y estaremos cara a cara con Él.  Es bonito pensar esto. Pensar en el cielo. Per todos nosotros nos encontraremos allí. Todos, todos... Es bonito, da fuerza al alma.
En esta perspectiva, es bonito percibir como hay una continuidad y una comunión de fondo entre la Iglesia celeste y la que aún está en camino en la tierra. Los que ya viven a los ojos de Dios pueden de hechos sostenernos e interceder por nosotros, rezar por nosotros. Por otro lado, también nosotros estamos siempre invitados a ofrecer obras buenas, oraciones y la misma Eucaristía para aliviar la tribulación de las almas que están aún en espera de la beatitud sin fin. Sí, porque en la prospectiva cristiana la distinción ya no está entre quien esta ya muerto y quien no lo está aún, ¡sino entre quién está en Cristo y quien no lo está! Este es el elemento determinante realmente decisivo para nuestra salvación y para nuestra felicidad.  
Al mismo tiempo, la Sagrada Escritura nos enseña que el cumplimiento de este diseño maravilloso no puede no interesar también todo lo que nos rodea y que ha salido del pensamiento y del corazón de Dios. El apóstol Pablo lo afirma de forma explícita, cuando dice que "también la misma creación, toda la creación, será la libertad de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios". Otros textos utilizan la imagen del "cielo nuevo" y de la "tierra nueva", en el sentido que todo el universo será renovado y será liberado una vez para siempre de todo rastro de mal y de la misma muerte.
Esta que se presenta,  como cumplimiento de una transformación que en realidad está ya en acto a partir de la muerte y resurrección de Cristo, es por tanto una nueva creación; no por tanto una aniquilación del cosmos y de todo lo que nos rodea, sino un llevar cada cosa a su plenitud de ser, de verdad y de belleza. Este es el diseño que Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, desde siempre quiere realizar y está realizando.
Queridos amigos, cuando pensamos en estas realidades estupendas que nos esperan, nos damos cuanta de cuánto pertenecer a  la Iglesia sea realmente un don maravilloso, ¡que lleva inscrita una vocación altísima! Podamos a la Virgen María, Madre de la Iglesia, vigilar siempre nuestro camino y ayudarnos a ser, como Ella, signo alegre de confianza y de esperanza en medio de nuestros hermanos.

Discurso del Papa al Consejo de Europa


   Señor Secretario General, Señora Presidenta, Excelencias, Señoras y Señores:

Me alegra poder tomar la palabra en esta Convención que reúne una representación significativa de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, de representantes de los países miembros, de los jueces del Tribunal Europeo de los derechos humanos, así como de las diversas Instituciones que componen el Consejo de Europa. En efecto, casi toda Europa está presente en esta aula, con sus pueblos, sus idiomas, sus expresiones culturales y religiosas, que constituyen la riqueza de este Continente. Estoy especialmente agradecido al Señor Secretario General del Consejo de Europa, Sr. Thorbjørn Jagland, por su amable invitación y las cordiales palabras de bienvenida que me ha dirigido. Saludo también a la Sra. Anne Brasseur, Presidente de la Asamblea Parlamentaria. Agradezco a todos de corazón su compromiso y la contribución que ofrecen a la paz en Europa, a través de la promoción de la democracia, los derechos humanos y el estado de derecho.
En la intención de sus Padres fundadores, el Consejo de Europa, que este año celebra su 65 aniversario, respondía a una tendencia ideal hacia la unidad, que ha animado en varias fases la vida del Continente desde la antigüedad. Sin embargo, a lo largo de los siglos, han prevalecido muchas veces las tendencias particularistas, marcadas por reiterados propósitos hegemónicos. Baste decir que, diez años antes de aquel 5 de mayo de 1949, cuando se firmó en Londres el Tratado que estableció el Consejo de Europa, comenzaba el conflicto más sangriento y cruel que recuerdan estas tierras, cuyas divisiones han continuado durante muchos años después, cuando el llamado Telón de Acero dividió en dos el Continente, desde el mar Báltico hasta el Golfo de Trieste. El proyecto de los Padres fundadores era reconstruir Europa con un espíritu de servicio mutuo, que aún hoy, en un mundo más proclive a reivindicar que a servir, debe ser la llave maestra de la misión del Consejo de Europa, en favor de la paz, la libertad y la dignidad humana.
Por otro lado, el camino privilegiado para la paz −para evitar que se repita lo ocurrido en las dos guerras mundiales del siglo pasado− es reconocer en el otro no un enemigo que combatir, sino un hermano a quien acoger. Es un proceso continuo, que nunca puede darse por logrado plenamente. Esto es precisamente lo que intuyeron los Padres fundadores, que entendieron cómo la paz era un bien que se debe conquistar continuamente, y que exige una vigilancia absoluta. Eran conscientes de que las guerras se alimentan por los intentos de apropiarse espacios, cristalizar los procesos avanzados y tratar de detenerlos; ellos, por el contrario, buscaban la paz que sólo puede alcanzarse con la actitud constante de iniciar procesos y llevarlos adelante.
Afirmaban de este modo la voluntad de caminar madurando con el tiempo, porque es precisamente el tiempo lo que gobierna los espacios, los ilumina y los transforma en una cadena de crecimiento continuo, sin vuelta atrás. Por eso, construir la paz requiere privilegiar las acciones que generan nuevo dinamismo en la sociedad e involucran a otras personas y otros grupos que los desarrollen, hasta que den fruto en acontecimientos históricos importantes.
Por esta razón dieron vida a este Organismo estable. Algunos años más tarde, el beato Pablo VI recordó que «las mismas instituciones que en el orden jurídico y en el concierto internacional tienen la función y el mérito de proclamar y de conservar la paz alcanzan su providencial finalidad cuando están continuamente en acción, cuando en todo momento saben engendrar la paz, hacer la paz». Es preciso un proceso constante de humanización, y «no basta reprimir las guerras, suspender las luchas (...); no basta una paz impuesta, una paz utilitaria y provisoria; hay que tender a una paz amada, libre, fraterna, es decir, fundada en la reconciliación de los ánimos». Es decir, continuar los procesos sin ansiedad, pero ciertamente con convicciones claras y con tesón.
Para lograr el bien de la paz es necesario ante todo educar para ella, abandonando una cultura del conflicto, que tiende al miedo del otro, a la marginación de quien piensa y vive de manera diferente. Es cierto que el conflicto no puede ser ignorado o encubierto, debe ser asumido. Pero si nos quedamos atascados en él, perdemos perspectiva, los horizontes se limitan y la realidad misma sigue estando fragmentada. Cuando nos paramos en la situación conflictual perdemos el sentido de la unidad profunda de la realidad, detenemos la historia y caemos en desgastes internos y en contradicciones estériles.
Por desgracia, la paz está todavía demasiado a menudo herida. Lo está en tantas partes del mundo, donde arrecian furiosos conflictos de diversa índole. Lo está aquí, en Europa, donde no cesan las tensiones. Cuánto dolor y cuántos muertos se producen todavía en este Continente, que anhela la paz, pero que vuelve a caer fácilmente en las tentaciones de otros tiempos. Por eso es importante y prometedora la labor del Consejo de Europa en la búsqueda de una solución política a las crisis actuales.
Pero la paz sufre también por otras formas de conflicto, como el terrorismo religioso e internacional, embebido de un profundo desprecio por la vida humana y que mata indiscriminadamente a víctimas inocentes. Por desgracia, este fenómeno se abastece de un tráfico de armas a menudo impune. La Iglesia considera que «la carrera de armamentos es una plaga gravísima de la humanidad y perjudica a los pobres de modo intolerable». La paz también se quebranta por el tráfico de seres humanos, que es la nueva esclavitud de nuestro tiempo, y que convierte a las personas en un artículo de mercado, privando a las víctimas de toda dignidad. No es difícil constatar cómo estos fenómenos están a menudo relacionados entre sí. El Consejo de Europa, a través de sus Comités y Grupos de Expertos, juega un papel importante y significativo en la lucha contra estas formas de inhumanidad.
Con todo, la paz no es solamente ausencia de guerra, de conflictos y tensiones. En la visión cristiana, es al mismo tiempo un don de Dios y fruto de la acción libre y racional del hombre, que intenta buscar el bien común en la verdad y el amor. «Este orden racional y moral se apoya precisamente en la decisión de la conciencia de los seres humanos de buscar la armonía en sus relaciones mutuas, respetando la justicia en todos».
Entonces, ¿cómo lograr el objetivo ambicioso de la paz?
El camino elegido por el Consejo de Europa es ante todo el de la promoción de los derechos humanos, que enlaza con el desarrollo de la democracia y el estado de derecho. Es una tarea particularmente valiosa, con significativas implicaciones éticas y sociales, puesto que de una correcta comprensión de estos términos y una reflexión constante sobre ellos, depende el desarrollo de nuestras sociedades, su convivencia pacífica y su futuro. Este estudio es una de las grandes aportaciones que Europa ha ofrecido y sigue ofreciendo al mundo entero.
Así pues, en esta sede siento el deber de señalar la importancia de la contribución y la responsabilidad europea en el desarrollo cultural de la humanidad. Quisiera hacerlo a partir de una imagen tomada de un poeta italiano del siglo XX, Clemente Rebora, que, en uno de sus poemas, describe un álamo, con sus ramas tendidas al cielo y movidas por el viento, su tronco sólido y firme, y sus raíces profundamente ancladas en la tierra. En cierto sentido, podemos pensar en Europa a la luz de esta imagen.
A lo largo de su historia, siempre ha tendido hacia lo alto, hacia nuevas y ambiciosas metas, impulsada por un deseo insaciable de conocimientos, desarrollo, progreso, paz y unidad. Pero el crecimiento del pensamiento, la cultura, los descubrimientos científicos son posibles por la solidez del tronco y la profundidad de las raíces que lo alimentan. Si pierde las raíces, el tronco se vacía lentamente y muere, y las ramas −antes exuberantes y rectas− se pliegan hacia la tierra y caen. Aquí está tal vez una de las paradojas más incomprensibles para una mentalidad científica aislada: para caminar hacia el futuro hace falta el pasado, se necesitan raíces profundas, y también se requiere el valor de no esconderse ante el presente y sus desafíos. Hace falta memoria, valor y una sana y humana utopía.
Por otro lado −observa Rebora− «el tronco se ahonda donde es más verdadero». Las raíces se nutren de la verdad, que es el alimento, la linfa vital de toda sociedad que quiera ser auténticamente libre, humana y solidaria. Además, la verdad hace un llamamiento a la conciencia, que es irreductible a los condicionamientos, y por tanto capaz de conocer su propia dignidad y estar abierta a lo absoluto, convirtiéndose en fuente de opciones fundamentales guiadas por la búsqueda del bien para los demás y para sí mismo, y la sede de una libertad responsable.
También hay que tener en cuenta que, sin esta búsqueda de la verdad, cada uno se convierte en medida de sí mismo y de sus actos, abriendo el camino a una afirmación subjetiva de los derechos, por lo que el concepto de derecho humano, que tiene en sí mismo un valor universal, queda sustituido por la idea del derecho individualista. Esto lleva al sustancial descuido de los demás, y a fomentar esa globalización de la indiferencia que nace del egoísmo, fruto de una concepción del hombre incapaz de acoger la verdad y vivir una auténtica dimensión social.
Este individualismo nos hace humanamente pobres y culturalmente estériles, pues cercena de hecho esas raíces fecundas que mantienen la vida del árbol. Del individualismo indiferente nace el culto a la opulencia, que corresponde a la cultura del descarte en la que estamos inmersos. Efectivamente, tenemos demasiadas cosas, que a menudo no sirven, pero ya no somos capaces de construir auténticas relaciones humanas, basadas en la verdad y el respeto mutuo. Así, hoy tenemos ante nuestros ojos la imagen de una Europa herida, por las muchas pruebas del pasado, pero también por la crisis del presente, que ya no parece ser capaz de hacerle frente con la vitalidad y la energía del pasado. Una Europa un poco cansada y pesimista, que se siente asediada por las novedades de otros continentes.
Podemos preguntar a Europa: ¿Dónde está tu vigor? ¿Dónde está esa tensión ideal que ha animado y hecho grande tu historia? ¿Dónde está tu espíritu de emprendedor curioso? ¿Dónde está tu sed de verdad, que hasta ahora has comunicado al mundo con pasión?
De la respuesta a estas preguntas dependerá el futuro del Continente. Por otro lado −volviendo a la imagen de Rebora− un tronco sin raíces puede seguir teniendo una apariencia vital, pero por dentro se vacía y muere. Europa debe reflexionar sobre si su inmenso patrimonio humano, artístico, técnico, social, político, económico y religioso es un simple retazo del pasado para museo, o si todavía es capaz de inspirar la cultura y abrir sus tesoros a toda la humanidad. En la respuesta a este interrogante, el Consejo de Europa y sus instituciones tienen un papel de primera importancia.
Pienso especialmente en el papel de la Corte Europea de los Derechos Humanos, que es de alguna manera la «conciencia» de Europa en el respeto de los derechos humanos. Mi esperanza es que dicha conciencia madure cada vez más, no por un mero consenso entre las partes, sino como resultado de la tensión hacia esas raíces profundas, que es el pilar sobre los que los Padres fundadores de la Europa contemporánea decidieron edificar.
Junto a las raíces −que se deben buscar, encontrar y mantener vivas con el ejercicio cotidiano de la memoria, pues constituyen el patrimonio genético de Europa−, están los desafíos actuales del Continente, que nos obligan a una creatividad continua, para que estas raíces sean fructíferas hoy, y se proyecten hacia utopías del futuro. Permítanme mencionar sólo dos: el reto de la multipolaridad y el desafío de latransversalidad.
La historia de Europa puede llevarnos a concebirla ingenuamente como una bipolaridad o, como mucho, unatripolaridad (pensemos en la antigua concepción: Roma - Bizancio - Moscú), y dentro de este esquema, fruto de reduccionismos geopolíticos hegemónicos, movernos en la interpretación del presente y en la proyección hacia la utopía del futuro.
Hoy las cosas no son así, y podemos hablar legítimamente de una Europa multipolar. Las tensiones −tanto las que construyen como las que disgregan− se producen entre múltiples polos culturales, religiosos y políticos. Europa afronta hoy el reto de «globalizar» de modo original esta multipolaridad. Las culturas no se identifican necesariamente con los países: algunos de ellos tienen diferentes culturas y algunas culturas se manifiestan en diferentes países. Lo mismo ocurre con las expresiones políticas, religiosas y asociativas.
Globalizar de modo original −subrayo esto: de modo original− la multipolaridad comporta el reto de una armonía constructiva, libre de hegemonías que, aunque pragmáticamente parecen facilitar el camino, terminan por destruir la originalidad cultural y religiosa de los pueblos.
Hablar de la multipolaridad europea es hablar de pueblos que nacen, crecen y se proyectan hacia el futuro. La tarea de globalizar la multipolaridad de Europa no se puede imaginar con la figura de la esfera −donde todo es igual y ordenado, pero que resulta reductiva puesto que cada punto es equidistante del centro−, sino más bien con la del poliedro, donde la unidad armónica del todo conserva la particularidad de cada una de las partes. Hoy Europa es multipolar en sus relaciones y tensiones; no se puede pensar ni construir Europa sin asumir a fondo esta realidad multipolar.
El otro reto que quisiera mencionar es la transversalidad. Comienzo con una experiencia personal: en los encuentros con políticos de diferentes países de Europa, he notado que los jóvenes afrontan la realidad política desde una perspectiva diferente a la de sus colegas más adultos. Tal vez dicen cosas aparentemente semejantes, pero el enfoque es diverso. La letra es similar, pero la música es diferente. Esto ocurre en los jóvenes políticos de diferentes partidos. Y es un dato que indica una realidad de la Europa actual de la que no se puede prescindir en el camino de la consolidación continental y de su proyección de futuro: tener en cuenta esta transversalidad que se percibe en todos los campos. No se puede recorrer este camino sin recurrir al diálogo, también intergeneracional. Si quisiéramos definir hoy el Continente, debemos hablar de una Europa dialogante, que sabe poner la transversalidad de opiniones y reflexiones al servicio de pueblos armónicamente unidos.
Asumir este camino de la comunicación transversal no sólo comporta empatía intergeneracional, sino metodología histórica de crecimiento. En el mundo político actual de Europa, resulta estéril el diálogo meramente en el seno de los organismos (políticos, religiosos, culturales) de la propia pertenencia. La historia pide hoy la capacidad de salir de las estructuras que «contienen» la propia identidad, con el fin de hacerla más fuerte y más fructífera en la confrontación fraterna de la transversalidad. Una Europa que dialogue únicamente dentro de los grupos cerrados de pertenencia se queda a mitad de camino; se necesita el espíritu juvenil que acepte el reto de la transversalidad.
En esta perspectiva, acojo favorablemente la voluntad del Consejo de Europa de invertir en el diálogo intercultural, incluyendo su dimensión religiosa, mediante los Encuentros sobre la dimensión religiosa del diálogo intercultural. Es una oportunidad provechosa para el intercambio abierto, respetuoso y enriquecedor entre las personas y grupos de diverso origen, tradición étnica, lingüística y religiosa, en un espíritu de comprensión y respeto mutuo.
Dichos encuentros parecen particularmente importantes en el ambiente actual multicultural, multipolar, en busca de una propia fisionomía, para combinar con sabiduría la identidad europea que se ha formado a lo largo de los siglos con las solicitudes que llegan de otros pueblos que ahora se asoman al Continente.
En esta lógica se incluye la aportación que el cristianismo puede ofrecer hoy al desarrollo cultural y social europeo en el ámbito de una correcta relación entre religión y sociedad. En la visión cristiana, razón y fe, religión y sociedad, están llamadas a iluminarse una a otra, apoyándose mutuamente y, si fuera necesario, purificándose recíprocamente de los extremismos ideológicos en que pueden caer. Toda la sociedad europea se beneficiará de una reavivada relación entre los dos ámbitos, tanto para hacer frente a un fundamentalismo religioso, que es sobre todo enemigo de Dios, como para evitar una razón «reducida», que no honra al hombre.
Estoy convencido de que hay muchos temas, y actuales, en los que puede haber un enriquecimiento mutuo, en los que la Iglesia Católica −especialmente a través del Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa (CCEE)− puede colaborar con el Consejo de Europa y ofrecer una contribución fundamental. En primer lugar, a la luz de lo que acabo de decir, en el ámbito de una reflexión ética sobre los derechos humanos, sobre los que esta Organización está frecuentemente llamada a reflexionar. Pienso particularmente en las cuestiones relacionadas con la protección de la vida humana, cuestiones delicadas que han de ser sometidas a un examen cuidadoso, que tenga en cuenta la verdad de todo el ser humano, sin limitarse a campos específicos, médicos, científicos o jurídicos.
También hay numerosos retos del mundo contemporáneo que precisan estudio y un compromiso común, comenzando por la acogida  de los emigrantes, que necesitan antes que nada lo esencial para vivir, pero, sobre todo, que se les reconozca su dignidad como personas. Después tenemos todo el grave problema del trabajo, especialmente por los elevados niveles de desempleo juvenil que se produce en muchos países −una verdadera hipoteca para el futuro−, pero también por la cuestión de la dignidad del trabajo.
Espero ardientemente que se instaure una nueva colaboración social y económica, libre de condicionamientos ideológicos, que sepa afrontar el mundo globalizado, manteniendo vivo el sentido de la solidaridad y de la caridad mutua, que tanto ha caracterizado el rostro de Europa, gracias a la generosa labor de cientos de hombres y mujeres −algunos de los cuales la Iglesia Católica considera santos− que, a lo largo de los siglos, se han esforzado por desarrollar el Continente, tanto mediante la actividad empresarial como con obras educativas, asistenciales y de promoción humana. Estas últimas, sobre todo, son un punto de referencia importante para tantos pobres que viven en Europa. ¡Cuántos hay por nuestras calles! No sólo piden pan para el sustento, que es el más básico de los derechos, sino también redescubrir el valor de la propia vida, que la pobreza tiende a hacer olvidar, y recuperar la dignidad que el trabajo confiere.
En fin, entre los temas que requieren nuestra reflexión y nuestra colaboración está la defensa del medio ambiente, de nuestra querida Tierra, el gran recurso que Dios nos ha dado y que está a nuestra disposición, no para ser desfigurada, explotada y denigrada, sino para que, disfrutando de su inmensa belleza, podamos vivir con dignidad.
Señor Secretario, Señora Presidenta, Excelencias, Señoras y Señores,
El beato Pablo VI calificó a la Iglesia como «experta en humanidad». En el mundo, a imitación de Cristo, y no obstante los pecados de sus hijos, ella no busca más que servir y dar testimonio de la verdad. Nada más, sino sólo este espíritu, nos guía en el alentar el camino de la humanidad.
Con esta disposición, la Santa Sede tiene la intención de continuar su colaboración con el Consejo de Europa, que hoy desempeña un papel fundamental para forjar la mentalidad de las futuras generaciones de europeos. Se trata de realizar juntos una reflexión a todo campo, para que se instaure una especie de «nueva agorá», en la que toda instancia civil y religiosa pueda confrontarse libremente con las otras, si bien en la separación de ámbitos y en la diversidad de posiciones, animada exclusivamente por el deseo deverdad y de edificar el bien común. En efecto, la cultura nace siempre del encuentro mutuo, orientado a estimular la riqueza intelectual y la creatividad de cuantos participan; y esto, además de ser una práctica del bien, esto es belleza. Mi esperanza es que Europa, redescubriendo su patrimonio histórico y la profundidad de sus raíces, asumiendo su acentuada multipolaridad y el fenómeno de la transversalidad dialogante, reencuentre esa juventud de espíritu que la ha hecho fecunda y grande.
Gracias.