Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Tras los pasados meses, en los que he tenido la alegría de ver a muchos de vosotros, os escribo con la mirada puesta ya en el tema de la próxima reunión del Sínodo de los Obispos, que tendrá lugar dentro de un año en Roma: “Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional”. Como sabéis, la labor apostólica con la juventud estuvo muy presente en el reciente Congreso general[1]. Quisiera, con estas líneas, animaros simplemente a considerar −sin descender a detalles− cómo podemos intensificar este aspecto prioritario de nuestra vocación cristiana.
«¿Qué buscáis?», dice el Señor a Juan y Andrés, la primera vez que se acercan a Él (Jn 1,38). La juventud es un momento de búsqueda; es la época en que cobra protagonismo la pregunta “¿quién quiero ser?”, que para un cristiano significa también: “¿quién estoy llamado a ser?”. Es la pregunta por la vocación: sobre cómo corresponder al amor de Dios. «Y tú, querido joven, querida joven, −escribía el Papa Francisco hace dos años− ¿has sentido alguna vez en ti esta mirada de amor infinito que, más allá de todos tus pecados, limitaciones y fracasos, continúa fiándose de ti y mirando tu existencia con esperanza? ¿Eres consciente del valor que tienes ante Dios que por amor te ha dado todo?»[2]
Existen hoy muchos obstáculos, a veces complejos, que dificultan este encuentro personal con el amor de Dios; pero también hay signos de esperanza. «No es verdad −decía Benedicto XVI− que la juventud piense sobre todo en el consumo y en el placer. No es verdad que sea materialista y egoísta. Es verdad lo contrario: los jóvenes quieren cosas grandes»[3]. Esta afirmación responde a la realidad de la vida de muchos jóvenes, ilusionados por mejorar el mundo, aunque parezca chocar con la indolencia de tantos otros, a quienes vemos “envejecidos” por un constante bombardeo de consumo, entretenimiento, inmediatez, frivolidad. Es fácil lamentarse de esa situación; más exigente, en cambio, es procurar estar a la altura de esos deseos de cosas grandes que anidan, a veces encubiertos por una capa de aparente indiferencia, en sus corazones. ¿Somos capaces de hacerles vibrar con la belleza de la fe, de una vida vivida para los demás? Pregunto a cada uno de mis hijos e hijas más jóvenes: ¿sabes transmitir a tus amigos la vibración por ese Dios que es la Belleza, la Bondad, la Verdad, el único que puede saciar las ansias de felicidad de su corazón? Y a quienes no somos tan jóvenes por edad, pero procuramos mantener la juventud del corazón: ¿tratamos de entender sus dificultades, sus ilusiones? ¿Nos hacemos jóvenes con ellos?
A san Josemaría le gustaba el modo en que se llama en portugués a los jóvenes: os novos. En una ocasión comentaba: «Sed todos muy jóvenes. ¡Renovaos! (…) Renovar es volver a ser jóvenes, volver a ser nuevos, tener una nueva capacidad de entrega»[4]. Para animar a que muchas almas tengan sueños generosos de entrega a Dios y a los demás, es necesario que todos los cristianos nos esforcemos en ser testimonios auténticos de una vida que tiende sinceramente a la identificación con Jesucristo. A pesar de nuestras limitaciones, con la gracia de Dios podemos ser sembradores de paz y de alegría en el lugar −ya sea un rincón del mundo o una encrucijada de culturas− donde el Señor nos quiere. Procuremos conservar y potenciar la “juventud” que Dios nos da[5]. Nuestro testimonio sereno de esa juventud de espíritu deja siempre en los demás una impronta que, tarde o temprano, se revela como una ayuda para su vida.
Decía san Josemaría −y la consideración se extiende a todos los que inciden de un modo u otro en la educación de los jóvenes− que los padres son responsables del noventa por ciento de la vocación de sus hijos. Pensando en todos, pero especialmente en los cooperadores y en los supernumerarios y supernumerarias, a la vez que os animo a considerar si podéis aumentar, con creatividad y generosidad, vuestra implicación en las iniciativas de formación de la juventud (colegios, clubs, etc.), os sugiero que pongáis ante todo la mirada en vuestro hogar. Pensad si vuestros hijos pueden estar felices de pertenecer a su familia, porque tienen unos padres que les escuchan y les toman en serio, que les quieren como son; que se atreven a hacerse con ellos sus mismas preguntas; que les ayudan a percibir, en las pequeñas realidades de la vida diaria, el valor de las cosas, el esfuerzo que requiere sacar adelante un hogar; que saben exigirles, que no tienen miedo de ponerles en contacto con el sufrimiento y la fragilidad, tan presentes en la vida de mucha gente, quizá empezando por la propia familia; que les ayudan, con su piedad, a tocar a Dios, a ser «almas de oración». Ayudadles, en fin, a crecer sanos y fuertes de corazón, para que puedan escuchar a Dios que dice a cada uno y a cada una, como a Juan y Andrés, «venid y veréis» (Jn 1,39).
Os bendice con todo cariño
vuestro Padre,
Fernando
Roma, 24 de septiembre de 2017, nuestra Señora de la Merced.