Hace dos semanas vino a visitarme a Pamplona una valiosa antigua alumna que durante los últimos años ha recorrido medio mundo con estancias de estudio (Madrid, Almaty, Varsovia, Dubrovnik, etc.). Me contaba que había decidido regresar a su ciudad natal porque compartir es vivir. Tomé nota de su comentario porque me impactó esa expresión.
Muchos jóvenes hoy piensan que vivir es viajar, tener nuevas experiencias en lugares insólitos: desde montar en camello por el desierto del Sahara hasta bucear en los arrecifes de coral del mar del sur de la China, pasando por colaborar con una ONG en las inmediaciones del lago Turkana o contemplar el amanecer en un pico de los Andes. Sin embargo, antes o después, recapacitan como el hijo pródigo y caen en la cuenta de que la calidad de una vida está en función de la calidad de las relaciones afectivas libremente elegidas. Quien vive moviéndose de un lado para otro acumulando nuevas experiencias está siempre despidiéndose de personas a las que quizás ha comenzado a querer. Inevitablemente va desgarrando periódicamente su corazón. “Volveré a mi ciudad, recuperaré los lazos familiares, los amigos de la infancia y juventud”, se decía a sí misma −y me decía a mí− aquella antigua alumna que había recorrido medio mundo.
Los seres humanos no podemos vivir a la intemperie; necesitamos un hogar, ese “lugar al que se vuelve”, como dice hermosamente Rafael Alvira. Sin duda la convivencia con los demás inevitablemente genera en ocasiones algunos conflictos, pero a su vez el aislamiento radical empobrece nuestra vida hasta dejarla falta de sentido.
Para vivir de verdad hay que compartir nuestra vida con otros a los que queramos, hay que con-vivir. A la vez es preciso aprender a crear espacios y tiempos para poder cultivar nuestra vitalidad interior que es precisamente lo que podemos compartir con los demás. La superficialidad −que quizá caracteriza el estilo de moda en la actualidad−, la búsqueda de la gratificación inmediata y el miedo al compromiso imposibilitan el desarrollo de un horizonte personal que dé sentido a nuestra vida.
Así somos los seres humanos: hacemos nuestra biografía con los demás y vivimos compartiendo nuestra vida. Como me escribe Gabriel Zanotti: “Menos turismo y más hogar”. O más poéticamente el aforismo de Enrique García-Máiquez: “Las raíces del hombre son las personas que ama”.
P. S. No me resisto a añadir como apostilla el atractivo testimonio que me escribe la filósofa Marcela C. desde Chile:
“Hace poco más de tres meses nació nuestro séptimo hijo: Agustín. Así que he estado muy ocupada el último tiempo con la maternidad por siete! Y te escribo ahora con Agustín en los brazos…
Sobre el texto que envías ahora, pienso que se trata de la verdad humana más radical y, al mismo tiempo, la más olvidada en nuestros días. Es muy triste ver tantas vidas frustradas porque no han sabido compartir. ¡Qué importante es la familia! El lugar donde se vuelve, pero, también, el único lugar donde germina y se cultiva la capacidad de amar. Comprender estos misterios es una tarea que requiere del fuego lento al que crecemos en la familia. Poco a poco, en la vida cotidiana. En la convivencia diaria con personas que amamos y que nos aman”.