Mons. Felipe Arizmendi Esquivel
Obispo Emérito de San Cristóbal de Las Casas
VER
Asistí al matrimonio canónico de una sobrina nieta, que duró algunos años viviendo con su pareja, tuvieron un hijo, pero no se decidían a casarse por ninguna ley, por las dudas sobre si eran el uno para el otro y si podrían llevar la vida juntos para siempre, más por sus limitaciones económicas. Son ya mayores de 30 años, pero su incertidumbre para asumir compromisos definitivos les llevó a retrasar su matrimonio.
Hace años, era común que las muchachas se casaran entre 16 y 22 años, y los muchachos entre 18 y 25. Desde esa edad, decidían comprometerse para siempre, y eran pocos los que rompían esta opción. Hoy, se retrasa mucho el matrimonio, no sólo el religioso, sino también el civil y aún la convivencia conyugal, por las inconsistencias económicas, por la prolongación de los estudios universitarios, pero sobre todo por su resistencia a asumir decisiones para toda la vida. Es más cómodo ser adolescente por largos años, depender económicamente de sus padres, nunca terminar de estudiar y gozar una libertad de solteros sin responsabilidades permanentes y definitivas.
En las comunidades indígenas, era común que los papás casaran a sus hijas entre los 14 y 16 años, muchas veces sin un noviazgo previo, y a los muchachos entre 16 y 17 años, cosa que a todas luces es inhumana, pero casi no había casos de separación o divorcio. Las mujeres así lo asumían como algo propio de su cultura. Hoy todo esto ha cambiado. Como ya estudian incluso carreras universitarias, ya viven un noviazgo, retrasan también su casamiento y conviven maritalmente, como una nueva cultura.
Yo fui ordenado sacerdote apenas con un poco más de 23 años, y asumí con entera libertad y conciencia esta consagración de por vida. El 25 de agosto cumplo 56 años de ordenación, y nunca me he arrepentido del regalo de Dios y de mi compromiso con El y con su Pueblo. Hoy, muchos jóvenes seminaristas son ordenados cerca de los 30 años, o más, y algunos retrasan su consagración porque nunca se les acaban las dudas vocacionales, padecen una inconsistencia psicológica que les hace prolongar demasiado su adolescencia y no decidirse a un compromiso de por vida.
Acabo de conocer a un joven que participó en un Preseminario, fue aceptado para ingresar al Seminario, ya terminó el bachillerato, tiene muchos deseos de ser sacerdote, pero no se decide a dar este paso y va a cursar una carrera universitaria, a ver cuándo se le pasa la adolescencia…
PENSAR
El Papa Francisco, en su Exhortación Christus vivit, afirma: “La juventud, fase del desarrollo de la personalidad, está marcada por sueños que van tomando cuerpo, por elecciones que construyen gradualmente un proyecto de vida. En este período de la vida, los jóvenes están llamados a proyectarse hacia adelante sin cortar con sus raíces, a construir autonomía, pero no en solitario” (137).
“Algunos jóvenes quizás rechazan esta etapa de la vida, porque quisieran seguir siendo niños, o desean una prolongación indefinida de la adolescencia y el aplazamiento de las decisiones; el miedo a lo definitivo genera así una especie de parálisis en la toma de decisiones. La juventud, sin embargo, no puede ser un tiempo en suspenso: es la edad de las decisiones y precisamente en esto consiste su atractivo y su mayor cometido. Los jóvenes toman decisiones en el ámbito profesional, social, político, y otras más radicales que darán una configuración determinante a su existencia. También toman decisiones en lo que tiene que ver con el amor, en la elección de la pareja y en la opción de tener los primeros hijos” (140).
“Pero en contra de los sueños que movilizan decisiones, siempre «existe la amenaza del lamento, de la resignación. Esto lo dejamos para aquellos que siguen a la ‘diosa lamentación’. Es un engaño: te hace tomar la senda equivocada. Cuando todo parece paralizado y estancado, cuando los problemas personales nos inquietan, los malestares sociales no encuentran las debidas respuestas, no es bueno darse por vencido. El camino es Jesús: hacerle subir a nuestra barca y remar mar adentro con Él. ¡Él es el Señor! Él cambia la perspectiva de la vida. La fe en Jesús conduce a una esperanza que va más allá, a una certeza fundada no sólo en nuestras cualidades y habilidades, sino en la Palabra de Dios, en la invitación que viene de Él. Sin hacer demasiados cálculos humanos ni preocuparse por verificar si la realidad que los rodea coincide con sus seguridades. Remen mar adentro, salgan de ustedes mismos” (141).
“Jóvenes, no renuncien a lo mejor de su juventud, no observen la vida desde un balcón. No confundan la felicidad con un diván ni vivan toda su vida detrás de una pantalla. Tampoco se conviertan en el triste espectáculo de un vehículo abandonado. No sean autos estacionados, mejor dejen brotar los sueños y tomen decisiones. Arriesguen, aunque se equivoquen. No sobrevivan con el alma anestesiada ni miren el mundo como si fueran turistas. ¡Hagan lío! Echen fuera los miedos que los paralizan, para que no se conviertan en jóvenes momificados. ¡Vivan! ¡Entréguense a lo mejor de la vida! ¡Abran la puerta de la jaula y salgan a volar! Por favor, no se jubilen antes de tiempo” (143).
ACTUAR
¡Jóvenes! Decídanse ya. Entreguen todo su dinamismo vital a construir su presente y su futuro, a su familia, a su comunidad, a su patria, a su Iglesia.
¡Padres de familia! Eduquen a sus hijos para que progresivamente se vayan haciendo responsables de su vida, y no los hagan eternos dependientes.