10/17/19

“Oración y esperanza”

Monseñor Enrique Díaz Díaz


XXIX Domingo Ordinario
Éxodo 17, 8-13: “Mientras Moisés tenía las manos en alto, dominaba Israel”
Salmo 120: “El auxilio me viene del Señor”
 II Timoteo 3, 14-4,2: “El hombre de Dios será perfecto y enteramente preparado para toda obra buena”.
 San Lucas 18, 1-8: “Dios hará justicia a sus elegidos que claman a él”

Sin oración el hombre se queda clavado en sus propias limitaciones y en sus propios egoísmos. Sin oración el alma es tierra árida que nunca dará fruto. Sin oración el hombre vagará sin sentido y solitario. La oración es el encuentro con Dios.
Si pensamos en la oración como en una especie de santuario o de oasis donde podemos renovar nuestras fuerzas, donde encontramos paz, donde podemos reconocernos y valorarnos a nosotros mismos delante de Dios, descubriremos que no es algo secundario o de lo que podríamos prescindir. Es algo vital. Un gran pensador definía la oración como el respiro del alma, de tal forma que responde en primer lugar a una necesidad instintiva y solamente después se puede preguntar el por qué. Pero para hacer la oración necesitamos estar preparados, buscar la soledad y los espacios necesarios, sentirnos en presencia de Dios. Y no solamente en su presencia sino tratar de mirar con los ojos de Dios. Cuando Jesús insiste en la necesidad de una oración perseverante a algunos podría parecerles que es terquedad y egoísmo querer que Dios actúe conforme a nuestros deseos. Pero si buscamos “adaptar” nuestros ojos y nuestros deseos a los deseos de Dios, la oración se transforma en fuente de paz y de serenidad para afrontar las dificultades, para recibir no tanto lo que deseamos sino lo que Dios, en su bondad, dispone para nosotros.
Me impresiona este relato donde Jesús no escatima endosarle a Dios un traje de juez inicuo que a regañadientes y molesto accede a las peticiones legítimas de una viuda, con tal de resaltar la necesidad de una oración constante y confiada. Nadie más débil y solitario para pedir justicia que una viuda: sin familia, sin derechos, sin palabra, ante las injusticias recibidas y la indiferencia de quien debería hacer justicia; pero con una fe y una insistencia que logran doblegar la pasividad del perverso juez. Gran enseñanza para cada uno de nosotros, no porque la imagen del juez injusto case bien con un Dios que es bondad y justicia, sino porque la imagen de la viuda débil e impotente cuaja perfectamente con nuestra situación en un territorio asolado por la injusticia, donde nuestros gritos buscando soluciones se ahogan en la sangre de las víctimas, en la corrupción de las instituciones y en el miedo de todos los ciudadanos. La tentación es encerrarnos en nuestras propias seguridades y, mientras no nos toque la desgracia, dejar pasar todos los acontecimientos que están minando la esperanza y la seguridad de todos los mexicanos.
Quizás la parábola refleje la situación de las primeras comunidades ansiosas por una segunda venida de Jesucristo, pero en constante peligro de sucumbir en un medio hostil. Pero también refleja la situación presente en nuestra sociedad donde se hace palpable la injusticia que golpea sobre todo a los marginados e inocentes. El grito de la viuda es el mismo grito que no cesa día y noche como una oración de los oprimidos por un sistema injusto y por una guerra sin sentido. Es el grito desesperado del pequeño y débil que se siente impotente y sin confianza en sí mismo y que no tiene más remedio que acudir a Dios para resolver sus conflictos. Sin embargo, la actitud de la viuda no manifiesta un conformismo o una indiferencia: su oración está sostenida por una fe y una constancia que son capaces de doblegar los obstáculos más fuertes.
Jesús, el hombre de oración permanente, nos enseña la necesidad de orar siempre y sin desfallecer. Para El, como Hijo primogénito, estar en comunicación profunda con su Padre, era lo más connatural. Nosotros, hijos adoptivos del mismo Padre, por Cristo, ¡cómo necesitamos aprender a vivir en una relación semejante! Que el Espíritu Santo nos ayude a lograrlo. Entonces seremos hijos en verdad.
La imagen de Moisés, en la primera lectura, con los brazos alzados al cielo es una bella enseñanza de lo que alcanza la oración. Cuando Moisés ora, el pueblo vence; cuando Moisés se cansa, el pueblo es derrotado. Con nuestra oración, podemos lograr que el pueblo salga vencedor de sus enemigos y de sus esclavitudes. Orar en nombre del pueblo y a favor suyo, como lo hacemos sobre todo en la Eucaristía y la liturgia de las Horas. Con esta confianza, hay que acudir siempre a Él. La celebración de la Eucaristía es el culmen de toda oración.
Con frecuencia nos desesperamos porque nuestra oración no obtiene los resultados que nosotros esperábamos. Pero sería una grave equivocación pensar que es inútil. Nuestra oración es eficaz porque nos hace vivir con fe y confianza en el Padre y en actitud solidaria con los hermanos. Nos hace más creyentes y más humanos. Purifica nuestros criterios y amplía nuestros horizontes. Alienta nuestra esperanza para continuar batallando en la refriega diaria y nos sostiene en los momentos de angustia y desaliento. Quien se entrega confiado y generoso a la oración, quien dialoga con Dios sin desanimarse, descubre que no está solo, que a su lado, a veces silencioso y escondido, camina un Dios misericordioso.
En la oración encontramos el camino, la luz, la vida y la fuerza para transformar este mundo, donde hay jueces, autoridades, legisladores y ciudadanos en general que no temen a Dios ni respetan a los demás. Para superar el clima de sospecha y desconfianza que nos invade, de descalificación entre personas y partidos, necesitamos abrirnos al diálogo con Dios en la oración sencilla, humilde y confiada. Padre, en tus manos pongo mi vida.
Padre Misericordioso, ante nuestra impotencia y nuestra desesperación frente al mal y a la injusticia, nos abandonamos confiadamente en tus manos bondadosas para que, sin tardar, hagas brillar tu justicia. Amén.