10/07/19

Ser conscientes de la “compasión de Dios hacia nosotros” para testimoniarla

Homilía del Papa a los nuevos Cardenales

En el centro del episodio evangélico que hemos escuchado (Mc 6,30-37a) está la «compasión» de Jesús (cf. v. 34). Compasión, una palabra clave del Evangelio; está escrita en el corazón de Cristo, está escrita desde siempre en el corazón de Dios.
En los Evangelios, a menudo vemos a Jesús que siente compasión por las personas que sufren. Y cuanto más leemos y contemplamos, mejor entendemos que la compasión del Señor no es una actitud ocasional y esporádica, sino constante, es más, parece ser la actitud de su corazón, en el que se encarnó la misericordia de Dios.
Marcos, por ejemplo, cuenta que cuando Jesús empezó a recorrer Galilea predicando y expulsando a los demonios, se le acercó un leproso, «suplicándole de rodillas: “Si quieres, puedes limpiarme”. Compadecido, extendió la mano y lo tocó diciendo: “Quiero: queda limpio”» (1,40-42). En este gesto y en estas palabras está la misión de Jesús Redentor del hombre: Redentor en la compasión. Él encarna la voluntad de Dios de purificar al ser humano enfermo de la lepra del pecado; Él es la “mano extendida de Dios” que toca nuestra carne enferma y realiza esta obra llenando el abismo de la separación.
Jesús va a buscar a las personas descartadas, las que ya no tienen esperanza. Como ese hombre paralítico durante treinta y ocho años, postrado cerca de la piscina de Betesda, esperando en vano que alguien lo ayude a bajar al agua (cf. Jn 5,1-9).
Esta compasión no ha surgido en un momento concreto de la historia de la salvación, no, siempre ha estado en Dios, impresa en su corazón de Padre. Pensemos a la historia de la vocación de Moisés, por ejemplo, cuando Dios le habla desde la zarza ardiente y le dice: «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he oído sus quejas […]; conozco sus sufrimientos» (Ex 3,7). Ahí está la compasión del Padre.
El amor de Dios por su pueblo está imbuido de compasión, hasta el punto que, en esta relación de alianza, lo divino es compasivo, mientras parece que por desgracia lo humano está muy desprovisto de ella, y le resulta lejana. Dios mismo lo dice: «¿Cómo podría abandonarte, Efraín, entregarte, Israel? […] Mi corazón está perturbado, se conmueven mis entrañas. […] Porque yo soy Dios, y no hombre; santo en medio de vosotros, y no me dejo llevar por la ira» (Os 11,8-9).
Los discípulos de Jesús demuestran con frecuencia que no tienen compasión, como en este caso, ante el problema de dar de comer a las multitudes. Básicamente dicen: “Que se las arreglen…”. Es una actitud común entre nosotros los humanos, también para las personas religiosas e incluso dedicadas al culto. Nos lavamos las manos. El papel que ocupamos no es suficiente para hacernos compasivos, como lo demuestra el comportamiento del sacerdote y el levita que, al ver a un hombre moribundo al costado del camino, pasaron de largo dando un rodeo (cf. Lc 10,31-32). Habrán pensado para sí: “No me concierne”. Siempre hay un pretexto, alguna justificación para mirar hacia otro lado. Y cuando una persona de Iglesia se convierte en funcionario, este es el resultado más amargo. Siempre hay justificaciones; a veces están codificadas y dan lugar a los “descartes institucionales”, como en el caso de los leprosos: “Por supuesto, han de estar fuera, es lo correcto”. Así se pensaba, y así se piensa. De esta actitud muy, demasiado humana, se derivan también estructuras de no-compasión.
Llegados a este punto podemos preguntarnos: ¿Somos conscientes de que hemos sido los primeros en ser objeto de la compasión de Dios? Me dirijo en particular a vosotros, hermanos Cardenales y a los que estáis a punto de serlo: ¿Está viva en vosotros esta conciencia, de haber sido y de estar siempre precedidos y acompañados por su misericordia? Esta conciencia era el estado permanente del corazón inmaculado de la Virgen María, quien alaba a Dios como a “su salvador” que «ha mirado la humildad de su esclava» (Lc 1,48).
A mí me ayudó mucho verme reflejado en la página de Ezequiel 16: la historia del amor de Dios con Jerusalén; en esa conclusión: «Yo estableceré mi alianza contigo y reconocerás que yo soy el Señor, para que te acuerdes y te avergüences y no te atrevas nunca más a abrir la boca por tu oprobio, cuando yo te perdone todo lo que hiciste» (62-63). O en ese otro oráculo de Oseas: «La llevo al desierto, le hablo al corazón. […] Allí responderá como en los días de su juventud, como el día de su salida de Egipto» (2,16-17). Podemos preguntarnos: ¿percibo en mí la compasión de Dios?, ¿siento en mí la seguridad de ser hijo de la compasión?
¿Tenemos viva en nosotros la conciencia de esta compasión de Dios hacia nosotros? No es una opción, ni siquiera diría de un “consejo evangélico”. No. Se trata de un requisito esencial. Si no me siento objeto de la compasión de Dios, no comprendo su amor. No es una realidad que se pueda explicar. O la siento o no la siento. Y si no la siento, ¿cómo puedo comunicarla, testimoniarla, darla? Más bien, no podré hacerlo. Concretamente: ¿Tengo compasión de ese hermano, de ese obispo, de ese sacerdote? ¿O destruyo siempre con mi actitud de condena, de indiferencia, de mirar para otro lado, en realidad para lavarme las manos?
La capacidad de ser leal en el propio ministerio depende para todos nosotros también de esta conciencia viva. También para vosotros, hermanos Cardenales. La palabra “compasión” me vino al corazón precisamente en el momento de comenzar a escribiros la carta del 1 de septiembre. La disponibilidad de un Purpurado a dar su propia sangre —que está simbolizada por el color rojo de la vestidura—, es segura cuando se basa en esta conciencia de haber recibido compasión y en la capacidad de tener compasión. De lo contrario, no se puede ser leal. Muchos comportamientos desleales de hombres de Iglesia dependen de la falta de este sentido de la compasión recibida, y de la costumbre de mirar a otra parte, la costumbre de la indiferencia.
Pidamos hoy, por intercesión del apóstol Pedro, la gracia de un corazón compasivo, para que seamos testigos de Aquel que nos amó y nos ama, que nos miró con misericordia, que nos eligió, nos consagró y nos envió a llevar a todos su Evangelio de salvación.