12/21/19

«Dio a luz a su hijo primogénito»



Padre Raniero Cantalamessa

Tercera predicación Adviento 2019


Esta mañana en la capilla Redemptoris Mater, en presencia del Papa Francisco, el padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, ha pronunciado el tercero y último sermón de Adviento sobre el tema: «Encontraron al niño con María su madre» (Mt 2,11).
Los “pasos” que estamos siguiendo sobre las huellas de María corresponden, bastante fielmente, al desarrollo histórico de su vida, como resulta de los Evangelios. La meditación sobre María “llena de fe” nos ha  llevado al misterio de la Anunciación; la del Magnificat al misterio de la Visitación, y ahora la de María “Madre de Dios” a la Navidad. De hecho, fue en la Navidad, en el momento en el cual dio a luz a su hijo primogénito (Lc 2, 7), no antes, que María pasa a ser verdadera y plenamente Madre de Dios.
Al hablar de María, la Escritura destaca constantemente dos elementos, o momentos fundamentales, que corresponden a aquellos que también la experiencia humana común considera esenciales para que haya una maternidad verdadera y plena. Ellos son: concebir y dar a luz. Mira –dice el ángel a María- concebirás y darás a luz un hijo (Lc 1, 31). Estos dos elementos están presentes también en la narración de Mateo: La criatura que ha “concebido” es obra del Espíritu Santo y ella “dará a luz” un hijo (cfr. Mt 1, 20s). La profecía de Isaías, en la cual todo esto había sido preanunciado, lo expresaba del mismo modo: La joven está embarazada y dará a luz un hijo (Is 7, 14). Esta es la razón por la que decía que únicamente en la Navidad, cuando da a luz a Jesús, María se convierte, en sentido pleno, en Madre de Dios.
De los dos momentos, el título que se usa en la Iglesia latina “Madre de Dios” (Dei Genitrix) resalta el primer momento, el relativo a la concepción; el título Theotókos, que se usa en la Iglesia griega, resalta más el segundo momento, el dar a luz (tikto, de hecho, significa en griego dar a luz). El primer momento, excepto el caso de la Virgen, es común tanto al padre como a la madre, mientras que el segundo, el dar a luz, es exclusivo de la madre.
Madre de Dios: un título que expresa uno de los misterios y, para la razón, una de las paradojas más altas del cristianismo. Madre de Dios es el título dogmático más antiguo e importante de la Virgen, que fue definido por la Iglesia en el Concilio de Éfeso en el 431, como verdad de fe que todos los cristianos deben creer. Es el fundamento de toda la grandeza de María. Es el principio mismo de la mariología; por esto es que María no es, en el cristianismo, sólo objeto de devoción, sino también de teología; es decir, entra en el discurso mismo sobre Dios, porque Dios está directamente implicado en la maternidad divina de María.
Una mirada histórica en la formación del dogma
En el Nuevo Testamento no encontramos explícitamente el título “Madre de Dios” dado a María. Sin embargo, encontramos afirmaciones que ya contienen, como in nuce, tal verdad que se mostrarán después con una reflexión cuidadosa de la Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo. Como habíamos visto, de María se dice que concibió y generó un hijo, que es el Hijo del Altísimo, santo e Hijo de Dios (cfr. Lc 1, 31-32.35). Por lo tanto, de los Evangelios resulta que María es la madre de un hijo, del que se sabe que es el Hijo de Dios. De modo corriente, a María se la llama en el Evangelio: la madre de Jesús, la madre del Señor (cfr. Lc 1, 43), o simplemente “la madre” y “su madre” (cfr. Jn 2, 1-3).
Será necesario que la Iglesia, en el desarrollo de su fe, aclare quién es Jesús, antes de saber de quién es madre María. Es cierto que María no empieza a ser Madre de Dios en el concilio de Éfeso en 431, como Jesús no empieza a ser Dios en el concilio de Nicea en 325, que lo define como tal. Ya lo era antes. Este es, en efecto, el momento en el cual la Iglesia, en el desarrollo y explicitación de su fe, bajo la influencia de la herejía, toma plena conciencia de esta verdad y toma posición para resguardarla. Sucede como con el descubrimiento de una nueva estrella: no nace en el momento en el que su luz llega a la tierra y el observador la ve, sino que existía ya de antes, quizás desde miles de años luz antes. La definición conciliar es el momento en el cual la lámpara es puesta sobre el candelabro que es el credo de la Iglesia.
Este es, en efecto, el momento en el cual la Iglesia, en el desarrollo y explicitación de su fe, bajo la influencia de la herejía, toma plena conciencia de esta verdad y toma posición para resguardarla. Sucede como con el descubrimiento de una nueva estrella: no nace en el momento en el que su luz llega a la tierra y el observador la ve, sino que existía ya de antes, quizás desde miles de años luz antes. La definición conciliar es el momento en el cual la lámpara es puesta sobre el candelabro que es el credo de la Iglesia.
En este proceso que lleva a la proclamación solemne de María Madre de Dios, podemos distinguir tres grandes fases que ahora mencionaré. Al comienzo del período dominado por la lucha contra la herejía gnóstica y docetista, y durante todo este período, la maternidad es vista casi solamente como maternidad física. Estos herejes negaban que Cristo tuviera un verdadero cuerpo humano, o, si lo tenía, que este cuerpo humano hubiera nacido de una mujer, o, si hubiera nacido de una mujer, dudaban que hubiera derivado verdaderamente de la carne y de la sangre de ella. En contra de estas herejías era necesario por lo tanto afirmar con fuerza que Jesús era hijo de María y “fruto de su vientre” (Lc 1, 42), y que María era Madre de Jesús verdadera y natural.
La maternidad de María, en esta fase más antigua, sirve, más que en otra, para demostrar la verdadera humanidad de Jesús. Fue en este período y en este clima que se formó el artículo del credo: “Nacido (o encarnado) del Espíritu Santo y de María Virgen”. Esto, al comienzo, quería decir simplemente que Jesús es Dios y hombre: Dios, en cuanto generado según el Espíritu, es decir de Dios, y es hombre en cuanto generado según la carne, es decir de María.
En esta fase más antigua, hace su primera aparición (ya con Orígenes en tercer siglo) el título de Theotókos. De ahora en más, será justamente el uso de este título que conduzca a la Iglesia al descubrimiento de una maternidad divina más profunda, que podremos llamar maternidad metafísica. Sucede durante la época de las grandes controversias cristológicas del siglo V, cuando el problema central, en torno a Jesús, no era ya el de su verdadera humanidad, sino el de la unidad de su persona. La maternidad de María no es ya vista sólo en referencia a la naturaleza humana de Cristo, sino, como es más justo, en referencia a la única persona del Verbo hecho hombre. Debido a que esta única persona que María genera según la carne no es otra que la persona divina del Hijo, como consecuencia, ella aparece verdadera “Madre de Dios”.
Entre María y Cristo no existe sólo una relación de orden físico, sino también de orden metafísico, y esto la coloca en una altura vertiginosa, creando una relación singular incluso entre ella y el Padre. Con el Concilio de Éfeso, esto pasa a ser para siempre una conquista de la Iglesia: “Si alguno –se lee en un texto aprobado allí- no confiesa que Dios es verdaderamente el Emanuel y que por lo tanto la Santa Virgen, habiendo engendrado según la carne al Verbo de Dios hecho carne, es la Theotókos, sea anatema”.
Fue un momento de gran júbilo para todo el pueblo de Éfeso, que esperó a los Padres fuera del aula conciliar y los acompañó, con antorchas y cantos, a sus hogares. Tal proclamación determinó una explosión de veneración hacia la Madre de Dios que no disminuyó más, ni en Oriente ni en Occidente, y que se tradujo en fiestas litúrgicas, íconos, himnos y en la construcción de innumerables iglesias dedicadas a ella.
Sin embargo, esta meta no era definitiva. Había otro nivel para descubrir en la maternidad divina de María, después del físico y metafísico. En las controversias cristológicas, el título de Theotókos era valorado más en función de la persona de Cristo que de la de María, aun siendo un título mariano. De tal título, no se llegaba todavía a las consecuencias lógicas respecto de la persona de María y, en particular, de su santidad única. Se corría el riesgo de que Theotókos se convirtiera en un arma de batalla entre corrientes teológicas opuestas, en lugar de la expresión de la fe y de la piedad de la Iglesia hacia María.
Fue este el gran aporte de los autores latinos y en particular de san Agustín. La maternidad de María es vista tanto como una maternidad en la fe, como maternidad también espiritual. Estamos en la epopeya de la fe de María. A propósito de la palabra de Jesús: Quién es mi Madre…, Agustín responde atribuyendo a María, en grado sumo, la maternidad espiritual que viene de hacer la voluntad del Padre:
“¿Podría ser que la Virgen María no hizo la voluntad del Padre, que por fe creyó, por fe concibió, que fue elegida para que de ella naciera para los hombres la salvación, que fue creada por Cristo, antes de que en ella fuera creado Cristo? Ciertamente que santa María hizo la voluntad del Padre y por eso es que es más grande para María haber sido discípula de Cristo, que Madre de Cristo”.
La maternidad física de María y la metafísica están ahora coronadas por el reconocimiento de una maternidad espiritual, o de fe, que hace de María la primera y la más santa hija de Dios, la primera y la más dócil discípula de Cristo, la creatura que – escribe incluso san Agustín –“por el honor debido al Señor, no se debe ni siquiera mencionar cuando se habla del pecado”. La maternidad física o real de María, con la relación única y excepcional que crea entre ella y Jesús y entre ella y la Trinidad toda entera, es, y permanece, desde un punto de vista objetivo, la cosa más grande y el privilegio inigualable. Es así porque encuentra una comparación subjetiva en la fe humilde de María. Para Eva constituía ciertamente un privilegio único ser la “madre de todos los vivientes”; sin embargo, como no tenía fe, esto no la benefició en nada y, en lugar de santa, se vuelve desafortunada.
¡Hija de su Hijo!
María es la única, en el universo, que puede decir, dirigiéndose a Jesús, lo que le dice a él el Padre celeste: “¡Tú eres mi hijo; yo te he engendrado!” (cfr. Sal 2, 7; Heb 1, 5). San Ignacio de Antioquía dice, con toda simpleza, casi sin darse cuenta en qué dimensión está proyectando una creatura, que Jesús es “de Dios y de María”. Casi como nosotros decimos de un hombre que es hijo de tal y de tal. Dante Alighieri ha contenido la doble paradoja de María que es “Virgen y Madre” y “madre e hija”, en un solo verso: “¡Virgen Madre, hija de tu Hijo!”.
El título “Madre de Dios” basta por sí solo para fundar la grandeza de María y para justificar el honor a ella tributado. Se reprenderá a veces a los católicos por exagerar en el honor y en la importancia atribuida a María y a veces es necesario reconocer que esto era justificado, al menos por el modo con el cual esto sucedía. Sin embargo, no se piensa nunca en lo que ha hecho Dios. Dios se ha adelantado completamente en el hecho de honrar a María haciéndola Madre de Dios, que nadie puede decir nada más, aunque tuviera –dice el mismo Lutero- tantas lenguas como hojas de hierba hay”.
El título de “Madre de Dios” es incluso hoy el punto de encuentro y la base común a todos los cristianos, desde la cual retomar para reencontrar el acuerdo entorno al lugar de María en la fe. Éste es el único título ecuménico, no sólo de derecho, porque fue definido en un Concilio ecuménico, pero también de hecho por que es reconocido por todas las Iglesias.
Hemos escuchado lo que pensaba Lutero. En otra ocasión, él escribió: “El artículo que afirma que María es Madre de Dios está vigente en la Iglesia desde los inicios y el Concilio de Éfeso no lo definió como nuevo, porque es ya una verdad sostenida en el Evangelio y en la Sagrada Escritura… Estas palabras [es decir Lc 1, 32) y Gal 4, 4] sostienen con mucha firmeza que María es verdaderamente la Madre de Dios”. Otro impulsor de la Reforma escribe: “María es justamente llamada, a mi juicio, Madre de Dios, Theotókos”, y en otro lugar llama a María “la divina Theotókos”, elegida incluso antes de tener la fe”. A su vez, Calvino escribe: “La Escritura nos declara explícitamente que aquel que deberá nacer de la Virgen María será llamado Hijo de Dios (Lc 1, 32) y que la Virgen misma es Madre de nuestro Señor”.
Madre de Dios, Theotókos, es por lo tanto el título al cual es necesario regresar siempre, distinguiéndolo, como hicieron justamente los ortodoxos, de toda la serie infinita de otros nombres y títulos marianos. Si eso hubiera sido tomado en serio por todas las Iglesias y valorizado de hecho, más allá que reconocido de derecho en sede dogmática, bastaría para crear una unidad fundamental en torno a María y ella, en lugar de ser ocasión de división entre los cristianos, se convertiría, después del Espíritu Santo, en el factor más importante de unidad ecuménica, la que ayuda maternalmente a “reunir a los hijos de Dios que están dispersos” (cfr. Jn 11, 52).
“Madre de Cristo”: la imitación de la Madre de Dios
Nuestro modo de proceder, en este camino sobre las huellas de María, consiste en contemplar los “pasos” individuales realizados por ella para después imitarlos en nuestra vida. ¿Pero cómo se puede imitar esta característica de la Virgen de ser Madre de Dios? ¿Puede María ser “figura de la Iglesia”, es decir su modelo, incluso en este punto? No sólo esto es posible, sino que ha habido hombres, como Orígenes, san Agustín, san Bernardo, que llegaron a decir que, sin esta imitación, el título de María sería inútil para mí: “¿En qué me beneficia –decían- que Cristo haya nacido una vez de María en Belén, si no nace también por fe en mi alma?”.
Debemos recordar que la maternidad  divina de María se realiza sobre dos planos: sobre un plano físico y sobre un plano espiritual. María es Madre de Dios no sólo porque lo ha llevado físicamente en su seno, sino también porque lo concibió primero en el corazón con la fe. Naturalmente, no podemos imitar a María en el primer sentido, generando de nuevo a Cristo, pero podemos imitarla en el segundo sentido, que es el de la fe.
El mismo Jesús inició en la Iglesia este uso del título de “Madre de Cristo”, cuando declaró: Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica. En la tradición, esta verdad conoció dos niveles de aplicación complementarios entre ellos. En un caso se ve realizada esta maternidad, en la Iglesia en su conjunto, en cuanto “sacramento universal de salvación”; en el otro, tal maternidad se ve realizada en casa persona o alma individual que cree. El Concilio Vaticano II se coloca en la primera perspectiva cuando escribe:
“La Iglesia… se vuelve ella también madre, porque con la predicación y con el bautismo engendra una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios”.
Sin embargo todavía más clara, en la tradición, es la aplicación personal a cada alma: “Cada alma que cree, concibe y engendra al Verbo de Dios… Si según la carne una sola es la Madre de Cristo, según la fe, todas las almas generan a Cristo cuando acogen la palabra de Dios”. Otro Padre se hace eco del Oriente: “Cristo nace siempre místicamente en el alma, tomando la carne de aquellos que son salvados y haciendo del alma que lo engendra una madre virgen”.
Nos concentramos sobre la aplicación del título Madre de Dios que nos concierne particularmente. Buscamos ver cómo se pasa a ser, en concreto, madre de Jesús. ¿Cómo nos dice Jesús que se pasa a ser su madre? A través de dos operaciones: escuchando la Palabra y poniéndola en práctica. Para entender, volvemos a pensar cómo se convierte en madre María: concibiendo a Jesús y dándolo a luz. Existen dos maternidades incompletas o dos tipos de interrupciones de maternidad. Una es la del aborto, antigua y conocida. Ésta sucede cuando se concibe una vida pero no se da a luz, porque, en el transcurso, ya sea por causas naturales o por el pecado de los hombres, el feto muere. Hasta hace poco este era el único caso que se conocía de maternidad incompleta. En la actualidad se conoce otro que consiste, por el contrario, en dar a luz un hijo sin haberlo concebido. Así sucede en el caso de los hijos concebidos en probeta e implantados, en un segundo momento, en el seno de una mujer, y en el caso triste y funesto del útero dado en préstamo para hospedar, a veces mediante pago, vidas humanas concebidas en otro lado. En esto caso, lo que la mujer da a luz, no viene de ella, no es concebido “primero en el corazón y después en el cuerpo”.
Desafortunadamente, también en el plano espiritual existen estas dos tristes posibilidades. “Hay almas –dice san Ambrosio – quienes antes de dar a la luz hacen abortar al Verbo… Son muchos los que han concebido a Cristo, pero que nunca lo han dado a la luz”. Engendra a Jesús sin darlo a luz quien acoge la Palabra, sin ponerla en práctica, quien hace un aborto espiritual uno tras otro, formulando propósitos de conversión que sistemáticamente después se olvidan y abandonan a mitad de camino; quien se comporta hacia la Palabra como observador impaciente que mira su rostro en el espejo y después se va olvidando rápidamente de cómo era (cfr. San 1, 23-24). En resumen, quien tiene la fe pero no tiene las obras.
Por el contrario, da a luz a Cristo sin concebirlo quien hace tantas obras, incluso buenas, pero que no vienen del corazón, del amor por Dios y de una recta intención, sino de la costumbre, de la hipocresía, de la búsqueda de la satisfacción que da el hacer. En resumen, quien tiene las obras pero no tiene la fe.
Dos fiestas del Niño Jesús
Hemos considerado el caso negativo de la maternidad incompleta por falta de fe o por falta de obras. Consideramos ahora el caso positivo de una maternidad verdadera y completa que nos hace parecer a María. San Francisco de Asís tiene una palabra que resume bien lo que me apremia resaltar:
“Somos madres de Cristo –dice- cuando lo llevamos en el corazón y en el cuerpo nuestro por medio del divino amor y de la pura y sincera conciencia; lo engendramos a través de las obras santas, que deben resplandecer a los otros en ejemplo… ¡Oh, cómo es santo y cómo es querido, agradable, humilde, pacífico, dulce, amable y deseable por sobre cada cosa, tener un hermano y un hijo semejante, el Señor Nuestro Jesucristo!
Nosotros –dice el santo- concebimos a Cristo cuando lo amamos con sinceridad de corazón y con rectitud de conciencia y lo damos a la luz cuando cumplimos obras santas que lo manifiestan al mundo. Es un eco de las palabras de Jesús: Brille igualmente la luz de ustedes ante los hombres, de modo que cuando ellos vean sus buenas obras, glorifiquen al Padre de ustedes que está en el cielo (Mt 5, 16).
San Buenaventura, discípulo e hijo del Pobre de Asís, desarrolló este pensamiento en un librito titulado “Las cinco fiestas del Niño Jesús”. En ello explica como el alma devota, por gracia del Espíritu Santo y el poder del Altísimo, puede concebir espiritualmente el bendito Verbo e Hijo Unigénito del Padre, dar a luz, darle el nombre, buscar adorarlo con los Magos y presentarlo felizmente a Dios Padre en su templo.
De estas cinco fiestas del Niño Jesús que el alma debe revivir, nos interesan sobre todo las primeras dos: la concepción y el nacimiento. Para san Buenaventura, el alma concibe a Jesús cuando, insatisfecha con la vida que lleva, estimulada por santas inspiraciones y encendiéndose de santo ardor, en fin alejándose con resolución de sus viejas costumbres y defectos, es fecundada espiritualmente por la gracia del Espíritu Santo y concibe el propósito de una vita nueva. ¡Sucede la concepción de Cristo! Una vez concebido, el bendito Hijo de Dios nace en el corazón, cuando, después de haber hecho un sano discernimiento, pedido consejo oportuno, invocado la ayuda de Dios, el alma pone inmediatamente en obra su santo propósito, comenzando a realizar lo que desde hacía un tiempo estaba madurando, pero que siempre había pospuesto por miedo de no ser capaz.
Sin embargo es necesario insistir sobre una cosa: este propósito de vida nueva debe traducirse, sin demora, en algo concreto, en un cambio, posiblemente también externo y visible, en nuestra vida y en nuestras costumbres. Si no se pone en acto el propósito, se concibe a Jesús pero no se lo da a luz. Es uno de los abortos espirituales. ¡No se celebrará nunca “la segunda fiesta” del Niño Jesús que es la Navidad! Es una de las tantas prórrogas que han marcado nuestra vida y que son una de las razones principales por la cual tan pocos se hacen santos.
Si decides cambiar el estilo de vida y comenzar a ser parte de la categoría de los pobres y humildes que como María buscan sólo encontrar gracia junto a Dios, sin buscar gustarles a los hombres, entonces debes armarte de coraje, porque será necesario. Deberás enfrentar dos tipos de tentaciones. Dice san Buenaventura que se te presentarán primero los hombres carnales de tu ambiente a decirte: “Es muy arduo lo que emprendes; no lo lograrás nunca, te faltarán las fuerzas, tendrás problemas de salud; estas cosas no se corresponden a tu estado, compromete tu buen nombre y la dignidad de tu carga…”
Superado este obstáculo, se presentarán otros que tienen fama de ser y, quizás lo son también de hecho, personas pías religiosas, pero que no creen verdaderamente en el poder de Dios y de su Espíritu. Estas te dirán que, si comienzas a vivir de este modo –dando tanto espacio a la oración, evitando las charlatanerías inútiles, haciendo obras de caridad-, serás considerado rápidamente un santo, un hombre devoto, espiritual, y porque tú sabes muy bien que todavía no lo eres, terminarás engañando a la gente y siendo un hipócrita, atrayendo sobre ti la ira de Dios que escudriña los corazones. A todas estas tentaciones, es necesario responder con fe: ¡la mano del Señor no se queda corta para salvar! (Is 59, 1) y casi enojándose con sí mismo, exclamar con Agustín en la vigilia de su conversión: “¿Si estos lo hicieron por qué no también yo? Si isti et istae, cur non ego?”.
Hemos intentado en las tres meditaciones de Adviento de prepararnos a Navidad a la escuela de la Madre de Dios. Ahora que hemos llegados al final no nos queda que unirnos a ella en una contemplación silenciosa y adoradora del Dios hecho hombre por nosotros. La liturgia bizantina en la víspera de Navidad contiene una oración llena de santo orgullo, que podemos hacer nuestra frente al pesebre:
¿Qué podemos ofrecerte como regalo, oh Cristo nuestro Dios, por haber aparecido en la tierra asumiendo nuestra propia humanidad? Cada una de las criaturas moldeadas por tus manos te ofrece algo para darte gracias: los ángeles te ofrecen su canción, los cielos la estrella, los magos sus dones, los pastores su maravilla, la tierra una cueva, el desierto un pesebre. ¡Pero te ofrecemos una Madre virgen!