Nuria Chinchilla
Para hablar sobre la emergencia climática hay que distinguir entre el cambio climático y la contaminación y los residuos de todo tipo que nos invaden. La economía circular nos ha llevado a una contaminación también circular. Es tan cierto que usar menos envases es beneficioso, como que otras medidas aparentemente ecofriendly se vuelven, al final, contra nosotros, o aparecen en otros recodos del camino.
Es innegable que estamos sufriendo efectos indeseados y devastadores, y que la naturaleza se rebela. Sabemos por estudios científicos que la acción del hombre tiene efecto en el empeoramiento de las condiciones de vida en nuestro planeta, y ese efecto puede hacer que el avance de las consecuencias negativas se ralentice o se acelere. Pero también hay estudios que ponen en entredicho el grado de alarmismo apocalíptico con que nos bombardean. Por eso, nuestra posición debe encuadrarse desde la responsabilidad como inquilinos en un hogar recibido que, además, vamos a dejar en herencia.
Lo que nos va a salvar es empezar por la ecología humana, la que me lleva a pensar en el otro, con el que comparto lo que me rodea. Si me mejoro a mí mismo, podré mejorar al de al lado, contribuyendo a crear mejores núcleos familiares, comunidades, ciudades, regiones, naciones… Estaré lanzando la piedra que forme círculos concéntricos que contagien de responsabilidad sostenible a todo el planeta que tenemos como casa común.
El mundo liberal, entendido en su peor acepción, se reconoce por el lema «lo que te pasa a ti, a mí no me afecta». Propongamos desde ya el lema «lo que a ti te pasa, a mí me importa». Juan Pablo II citaba cuatro pilares para que haya paz en la tierra: la verdad, la justicia, la libertad y el amor. Y entendía amor como «sentir como propias las necesidades ajenas, compartir lo mío propio con el que pasa necesidad».
La ecología no es nueva, ni es un invento de los progresistas. Lo importante es tomar conciencia de que nos afecta a todos, comprender que el sufrimiento del otro no puede dejarme impasible (Lampedusa y la civilización de la indiferencia). ¿Y quién sufre más? El más pobre. El deterioro ecológico lleva al deterioro humano, y viceversa. Ambos se retroalimentan, lo que es causa acaba por ser efecto, y al revés. El problema ecológico tiene dos raíces: por un lado el relativismo. Nada tiene valor intrínseco, todo es como plastilina que moldeo según mis intereses. Y por otro lado, la tecnocracia, añadimos tecnologías punteras a esa masa que así puedo manipular a mi antojo. Todo según mi deseo e interés (o el de mi grupo, o el de mi estado…). Esta combinación letal de relativismo y tecnocracia se ve en los experimentos con animales, la creación de nuevas especies… La complejidad es tal que abarca todas las dimensiones (política, social, antropológica, económica…).
Desde el punto de vista moral y antropológico, el habitante de la creación debe practicar las tres R’s: RECICLAR+REUTILIZAR+REPARAR. Lo contrario supone un flagrante menosprecio del regalo recibido, de los otros seres humanos que lo habitan conmigo y, por último, del valor inmenso de las cosas concretas.
Por lo tanto, seamos administradores responsables y custodios del don recibido: esa es la esencia de la conversión ecológica y del cambio en nuestra conciencia y actitud. Debemos pensar en grande, con magnanimidad, acometer grandes obras, aunque supongan sacrificios particulares o comunitarios y fomentar la fraternidad universal, con una conciencia que se asiente sobre valores como la gratitud por las cosas que tenemos, la gratuidad de lo recibido (lo hago por ti para que lo disfrutes, y no como mera inversión), la humildad y sobriedad en el uso de los bienes (ser, más que tener), la serenidad que da tratar mejor las cosas, la educación estética que nos permite contemplar y superar la indiferencia. Es un win-win. Todos ganamos si prima la humanidad frente al individualismo.
Muchas gracias a Joan Costa i Bou, que ayer compartió estas reflexiones en su sesión «Emergencia climática: qué podemos hacer los cristianos», en la Parroquia del Pilar de Barcelona. ¡Seguimos!
Nuria Chinchilla, en blog.iese.edu