9/26/20

Subsidiariedad y virtud de la esperanza

 El Papa en la Audiencia General del Miércoles


Queridos hermanos y hermanas, parece que el tiempo no es tan bueno, pero os digo igualmente ¡buenos días!

Para salir mejores de una crisis como la actual, que es una crisis sanitaria y al mismo tiempo una crisis social, política y económica, cada uno está llamado a asumir su parte de responsabilidad, es decir, compartir las responsabilidades. Debemos responder no solo como personas individuales, sino también a partir de nuestro grupo de pertenencia, del papel que tenemos en la sociedad, de nuestros principios y, si somos creyentes, de la fe en Dios. A menudo, sin embargo, muchas personas no pueden participar en la reconstrucción del bien común porque están marginadas, son excluidas o ignoradas; ciertos grupos sociales no logran contribuir porque son ahogados económica o políticamente. En algunas sociedades, muchas personas no son libres para expresar su fe y sus valores, sus propias ideas: si las expresan van a la cárcel. En otros lugares, especialmente en el mundo occidental, muchos reprimen sus creencias éticas o religiosas. Pero así no se puede salir de la crisis, o en todo caso no se puede salir mejor. Saldremos peor.

Para que todos podamos participar en el cuidado y regeneración de nuestros pueblos, es justo que todos tengan los recursos adecuados para hacerlo (cfr. Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 186). Después de la gran depresión económica de 1929, el Papa Pío XI explicó la importancia del principio de subsidiariedad para una verdadera reconstrucción (cfr. Quadragesimo anno, 79-80). Ese principio tiene un doble dinamismo: de arriba abajo y de abajo arriba. Puede que no entendamos lo que eso significa, pero es un principio social que nos une más.

Por un lado, y especialmente en tiempos de cambio, cuando los individuos, familias, pequeñas asociaciones o comunidades locales son incapaces de alcanzar los objetivos primarios, entonces es justo que intervengan los niveles más altos del cuerpo social, como el Estado, para proporcionar los recursos necesarios para seguir adelante. Por ejemplo, debido al bloqueo del coronavirus, muchas personas, familias y empresas han tenido y siguen teniendo serias dificultades, por lo que las instituciones públicas intentan ayudar con intervenciones sociales, económicas y sanitarias adecuadas: esa es su función, es lo que tienen que hacer.

Pero, por otro lado, los altos cargos de la sociedad deben respetar y promover los niveles intermedios o menores. En efecto, la contribución de personas, familias, asociaciones, empresas, de todos los organismos intermedios e incluso de las Iglesias es decisiva. Éstos, con sus recursos culturales, religiosos, económicos o de participación ciudadana, revitalizan y fortalecen el cuerpo social (cfr. Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 185). Es decir, hay una colaboración de arriba abajo, del Estado central al pueblo y de abajo arriba: de las formaciones del pueblo hacia arriba. Y eso es precisamente el ejercicio del principio de subsidiariedad.

Cada uno debe tener la oportunidad de asumir su responsabilidad en los procesos de recuperación de la sociedad a la que pertenece. Cuando se activa algún proyecto que afecta directa o indirectamente a determinados grupos sociales, no pueden quedar fuera de la participación. Por ejemplo: “¿Qué haces? −Voy a trabajar con los pobres. −Bien, ¿y cómo lo haces? −Enseño a los pobres, digo a los pobres lo que deben hacer. −No, eso no está bien, el primer paso es dejar que los pobres te digan cómo viven, qué necesitan: ¡Hay que dejar que todos hablen!”. Y así funciona el principio de subsidiariedad. No podemos dejar a esas personas fuera de la participación; su sabiduría, la sabiduría de los grupos más humildes no puede dejarse de lado (cfr. Querida Amazonia, 32; Laudato si ', 63). Desgraciadamente, esta injusticia ocurre a menudo donde se concentran grandes intereses económicos o geopolíticos, como ciertas actividades extractivas en algunas áreas del planeta (cfr. Querida Amazonia, 9.14). No se tienen en consideración las voces de los pueblos indígenas, sus culturas y visiones del mundo. Hoy, esa falta de respeto al principio de subsidiariedad se ha difundido como un virus. Pensemos en las grandes medidas de ayuda financiera que dan los Estados. Son más escuchadas las grandes empresas financieras que las personas o los que mueven la economía real. A las empresas multinacionales se les escucha más que a los movimientos sociales. Es decir, en el lenguaje de la gente común: a los poderosos se les escucha más que a los débiles, y ese no es el camino, no es el camino humano, no es el camino que Jesús nos enseñó, no se está cumpliendo el principio de subsidiariedad. Así no permitimos que las personas sean “protagonistas de su propia redención” (Mensaje para la 106ª Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado 2020, 13-V-2020). En el inconsciente colectivo de algunos políticos o de algunos sindicalistas está este lema: todo para el pueblo, nada con el pueblo. De arriba abajo, pero sin escuchar la sabiduría de la gente, sin dejar actuar esa sabiduría en la resolución de problemas, en este caso en salir de la crisis. O pensemos también en cómo tratar el virus: se escucha más a las grandes compañías farmacéuticas que a los agentes sanitarios, comprometidos en primera línea en hospitales o campos de refugiados. Ese no es un buen camino. Todos deben ser escuchados, los que están arriba y los que están abajo, todos.

Para salir mejores de una crisis, hay que usar el principio de subsidiaridad, respetando la autonomía y la capacidad de iniciativa de todos, especialmente de los últimos. Todas las partes de un cuerpo son necesarias y, como dice San Pablo, las partes que podrían parecer más débiles y menos importantes, en realidad son las más necesarias (cfr. 1Cor 12,22). A la luz de esta imagen, podemos decir que el principio de subsidiaridad permite a cada uno asumir su propio papel para la cura y el destino de la sociedad. Llevarlo a cabo, emplear el principio de subsidiariedad da esperanza, da esperanzas en un futuro más sano y justo; y ese futuro lo construimos juntos, aspirando a cosas mayores, ampliando nuestros horizontes (cfr. Discurso a los jóvenes del Centro Cultural Padre Félix Varela, La Habana - Cuba, 20-IX-2015). O juntos o no funciona. O trabajamos juntos para salir de la crisis, en todos los niveles de la sociedad, o nunca saldremos de ella. Salir de la crisis no significa dar una mano de pintura a las situaciones actuales para que parezcan un poco mejores. Salir de la crisis significa cambiar, y el auténtico cambio lo hacen todos, todas las personas que forman el pueblo. Todas las profesiones, todas. Y todos juntos, todos en comunidad. Si no lo hacen todos, el resultado será negativo.

En una catequesis anterior vimos que la solidaridad es la salida a la crisis: nos une y nos permite encontrar propuestas sólidas para un mundo más sano. Pero ese camino de solidaridad necesita la subsidiariedad. Alguien puede decirme: “¡Pero, Padre, hoy está hablando con palabras difíciles!”. Y por eso trato de explicar lo que significa. Solidarios, porque vamos por el camino de la subsidiariedad. De hecho, no hay verdadera solidaridad sin participación social, sin la contribución de los organismos intermedios: familias, asociaciones, cooperativas, pequeñas empresas, expresiones de la sociedad civil. Todos deben contribuir, todos. Dicha participación ayuda a prevenir y corregir ciertos aspectos negativos de la globalización y la acción estatal, como ocurre también en la atención de las personas afectadas por la pandemia. Deben fomentarse esas contribuciones “de abajo arriba”. ¡Qué bueno es ver el trabajo de los voluntarios en la crisis! Voluntarios que provienen de todas las partes sociales, voluntarios que vienen de las familias más ricas y de las familias más pobres. Pero todos, todos juntos para salir. Eso es solidaridad y ese es el principio de subsidiariedad.

Durante el confinamiento, nació espontáneamente el gesto de aplauso para los médicos y enfermeras como señal de ánimo y esperanza. Todos han arriesgado su vida y muchos han dado su vida. Extendamos ese aplauso a todos los miembros del cuerpo social, a todos, a cada uno, por su valiosa contribución, por pequeña que sea. “Pero, ¿qué puede hacer ese de ahí? −Escúchalo, dale espacio para trabajar, consúltalo”. Aplaudamos a los “descartados”, los que esta cultura califica de “descartados”, esta cultura del descarte, es decir, aplaudimos a los ancianos, a los niños, a las personas con discapacidad, aplaudamos a los trabajadores, a todos los que se ponen al servicio. Todos colaboran para salir de la crisis. ¡Pero no nos quedemos solo en los aplausos! La esperanza es audaz, así que animémonos a soñar en grande. Hermanos y hermanas, ¡aprendamos a soñar en grande! No tenemos miedo de soñar en grande, buscando los ideales de justicia y amor social que surgen de la esperanza. No intentemos reconstruir el pasado −el pasado es pasado−: nos esperan cosas nuevas. El Señor prometió: “Haré nuevas todas las cosas”. Animémonos a soñar a lo grande buscando esos ideales, no intentemos reconstruir el pasado, especialmente el que era injusto y enfermo, que ya he nombrado como injusticias. Construyamos un futuro donde las dimensiones local y global se enriquezcan mutuamente −cada uno puede dar lo suyo, cada uno debe dar lo suyo, su cultura, su filosofía, su forma de pensar−, donde la belleza y la riqueza de los grupos menores e incluso de los grupos descartados pueda florecer, porque allí también hay belleza, y donde los que tienen más se comprometan a servir y dar más a los que tienen menos.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua francesa. Todos pertenecemos a un único “cuerpo” y todos los miembros de un cuerpo son necesarios, nos dice San Pablo. Para salir mejor de la crisis actual, os invito a asumir vuestra parte de responsabilidad, aunque sea pequeña, para construir un mundo más justo y fraterno. ¡Dios os bendiga!

Saludo cordialmente a los fieles de lengua inglesa. Mientras el verano llega a su fin, espero que estos días de descanso lleven a todos paz y serenidad. Sobre vosotros y vuestras familias invoco la alegría del Señor Jesucristo. ¡Dios os bendiga!

Dirijo una cordial bienvenida a los hermanos y hermanas de lengua alemana. El Señor nos invita a contribuir con los dones que nos ha dado para el bien de la sociedad. Confiando en su ayuda queremos construir juntos un futuro lleno de esperanza, justicia y paz. Que el Espíritu Santo nos acompañe siempre con su fuerza.

Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. ¡Son tantos hoy! En estos días se han cumplido cinco años de mi viaje apostólico a Cuba. Saludo a mis hermanos Obispos y a todos los hijos e hijas de esa amada tierra. Les aseguro mi cercanía y mi oración. Pido al Señor, por intercesión de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, que los libre y alivie en estos momentos de dificultad que atraviesan a causa de la pandemia. Y a todos, que el Señor nos conceda construir juntos, como familia humana, un futuro de esperanza, en el que la dimensión local y la dimensión global se enriquezcan mutuamente, florezca la belleza y se construya un presente de justicia donde todos se comprometan a servir y a compartir. Que Dios los bendiga a todos.

Saludo cordialmente a los peregrinos y oyentes de lengua portuguesa y os animo a buscar siempre la mirada de la Virgen que consuela a los que sufren y mantiene abierto el horizonte de la esperanza. Al encomendaros a vosotros y a vuestras familias a su protección, invoco la bendición de Dios para todos.

Saludo a los fieles de lengua árabe. En medio de las dificultades que vive el mundo de hoy, la palabra de Dios sigue siendo el único puerto seguro, la guía y la fuente del vigor necesario para afrontar, con auténtica esperanza, los desafíos de la vida y contribuir a la construcción de la casa común. El cristiano, por tanto, está llamado a la vida, no a la desesperación, porque la última palabra es la de Dios, no la de los hombres. ¡El Señor os bendiga a todos y os proteja siempre de todo mal!

Saludo cordialmente a todos los polacos. ¡Hay tantos aquí! Dentro de poco bendeciré una campana que se llama “La Voz de los no Nacidos”, encargada por la Fundación “Sí a la Vida”. Acompañará los eventos destinados a recordar el valor de la vida humana desde la concepción hasta la muerte natural. Que su voz despierte la conciencia de los legisladores y de todos los hombres de buena voluntad en Polonia y en el mundo. Que el Señor, único y verdadero Dador de vida, os bendiga a vosotros y a vuestras familias.

Dirijo un cordial saludo a los fieles de lengua italiana. Animo a todos a planificar su futuro como un servicio generoso a Dios y al prójimo.

Finalmente, mi pensamiento se dirige, como siempre, a los ancianos, jóvenes, enfermos y recién casados. Que el testimonio de fe y caridad que animó a San Pío de Pietrelcina, al que hoy conmemoramos, sea una invitación a cada uno para confiar siempre en la bondad de Dios, acercándonos con confianza al Sacramento de la Reconciliación, del que el Santo de Gargano, dispensador incansable de la misericordia divina, fue un ministro asiduo y fiel.