Ernesto Juliá
Tenemos la alegría de encontrarnos, de vez en cuando, informaciones que llenan de gozo nuestro espíritu, y nos invitan a elevar nuestra mirada al Cielo para dar gracias a Dios por su bondad con sus hijos los hombres
Entre tantas noticias que leemos aquí y allá, y que originan algunas tensiones y preocupaciones en nuestra mente y en nuestro corazón, tenemos la alegría de encontrarnos, de vez en cuando, informaciones que llenan de gozo nuestro espíritu, y nos invitan a elevar nuestra mirada al Cielo para dar gracias a Dios por su bondad con sus hijos los hombres.
El niño tenía 9 años. Sus padres y sus hermanos mayores le fueron enseñando paso a paso, poco a poco, el Catecismo, con las oraciones, los Mandamientos, los Sacramentos, la Gracia, etc. Y le ayudaron a leer pasajes de los Evangelios, para que fuera conociendo algunos detalles de la vida de Nuestro Señor Jesucristo.
La criatura, el último de siete hermanos, se había presentado al mundo con el síndrome Down. Había sido acogido con todo cariño, como uno más en la familia, y la armonía y empatía con todos sus hermanos era perfecta.
Llega el momento de prepararse para vivir la Primera Comunión, que iba a ser en familia acompañado con dos primos y dos primas, que recibirían el Señor el mismo día. Su madre, de manera particular, le había preparado para el momento y, cuando ya pensó que estaba en condiciones de recibirla, y que tenía plena conciencia de lo que iba a hacer, fue a la parroquia y se lo presentó al párroco.
El sacerdote, al verlo, dudó un poco de la capacidad mental del niño; y quiso asegurarse de que sabía lo que iba a hacer y a Quién iba a recibir. Fueron los tres a la iglesia que estaba vacía: solo un matrimonio anciano ocupaba uno de los bancos cercanos al altar; y tomando de la mano al niño señaló el Sagrario y le preguntó qué había allí. El niño no lo dudó. Ahí está el Señor. −¿Qué señor? , insistió el sacerdote. −Jesucristo, fue la respuesta inmediata del niño, abriendo mucho la boca.
El sacerdote cambió la dirección de su brazo, y señaló a un crucificado que era el retablo de un altar lateral. −Y, ése, ¿Quién es? −Jesucristo, respondió la criatura sin dudar un segundo.
−Entonces, ¿hay dos Jesucristo?, volvió a hablar el cura.
La pregunta pareció desconcertar al pequeño, que se quedó un minuto en silencio. Su madre le sonrió.
Mirando fijamente al sacerdote, el niño respondió con cara de un poco enfadado. −No. El que está en el Sagrario, es Nuestro Señor Jesucristo. El crucificado es una imagen de Jesús, pero no es Él en carne y hueso. Y concluyó con palabras que había oído a su madre con cierta frecuencia, y había conseguido aprender de memoria.
−En la Hostia está Jesús con su Cuerpo y con su Sangre; con su Alma y su Divinidad.
El sacerdote, ya entrado en años, se conmovió y, acercándose le sonrió y le dijo. −Muy bien, hijo, el domingo te daré yo tu Primera Comunión.
Después de hablar con la madre de la criatura regresé a casa en silencio. Dejé de pensar en las noticias que recibí aquel día sobre las divisiones de los obispos alemanes, el silencio de Roma ante situaciones semejantes, las declaraciones de un obispo que pretendía dar su bendición a una pareja de lesbianas, los comentarios de unos políticos (¿) que soñaban con derribar las Cruces que se encontraran en su camino; … y le pedí a la Virgen que me ayudara a tener la Fe de aquella criatura síndrome Down.
Y seguí mí camino diciéndole a Jesús: Señor, auméntame la Fe, la Esperanza, la Caridad.
Ernesto Juliá, en religion.elconfidencialdigital.com.