Domingo 15° del tiempo ordinario.
Comentario
El evangelio de la misa de hoy nos muestra a Jesús enviando a los Doce, de dos en dos, a predicar la conversión y a sanar y liberar a los oprimidos por el diablo. Jesús les pide hacer aquello por lo que luego lo recordará Pedro en uno de sus discursos en los Hechos de los Apóstoles: “A Jesús de Nazaret le ungió Dios con el Espíritu Santo y poder, y (…) pasó haciendo el bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” (Hch 10,38). Misión esta con la que todos nos sentimos identificados. Pero el escueto texto del Evangelio según Marcos dice mucho más de lo que parece, y a desentrañarlo nos ayudan las demás lecturas que hoy se leen en misa.
En la primera de ellas nos habla el profeta Amós: “Yo no soy profeta, ni hijo de profeta; sino ganadero y cultivador de sicomoros. El Señor me tomó de detrás del rebaño; el Señor me mandó: «Vete, profetiza a mi pueblo Israel»” (Am 7,15). Lo que la breve primera lectura de la misa de hoy nos ilumina sobre el evangelio es precisamente esta convicción de que es Dios el que llama al profeta: el verdadero profeta no se mueve por motivos humanos ni predica un mensaje a gusto del oyente. Hay en él humildad y valentía al mismo tiempo: la valentía que da la seguridad de ser portador de un mensaje divino, un mensaje que es amor y misericordia porque es invitación a la una conversión de la que depende la vida.
Esto mismo lo vamos a escuchar en el salmo: “Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos y a los que se convierten de corazón” (Sal 85,9). Amigos son los que escuchan la palabra de Dios; ¡todos están llamados a ser amigos! Pero algunos escuchan y otros no. Así, el profeta es no solo enviado con un mensaje sino también con la misión de intentar abrir los corazones de los oyentes, al menos con una pequeña rendija, para que el mensaje divino entre en ellos y haga su labor. El profeta no ha sido enviado para condenar, sino para hablar de la salvación de Dios, de su amor y su misericordia. Y para recordar a todos que, lejos de Dios, en manos del pecado, no hay vida posible.
Al profeta, al apóstol, le ha sido otorgada una gran potestad. Y esto no debemos olvidarlo: “No descuides el don que hay en ti” (1Tm 4,14). Pero esa potestad va unida a la firme convicción de que toda autoridad tiene su fuente en Dios y, en el caso del profeta o apóstol, de que es para la misión apostólica. El enviado, como nos recuerda Marcos, lleva consigo lo imprescindible para ayudarse en el camino: un bastón. El enviado es un caminante, que va de casa en casa, de corazón en corazón, llevando la luz y la curación que trae el Evangelio, que es Cristo, y que obra poderosamente a través del Espíritu. La acción del profeta manifiesta que el Reino de Dios está ya aquí, entre nosotros, precisamente por esa acción sanadora de cuerpos y de espíritus.
Esa acción poderosa de la predicación tiene su fuente en el mismo Evangelio, cuya predicación es el primer salario que recibe el que evangeliza, como dice San Pablo: “¿Cuál es entonces mi recompensa? Predicar el Evangelio entregándolo gratuitamente” (1Co 9,18). Pero para que esto sea así, lo que ha de entregarse es el Evangelio que uno ha recibido, la fe apostólica, a la que el mismo Pablo llama escudo (Ef 6,16). La segunda lectura de la misa de hoy es un maravillo resumen de esa fe, en cuyo corazón está el plan eterno de Dios: la llamada de los hombres a ser sus hijos, a ser santos e irreprochables ante Él por el amor, y sobre los que ha derramado sobreabundantemente las riquezas de su gracia con toda sabiduría y prudencia (cfr. Ef 1,3-14).
Las lecturas de la misa de hoy nos recuerdan a qué hemos sido llamados y la grandeza de la condición apostólica de los cristianos, con los que Dios cuenta para hacer conocer a todos su maravilloso designio: ¡hemos de entrar en todas las casas para llevar a cada hogar la luz del Evangelio! (cfr. Mc 16,15-18). La mayor fortaleza que tiene el cristiano radica en haber interiorizado el evangelio y haberlo hecho vida propia: el saberse así amados desde la eternidad, el saberse llamados a algo tan grande, el saber que Dios cuente con nosotros, la experiencia de su misericordia. Todo esto nos empuja a preguntarnos hasta qué punto hemos dejado que el Evangelio entre en nuestro corazón para transformarnos. La fuerza y la convicción con la que hablemos de Dios a cada persona depende de eso.