10/31/22

Joseph Pearce: «Cuando los cristianos se acomodan al mundo quieren que la Iglesia se vuelva mundana»

Luisella Scrosati


Tomás Moro es un ejemplo paradigmático de rechazo a la mundanidad como tentación que arruina el alma. La suya alcanzó el Cielo; la de Inglaterra, sostiene Joseph Pearce, se pervirtió.

Nos maravillamos al leer sobre los mártires, los reyes santos, los santuarios y todo ese tejido cristiano que el libro La fe de nuestros padres. Historia de la verdadera Inglaterra, recién publicado por la editorial estadounidense Ignatius Press, quiere ayudarnos a redescubrir.

Lo firma Joseph Pearce, autor, entre otras obras, de una serie de biografías de éxito de los protagonistas católicos de la literatura inglesa. Nacido en 1961, actualmente dirige el Center for Faith and Culture del Aquinas College de Nashville, Tennessee. Vive y enseña en Estados Unidos, pero nació y creció en Londres.

En Inglaterra tuvo lugar su conversión, que lo arrancó de un recorrido humano destructivo, como contó detalladamente en Mi carrera con el diablo.

P. Su libro se centra en la idea de una "verdadera Inglaterra" ("true England"), en comparación con la secularizada Gran Bretaña. ¿Nos lo puede explicar mejor?

R. En resumen, la "verdadera Inglaterra" es la que ha sido fiel a la verdad o, por decirlo de manera más correcta, a la Verdad en persona. Jesucristo proclamó que él era el camino, la verdad y la vida. Por consiguiente, la verdadera Inglaterra es la Inglaterra cristiana, que tiene una historia ininterrumpida de casi dos mil años. Los primeros misioneros cristianos llegaron en el siglo I, poco después de la conquista de los romanos, probablemente en el año 63, apenas treinta años después de la Crucifixión. A partir de entonces, en Inglaterra ha habido una presencia católica continua, en los periodos buenos y en los malos, en los tiempos de prosperidad y en los de persecución.

P. ¿Cuál es la diferencia fundamental entre ambas?

R. La verdadera Inglaterra es muy distinta de la Gran Bretaña secularizada. La primera es pequeña y hermosa; la segunda es "grande" e imperialista. La Inglaterra verdadera apoya su vida de nación en el servicio fiel a Cristo y a su Iglesia. La Britannia secular, en cambio, ha aplastado la libertad de las naciones más débiles en su búsqueda de un fortalecimiento materialista. True England y secular Britain difieren entre ellas como difieren Cristo y el Anticristo.

P. ¿Podemos afirmar que el corazón de la "true England" es mariano?

R. La verdadera Inglaterra es inseparable de la Madre de Dios, como Dios lo es de su Madre. Es ella la Madre de la verdadera Inglaterra, así como es la Madre de Cristo y la Madre de la Iglesia. El santuario de la Virgen en Glastonbury se remonta al siglo I (63 d.C.), a los albores del cristianismo. El santuario de Walshingham, en cambio, se remonta a una aparición mariana, casi exactamente mil años después, en 1061. En la Edad Media se convirtió en uno de los lugares más importantes de peregrinación de toda la cristiandad. El amor del pueblo inglés por la Santísima Virgen María puede verse, también hoy en día, gracias al centenar de antiguas iglesias presentes en todo el país dedicadas a ella.

P. ¿Algo más?

R. En 1381, el rey Ricardo II consagró Inglaterra definiéndola "la dote de Nuestra Señora" y le ofreció la nación como "protectora" de Inglaterra. Este momento histórico está relatado con gran belleza en un famoso cuadro medieval, el Díptico Wilton, que muestra a Ricardo II arrodillado ante la Virgen y el Niño rodeados de ángeles, uno de los cuales alza la bandera con la cruz de san Jorge.

P. Más allá de las explicaciones históricas, sigue siendo un misterio entender lo que sucedió con Enrique VIII, no solo por su cambio personal, de "defensor fidei" a perseguidor de la Iglesia, sino sobre todo por el hecho de que solo un obispo, San Juan Fisher, fue capaz de oponerse al espíritu del mundo que estaba penetrando en la Iglesia.

R. Para responder a esta pregunta, me gustaría citar al gran escritor ruso Aleksandr Solzhenitsyn, que dijo que la batalla entre el bien y el mal se libra en el corazón de cada hombre. Si esto es verdad para la vida de cada ser humano, lo es también para la historia de la humanidad en su conjunto. Se trata de la perenne batalla entre el espíritu del homo viator, el hombre que sirve a Dios y el prójimo, intentado alcanzar el paraíso, y el del homo superbus, el hombre orgulloso que se niega a servir a Dios y al prójimo y arroja la vida de los demás en el altar que se ha erigido a sí mismo.

P. Usted ha escrito que Enrique VIII fue el precursor del secularismo totalitario moderno. ¿Por qué?

R. Lo que sucedió en Inglaterra en la época de Enrique VIII es algo que ha sucedido a lo largo de la historia y que está resumido en Antígona, la tragedia de Sófocles, en la que el rey Creonte declara que los derechos del Estado han suplantado los derechos de la religión. Enrique VIII fue un rey Creonte verdadero, que proclamó que los derechos del rey habían sustituido a la libertad religiosa. Efectivamente, estableció una religión de Estado, que le ha dado al gobierno secular la responsabilidad de la práctica religiosa, convirtiendo en un delito punible con la muerte seguir practicando la fe católica como el pueblo inglés había hecho durante siglos. Ampliando el poder del Estado y castigando a los disidentes religiosos y políticos, se estaba afirmando un modelo que seguirían los futuros totalitarismos seculares, ya fuera el Reino del Terror después de la Revolución francesa, o los otros reinos del terror bajo los soviéticos o los nazis.

P. Con el Catholic Relief Act de 1820, empezó para los católicos ingleses una nueva época, sin persecuciones externas pero con peligros procedentes del interior. El modernismo de los católicos cisalpinos fue el precursor del modernismo actual, que está amenazando, según sus mismas palabras, "la enseñanza inmortal de la Iglesia y desacralizando la belleza y el misterio de su liturgia". ¿Qué opina?

R. Es paradójico que los periodos de persecución sean tiempos de purificación de la Iglesia, mientras que los de tranquilidad son periodos de decadencia moral y teológica, conocida como modernismo. Cuando los cristianos se acomodan demasiado al mundo, se convierten en mundanos. Y quieren que también la Iglesia se vuelva mundana, que sea seducida por las tendencias y las modas profanas y que se rinda a ellas. La mejor respuesta a esta decadencia la da Chesterton, que decía que no queremos una Iglesia que se mueva con el mundo, sino una Iglesia que mueva al mundo.

P. ¿Cuál ha sido el poder de atracción de la que Newman definió "la segunda primavera" del catolicismo inglés, con sus tres pilares: el propio Newman, Chesterton y Tolkien?

R. Las tres columnas de la recuperación cultural católica que usted menciona son hombres de una gran fe, capaz de mover al mundo. La conversión de John Henry Newman, y el ejemplo y la enseñanza que la siguieron, preanunciaron esta recuperación católica. Después de su muerte surgió Chesterton como gran defensor de la fe, cuyos escritos y testimonio catalizaron la conversión de miles de personas, incluidas grandes figuras literarias. Por último, J. R. R. Tolkien, católico practicante toda su vida, escribió una de las obras literarias más grandiosas y famosas de todos los tiempos, El Señor de los anillos. Sobre el libro escribió: "Es, ciertamente, una obra fundamentalmente religiosa y católica". Estos hombres no se movieron con el mundo, sino que movieron al mundo. Los católicos de hoy en día deberían intentar seguir su ejemplo e imitar su impacto en la cultura contemporánea.

Fuente: religionenlibertad.com/

Con nosotros está

 Juan Luis Selma


En caso de que Dios no existiera habría que inventarlo porque, de lo contrario, el hombre peligra

El pasado día 22, fiesta de san Juan Pablo II, se inauguró en Córdoba una parroquia dedicada a este gran papa. Es un templo nuevo situado en una zona de expansión de la ciudad. Nuestro obispo, don Demetrio, se preguntaba en la homilía si en estos tiempos era necesario este templo en medio de una barriada nueva. ¿El hombre del tercer milenio aún necesita a Dios?, ¿los templos no son algo obsoleto, propio del siglo XVI? La cuestión es si el hombre de hoy sigue necesitando a Dios, si puede subsistir una ciudad sin Dios.

El Evangelio nos muestra la figura de Zaqueo, un hombre influyente, rico, recaudador de impuestos al servicio de Roma, que siente la necesidad de encontrar a Jesús. Oye que pasa e intenta verle, pero la concurrencia de público y su baja estatura se lo impiden. No duda en subirse a un árbol para lograrlo, no le importa ni el qué dirán ni su posición. Ver al Maestro está por encima de todo. Este encuentro va a ser decisivo en su vida: se convierte, encuentra la salvación y, en agradecimiento, reparte la mitad de sus bienes a los pobres.

Ya se ve que no es baladí el encuentro con Dios. Muchos se vieron beneficiados: el propio Zaqueo, su familia y un montón de necesitados. De Dios, de su presencia, de sus consejos, solo pueden venir cosas buenas. Si repasamos los momentos en que estuvimos cerca de Él, seguro que guardamos un grato recuerdo.

En una ocasión se me acercó un señor que quiso hablar conmigo. Su situación era bastante triste, reconocía que se merecía todos los males que sufría por sus malas elecciones. De pronto me dijo que lo único que había hecho bien fue cantar de niño en el coro parroquial. Me preguntó: “¿cree que me servirá de algo?”. Sin dudar le dije que por supuesto. Nos despedimos dándonos un fuerte y emocionado abrazo. La presencia de Dios, en este caso sirviéndose de un sacerdote, le reconfortó. Espero que encuentre recompensa por las cosas que hizo bien y que logre enderezar su vida.

Necesitamos a Dios. Todos lo necesitan, más todavía los que lo niegan. Nuestra sociedad debería recapacitar y tenerle más presente. Si las leyes fueran justas, respetuosas con la Ley de Dios y la Ley natural, si siguiéramos las enseñanzas de Jesús y camináramos con Él el mundo sería mucho más bonito, justo y habitable.

Parafraseando a Benedicto XVI deberíamos vivir como si Dios existiera y los no creyentes, los agnósticos, los enemigos de la fe, serían mucho más felices. En caso de que Dios no existiera habría que inventarlo porque, de lo contrario, el hombre peligra y la sociedad se degrada. Nos viene muy bien contar con signos visibles de la cercanía de Dios: templos, imágenes, campanas, sacerdotes y religiosos y tanta buena gente que con su sonrisa y caridad nos recuerdan que Dios vive.

La ceremonia de dedicación de una iglesia es muy hermosa. Todo en ella va dirigido a preparar el altar en el que se pueda celebrar la Eucaristía, para que allí se actualice la obra de nuestra redención. Sobre el ara, Jesús se ofrece al Padre por nosotros. El sacerdote, por la gracia del Espíritu Santo, hace presente a Cristo que se nos da en la comunión y se queda en el sagrario a nuestra disposición.

Primero se rocía el altar, las paredes de la iglesia y a los presentes con agua bendita. Después se escucha la Palabra de Dios, que despierta nuestra fe y nos introduce en los santos misterios. Luego confesamos nuestra fe y acudimos a la intercesión de los santos: los mejores hijos de la Iglesia que, a pesar de sus miserias, han vencido en la lucha e interceden por nosotros. Ahora llega el momento culminante: el obispo unge el altar con el Santo Crisma que fue consagrado en la Misa Crismal durante la Semana Santa, con sus manos unta la piedra que será la Piedra angular: Cristo. Lo hace con el cariño conque una madre perfuma a su bebé.

Ahora se coloca un recipiente con brasas encendidas sobre el altar que, alimentadas con incienso generoso, forman una columna de oloroso perfume que se eleva al cielo. Representa el clamor de Cristo y de sus santos intercediendo por nosotros pecadores. Este buen olor de Cristo es gratísimo a Dios Padre. El perfume impregna al templo y a nosotros pecadores reconciliándonos con Dios y con los hermanos.

Luego, con lienzos limpios se recoge el óleo sobrante. Una vez seco el altar, se reviste con un blanco mantel, se ilumina con velas y luces y se adorna con flores. Ya está preparado para que se celebre la Eucaristía. Al acercarse para ofrecer el sacrificio, don Demetrio, le dio un beso. Es un ósculo de amor agradecido al Dios tan cercano.

Fuente: eldiadecordoba.es

10/30/22

Zaqueo «buscaba ver quién era Jesús»

 El Papa en el Ángelus


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy, en la liturgia, el Evangelio narra el encuentro entre Jesús y Zaqueo, jefe de los publicanos en la ciudad de Jericó (Lc 19,1-10). En el centro de esta narración se halla el verbo buscar. Estemos atentos: buscar. Zaqueo «buscaba ver quién era Jesús» (v. 3), y Jesús, tras haberlo encontrado, afirma: «El Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (v.10). Detengámonos un momento en las dos miradas que se buscan: la mirada de Zaqueo que busca a Jesús, y la mirada de Jesús que busca a Zaqueo.

La mirada de Zaqueo. Se trata de un publicano, es decir, de uno de aquellos hebreos que recaudaban los impuestos por cuenta de los dominadores romanos —un traidor a la patria— y que se aprovechaban de su posición. Por este motivo, Zaqueo era rico, odiado por todos y señalado como pecador. El texto dice que «era pequeño de estatura» (v. 3), y con esto quizá alude también a su bajeza interior, a su vida mediocre, deshonesta, con la mirada siempre dirigida hacia abajo. Pero lo importante es que era bajito. Y sin embargo, Zaqueo quiere ver a Jesús. Algo lo empuja a verlo. «Se adelantó corriendo —dice el Evangelio— y se subió a un sicómoro para verle, porque iba a pasar por allí» (v. 4).  Se subió a un sicómoro: Zaqueo, el hombre que dominaba todo, hace el ridículo, va por el camino del ridículo para ver a Jesús. Pensemos qué sucedería si, por ejemplo, un ministro de economía se subiese a un árbol para ver algo: se arriesga a las burlas. Y Zaqueo se arriesgó a que se burlasen de él para ver a Jesús, hizo el ridículo. Zaqueo, en su bajeza, siente la necesidad de buscar otra mirada, la de Cristo. Aún no lo conoce, pero espera a alguien que lo libere de su condición —moralmente baja—, que le haga salir de la ciénaga en la que se encuentra. Esto es fundamental: Zaqueo nos enseña que, en la vida, nunca está todo perdido. Por favor: ¡nunca está todo perdido, nunca! Siempre podemos dar espacio al deseo de recomenzar, de reiniciar, de convertirnos. Y esto es lo que hace Zaqueo.

 

En este sentido, es decisivo el segundo aspecto: la mirada de Jesús. Él ha sido enviado por el Padre a buscar a quien se ha perdido; y cuando llega a Jericó, pasa precisamente bajo el árbol en el que está Zaqueo. El Evangelio narra que «Jesús levantó la mirada y le dijo: “Zaqueo, baja pronto, porque conviene que hoy me quede en tu casa”» (v. 5). Es una imagen muy hermosa, porque si Jesús debe alzar la mirada, significa que mira a Zaqueo desde abajo. Esta es la historia de la salvación: Dios no nos ha mirado desde lo alto para humillarnos y juzgarnos, no; por el contrario, se ha rebajado hasta lavarnos los pies, mirándonos desde abajo y restituyéndonos la dignidad. Así, el cruce de miradas entre Zaqueo y Jesús parece resumir toda la historia de la salvación: la humanidad con sus miserias busca la redención; pero, ante todo, Dios con su misericordia busca a la criatura para salvarla.

Hermanos, hermanas, recordemos esto: la mirada de Dios no se detiene nunca en nuestro pasado lleno de errores, sino que ve con infinita confianza lo que podemos llegar a ser. Y si a veces nos sentimos personas de baja estatura, que no están a la altura de los desafíos de la vida y, menos aún, de los del Evangelio, empantanadas en los problemas y en los pecados, Jesús nos mira siempre con amor: como con Zaqueo, viene a nuestro encuentro, nos llama por nuestro nombre y, si lo acogemos, viene a nuestra casa.

Podemos entonces preguntarnos: ¿Cómo nos vemos a nosotros mismos? ¿Nos sentimos inadecuados y nos resignamos, o precisamente cuando nos sentimos desanimados buscamos a Jesús? Y, además, ¿cómo miramos a quienes se han equivocado y tienen dificultad para levantarse del polvo de sus errores? ¿Es una mirada desde lo alto que juzga, desprecia, que excluye? Recordemos que solo es lícito mirar a una persona de arriba abajo para ayudarla a levantarse; nada más. Solamente así es lícito mirar de arriba abajo. Los cristianos debemos tener la mirada de Cristo, desde abajo, que abraza, que busca al que está perdido, con compasión. Esta es, y debe ser, la mirada de la Iglesia, siempre, la mirada de Cristo, no una mirada de condena.

Recemos a María, cuya humildad miró el Señor, y pidámosle el don de una mirada nueva sobre nosotros mismos y sobre los demás.

 


Después del Ángelus

 Queridos hermanos y hermanas:

Mientras celebramos la victoria de Cristo sobre el mal y sobre la muerte, oremos por las víctimas del atentado terrorista que, en Mogadiscio, ha causado la muerte de más de cien personas, entre ellas numerosos niños. ¡Que Dios convierta el corazón de los violentos!

Y recemos también al Señor Resucitado por quienes han muerto esta noche en Seúl —sobre todo jóvenes— debido a las trágicas consecuencias de una repentina estampida de la multitud.

Ayer, en Medellín, en Colombia, fue beatificada María Berenice Duque Hencker, fundadora de las Hermanitas de la Anunciación. Dedicó su toda larga vida, concluida en 1993, al servicio de Dios y de los hermanos, especialmente de los más pequeños y de los excluidos. Que su celo apostólico, que la impulsó a llevar el mensaje de Jesús más allá de las fronteras de su país, refuerce en todos el deseo de participar, con la oración y la caridad, en la difusión del Evangelio en el mundo. ¡Un aplauso para la nueva Beata, todos juntos!

Os saludo a todos vosotros, romanos y peregrinos de diversos países: familias, grupos parroquiales, asociaciones, fieles. En especial, saludo, de España, a los fieles de Córdoba y al Orfeón Donostiarra de San Sebastián, que celebra 125 años de actividad; a los chicos y chicas del Movimiento Hakuna; al grupo de San Pablo del Brasil; y a los clérigos, las religiosas y los religiosos indonesios residentes en Roma. Saludo a los participantes en el congreso promovido por la red mundial “Uniservitate” y por la LUMSA; así como a los niños de la primera Comunión de Nápoles y a los grupos de fieles de Magreta, Nocera Inferior y Nardò. Y a los jóvenes de la Inmaculada.

No nos olvidemos, por favor, en nuestra oración y en el dolor de nuestro corazón, de la martirizada Ucrania. Oremos por la paz: ¡no nos cansemos de hacerlo!

Os deseo a todos un feliz domingo. Y, por favor, no os olvidéis de rezar por mí. Buen almuerzo y hasta la vista.

Fuente: vatican.va

10/29/22

Zaqueo

31.º domingo del Tiempo ordinario (Ciclo C).


Evangelio (Lc 19,1-10)

Entró en Jericó y atravesaba la ciudad. Había un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de publicanos y rico. Intentaba ver a Jesús para conocerle, pero no podía a causa de la muchedumbre, porque era pequeño de estatura. Se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro para verle, porque iba a pasar por allí. Cuando Jesús llegó al lugar, levantando la vista, le dijo:

— Zaqueo, baja pronto, porque conviene que hoy me quede en tu casa.

Bajó rápido y lo recibió con alegría. Al ver esto, todos murmuraban diciendo que había entrado a hospedarse en casa de un pecador. Pero Zaqueo, de pie, le dijo al Señor:

— Señor, doy la mitad de mis bienes a los pobres, y si he defraudado en algo a alguien le devuelvo cuatro veces más.

Jesús le dijo:

— Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también éste es hijo de Abrahán; porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido.


Comentario

Jesús se dirige a Jerusalén. Lucas ha dedicado mucha extensión en su evangelio a hablar de este camino recorrido por Jesús que culminaría en su muerte salvadora y su resurrección gloriosa. Esta escena, que subraya el carácter salvador de Jesús, está situada casi al final de ese largo relato, cuando ya le falta poco al Maestro para llegar a la Ciudad Santa.

Jesús va de viaje, pero no pasa de largo por aquella población, saludando tal vez a alguno que otro que se cruce en su camino. Dice el evangelio que “entró en Jericó y atravesaba la ciudad” (v. 1), como deseoso de acercarse a la vida de quienes vivían allí, dando facilidades para que quien lo deseara pudiera encontrarse personalmente con él.

Uno de aquellos que querían conocerlo era Zaqueo, el “jefe de publicanos”, es decir, de los recaudadores de impuestos para los romanos. Este hombre tuvo que superar algunos obstáculos para ver a Jesús. El primero, su baja estatura que le impedía ver al Maestro cuando estaba en medio de la multitud, rodeado de gente más alta que él. Podría haberlo considerado imposible de superar y haberse resignado. Como también nosotros a veces podemos experimentar la tentación de renunciar a acercarnos a Jesús al constatar nuestra bajeza, que puede no ser física pero sí moral o anímica. Pero no desistió.

Luego tuvo que superar la vergüenza de sentirse blanco de todos los comentarios y críticas de tanta gente que le odiaba ya que colaboraba con los romanos. Pero no le importó hacer el ridículo subiéndose a un árbol, porque quería intensamente ver a Jesús. Cuando uno se propone algo en serio es capaz de hacer pequeñas locuras, y Zaqueo sentía latir con fuerza su corazón ante el único que podía quitarle de encima el peso que lo agobiaba y transformar su vida, así que “se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro” (v. 4) y cuando Jesús le habló, “bajó rápido y lo recibió con alegría” (v. 6). No tuvo miedo ni vergüenza, y se salió con la suya.

“Miremos hoy a Zaqueo en el árbol –decía el Papa Francisco-: su gesto es un gesto ridículo, pero es un gesto de salvación. Y yo te digo a ti: si tienes un peso en tu conciencia, si tienes vergüenza por tantas cosas que has cometido, detente un poco, no te asustes. Piensa que alguien te espera porque nunca dejó de recordarte; y este alguien es tu Padre, es Dios quien te espera. Trépate, como hizo Zaqueo, sube al árbol del deseo de ser perdonado; yo te aseguro que no quedarás decepcionado. Jesús es misericordioso y jamás se cansa de perdonar”.

Mientras la gente miraba entre burlas, chismes y comentarios despectivos, Jesús lo miró de un modo muy distinto. Para el pueblo llano era un personaje despreciable, que se había enriquecido a costa de los demás. Pero Jesús, lo contemplaba con una mirada misericordiosa, y tenía ganas de encontrarse con él. “La mirada de Jesús –son palabras del Papa Francisco- va más allá de los pecados y los prejuicios; mira a la persona con los ojos de Dios, que no se queda en el mal pasado, sino que vislumbra el bien futuro”. Por eso, cuando Jesús entra en casa de Zaqueo, puede exclamar con alegría: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también éste es hijo de Abrahán; porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido” (vv. 9-10).

San Josemaría meditaba esta escena del evangelio, junto con otras análogas, e invitaba a cada uno a sacar sus propias consecuencias: “Zaqueo, Simón de Cirene, Dimas, el centurión... Ahora ya sabes por qué te ha buscado el Señor. ¡Agradéceselo!... Pero ‘opere et veritate’, con obras y de verdad.

Fuente: opusdei.org

«Hay cosas que sólo un hombre puede decir»

Paloma Girona Hernández

Tras ver la película “Éternité” me quedé un rato ensimismada, en profundo silencio y con alegría, imagino que por ver de una forma tan artística y contundente la belleza de la vida centrada en mostrar la de la familia; de la maternidad; la paternidad; de la fe católica; de la amistad, la vocación; el nacer, el dolor, la alegría, el morir…. Los esenciales resumidos armónicamente en 2 horas. Con la sensibilidad a flor de piel, por un lado, y la pícara confirmación, hecha complicidad en mi interior, sobre la diferencia abismal entre hombres y mujeres que el mundo de hoy es incapaz de entender. Porque como dijo la primera protagonista, Valentine: “hay cosas que sólo un hombre puede decir”.

No sé si Twitter vino en mi auxilio o simplemente eché mano de esta red para paliar esa sana necesidad de comunicar lo bueno y bello que acababa de ver. Rápidamente escribí en un tuit: “Acabo de ver una película tan rompedora como maravillosa”. Mi primera sorpresa fue descubrir que el director, Tran Anh Hung, era hombre y no mujer, primer esquema roto. Pensaba que algo realizado con tanta finura, sensibilidad y estética solo podría ser obra de una mujer. No se me ponga mustio querido lector, con lo que acaba de leer: “yo pensaba que algo realizado con tanta finura, sensibilidad y estética solo podría ser obra de una mujer”, ¿quiero decir que los hombres no pueden filmar algo con finura estética y sensibilidad? No.

Indago un poco más y el señor Tran o el señor Hung (desconozco cuál es realmente el apellido), es francés y vietnamita ¡Ah! Algo me cuadra, solo un asiático puede mostrarnos de una forma tan magistral el tiempo, no solo su sentido, sino el momento que no se volverá a repetir. De hecho, él mismo afirma que trató de hacer la película pensando en “La ópera de la vida”, la expresión artística por excelencia, y por algo al presentar el film al gran público el titular fue “100 años de humanidad”.

Efectivamente, hay cosas que sólo una mujer puede experimentar, decir, hablar y callar

“Hay cosas que sólo un hombre puede decir”. Destaco esta frase de la película porque es la verdad de la diferencia entre hombres y mujeres. ¿Somos diferentes? ¡Pues claro! Es una obviedad a todas luces, pero, insisto, el mundo de hoy se niega a entenderlo o más bien, aboga por rechazarlo. Algo tan evidente como es la complementariedad entre hombre y mujer, y que cualquiera afirma en la intimidad, curiosamente se calla en público. Sacada la frase del contexto de la escena de la película, caben 1000 interpretaciones, pero cuando un matrimonio acaba de perder al hijo recién nacido, y la mujer ahoga su pena abrazada al marido que la consuela con todo amor, y éste susurra: “tan pequeñito, con un día de vida, apenas nos ha dado tiempo a quererle”, y entonces ahí viene la reflexión callada y delicada de su mujer, ella dijo para sus adentros “hay cosas que sólo un hombre puede decir”.

La natural diferencia

Valentine, una de las tres protagonistas de esta historia de tres generaciones, le ahorró a su marido explicarle qué ocurre en una mujer durante los 9 meses de gestación, cómo el amor, el cuidado, la ilusión va creciendo y creciendo de un modo gigantesco mientras el cuerpo se amolda para acoger al que va creciendo. Efectivamente, hay cosas que sólo una mujer puede experimentar, decir, hablar y callar. Porque cuando la mujer ama gesta maternidad, continuamente, hacia el hijo, hacia el amor de su vida, con el enfermo a su cargo, en el crecer de la amistad, con sus padres, el acto de amor continuo en la mujer es una gestación que llega hasta la eternidad.

Belleza al desnudo

Esta película se me ha hecho algo así como un compendio de la descripción literaria de Baroja, contundente, realista, al detalle. El color, la luz y la estética de los cuadros de Sorolla o de cualquier impresionista. El ambiente cinematográfico y estético de Visconti, a lo grande, lleno de color, movimiento y lentitud contemplativa. Y… la música de la vida con una selección impresionante, en total 26 piezas componen la banda sonora original, predomina el piano, pero no se corta Tran Anh Hung, Beethoven, Debussy, Bach, Haëndel, Ciccolini… conectan con precisión el sonido con la imagen y toca la fibra sentimental del espectador. Muestra la explosión de la vida, niños jugando, el protagonismo del tacto, del afecto sin límites de madres a hijos, de padres a madres, de éstos a los hijos. Cada quien, ocupando su lugar natural de una forma tan espontánea como discreta. La ternura y el placer de ese “estarse juntos” en el centro de la creación, rodeados de naturaleza. Ternura, tildada de cursi por críticos de cine de este siglo XXI frío, sin vínculos y deshumanizador.

Esta película, que puede ver ahora en la plataforma de Movistar, es un canto a la vida, a la contemplación, a reconocer el peso y permanente compañía de la fe católica en las personas. La lentitud de las pequeñas cosas, de las caricias, los silencios, las miradas, los pensamientos, el respeto profundo, el sufrimiento. Vida y muerte, generación tras generación, Dios y hombre, finitud y eternidad.

Porque… hay cosas que solo un hombre puede decir y una mujer… callar.

Paloma Girona Hernández, en womanessentia.com/

10/28/22

¿Los muertos vienen?

Cardenal Felipe Arizmendi 

Los católicos sostenemos la vida eterna en Dios

MIRAR

Se acerca el 2 de noviembre, en que la liturgia católica celebra la conmemoración de todos los fieles difuntos, y la misma naturaleza prepara la venida de nuestros queridos difuntos con una espléndida floración de colores blanco, amarillo y morado. Yendo de Toluca a mi pueblo, por toda la carretera abundan flores, grandes y pequeñas, que ambientan gozosamente esta fecha. Así lo interpretan nuestros pueblos. Alabamos y bendecimos al Autor de tanta belleza y perfección. Pero, ¿en realidad vienen los difuntos?

En muchas comunidades, incluso en las urbes, es frecuente que se reúnan las familias, que vayan al panteón a arreglar las tumbas, que les preparen ofrendas en un pequeño altar en casa, que pongan sus fotos y les coloquen alimentos y bebidas de su gusto. No faltan las velas y las flores para ellos. ¿Vienen los muertitos a degustar los manjares que se les ofrecen? ¿Conviven con nosotros?

En una comunidad indígena otomí, donde fui párroco hace años, en estas fechas se quemaban los petates (esteras rústicas para dormir) viejos, se quebraban los trastos de barro de la comida diaria, se compraba todo nuevo, se hacían grandes comidas en su honor, se repartían frutas, panes y otros alimentos a los familiares y amigos, y toda la noche se velaba en el panteón, entre velas, flores, incienso y música, sin faltar bebidas embriagantes. Todo era porque vienen nuestros difuntos… 

En todas las culturas hay una fuerte conciencia de que ellos no están totalmente ausentes. Por ejemplo, el cardenal filipino Luis Antonio G. Tagle, quien era el Prefecto de la anterior Congregación para la Evangelización de los Pueblos, y que ahora está integrada en el Dicasterio para la Evangelización, nos platica esto de su abuelo materno, un chino converso al catolicismo: En el aniversario de la muerte de su madre, ofrecía incienso y comida delante de la imagen de su madre y nos decía a los nietos: «¡Que nadie toque esta comida! Primero debe probarlo la bisabuela, en el cielo, y luego nos tocará a nosotros». Con expresiones semejantes, en todas las culturas hay esta cercanía con los difuntos. En realidad, no vienen corporalmente a estar con nosotros, ni comen físicamente los alimentos que se les preparan, pero es una forma simbólica muy expresiva de que estamos ciertos de que no han muerto totalmente, sino que viven de alguna manera. Los católicos sostenemos la vida eterna en Dios para sus hijos, aunque no desconocemos la existencia del infierno, que es la vida eterna sin Dios, que es lo peor que nos puede pasar. Dios es vida y quiere la vida para todos los suyos. Y esto es lo que celebramos en estas fechas: la vida en Dios de nuestros seres queridos ya difuntos. Por eso los experimentamos muy cercanos. Las flores quieren simbolizar el paraíso eterno que les deseamos; las velas expresan la fe en la luz eterna para ellos.

DISCERNIR

El Papa Francisco, en Amoris laetitia, dice: “A veces la vida familiar se ve desafiada por la muerte de un ser querido. No podemos dejar de ofrecer la luz de la fe para acompañar a las familias que sufren en esos momentos. Abandonar a una familia cuando la lastima una muerte sería una falta de misericordia, perder una oportunidad pastoral, y esa actitud puede cerrarnos las puertas para cualquier otra acción evangelizadora.

Comprendo la angustia de quien ha perdido una persona muy amada, un cónyuge con quien ha compartido tantas cosas. Jesús mismo se conmovió y se echó a llorar en el velatorio de un amigo. ¿Y cómo no comprender el lamento de quien ha perdido un hijo? Y a veces se llega incluso a culpar a Dios. Cuánta gente —los comprendo— se enfada con Dios.

En general, el duelo por los difuntos puede llevar bastante tiempo, y cuando un pastor quiere acompañar ese proceso, tiene que adaptarse a las necesidades de cada una de sus etapas. Todo el proceso está surcado por preguntas, sobre las causas de la muerte, sobre lo que se podría haber hecho, sobre lo que vive una persona en el momento previo a la muerte. Con un camino sincero y paciente de oración y de liberación interior, vuelve la paz. En algún momento del duelo hay que ayudar a descubrir que quienes hemos perdido un ser querido todavía tenemos una misión que cumplir, y que no nos hace bien querer prolongar el sufrimiento, como si eso fuera un homenaje. La persona amada no necesita nuestro sufrimiento ni le resulta halagador que arruinemos nuestras vidas. Tampoco es la mejor expresión de amor recordarla y nombrarla a cada rato, porque es estar pendientes de un pasado que ya no existe, en lugar de amar a ese ser real que ahora está en el más allá. Su presencia física ya no es posible, pero si la muerte es algo potente, «es fuerte el amor como la muerte». El amor tiene una intuición que le permite escuchar sin sonidos y ver en lo invisible. Eso no es imaginar al ser querido tal como era, sino poder aceptarlo transformado, como es ahora.

Nos consuela saber que no existe la destrucción completa de los que mueren, y la fe nos asegura que el Resucitado nunca nos abandonará. Así podemos impedir que la muerte envenene nuestra vida, que haga vanos nuestros afectos, que nos haga caer en el vacío más oscuro. La Biblia habla de un Dios que nos creó por amor, y que nos ha hecho de tal manera que nuestra vida no termina con la muerte. San Pablo se refiere a un encuentro con Cristo inmediatamente después de la muerte: «Deseo partir para estar con Cristo». Con él, después de la muerte nos espera «lo que Dios ha preparado para los que lo aman». El prefacio de la Liturgia de los difuntos expresa bellamente: «Aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma». Porque nuestros seres queridos no han desaparecido en la oscuridad de la nada: la esperanza nos asegura que ellos están en las manos buenas y fuertes de Dios.

Una manera de comunicarnos con los seres queridos que murieron es orar por ellos. Dice la Biblia que «rogar por los difuntos» es «santo y piadoso». Orar por ellos puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor. El Apocalipsis presenta a los mártires intercediendo por los que sufren la injusticia en la tierra, solidarios con este mundo en camino. Algunos santos, antes de morir, consolaban a sus seres queridos prometiéndoles que estarían cerca ayudándoles. Santa Teresa de Lisieux sentía el deseo de seguir haciendo el bien desde el cielo. Santo Domingo afirmaba que sería más útil después de muerto, más poderoso en obtener gracias. Son lazos de amor. Porque la unión de los miembros de la Iglesia peregrina con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe. Se refuerza con la comunicación de los bienes espirituales.

Si aceptamos la muerte podemos prepararnos para ella. El camino es crecer en el amor hacia los que caminan con nosotros, hasta el día en que ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor. De ese modo, también nos prepararemos para reencontrar a los seres queridos que murieron. Así como Jesús entregó el hijo que había muerto a su madre, lo mismo hará con nosotros. No desgastemos energías quedándonos años y años en el pasado. Mientras mejor vivamos en esta tierra, más felicidad podremos compartir con los seres queridos en el cielo. Mientras más logremos madurar y crecer, más cosas lindas podremos llevarles para el banquete celestial” Nos. 253-258).

ACTUAR

Recordemos con amor a nuestros seres queridos ya difuntos, sin despreciar las buenas expresiones culturales de nuestros pueblos; oremos por su paz eterna, perdonemos sus errores, vivamos sus buenos consejos y ejemplos, ofrezcamos la Santa Misa por ellos y seamos una memoria viva de su historia, sin deshonrarlos con nuestros malos comportamientos.

Fuente: exaudi.org

10/27/22

La materia del discernimiento. La desolación

 El Papa ayer en la Audiencia General


Catequesis sobre el discernimiento 7 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El discernimiento, lo hemos visto en las catequesis precedentes, no es principalmente un procedimiento lógico; aborda las acciones, y las acciones tienen una connotación afectiva también, que debe ser reconocida, porque Dios habla al corazón. Entremos, pues, en la primera modalidad afectiva, objeto del discernimiento, es decir, la desolación. ¿De qué se trata?

La desolación ha sido definida así: «Escuridad del ánima, turbación en ella, moción a las cosas bajas y terrenas, inquietud de varias agitaciones y tentaciones, moviendo a infidencia, sin esperanza, sin amor, hallándose toda perezosa, tibia, triste y como separada de su Criador y Señor» (S. Ignacio de L., Ejercicios espirituales, 317). Todos nosotros lo hemos experimentado. Creo que, de una forma u otra, hemos experimentado esto, la desolación. El problema es cómo poder leerla, porque también esta tiene algo importante que decirnos, y si tenemos prisa en liberarnos de ella, corremos el riesgo de perderla.

Nadie quisiera estar desolado, triste: esto es verdad. Todos quisiéramos una vida siempre alegre, feliz y satisfecha. Pero esto, además de no ser posible ―porque no es posible―, tampoco sería bueno para nosotros. De hecho, el cambio de una vida orientada al vicio puede empezar por una situación de tristeza, de remordimiento por lo que se ha hecho. Es muy bonita la etimología de esta palabra, “remordimiento”: el remordimiento de la conciencia, todos conocemos esto. Remordimiento: literalmente es la conciencia que muerde, que no da paz. Alessandro Manzoni, en Los novios, nos dio una espléndida descripción del remordimiento como ocasión para cambiar de vida. Se trata del célebre diálogo entre el cardenal Federico Borromeo y el Innominado, el cual, después de una noche terrible, se presenta destrozado donde el cardenal, que se dirige a él con palabras sorprendentes: «“Traéis una dichosa nueva que darme: ¿por qué me hacéis esperar tanto?” “¿Dichosa nueva yo?” ―dijo el otro―. “¿Yo, que tengo en el corazón un infierno? ¿Qué nueva dichosa, decidme, pues parece que lo sabéis […]?”. “Es claro: la de que Dios os ha tocado el corazón”, respondió con sencilla mansedumbre el cardenal» (cap. XXIII). Dios toca el corazón y te viene algo dentro, la tristeza, el remordimiento por algo, y es una invitación a empezar un camino. El hombre de Dios sabe notar en profundidad lo que se mueve en el corazón.

Es importante aprender a leer la tristeza. Todos conocemos qué es la tristeza: todos. ¿Pero sabemos leerla? ¿Sabemos entender qué significa para mí, esta tristeza de hoy? En nuestro tiempo, la tristeza está considerada mayoritariamente de forma negativa, como un mal del que huir a toda costa, y, sin embargo, puede ser una campana de alarma indispensable para la vida, invitándonos a explorar paisajes más ricos y fértiles que la fugacidad y la evasión no consienten. Santo Tomás define la tristeza un dolor del alma: como los nervios para el cuerpo, despierta la atención ante un posible peligro, o un bien desatendido (cf. Summa Th. I-II, q. 36, a. 1). Por eso es indispensable para nuestra salud, nos protege para que no nos hagamos mal a nosotros mismos y a los otros. Sería mucho más grave y peligroso no tener este sentimiento e ir adelante. La tristeza a veces trabaja como semáforo: “¡Párate, párate! Está rojo aquí. Párate”.

En cambio, para quien tiene el deseo de realizar el bien, la tristeza es un obstáculo con el que el tentador quiere desanimarnos. En tal caso, se debe actuar de forma exactamente contraria a lo sugerido, decididos a continuar lo que nos habíamos propuesto hacer (cf. Ejercicios espirituales, 318). Pensemos en el estudio, en la oración, en un compromiso asumido: si los dejáramos apenas sentimos aburrimiento o tristeza, no concluiríamos nunca nada. Esta también es una experiencia común a la vida espiritual: el camino hacia el bien, recuerda el Evangelio, es estrecho y cuesta arriba, requiere un combate, un vencerse a sí mismo. Empiezo a rezar, o me dedico a una buena obra y, extrañamente, justo entonces me vienen a la mente cosas urgentes que hay que hacer ―para no rezar y para no hacer cosas buenas―. Todos tenemos esta experiencia. Es importante, para quien quiere servir al Señor, no dejarse guiar por la desolación. Eso de… “Pero no, no tengo ganas, esto es aburrido...”: ten cuidado. Lamentablemente, algunos deciden abandonar la vida de oración, o la elección emprendida, el matrimonio o la vida religiosa, empujados por la desolación, sin pararse antes a leer este estado de ánimo, y sobre todo sin la ayuda de un guía. Una regla sabia dice que no hay que hacer cambios cuando se está desolado. Será el tiempo sucesivo, más que el humor del momento, el que muestre la bondad o no de nuestras elecciones.

Es interesante notar, en el Evangelio, que Jesús rechaza las tentaciones con una actitud de firme determinación (cf. Mt 3,14-15; 4,1-11; 16,21-23). Las situaciones de prueba le llegan desde varias partes, pero siempre, encontrando en Él esta firmeza, decidida a cumplir la voluntad del Padre, disminuyen y cesan de obstaculizar el camino. En la vida espiritual la prueba es un momento importante, la Biblia lo recuerda explícitamente y dice así: «Si te llegas a servir al Señor, prepara tu alma para la prueba» (Sir 2,1). Si tú quieres ir por el buen camino, prepárate: habrá obstáculos, habrá tentaciones, habrá momentos de tristeza. Es como cuando un profesor examina al estudiante: si ve que conoce los puntos esenciales de la materia, no insiste: ha superado la prueba. Pero debe superar la prueba.

Si sabemos atravesar soledad y desolación con apertura y conciencia, podemos salir reforzados bajo el aspecto humano y espiritual. Ninguna prueba está fuera de nuestro alcance; ninguna prueba será superior a lo que nosotros podemos hacer. Pero no huir de las pruebas: ver qué significa esta prueba, qué significa que yo estoy triste: ¿por qué estoy triste? ¿Qué significa que yo en este momento estoy desolado? ¿Qué significa que estoy desolado y no puedo ir adelante? San Pablo recuerda que nadie es tentado más allá de sus posibilidades, porque el Señor no nos abandona nunca y, con Él cerca, podemos vencer toda tentación (cf. 1 Cor 10,13). Y si no la vencemos hoy, nos levantamos otra vez, caminamos y la venceremos mañana. Pero no permanecer muertos ―digamos así― no permanecer vencidos por un momento de tristeza, de desolación: id adelante. Que el Señor te bendiga en este camino ―¡valiente!―  de la vida espiritual, que es siempre caminar.


 

Saludos:

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. El próximo martes celebramos la Solemnidad de Todos los Santos. Pidamos que, siguiendo su ejemplo de entrega a la voluntad de Dios, no nos desanimemos en los momentos de desolación, y sepamos confiar siempre en Él y en su amor infinito que no nos abandona. Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Muchas gracias.


 

LLAMAMIENTO

Asistimos horrorizados a los acontecimientos que siguen ensangrentado la República Democrática del Congo. Expreso mi firme reprobación por el asalto que tuvo lugar en los últimos días en Maboya, en la provincia de Kivu del Norte, donde fueron asesinadas personas indefensas, entre ellas una monja dedicada a la asistencia sanitaria. Oremos por las víctimas y sus familias, así como por esa comunidad cristiana y los habitantes de esa región que llevan demasiado tiempo extenuados por la violencia.


 

Resumen leído por el Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:

En este ciclo de catequesis dedicado al discernimiento, hoy reflexionamos sobre la desolación. Todo lo que hacemos tiene una connotación afectiva, y es necesario reconocer —o sea, discernir— lo que “se mueve” en nuestro interior, porque Dios habla al corazón. Cuando los movimientos interiores se caracterizan por la turbación, la tristeza y las tentaciones; cuando sentimos que perdemos la esperanza y nos alejamos de Dios, estamos experimentando la desolación.

Nadie quisiera tener que pasar por estos momentos de oscuridad, pero a todos nos llegan, es parte del camino. Y si sabemos “leerlos”, rezarlos y confrontarlos con un guía espiritual que nos acompañe, pueden ayudarnos a madurar y a afrontar la vida de otra manera, más “arraigados y firmes en la fe”. También es importante, cuando llega la prueba, “no hacer mudanza”, no cambiar, es decir, permanecer fuertemente unidos al Señor y no desviarnos del camino que nos conduce hasta Él. Así, con la gracia de Dios, podremos fortalecernos y seguir viviendo con mayor paz y libertad.

Fuente: vatican.va

10/25/22

¿Una Iglesia santa, o una Iglesia de santos?

Philip Goyret

A muchos sorprende la afirmación del Credo que dice que la Iglesia es santa, cuando los defectos y pecados de sus miembros, incluidos los de sus dirigentes, son bien visibles. Para entender bien el alcance de esta expresión es útil acudir a la historia, desde sus orígenes patrísticos hasta los documentos del último Concilio.

Al menos desde el tercer siglo de la era cristiana —hacia esa época se remontan las primeras versiones completas de los símbolos de la fe— los bautizados confesamos nuestra fe en la Iglesia, cuando decimos: “Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica…” (Credo apostólico), o “Creo en la Iglesia, que es una santa, católica y apostólica” (Credo niceno-constantinopolitano). Efectivamente, aunque no sea Dios (pues es una realidad creada), ella es su instrumento, un instrumento sobrenatural, y en ese sentido es objeto de nuestra fe. De esto daban cuenta debida los Padres de la Iglesia, cuando hablaban de ella como el mysterium lunae, que solamente refleja, sin producirla, la única luz, la que viene de Cristo, el “sol de soles”. 

La realidad del pecado

Particularmente nos interesa ahora la afirmación sobre la santidad de la Iglesia, en cuanto que, para muchos, ella pareciera contrastar con una realidad manchada por pecados abominables como los abusos sexuales de menores, o los de conciencia, o los de autoridad, o por severas disfunciones financieras que afectan incluso los niveles más altos del gobierno eclesiástico. Podríamos añadir a esto una larga cola de “pecados históricos”, como la convivencia con la esclavitud, el consenso respecto a las guerras de religión, las condenas injustas obradas por la Inquisición, el anti-judaísmo (no identificable con el antisemitismo), etc. ¿Podemos verdaderamente hablar de la “Iglesia santa” en modo coherente? ¿O estamos simplemente arrastrando por inercia una fórmula heredada de la historia?

Una posición, asumida desde los años 60 del siglo pasado entre diversos teólogos, tiende a tomar distancia de la “Iglesia santa”, usando el adjetivo “pecadora” aplicado a la Iglesia. De esta manera, la Iglesia sería llamada según le corresponde teniendo en cuenta la responsabilidad de sus culpas. Se ha intentado hacer remontar la expresión “Iglesia pecadora” a la patrística, más concretamente a través de la fórmula casta meretrix, aunque se trate en realidad de un solo Padre de la Iglesia, san Ambrosio de Milán (In Lc III, 23), cuando habla sobre Rahab, la meretriz de Jericó, usándola como figura de la Iglesia (como también lo hicieron otros escritores eclesiásticos): pero el santo obispo de Milán lo hace en sentido positivo, diciendo que la fe castamente conservada (no corrompida) es difundida entre todas las gentes (simbolizadas por todos los que gozan de los favores de la meretriz, usando el lenguaje cruento de esa época).

Sin entrar ahora en esta debatida cuestión patrística, cabe en cambio preguntarnos si la posición apenas expuesta es legítima. Tengamos en cuenta que los juicios temerarios están severamente condenados en la Biblia, ya desde el Antiguo Testamento, y Yahvé exhorta a no juzgar por las apariencias. Cuando el profeta Samuel intenta individuar a quien deberá ungir como el futuro rey David, el Señor le advierte: “No te fijes en su aspecto ni en lo elevado de su estatura, porque yo lo he descartado. Dios no mira como mira el hombre; porque el hombre ve las apariencias, pero Dios ve el corazón” (1Sa 16, 7). 

La gran pregunta, en definitiva, sería: vistas las faltas de santidad en la Iglesia, ¿debo descartar la santidad de la Iglesia? La clave de la respuesta, siguiendo la lógica del texto bíblico citado, está en la palabra “vistas”. Si juzgamos por lo que vemos, la respuesta apunta hacia la negación. Pero eso comporta proceder según “las apariencias”, mientras que lo correcto es mirar “el corazón”. ¿Y cuál es el corazón de la Iglesia? ¿Cuál es la Iglesia que se encuentra detrás de las apariencias?

¿Qué es la Iglesia?

Aquí es donde las aguas se dividen. Mirada con ojos mundanos, la Iglesia es una organización religiosa, es la curia vaticana, es una estructura de poder, o incluso, más benignamente, es una iniciativa humanitaria a favor de la educación, de la sanidad, de la paz, de ayuda a los pobres, etc. 

Mirada con los ojos de la fe, en la Iglesia no se excluyen estas actividades ni esas formas de existencia, pero no se conciben como lo fundamental, no se identifica lo eclesiástico con lo eclesial. La Iglesia ya era Iglesia en Pentecostés, cuando esas formas y actividades aun no existían. Ella “no existe principalmente donde está organizada, donde se reforma o se gobierna, sino en los que creen sencillamente y reciben en ella el don de la fe que para ellos es vida”, como afirma Ratzinger en su Introducción al cristianismo. Concretamente sobre la santidad de la Iglesia, ese mismo texto nos recuerda que ella “consiste en el poder por el que Dios obra la santidad en ella, dentro de la pecaminosidad humana”. Más aún: ella “es expresión del amor de Dios que no se deja vencer por la incapacidad del hombre, sino que siempre es bueno con él, lo asume continuamente como pecador, lo transforma, lo santifica y lo ama”. 

En un sentido muy profundo, podemos (y debemos) decir, en definitiva, que la santidad de la Iglesia no es la de los hombres, sino la de Dios. En esta dirección, decimos que ella es santa porque santifica siempre, también a través de ministros indignos, por el evangelio y los sacramentos. Como dice Henri de Lubac en una de sus mejores obras, Meditación sobre la Iglesia, “su doctrina es siempre pura, y la fuente de sus sacramentos está siempre viva”.

La Iglesia es santa porque no es otra cosa que Dios mismo santificando a los hombres en Cristo y por su Espíritu. Ella brilla sin mancha alguna en sus sacramentos, con los que alimenta a sus fieles; en la fe, que conserva siempre incontaminada; en los consejos evangélicos que propone, y en los dones y carismas, con los que promueve multitudes de mártires, vírgenes y confesores (Pío XII, Mystici Corporis). Es la santidad de la Iglesia que podemos llamar “objetiva”: aquella que la caracteriza como “cuerpo”, no como simple yuxtaposición de fieles (Congar, Santa Iglesia). Añadamos que la Iglesia es santa también porque exhorta continuamente a alcanzar la santidad.

La Iglesia de los puros

Pero concurre sobre esta cuestión otra problemática, indicada casi irónicamente en Introducción al cristianismo: la del “sueño humano de un mundo sanado e incontaminado por el mal, (que) presenta la Iglesia como algo que no se mezcla con el pecado”. Este “sueño”, el de la “Iglesia de los puros”, nace y renace continuamente a lo largo de la historia bajo diversas formas: montanistas, novacianos, donatistas (primer milenio), cátaros, albigenses, husitas, jansenistas (segundo milenio) y otros más aun, tienen en común concebir a la Iglesia como una institución formada exclusivamente por “cristianos incontaminados”, “escogidos y puros”, los “perfectos” que nunca caen, los “predestinados”. De modo que cuando de hecho se percibe en la Iglesia la existencia del pecado, se concluye que esa no es la Iglesia verdadera, la “santa Iglesia” del Símbolo de la fe. 

Subyace aquí el equívoco de pensar en la Iglesia de hoy aplicando las categorías del mañana, de la Iglesia escatológica, identificando en el hoy de la historia la Iglesia santa con la Iglesia de los santos. Se olvida que, mientras aun peregrinamos, el trigo crece mezclado con la cizaña, y fue Jesús mismo quien, en la conocida parábola, explicó cómo la cizaña deberá ser eliminada solo al final de los tiempos. Por eso san Ambrosio hablaba de la Iglesia usando también, y prevalentemente (incluso en la misma obra ya citada), la expresión immaculata ex maculatis, literalmente “la sin mancha, formada por manchados”. ¡Solo después, en el más allá, ella será immaculata ex immaculatis!

El magisterio contemporáneo ha vuelto a reafirmar esta idea en el Vaticano II, diciendo que “la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores”. Estos pertenecen a la Iglesia y es justamente gracias a esa pertenencia que pueden purificarse de sus pecados. De Lubac, siempre en la misma obra, dice con gracia que “la Iglesia es aquí abajo y seguirá siendo hasta el final una comunidad revuelta: trigo todavía entre la paja, arca que contiene animales puros e impuros, nave llena de malos pasajeros, que parecen estar siempre a punto de llevarla al naufragio”. 

Al mismo tiempo, es importante percibir que el pecador no pertenece a la Iglesia en razón de su pecado, sino a causa de las realidades santas que aún conserva en su alma, principalmente el carácter sacramental del bautismo. Este es el sentido de la expresión “comunión de los santos”, que el Símbolo de los Apóstoles aplica a la Iglesia: no porque sea compuesta solo por santos, sino porque es la realidad de santidad, ontológica o moral, lo que la conforma como tal. Es comunión entre la santidad de las personas y en las cosas santas.

Aclarados estos puntos esenciales, conviene ahora añadir una importante precisión. Dijimos, y lo confirmamos, que la Iglesia es santa independientemente de la santidad de sus miembros. Pero eso no impide afirmar la existencia de un vínculo entre santidad y difusión de la santidad, tanto a nivel personal como institucional. Los medios de santificación de la Iglesia son en sí mismo infalibles, y hacen de ella una realidad santa, independientemente de la calidad moral de los instrumentos. Pero la recepción subjetiva de la gracia en las almas de quienes son objeto de la misión de la Iglesia depende también de la santidad de los ministros, ordenados y no ordenados, como también del good standing del aspecto institucional de la Iglesia.

Ministros dignos

Un ejemplo nos puede ayudar a entender esto. La Eucaristía es siempre presencia sacramental del misterio pascual y, como tal, posee una capacidad inagotable de fuerza redentora. Aun así, una celebración eucarística presidida por un sacerdote públicamente indigno producirá frutos de santidad solo en aquellos fieles que, formados profundamente en su fe, saben que los efectos de la comunión son independientes de la situación moral del ministro celebrante. Pero para muchos otros, esa celebración no los acercará a Dios, porque no ven coherencia entre la vida del celebrante y el misterio celebrado. Habrá otros quienes incluso huirán espantados. Como dice el Decreto Presbyterorum ordinis del Concilio Vaticano II (n. 12), “aunque la gracia de Dios puede realizar la obra de la salvación, también por medio de ministros indignos, sin embargo, Dios prefiere, por ley ordinaria, manifestar sus maravillas por medio de quienes, hechos más dóciles al impulso y guía del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y su santidad de vida, pueden decir con el apóstol: ‘Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí’ (Gal. 2, 20)”.

En esta óptica cobran un ardor especial las palabras dirigidas en octubre de 1985 por san Juan Pablo II a los obispos europeos, en vista de la nueva evangelización de Europa: “Se necesitan heraldos del Evangelio que sean expertos en humanidad, que conozcan a fondo el corazón del hombre de hoy, que participen de las alegrías y esperanzas, de las angustias y tristezas, y al mismo tiempo sean contemplativos enamorados de Dios. Para esto necesitamos nuevos santos. Los grandes evangelizadores de Europa fueron los santos. Debemos rogar al Señor que aumente el espíritu de santidad de la Iglesia y nos envíe nuevos santos para evangelizar el mundo de hoy”.

Lo que sucede en el caso individual apenas reseñado sucede también respecto a la Iglesia como institución. Si se predica la honestidad, y luego se descubre que en una diócesis hay malversación de fondos, esa predicación, aunque esté sólidamente fundamentada en el Evangelio, surtirá poco efecto. Muchos que la escuchan dirán “aplícate a ti mismo esa enseñanza, antes de predicarla a nosotros”. Y esto puede pasar también cuando esa “malversación de fondos” haya tenido lugar sin mala intención, por simple ignorancia o ingenuidad.

El Concilio Vaticano II

En el contexto de esta problemática destaca mejor el texto completo del pasaje del Concilio Vaticano II, ya citado: “La Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y siempre necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación” (Lumen Gentium 8). Podemos añadir otras palabras del mismo Concilio, dirigidas no solo a la Iglesia Católica, que dicen: “Todos, finalmente, examinan su fidelidad a la voluntad de Cristo con relación a la Iglesia y, como es debido, emprenden animosos la obra de renovación y de reforma” (Unitatis Redintegratio 4). Esto nos permite contemplar el cuadro en todas sus dimensiones: purificación, reforma, renovación: conceptos que, en sentido estricto, no son sinónimos.

En efecto, la “purificación” suele referirse más directamente a las personas individuales. Los pecadores siguen perteneciendo a la Iglesia (si están bautizados), pero deben ser purificados. La “reforma” tiene un aspecto más marcadamente institucional; además, no se trata de una mejoría cualquiera, sino de “retomar la forma original” y, a partir de ahí, relanzarla hacia el futuro. 

Téngase en cuenta que, aunque el aspecto visible “divinamente instituido” sea inmutable, el aspecto humano-institucional es mudable y perfectible. Hablamos así de un aspecto humano-institucional que, strada facendo, perdió su sentido evangélico original. 

La situación moral de la Iglesia en el siglo XVI, y muy particularmente del episcopado, necesitaba reformarse, y fue esto lo que se implementó en el Concilio de Trento. Finalmente, la “renovación”, que no presupone de por sí una situación estructural moralmente negativa: simplemente se intenta aplicar un update para que la evangelización pueda incidir con eficacia sobre una sociedad que evoluciona constantemente. Basta comparar el actual Catecismo de la Iglesia Católica con un catecismo de inicios del siglo XX para darse cuenta de la importancia de la renovación. Puede pensarse en la última modificación del Libro VI del Código de Derecho Canónico como una sana renovación.

Una conversión continua

Dos últimos aspectos antes de cerrar estas reflexiones. El primero de los textos del Vaticano II apenas citados habla de una purificación que ha de realizarse “siempre” (no todas las traducciones castellanas respetan el original latino semper). 

Algo similar podemos pensar respecto a la reforma y a la renovación, que deberían actualizarse sin dejar pasar lapsos desmesurados de tiempo. No se trata de estar siempre cambiando las cosas, pero sí de “limpiar” constantemente lo que se ve y lo que no se ve. Si el Concilio de Trento hubiese “limpiado” antes la Iglesia (quizá un siglo antes), probablemente nos hubiésemos ahorrado la “otra reforma”, la protestante, con todos los efectos negativos que comportaron las divisiones en la Iglesia.

Finalmente, conviene no perder de vista que purificación, reforma y renovación deben desarrollarse conjuntamente. Muchos no comprenden la importancia de esto último. Si se diseña una buena reforma o renovación (por ejemplo, la reciente de la curia romana; o antes, la reforma litúrgica), pero no hay purificación de las personas, los resultados serán insignificantes. No basta cambiar las estructuras: hay que convertir a las personas. Y esta “conversión de las personas” no se refiere exclusivamente a su situación moral-espiritual, sino también, aunque desde otra perspectiva, a su formación profesional, a su capacidad de relación, a las soft skills tan apreciadas hoy en el mundo de la empresa, etc. 

Para algunos, la afirmación del Vaticano II (Lumen Gentium 39) sobre la Iglesia “indefectiblemente santa” (no puede dejar de ser santa) sería escandalosa, triunfalista y contradictoria. En realidad, ella sería eso y cosas mucho peores todavía, si fuese compuesta solo por hombres y por iniciativa de hombres. El texto sagrado nos dice, en cambio, que “Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella, para santificarla. El la purificó con el bautismo del agua y la palabra, porque quiso para sí una Iglesia resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada” (Ef. 5, 25-27). Es santa porque Cristo la santificó, y aunque se levanten innumerables hombres desalmados para mancharla, no dejará nunca de ser santa. Volviendo a De Lubac, podemos decir con él: “Es una ilusión creer en una ‘Iglesia de santos’: existe únicamente una ‘Iglesia santa’”. Pero justamente porque es santa, la Iglesia necesita de santos para cumplir con su misión.

Fuente: omnesmag.com

10/24/22

¡Esto es lo que hay!

Juan Luis Selma


El paso del tiempo tiene sus leyes, si las aceptamos, nos ayudarán a estar serenos, a ser felices

El sábado celebrábamos la fiesta de san Juan Pablo II el Grande. Le tengo especial cariño porque vivía en Roma cuando fue elegido y pude estar con él en varias ocasiones. Su fuerza y alegría eran desbordantes. Era como un gran imán que ataría a los jóvenes hacia Dios. Nos fuimos acostumbrando a verle dirigir la Iglesia, y pienso que también al mundo, gastándose exprimido como un limón. Tuvo la valentía de ser siempre él mismo, de manifestarse como era: el adalid de Dios, sin ocultar sus enfermedades y vejez. Su imagen reflejaba su realidad, sin maquillaje, sin pudor; sin miedo a quedar mal o inspirar entusiasmo o compasión.

¡Esto es lo que hay!: si soy mayor, lo soy; si no tengo voz, no puedo cantar; si no tengo dinero, no puedo gastar… Hay que pisar suelo. Dejarse de ensoñaciones. Llamar a las cosas por su nombre. Hemos dejado a los filósofos de la realidad, aquellos que intentan dar explicación de lo que nos rodea y sucede mirando al mundo, a lo que es, y seguimos a los idealistas, a los que se miran a sí mismos. Para estos, lo que es el mundo, o lo que nosotros somos, es irrelevante; lo importante es lo que son para mí; la medida de todo soy yo: lo que pienso, lo que imagino, lo que me gusta o gustaría.

Esta forma de ver las cosas, de fabricarlas desde mi interior, puede ser muy bonita, muy ideal, pero no es práctico ni útil, por ser falso. Un inmenso bocadillo de jamón virtual, imaginario, puede estimular mis glándulas salivares, pero no llenar el estómago. Este es el peligro de la falta de realidad, de lo imaginario: no es, no existe.

Comenta Chesterton que la “gente buena” se mueve en el plano de lo adecuado, de lo natural: curan una enfermedad, arreglan los entuertos, etc. En cambio, los “malos magos” utilizan su poder para convertirte en gato o en loro; llenan los jardines de hombres transformados en árboles, etc. “La negación de la identidad es la firma de Satanás”, acaba afirmando. Negar o manipular lo real, lo natural, optar por lo quimérico, es pasar al lado oscuro. Cuando uno se erige en factótum de la creación, en manipulador de la realidad, cuando juega a ser dios, a controlarlo todo y amoldarlo a sus gustos o ideas es porque le ciega la soberbia.

El peor ciego es el que cree que lo sabe todo; el modo más eficaz para desconectar de la realidad, del mundo es estar convencido de que eres su salvador. Quien quita a Dios del medio para suplantarlo, nada sabe. Nadie puede estar en mejores condiciones de entender la realidad que quien la mira desde su Creador. Pienso que esto debería ser evidente.

El Evangelio de hoy comienza con estas palabras: “Dijo también esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos teniéndose por justos y que despreciaban a los demás”. Deberíamos considerarlas dirigidas a nosotros. Un poco de humildad no nos vendría mal para entendernos; saber que nos falta agudeza de mente y perspectiva para enjuiciar. Que antes de juzgar, o peor, de prejuzgar, nos tentáramos la ropa y nos dijéramos: seguramente yo lo hago peor, o la culpa también es mía, o yo he tenido más suerte en el reparto.

Dice Teresa de Ávila que “humildad es andar en verdad”. Cuando esta se desprecia o devalúa, caemos en manos de la soberbia que, como nada sabe, desfigura la realidad. Pasamos de la luz a las tinieblas y, a oscuras qué difícil es ver, encontrar nuestro sitio.

Sucede que, en ocasiones, vemos a alguien hacer el ridículo, llama la atención, y decimos que está descolocado, que no está en su sitio, donde debe estar. ¿Hay un sitio?, ¿las cosas tienen sentido?, ¿hay un modo adecuado de ser persona?, nos podemos preguntar; o bien, todo da igual. Toda huida de la realidad, de la verdad, hace daño y es, como decíamos, la firma de Satanás −el rey de la soberbia−.Un baño de realidad, un paso hacia la humildad es aceptar nuestras limitaciones. Esto no nos hará infelices, sino todo lo contrario. Escuchaba que, los que tenemos ya una edad, deberíamos aprender a envejecer.

Espero no ofender a nadie al decirlo, me lo digo a mí mismo. El paso del tiempo tiene sus leyes que, si las aceptamos, nos ayudarán a estar serenos, a ser felices. Los años dan sabiduría, experiencia y también límites. Estos no son negativos, tienen la misión de protegernos: ya no podemos hacer ciertos deportes, ni llevar cargas pesadas, debemos descansar.

El cuerpo no responde igual que a los veinte años. Hay que jubilarse con gusto de actividades que antes hacíamos. Sería una tontería forzar el cuerpo y una locura desperdiciar la sabiduría acumulada en pro de una soñada adolescencia, gracias a Dios ya superada.

Fuente: eldiadecordoba.es