Antonio García-Prieto Segura
Merece la pena recordarla pues, a pesar del tiempo trascurrido desde su muerte, en 1938, su mensaje es de palpitante actualidad: el Cielo se sirvió de ella para decirnos que Dios nos sigue ofreciendo su amor misericordioso, sin el que no alcanzaremos la paz
Cumpleaños y santos son motivo de recuerdos y alegría para los miembros de las familias. Lo mismo sucede en la Iglesia, familia de Dios, pero a veces por coincidir “su día” con un domingo u otra fiesta importante, pasan inadvertidos. Ha sucedido con santa María Faustina Kowalska hace pocos días, porque su celebración quedó eclipsada por otra, más importante, de acción de gracias.
Merece la pena recordarla pues, a pesar del tiempo trascurrido desde su muerte, en 1938, su mensaje es de palpitante actualidad: el Cielo se sirvió de ella para decirnos que Dios nos sigue ofreciendo su amor misericordioso, sin el que no alcanzaremos la paz. Fue una llamada universal porque Dios es Padre de todos, sean o no creyentes, y a todos ofrece su misericordia. Y también una llamada “antigua” porque el binomio “paciencia y misericordia divinas”, ha estado presente en la historia milenaria de la humanidad, como testimonian los libros del Antiguo Testamento; y con Cristo, la misericordia de Dios alcanzó máxima plenitud, al mostrarnos su rostro humano en la persona divina de Jesús.
En una página de su impresionante Diario, María Faustina escribe que el Señor le dice: "La humanidad no encontrará paz hasta que no se dirija con confianza a la misericordia divina". Estas palabras cobran máxima fuerza y netos perfiles en febrero de 1931, cuando Cristo le pide: "Pinta una imagen según el modelo que ves, y debajo: 'Jesús, en Ti confío'. Deseo que esta imagen sea venerada (…) en el mundo entero". El cuadro muestra cómo del Corazón de Cristo brotan dos rayos de luz, cuyo significado revela el Señor: "El rayo pálido simboliza el Agua que justifica a las almas. El rayo rojo simboliza la Sangre que es la vida de las almas (..) Bienaventurado quien viva a la sombra de ellos" (Diario, 299, l. p. 13). En otra locución Cristo le comunica su deseo de instaurar, en la Iglesia, una fiesta dedicada a la Divina Misericordia.
Juan Pablo II, el 30 de abril del 2000, proclamó la santidad de María Faustina e instituyó esa fiesta: "...el primer domingo después de Pascua ha de ser la Fiesta de la Misericordia. Ese día los sacerdotes deben hablar a las almas sobre mi Misericordia infinita" (Diario, 570, l, p.15). El mensaje me sugiere tres consideraciones: una primera, histórica, del momento en que tuvo lugar; otra, sobre su vital importancia; y finalmente, sobre las consecuencias de su acogida o rechazo.
María Faustina lo recibe en el período de entreguerras mundiales: pocos años después de terminada la Primera, en 1918, que dejó alrededor de 25 millones de muertos. Y antes de que la situación incierta y desasosegada de la sociedad, en los años 30, desembocase en la Segunda, con su escalofriante cifra de unos 50 millones. En el intermedio, de 1917 a 1923, se produce la Revolución rusa, que se cobró también muchos millones de vidas. A la luz del mensaje, se diría que junto a concretas vicisitudes históricas, la causa y raíz última de tanta tragedia, estuvo en haber rechazado los hombres la presencia de Dios en sus vidas.
Un testimonio de la época, Alexander Solzhenitsyn, en 1985 y refiriéndose a la Revolución rusa, afirmaba: “También me acuerdo de haber escuchado a los ancianos sus explicaciones sobre los males abatidos sobre Rusia: “los hombres se han olvidado de Dios; es esta la causa de todo lo que está ocurriendo”. Y el Nobel ruso, que investigó a fondo aquel período y publicó ocho volúmenes sobre el tema, añadía: “Sin embargo, si se me pidiera ahora formular, de la forma más concisa posible, la causa principal de este desastre (…), no podría hacer nada mejor que repetir continuamente a mi alrededor: “los hombres se han olvidado de Dios; es ésta la causa de todo lo que está ocurriendo”.
También Juan Pablo II al canonizarla en el año 2000, se refirió a aquellos momentos históricos: “Quienes recuerdan, quienes fueron testigos y participaron en los hechos de aquellos años y en los horribles sufrimientos que produjeron a millones de hombres, saben bien cuán necesario era el mensaje de la misericordia”. Y se interrogaba a continuación: “¿Qué nos depararán los próximos años? ¿Cómo será el futuro del hombre en la tierra? No podemos saberlo. Sin embargo, es cierto que, además de los nuevos progresos, no faltarán, por desgracia, experiencias dolorosas”. (Misa, Homilía, 30-IV-2000). Ya las estamos comprobando y sufriendo en estos 22 años del tercer milenio. Por eso, deberíamos preguntarnos: ¿no seguiremos tropezando en la misma piedra, por hacer oídos sordos al amor de Dios, y haberlo expulsado de nuestras vidas como si fuera un intruso?
La segunda consideración la resumiría así: Dios Padre nos ofrece su paz y misericordia con la entrega de su Hijo muerto en la Cruz. Así lo expresaba Juan Pablo II: “La misericordia divina llega a los hombres a través del corazón de Cristo crucificado: ‘Hija mía, di que soy el Amor y la Misericordia en persona’, pedirá Jesús a sor Faustina (Diario) (…) Y ¿acaso no es la misericordia un "segundo nombre" del amor, entendido en su aspecto más profundo y tierno, en su actitud de aliviar cualquier necesidad, sobre todo en su inmensa capacidad de perdón?”. (Homilía, 30-IV-2000)
Del Corazón de Cristo en el Calvario manaron sangre y agua, como testimonia el apóstol Juan, que estaba allí y lo vio. Jesús lo recuerda gráficamente en el mensaje, con el rayo blanco simbolizando su perdón, que se actualiza en el bautismo, al borrar el pecado original y hacernos cristianos; y que también se actualiza en la confesión, que aumenta la paz interior, o la devuelve si la hubiésemos perdido por nuestros pecados. Y con el rayo rojo, simbolizando su Sangre, precio del perdón. Sangre que sigue ofreciendo en la Misa y, junto con su Cuerpo, recibiéndose también en la comunión eucarística. Me pregunto y sugeriría que también lo hiciera el lector: a mí, realmente, ¿hasta dónde y con qué fuerza, me llega todo esto? ¿Acaso no estaré marginando, en mi vida ordinaria, el amor misericordioso de Dios?
El papa Francisco ha reiterado la llamada para que acojamos la misericordia divina. Con tal fin, el 11 de abril de 2015, vísperas del Domingo de la Misericordia, convocó un Jubileo extraordinario. Lo hizo con una extensa Bula que, justamente, empezaba así: “Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre”. Y el año Jubilar concluyó en noviembre de 2016.
Finalizo con la tercera consideración del mensaje: sus consecuencias según se acoja o rechace. Cristo aseguraba a María Faustina que “la humanidad no encontrará paz hasta que no se dirija con confianza a la misericordia divina". Deberíamos preguntarnos si la causa de tanto conflicto y desolación como nos envuelven, no será por estar rechazando esa misericordia. Hasta el más ciego vería que Dios brilla por su ausencia en leyes inicuas como, por ejemplo, el derecho al aborto, que atenta contra lo más sagrado que cabe recibir: la vida misma. También brilla por su ausencia en muchas relaciones sociales −interpersonales o comunitarias que sean−, porque en ellas vemos que la soberbia y el egoísmo predominan sobre el amor y la misericordia. Y como nadie da lo que no tiene, solo comunicaremos amor y misericordia en nuestras relaciones humanas, si antes hemos acogido esos dones, venidos del Cielo. Cristo ha ido por delante, y nos lo pide: “Sed, pues, misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso.” (Luc 6, 36)
La historia es maestra de la vida, decimos, pero parece que no hiciésemos caso porque olvidamos con frecuencia sus sabias enseñanzas, y seguimos tropezando en la misma piedra. Y como no hay fórmulas mágicas, una de dos: o nos fiamos de Dios, que no miente, y pide contar con Él para que en nuestras vidas y en el panorama mundial alcancemos la paz, o no la alcanzaremos nunca. Sean mil veces bienvenidos los esfuerzos humanos para conseguirla; pero solo llegarán a puerto si Dios está presente en esa travesía, por haberle permitido subir a bordo con nosotros.