Juan Luis Selma
- Recuperemos la buena costumbre de dar gracias por todo, por un servicio que nos prestan
Es muy bonito ver cómo los padres enseñan a su hijo que ha recibido un regalo a dar gracias: Fulanito, ¿qué se dice?; y responde: ¡Gracias! Esta palabra tiene un encanto especial, sobre todo si va acompañada de una sonrisa, de un gesto de contento por el don, regalo o favor recibido. Muestra alegría, reconocimiento y quien recibe el agradecimiento se siente llamado a dar más.
Por otra parte, está la típica escena de supermercado o de cola del autobús: dejamos pasar a otro y ni se inmuta; no se da cuenta del detalle que han tenido con él. Está tan endiosado o despistado que le parece lógico que todos le sirvan, le parece que se merece todos los detalles. Es más, puede pensar que aún merece más.
Hay una gran diferencia entre quien se siente agradecido por cualquier detalle y quien piensa que nadie lo valora y que el mundo está confabulado en su contra. El primero es feliz y el otro es un amargado, un perenne ofendido. Por la preciada salud física y mental espero que seamos del primer grupo.
Con la pérdida del sentido cristiano de la vida, con el olvido de que es un gran regalo que Dios nos da, vamos tomando una postura curiosa: todo nos es debido, todo lo merecemos, ya que somos “la pera”; al no haber Dios, nos sentimos dios. Es la actitud del “ofendidito” tan frecuente en nuestra sociedad, del amargado, del triste, del eterno reivindicativo.
Es muy distinto comenzar el día agradeciendo: “Gracias, Padre bueno, por este nuevo día que me has dado, gracias por el descanso de esta noche, gracias porque mi Ángel ha velado mi sueño, gracias porque me das un montón de oportunidades en este nuevo día que, con tu ayuda, no quiero desaprovechar. Gracias porque tengo un hogar, por el cariño que recibo y por el que puedo dar. Gracias por mi trabajo en el que puedo servir y ganar el pan de los míos. Gracias porque me alimentas cada día. Gracias por no pasarme factura por el sol, el aire y la lluvia. Gracias por la salud y por los achaques, que recuerdan mi debilidad. Gracias porque necesito de los demás y gracias por su ayuda. Gracias por poner en mi camino a quien poder querer y ayudar. Gracias por los amigos y, también, por los que no me quieren bien. Gracias por los obstáculos que me ayudan a ser fuerte y agudizan mi ingenio. Gracias por tenerte siempre a mi lado, por tu perdón y por tu gracia. Gracias porque al final de la jornada me espera un buen lecho donde descansar. Gracias por la vida, Señor”.
“Uno de ellos, al verse curado, se volvió glorificando a Dios a gritos, y fue a postrarse a sus pies dándole gracias. Y éste era samaritano. Ante lo cual dijo Jesús: −¿No son diez los que han quedado limpios? Los otros nueve ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero?” Hasta Jesús echa en falta el agradecimiento, como leemos en el Evangelio. Nos ganaremos a Dios y a los demás con esta sencilla palabra: gracias.
La etimología de la palabra gratitud ayuda a explicar su sentido. Gratitud viene del latín gratus, que significa placentero, agradecido; que a su vez tiene raíz en gratia, que quiere decir favor, cualidad que nos deleita. Agradecer es la acción que lleva a dar gracias por el don recibido; debería ser algo espontáneo, fruto de valorar, saborear y disfrutar el detalle que han tenido con nosotros.
“Tal vez la gratitud no sea la virtud más importante, pero sí es la madre de todas las demás”, dice Cicerón. Debemos tener paladar para saborear las cosas buenas como reza un himno latino: “Haz que saboreemos lo bueno” (Veni Sancte Spiritus), de lo contrario nos sabrán insípidos, la vida, la familia, el trabajo y los amigos. Podemos educar el gusto, el paladar, para que reconozca todo lo bueno que nos sucede y sepa distinguir lo que nos hace daño. Ser personas listas, no listillos. Tener buen gusto para distinguir lo auténtico de los sucedáneos.
Volviendo a nuestro tema, dice Chesterton: “Yo mantengo que gracias es la más alta forma del pensamiento; y que la gratitud es la felicidad duplicada por la admiración”. El otro día, al terminar una plática en el colegio, un adolescente me dio las gracias. Supongo que le ayudó lo que escuchó; el agradecerlo lo honra por reconocerlo y mueve a seguir ayudándole más.
Recuperemos la buena costumbre de dar gracias por todo, por un servicio que nos prestan, por un pequeño detalle que tengan, por una buena comida… y no seamos tan necios de pensar que todo eso lo podemos exigir. Todo lo que tenemos lo hemos recibido, nacimos sin nada y todo lo debemos. Seamos agradecidos de un modo especial con Dios y con nuestros padres y seres queridos.
Fuente: eldiadecordoba.es