José Antonio García-Prieto Segura
Él crezca y que yo disminuya (Jn 3, 30)
Dos personajes históricos que han brillado y lo siguen haciendo sin buscar protagonismo, me han inspirado estas líneas. Son universalmente conocidos y los creyentes, además, los veneramos como santos. Me refiero a una mujer, María de Nazaret, y a un varón, Dimas, también conocido como “el buen ladrón”, único santo directamente canonizado por Dios, cuando Jesús le dijo: Hoy estarás conmigo en el Paraíso (Jn 23, 43)
¿Qué relación hay entre María y Dimas, para unirlos estrechamente y decir que brillan sin buscar protagonismo? Porque sus figuras, por diversos motivos, resultan atractivas y resuenan en todo el mundo pues ¿quién tan ignorante que no haya oído hablar de la Madre de Dios y del “buen ladrón”? Sin embargo, ninguno de los dos ha pretendido su propia gloria, ni ha querido ser referente exclusivo de nadie. Es la paradoja de los santos: personas que han brillado por sus virtudes, merced a la gracia recibida, y Dios los ha hecho senderos de luz para todo el mundo.
Además, entre la Madre de Dios y Dimas hay un curioso motivo de estrecha relación -accidental, desde luego-, pero que no se da entre otros santos; y también por esto los he hecho concurrir en estas líneas. Es un motivo apenas conocido ni siquiera por los mismos creyentes, porque ¿quién de ellos sabe qué día del año conmemora la Iglesia a san Dimas? Pues nada menos que el mismo día en que celebramos una gran fiesta de María: el 25 de marzo, cuando la Virgen de Nazaret, por la Anunciación del arcángel san Gabriel, se sabe escogida para ser la Madre del Hijo eterno de Dios. Ignoro porqué, en su momento, el correspondiente Dicasterio romano dispuso que la conmemoración de san Dimas fuera, precisamente, el mismo día en que celebramos la Encarnación del Verbo. Lo cierto es que la festividad del “buen ladrón” siempre pasa inadvertida en la liturgia, oculta y silenciada por la solemnidad de la fiesta de la Virgen.
Este año, sin embargo, también quedará silenciado el 25 de marzo como fiesta de María, porque coincide con el Lunes de la Semana Santa, que tiene precedencia. Podría parecer que María y Dimas, juntos ese día 25, como ya lo estuvieron en el Calvario, hubieran querido dejar el entero protagonismo a Jesús, que muere por nosotros en la Cruz. Con todo, la fiesta de María por la Encarnación del Verbo, “recuperará” su solemnidad el lunes de la segunda semana de Pascua, aunque Dimas seguirá pasando inadvertido.
La curiosa simultaneidad de los dos, brillando ya en el Cielo, pero “silenciados” casualmente este año por el Lunes Santo, se me antoja una llamada a una existencia sencilla y humilde, sin ir por la vida “buscando medallas”. Hoy, sin embargo, asistimos muchas veces a una experiencia contraria: vemos por tantos sitios a gentes afanadas por acaparar los focos de la actualidad; personas atentas a “salir en la foto” y a ser posible en el centro, o lo más cercano a la estrella de turno, sea ésta político, futbolista, “influencer” de moda; o a moderadores de entrevistas que parecen el invitado principal… Son actitudes que, junto a instantes de celebridad, dejan a la persona esclava de la soberbia del “yo”, y sumida en el vacío de su aislamiento, porque sucede que quien se busca a sí mismo, al desaparecer los focos, encuentra la soledad.
El papa Francisco, hace menos de un mes, se ha referido a esa actitud de vanagloria: “Ésta va de la mano con el demonio de la envidia, y estos dos vicios juntos son característicos de una persona que aspira a ser el centro del mundo, (…), el objeto de toda alabanza y amor. La vanagloria es una autoestima inflada y sin fundamentos. Quien se vanagloria posee un «yo» dominante: carece de empatía y no se da cuenta de que hay otras personas en el mundo además de él. Sus relaciones son siempre instrumentales, marcadas por la prepotencia hacia el otro. Su persona, sus logros, sus éxitos deben ser mostrados a todo el mundo: es un perpetuo mendigo de atención.” (Francisco, Audiencia gral. 28-II-2024).
Los santos han ido por otro camino. San Josemaría decía haber tomado como lema de su vida la actitud de Juan Bautista, que fue la de “ocultarse y desaparecer”, echarse a un lado tan pronto llega el Señor. En efecto, el Bautista “brilló” con su predicación hasta el punto de hacer pensar que pudiera ser el Mesías esperado; pero supo “desaparecer” dejando paso al Señor y, refiriéndose a Jesús, contestó a quienes le preguntaban: Es necesario que Él crezca y que yo disminuya (Jn 3, 30). En un punto de “Surco” san Josemaría alude a ello, con estas palabras: “Mientras sigas persuadido de que los demás han de vivir siempre pendientes de ti, mientras no te decidas a servir —a ocultarte y desaparecer—, el trato con tus hermanos, con tus colegas, con tus amigos, será fuente continua de disgustos, de malhumor…: de soberbia.” (Surco, n. 712)
“Brillar sin buscar protagonismo” fue toda la vida de María, y aunque solo al final y puntualmente, también Dimas lo consiguió con su oración humilde y llena de fe: Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino (Lc 23, 42). Aunque pueda sonar paradójica la combinación de “brillar” y a la vez “pasar ocultos”, la presunta paradoja se desvanece si meditamos la petición de Jesús a todos sus discípulos: Vosotros sois la luz de la tierra (…) Brille vuestra luz delante de los hombres, de modo que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos (Mt 5, 14.16). Nos pide que busquemos atraer por el brillo de las virtudes, por las buenas obras, pero con la mirada puesta únicamente en el amor de Dios y en la gloria de Dios-Padre, como él mismo lo hizo.
Cristo es el modelo supremo que, yendo por delante, brilló por sus virtudes y milagros, pero a la vez se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo (…), haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz. (Fil 2, 7-8). Su recompensa, como añade san Pablo, fue que Dios le otorgó el nombre que está sobre todo nombre; para que (…) toda lengua confiese: ‘Jesucristo es el Señor!’, para gloria de Dios Padre (Fil 2, 9.11). Jesús, haciéndose Camino, desea que lo sigamos, e identificados con él brillemos también para la gloria del Padre sin buscarnos a nosotros mismos.