Alejandro Navas García
¿Qué significan exactamente izquierda y derecha en el plano político? Los científicos sociales reconocen que se trata de conceptos equívocos, pero las encuestas reflejan que los ciudadanos se siguen sirviendo de ellos para orientarse en el espectro político. De ahí que tenga sentido intentar una clarificación. En la tradición del análisis sociológico presentaré dos tipos ideales, para componer sendos talantes o estilos de hacer política.
Seguramente ninguna formación de derecha o de izquierda se reconocerá del todo en este retrato robot, pero espero que sea de utilidad para situarse. A continuación, examinaré hasta qué punto esa esquematización es aplicable en el mundo globalizado de nuestros días.
Dos maneras de ver la sociedad: mecanismo frente a organismo, planificación centralizada frente a iniciativa privada, igualdad frente a libertad.
Peter Glotz (1992), destacado dirigente socialista alemán, contraponía así las dos posiciones: la izquierda adopta un pensamiento racional y deductivo, habla de derechos humanos y de Estado de derecho, defiende normas universalistas y constituciones, es cosmopolita. La derecha, por el contrario, adopta un pensamiento vitalista, habla de instituciones llamadas a dar cobijo al hombre, defiende el espacio vital y el territorio nacional, opta por la polis.
Habría bastante que matizar en el análisis de Glotz, pero sirve como punto de partida. La izquierda ve la sociedad como un mecanismo que se puede armar y desarmar a voluntad, como hacemos con las piezas de Lego. Esa plasticidad permite elaborar diseños sociales ideales; para llevarlos a la práctica cabe apostar por la vía pacífica —reformas— o por la revolución violenta. Para la derecha, la sociedad se parece más a un organismo. Por tanto, no es posible descomponerlo en sus elementos sin mutilarlo o sin matarlo. Esta condición impone límites bastante estrechos a la proyectabilidad social.
El hombre —como se sabe y acepta desde hace siglos— es un ser social: la persona no puede darse en singular. Al examinar la relación entre la persona y la sociedad se abren dos modalidades: o bien considerar que importa el conjunto social y que la persona debe quedar sometida al todo; o, por el contrario, dar la primacía a las personas y pensar que la sociedad está al servicio de ellas. La primera postura es de izquierda. Así, parece aceptable ver al hombre como determinado por el medio social. Para alumbrar una nueva humanidad bastaría con manipular adecuadamente las estructuras sociales. Se entiende por eso la importancia que la izquierda atribuye al sistema educativo y, en general, a la cultura como herramientas de transformación social. La derecha piensa más bien que el individuo debe asumir la gestión de su propia vida, en un ejercicio de libertad y de responsabilidad personales.
El valor político supremo para la izquierda es la igualdad o, muy emparentada con ella, la solidaridad. De ahí que su principal enemigo, auténtica bestia negra, sea la élite, el elitismo. De ahí también su hostilidad hacia la familia, fuente clásica de desigualdad: no hay dos familias iguales, y dentro de cada familia se dan diferentes roles –abuelos, padre, madre, primogénito, hijos menores–. La derecha prima la libertad como valor superior. La igualdad se entiende en ella como igualdad de oportunidades. Se supone que a partir de esas condiciones homogéneas de partida, los diversos actores, individuales y colectivos, llegarán a posiciones finales distintas, en función de la diversidad de capacidades, del esfuerzo desarrollado y de la suerte en la vida. La izquierda querría la igualdad final, como resultado y no como presupuesto. Dicho de otro modo: la izquierda busca la libertad a través de la igualdad; la derecha busca la igualdad a través de la libertad.
En economía, la izquierda confía en la planificación y regulación estatales. Pone el acento en la distribución. El principio de reparto, para todo tipo de ayudas o prestaciones, sería la necesidad. La derecha confía más en el mercado y en la iniciativa privada. Prioriza la producción, la creación de riqueza. Su criterio de reparto sería el mérito. Es típico que la izquierda en el Gobierno gaste más de lo que ingresa, incrementando la deuda y llevando la hacienda pública a la bancarrota. Entonces viene la derecha, para sanear las cuentas y, una vez aplicados los correspondientes ajustes, estimular el crecimiento económico. En cuando hay superávit, los ciudadanos se cansan de la disciplina y votan a la izquierda para incrementar el gasto público y las prestaciones sociales. Cuando el erario quede exhausto, se llamará de nuevo a la derecha… y así se explica en buena medida, desde el punto de vista económico, la alternancia entre izquierda y derecha al frente de los gobiernos (en las democracias occidentales).
El papel de la cultura y de la educación. Libertad positiva y libertad negativa. Envidia frente a egoísmo. El pecado original.
Ya he aludido antes a la importancia que la izquierda ha atribuido a la educación y a la cultura, en la estela de Antonio Gramsci. Rodolfo Llopis, pedagogo y dirigente socialista español, Director General de Primera Enseñanza durante la II República, formuló ese objetivo con claridad insuperable: “La revolución que aspira a perdurar acaba refugiándose en la Pedagogía… ¿Quién ha de hacer esa revolución en las conciencias y en los espíritus? Para nosotros no hay duda. Esa revolución ha de ser obra de los educadores… Es que en el fondo de todo revolucionario auténtico hay siempre un educador. Como en el fondo de todo educador digno de ese nombre hay siempre un revolucionario. Por eso en todas partes la escuela ha sido el arma ideológica de la revolución. Por eso no hay revolución que no lleve en sus entrañas una reforma pedagógica” (Llopis, 1933, p. 9s). La izquierda se ha empleado a fondo en el sector educativo: impulso a la educación pública (y discriminación de la privada), incremento de la partida dedicada a educación en los presupuestos del Estado, formación del profesorado, etcétera. La derecha, más centrada en la economía, ha carecido generalmente de un proyecto cultural y educativo original.
La educación ocupa un lugar prioritario en la agenda de casi todos los gobiernos occidentales, pues se entiende que la prosperidad nacional e incluso el papel que el país está llamado a jugar en el concierto internacional se apoyan en buena medida en un sistema educativo solvente. La universalización de la enseñanza primaria y secundaria, obligatoria y gratuita, ha causado un inevitable deterioro, y cunde la conciencia de crisis. Para remediarla, la izquierda propone incrementar el gasto en educación; la derecha, por el contrario, subraya la importancia del esfuerzo de los alumnos y de la exigencia por parte del sistema educativo.
La clásica distinción entre libertad positiva y libertad negativa, libertad para y libertad de, establecida por Isaiah Berlin (2001), puede aprovecharse para la caracterización de izquierda y derecha. La libertad positiva apunta a los derechos y prestaciones reivindicados clásicamente por la izquierda. La libertad negativa, particular de la derecha, expresa la ausencia de obstáculos que bloqueen la acción humana. Es la libertad de cada individuo para disponer de su propia vida, en particular de su vida privada, sin la interferencia de poderes externos a él. Es claro que la relación entre ambas será inversamente proporcional: cuanta más libertad para, menos libertad de, y a la inversa. De igual modo, no resulta factible instaurar en plenitud la libertad y la igualdad; cuanta más libertad, menos igualdad, y al revés: si hay más igualdad, hay menos libertad. Acaba engañándose quien piense que ambos objetivos pueden alcanzarse simultáneamente y sin restricciones.
Desde una óptica moral podríamos señalar sendos vicios característicos de las dos posiciones: la envidia sería el vicio típico de la izquierda, y el egoísmo el de la derecha. La envidia lleva a desear la aniquilación de los bienes desigualmente repartidos o incluso la muerte de sus propietarios. Desde las dos madres que comparecen con un bebé muerto y otro vivo ante el rey Salomón hasta la Conspiración de los iguales liderada por Babeuf en la Revolución francesa, se aprecia la misma constante: lo que no puede ser para todos por igual hay que destruirlo. Vemos encarnado el egoísmo de derechas en los propietarios adinerados que desprecian a los pobres y desamparados y los tildan de vagos e incapaces. Se origina así la “brecha”, que separa drásticamente a ricos y pobres, fenómeno característico de tantos países latinoamericanos.
En este desfile de clásicos le llega el turno a Freud, que habló de dos principios constitutivos del psiquismo humano: principio del placer y principio de la realidad. Se los tomamos prestados para asignar el principio del placer a la izquierda y el principio de la realidad a la derecha. Viene a cuento citar a Bertrand Russell: “Quien en la juventud no es comunista… no tiene corazón. Quien en la madurez sigue siéndolo… no tiene cabeza”.
El enfoque multidisciplinar se dilata con la perspectiva teológica. Como ha señalado Vittorio Messori (2009, p.94s), izquierda y derecha son tributarias de posiciones antagónicas en relación con el pecado original. La izquierda no cree que exista y piensa que los problemas de la humanidad se pueden resolver con la ingeniería social. Se ofrece una solución definitiva para todos nuestros males. Ya he hablado antes del papel crucial que la izquierda otorga a la educación. El “buenismo” que impregna la Ley Orgánica General del Sistema Educativo, aprobada en 1990 por el Gobierno socialista de Felipe González, refleja esta actitud de fondo, transida de optimismo antropológico. Las reformas estructurales bastarán para instaurar la justicia definitiva, el paraíso en la tierra (Marx). La derecha, por el contrario, es pesimista. Cree en el pecado de origen y piensa que, en el fondo, el ser humano es incorregible. De ahí que sea preciso extremar la vigilancia: ley y orden, con la correspondiente dotación policial.
La vida es más rica que las clasificaciones conceptuales esbozadas sobre el papel. Izquierda y derecha intercambian algunas posiciones.
Se puede tener la impresión de que nos encontramos ante dos frentes perfectamente delimitados y que permiten una taxonomía limpia. No es así, y la vida se muestra siempre más rica y complicada que las clasificaciones conceptuales esbozadas sobre el papel. He atribuido el estatismo a la izquierda y el individualismo a la derecha: habría que matizar. Cabe también un estatismo de derechas. Hegel, el máximo exponente del idealismo alemán con su exaltación del Estado —en general, y del Estado prusiano de su tiempo en particular— ha inspirado tanto el totalitarismo de izquierda como el de derecha, comunismo y nacionalsocialismo. Ambos coinciden en la absolutización del Estado. La izquierda apunta a un futuro utópico, paraíso celestial bajado a la tierra, mientras que la derecha mira con nostalgia al pasado, cuando el mundo estaba en orden. Los dos planteamientos políticos quieren utilizar el poder estatal para ir adelante o para volver atrás; comparten el rechazo del presente y la enemistad hacia los responsables de la situación actual: democracia liberal, capitalismo, judíos. No sorprende que Hitler y Stalin pudieran asociarse para combatirlos.
Muchos de los actuales partidos de derecha se han impregnado de un inequívoco tinte socialdemócrata, desde la CDU alemana hasta el PP español. Y como ya no se puede dar por supuesta la defensa de los valores del humanismo cristiano por parte de la derecha, en algunos casos no hay prácticamente diferencias entre los representantes más “progresistas” de la derecha y los más “moderados” de la izquierda. En términos de filosofía política, ambos partidos son igualmente popperianos (Popper, 1992).
Posiciones que en el pasado eran de la izquierda hoy lo son de la derecha, y al revés. Por ejemplo, con respecto al papel del Estado: la izquierda se oponía al Estado en el siglo XIX y hoy lo defiende. Si en nuestros días se oye una voz contraria al Estado, que propone recortar sus atribuciones, será de la derecha. O la actitud ante la tecnología. En el XIX la izquierda era una fervorosa partidaria del progreso tecnológico y del industrialismo, mientras que la derecha, influida por el Romanticismo, añoraba un pasado más humano y caballeresco, no echado a perder por la tecnología. En nuestros días es al revés: la izquierda, contagiada de ecologismo, mira el desarrollo tecnológico con recelo, mientras que la derecha lo defiende con calor.
A la vez, tanto la derecha como la izquierda han evolucionado. El marxismo revolucionario, partidario de la violencia para derribar los regímenes capitalistas e instaurar la dictadura del proletariado, dejó paso a la socialdemocracia de Bernstein. En la medida en que el voto se ampliaba hasta hacerse universal, se podía renunciar a la violencia y aceptar las reglas del sistema democrático: la abrumadora mayoría del sector obrero en las sociedades industriales garantizaba el triunfo electoral de los partidos socialdemócratas. Lo que no se preveía es que esos mismos obreros, al progresar económica y socialmente, se aburguesarían y se convertirían en pequeños propietarios, con una actitud conservadora. Los partidos de izquierda perdieron así su electorado clásico y hubieron de adaptarse a las nuevas circunstancias: abandono del marxismo y de la lucha de clases, aceptación de la economía de mercado. Para compensar esa aparente “traición” a los viejos ideales, algunos partidos de izquierda radicalizan su discurso en cuestiones como el matrimonio y la familia, la sexualidad, o la vida, tanto en su inicio como en su final (aborto, reproducción asistida, eutanasia). La defensa de estas posiciones permite mantener el viejo radicalismo con la ventaja añadida de que cuestan poco dinero.
Desplazamientos similares se han registrado en ambos electorados. Hasta bien entrado el siglo pasado estuvieron vigentes pautas de voto que hoy se han alterado. De modo tradicional, los “sectores más dinámicos y progresistas” votaban a la izquierda: los varones, los jóvenes y los habitantes de las ciudades. El voto más tradicional y conservador iba para la derecha: las mujeres, los mayores y los habitantes del campo. Hoy ocurre justamente al revés: votan a la izquierda las mujeres, los mayores y los campesinos, mientras que los varones, los jóvenes y los residentes en las ciudades votan a la derecha. El electorado tradicionalmente conservador defiende las prestaciones sociales que el socialismo garantiza, aun a costa de endeudar al Estado.
Nuevos movimientos sociales: feminismo, pacifismo, ecologismo, género. La izquierda intenta atraerlos invocando su común raíz emancipatoria.
La vida política no se agota con la polaridad izquierda-derecha. En el siglo XX surgen nuevos movimientos sociales: feminismo, pacifismo, ecologismo, ideología de género. En principio, se mueven en un escenario parcialmente distinto, pero la izquierda ha intentado, con notable éxito, atraerlos a su área, aprovechando su común raíz de denuncia y emancipación. En el caso del género, influye también su carácter constructivista, que lo emparenta con la inclinación de la izquierda a la ingeniería social. Líderes socialistas como Zapatero en España, Hollande en Francia, Kirchner en Argentina o Bachelet en Chile aplican o van a aplicar el programa de la ideología de género: salud reproductiva, es decir, aborto; matrimonio homosexual; nuevas modalidades de familia. Obama da pasos en esa misma dirección en Estados Unidos, y también Gobiernos de derecha pueden adoptar esas políticas: Cameron ha introducido el matrimonio homosexual en el Reino Unido a pesar de que ni siquiera figuraba en su programa. Además de la ideología, influyen en la acción política otros factores: la biografía de los protagonistas [2], el juego de alianzas, etcétera.
Además, la complejidad del escenario político de hoy incrementa la inestabilidad del voto. Por ejemplo, en el mundo anglosajón era tradicional que los católicos votaran a la izquierda moderada, que reflejaba mejor los valores de la doctrina social de la Iglesia: laboristas en Inglaterra y Australia, demócratas en Estados Unidos. La derecha —conservadores en Inglaterra, republicanos en Estados Unidos— parecía el brazo del capitalismo puro y duro. La situación ha cambiado: esa izquierda ha suscrito la ideología de género, y es la derecha quien mejor defiende la vida y la familia. El voto se complica.
La misma oposición entre liberalismo y socialismo puede ser en ocasiones más aparente que real. En última instancia, ambas posiciones comparten una antropología economicista; difieren en el modo de regular el mercado: mientras el socialismo confía en el Estado, el liberalismo se fía de los actores privados. Como la diferencia no es insalvable, nada ha impedido que en Alemania, por ejemplo, el partido liberal (FDP) haya podido formar coaliciones de gobierno con el socialista (SPD).
En definitiva, las etiquetas de “izquierda” y “derecha” parecen convencer al pueblo soberano, que las sigue utilizando para hablar de política, pero con frecuencia no resultan suficientemente claras. Hay que precisar su sentido en cada caso.
Surgimiento de un mundo globalizado.
Podemos situar la aparición de un mundo globalizado en el último tercio del siglo XIX. A partir de 1870 y aprovechando los decenios de paz que median entre la guerra franco-prusiana y la primera guerra mundial surge el mundo de hoy, altamente tecnificado. Los avances en el transporte y la reducción del proteccionismo propiciaron un extraordinario desarrollo del comercio mundial. La emigración experimentó un impulso similar. Casi el 10 % de la población mundial abandonó su patria en busca de mejores oportunidades.
Por ejemplo, sesenta millones de europeos emigraron a América. Algo parecido sucedió en Asia, y esos ingentes flujos migratorios se desarrollaban sin papeles ni trámites burocráticos. En palabras de Stefan Zweig, testigo privilegiado de esos movimientos, “antes de 1914, la Tierra pertenecía a todos los hombres. Cada uno iba a donde quería y permanecía ahí el tiempo que quería. No había trámites ni permisos, y todavía me regocijo con la sorpresa de la gente joven cuando les cuento que en 1914 viajé de India a Estados Unidos sin tener ni haber visto un pasaporte”. La primera guerra mundial, la gran depresión y la segunda guerra mundial ponen fin de modo traumático a esa primera etapa globalizadora.
Una vez terminada la segunda guerra mundial, se impone sentar las bases del nuevo orden internacional y recuperar el terreno perdido. Se considera que el refuerzo de los lazos comerciales y económicos entre los países, tanto vencedores como vencidos, integrará eficazmente a los pueblos e impedirá nuevas aventuras bélicas. Los jalones son conocidos: Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, GATT, Comunidad Económica Europea, OCDE. Sin embargo, la guerra fría, con la consiguiente división del mundo en dos grandes bloques, empaña ese proceso.
Hay acuerdo general en reconocer que con la caída del muro de Berlín y la implosión del sistema comunista comienza una nueva época, la de la globalización en sentido estricto. Se acaba la confrontación entre los dos grandes bloques, en el mismo momento en que las tecnologías de la comunicación sufren una auténtica revolución. En los veinte años posteriores a la caída del muro, unas tres mil millones de personas se incorporan al mercado de trabajo global.
La economía y la comunicación son seguramente los dos ámbitos en los que con más intensidad se advierten los efectos del proceso globalizador, por el que las fronteras dejan de ser relevantes y el mundo se convierte en un único escenario. Las manifestaciones son conocidas: bajan los costes de transporte, hasta hacerse en ocasiones casi despreciables; aumenta la inversión extranjera; los ordenamientos legales se homogeneízan, lo que da seguridad a empresario e inversores; descienden los costes de transacción; las fábricas se mueven casi con tanta facilidad como los bienes fabricados (deslocalización); muchas empresas se internacionalizan; el proceso de fabricación se descompone en fases, que pueden estar muy alejadas geográficamente entre sí, pues se busca que el montaje final se produzca cerca de los compradores; la desregulación gana terreno y se abren nuevos mercados; crece la competencia entre países por atraer inversiones; se incrementa la productividad. No obstante, conviene matizar. Se puede admitir que existe un único mercado mundial para las finanzas: no hay fronteras y el mercado funciona de modo ininterrumpido, pero no cabe decir lo mismo para el tráfico de mercancías y, menos todavía, para el de personas.
Después de haber descrito con un par de pinceladas someras la economía global, expondré con un poco más de detalle el nuevo escenario político, más relevante para nuestro tema.
La implosión del sistema comunista y el fin de la guerra fría modifican tanto el mundo político como las reglas de juego. Mencionaré telegráficamente algunos de los cambios más importantes:
-Triunfo sin condiciones de la democracia y la economía de mercado. Se entiende que F. Fukuyama pudiera hablar del “fin de la historia”. La Unión Soviética se desintegra y nuevas naciones implantan regímenes democráticos: se estima que, a día de hoy, en torno a dos tercios de los Estados tienen una constitución más o menos democrática.
-Se termina la bipolaridad propia de la Guerra Fría y se da paso a un régimen mono-polar: hegemonía de los Estados Unidos, la única superpotencia mundial. El gasto en defensa estadounidense llega incluso a superar ligeramente al del resto del mundo. Su formidable aparato militar permite a los norteamericanos ejercer de gendarmes mundiales y se inaugura así la pax americana.
-Expansión de los derechos humanos, que conocen diversas “generaciones”: a los derechos civiles y políticos de la primera hora siguen los derechos sociales y económicos y luego, los derechos medioambientales y a la propia identidad (Carrillo,1999).
-Abandono del principio de no injerencia en los asuntos internos de otros países, tributario de las condiciones propias de la guerra fría. Ahora se legitima la “injerencia humanitaria”. Se reconoce que una solidaridad particular une a todos los seres humanos: el sufrimiento del grupo más pequeño afecta al conjunto de la humanidad. El Consejo de Seguridad de la ONU enviará cascos azules en misiones humanitarias a los rincones más lejanos del planeta.
Además de la maduración de la cultura de los derechos humanos, late detrás de este planteamiento una consideración bien pragmática: visto que las democracias no guerrean entre sí, la extensión de este sistema político en todo el mundo llevaría en el límite a la supresión de las guerras. De ahí que asegurar la estabilidad democrática de los países se considere una tarea que interesa a todos.
-Erosión de la soberanía nacional: los Estados pierden atribuciones, frente a los organismos supranacionales, las corporaciones multinacionales y los mercados financieros (Held, 1997).
-Creación de la Corte Penal Internacional (1998). El Tribunal quedó constituido en 2003, una vez logradas las suficientes ratificaciones nacionales. Inicia su andadura con un lastre no pequeño: la negativa de Estados Unidos a reconocer su jurisdicción.
-Protagonismo creciente de las ONG, que se convierten en interlocutores de los Estados y de los organismos internacionales en pie de igualdad.
Nuevas crisis cuestionan la validez de los viejos conceptos.
A comienzo de los noventa el mundo parecía en orden: Occidente y la economía de mercado se habían impuesto de modo neto al comunismo. La democracia como régimen de gobierno se queda sin enemigos y sin alternativas. Pero no tardarían en surgir problemas, tanto en el ámbito político como en el económico.
Los atentados del 11 de septiembre de 2001, que cientos de millones de espectadores en todo el mundo pudieron seguir en directo a través de la televisión, cambiaron el mundo.
Estados Unidos moviliza a sus aliados y organiza una cruzada para combatir “el eje del mal”. Pero la lucha contra el terrorismo internacional se vuelve difícil: no hay enfrente un ejército regular, fácilmente identificable.
Cambia el modo de hacer la guerra. Las guerras en Irak y Afganistán, que no acaban de ganarse, junto con los efectos de la crisis económica, terminan debilitando la posición hegemónica de Estados Unidos. Se habla incluso del final de la era norteamericana. Un documento de la Casa Blanca, elaborado en la primavera de 2010, viene a certificar el cambio de política: se reconoce que Estados Unidos tiene que acostumbrarse a partir de ahora a vivir dentro de los límites de su poder. El país ya no está en condiciones de participar simultáneamente en dos guerras, contra lo que había sido la doctrina vigente durante los últimos decenios. Después de diez años de combatir el terrorismo, se impone el recurso a una política que haga más hincapié en la actividad diplomática.
La Secretaria de Estado, Hillary Clinton, fue todavía más clara al anunciar que Estados Unidos pasaría del ejercicio bruto del poder a una política exterior más indirecta, que exigiría paciencia y aliados. Como casi siempre, este giro de la política exterior viene exigido por imperativos internos. El país no acaba de recuperarse de la crisis económica y se siente cansado de ejercer la función de gendarme mundial. Resulta significativo que en ese documento, que se propone redefinir la política exterior, apenas se concede atención a Europa, África y Latinoamérica. El único interlocutor exterior que interesa realmente a Estados Unidos parece ser China, por su propia magnitud como potencia económica y por su condición de financiador del déficit estadounidense. No obstante, las relaciones entre las dos grandes potencias no atraviesan su mejor momento. Estados Unidos reprocha a China desde hace tiempo que mantiene muy baja la cotización de su divisa, lo que le permite inundar el mercado norteamericano con productos baratos.
Pasamos de un mundo unipolar a otro multi-polar, gracias a la emergencia de los países que conforman el grupo BRIC: Brasil, Rusia, India y China.
Europa se encuentra en una imparable decadencia, demográfica -se calcula que perderá cincuenta millones de habitantes en los próximos cuarenta años-, política y económica, reducida de modo creciente al papel de simple testigo de los acontecimientos relevantes. Occidente da la impresión de sentirse inseguro, incluso desorientado. Estados Unidos, Europa y Japón acusan los efectos de la deuda creciente, la sobrecarga del estado del bienestar y el envejecimiento de la población.
Los BRIC pisan fuerte y plantan cara a Occidente. Por ejemplo, han conseguido imponer su criterio en las últimas rondas negociadoras de la Organización Mundial del Comercio. Sin embargo, no constituyen un bloque unido por intereses comunes y después de unos años de fuerte crecimiento económico aparecen síntomas de crisis. No sorprende que en los últimos meses se haya registrado una fuga de inversores extranjeros de esos países.
El mundo globalizado debe afrontar retos igualmente globales, que trascienden el ámbito de acción de los Estados nacionales. En el entorno de la ONU y de otras organizaciones supranacionales de carácter regional proliferan las agencias y organismos creados para dar solución a esos problemas. Las cumbres, mundiales o regionales, proliferan sin cesar, pero los resultados dejan mucho que desear.
La erosión de la soberanía de los Estados nacionales se debe, en gran medida, a su incapacidad para solucionar problemas candentes que afectan a ámbitos supranacionales o incluso al planeta en su conjunto: protección del medio ambiente (contaminación de aire, tierra y agua; deforestación; efecto invernadero; cambio climático); lucha contra la pobreza; gestión de recursos escasos, como el agua potable; crisis energética; logro de la paz en zonas de conflicto; lucha contra la delincuencia internacional (tráficos de drogas, de armas y de sexo); terrorismo.
La ONU se muestra con demasiada frecuencia inoperante, aunque no renuncia a sus ambiciosos objetivos [3]. El fracaso de tantos intentos de acción mundial concertada para hacer frente a los problemas y retos globales se debe, sobre todo, a la crisis económica en la que nos encontramos sumidos desde 2008. Sus manifestaciones son bien conocidas: especulación financiera descontrolada; endeudamiento general, de Estados, entidades financieras, empresas y familias; fallo generalizado de los mecanismos de control (agencias de rating y organismos gubernamentales); burbujas inmobiliarias; búsqueda de beneficios a corto plazo y del crecimiento rápido a cualquier precio; crisis de confianza; falta de ética en los comportamientos de muchos de los gestores. Robert Shiller (2008), el economista de Yale que acertó al pronosticar el desencadenamiento de la crisis, explica sus causas en clave más antropológica que económica: primacía del éxito económico y del triunfo individual frente a los valores sociales y solidarios; irresponsabilidad de tantos agentes económicos; falsa sensación de seguridad; incapacidad para aprender de los errores del pasado; el simple hecho de que la gente recibiera asesoramiento financiero de los empleados de los propios bancos y no de profesionales independientes.
La caída del Muro había sellado el destino del comunismo y de la economía estatalizada. El fracaso del socialismo se percibe con toda claridad en los países que todavía no lo han abandonado –Cuba, Corea del Norte–. El capitalismo ha sido mucho más eficaz a la hora de crear riqueza [4], pero la crisis actual muestra sus límites. Suena la hora de la ética y de los códigos de buen gobierno, en las administraciones públicas y en las empresas. Los excesos de los “mercados financieros” y del capitalismo desbocado han reabierto el debate en torno a las funciones del Estado nacional. Sin que se pretenda volver al keynesianismo, posición más bien minoritaria, muchas voces claman por un control gubernamental más eficaz, donde el Estado debería ejercer de verdad una función reguladora para asegurar el correcto funcionamiento de los mercados.
De repente nos hemos vueltos sensibles a los inconvenientes e incluso amenazas de la globalización, y surgen respuestas tan comprensibles como inquietantes: en política, el nacionalismo, adobado de populismo y xenofobia; en economía, el proteccionismo; en la cultura y en la religión, el integrismo y el fundamentalismo.
Al encarar las manifestaciones de la crisis y la búsqueda de soluciones, los tradicionales conceptos de izquierda y derecha, junto con los programas que se solían adscribir a esas posiciones, se muestran inservibles. Tímidos intentos de encontrar una “tercera vía” entra ambas posiciones –como el programa de Tony Blair, inspirado por el sociólogo Anthony Giddens (1998)– han fracasado en la práctica. La inercia fruto de dos siglos de vigencia explica que mucha gente siga recurriendo a esos conceptos para interpretar la acción política, pero su excesiva simplicidad los hace inhábiles para abordar la complejidad de nuestra situación presente.
Notas:
1 Alejandro Navas García, es Doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra. Fue decano de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra y director del Departamento de Comunicación Pública. Actualmente es profesor de Sociología y Pensamiento Sociológico en la misma Facultad.
2 Las carreras políticas de tantos líderes de izquierda podrían describirse como “la rápida transición del pantalón de pana al traje de Armani”. El bienestar que acompaña al enriquecimiento y al progreso social amortigua el furor ideológico juvenil. Muchos de los feroces dirigentes de la revolución del 68 son hoy los más conspicuos representantes del establishment. Lo mismo vale para los dirigentes de movimientos revolucionarios latinoamericanos, que a la vuelta del exilio han sabido integrarse y prosperar, tanto en las administraciones públicas como en el sector privado. Un antiguo tupamaro como José Mújica ha podido llegar así a ser Presidente de Uruguay.
3 Los Objetivos de Desarrollo para el Milenio se proponen nada menos que erradicar la pobreza extrema y el hambre; lograr la enseñanza primaria universal; promover la igualdad de género y la autonomía de la mujer; reducir la mortalidad infantil; mejorar la salud materna; luchar contra el sida, la malaria y otras enfermedades, garantizar la sostenibilidad ambiental; fomentar una asociación mundial para el desarrollo.
4 Para ilustrar la diferente eficiencia de mercado y Estado puede bastar una anécdota significativa En 1986 se estrelló el transbordador espacial Challenger. Una comisión gubernamental necesitó cuatro meses para elaborar un informe sobre las causas del trágico accidente. El mercado necesitó apenas treinta minutos, el tiempo que tardó en desplomarse el valor en bolsa de la empresa fabricante de las arandelas que fallaron.
Fuente: almudi.org