Josemaría Carabante
La incursión en la ética de Bauman quiere apuntalar el edificio de los valores tras el derrumbe de la Modernidad y señala una «noción aparentemente inocente, pero siniestra: la de deber»
Zygmunt Bauman (1925-2017). Sociólogo, filósofo y ensayista polaco-británico de origen judío. Estudioso de la posmodernidad, el consumismo o la globalización, Bauman acuñó con gran éxito el concepto de «modernidad líquida». Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades 2010 (junto a Alain Touraine).
Avance
Testigo preclaro de su tiempo, notario de las tensiones y contradicciones de la edad que le tocó vivir, Zygmunt Bauman legó en sus ensayos ideas y expresiones que alumbraban los problemas de la contemporaneidad, pero no se quedó solo ahí. Como señala el autor de la reseña, Josemaría Carabante, el sociólogo también supo ver y sacar partido de las oportunidades que, esperanzadoramente, se podían abrir en esos tiempos que siguen siendo los nuestro. Ética posmoderna da cuenta de ambas cosas, porque si su autor «detectó la flexibilidad posmoderna no fue a fin de impugnar lo que ha llegado tras la Ilustración, sino con el objetivo de someter esta última a un postrer examen, quizá el definitivo. En este contexto, cobra relevancia su incursión en la ética, puesto que nace de su inquietud por apuntalar el edificio de los valores tras el derrumbe de la Modernidad». ¿Qué ocurrió ahí? Se menciona un «empacho provocado por la ubicuidad del deber» y de «arrogancia ilustrada» encarnada en la figura de Kant: en él se revela nítidamente cómo una moral absoluta, abstracta, lista para adaptarse a las situaciones más inverosímiles y, por tanto, vacía, ha tenido consecuencias fatales. Se recuerda entonces el caso de Eichmann, tan nazi como kantiano convencido: «esa es la consecuencia de anteponer el deber a la humanidad». De modo que si Bauman «reafirma, con los posmodernos, la ambigüedad de la moral y la falta de certeza axiológica no es para defender el relativismo, sino para deconstruir los fundamentos de las propuestas modernas que, por paradójico que pudiera parecer, han llevado directamente de las cátedras a la oscura estación de Auschwitz». ¿Qué propone? Acercar de nuevo la noción de ética a la de felicidad, su «suelo nutricio». Quizá así sea más fácil dejar de percibir la virtud como un fardo incómodo.
Abundando en su análisis de los diagnósticos de la contemporaneidad da cuenta de dos fenómenos. El primero, de la mano de Foucault, es la conexión perversa de la ética del deber con la lógica del poder, cuya asimilación acaba traduciendo todo —incluyendo la verdad y el bien— en términos de fuerza o dominio. El segundo es el egocentrismo como eje de la moral, esa pesadilla en la que se ha transformado el sueño de un yo autónomo y que no solo no contribuye al acercamiento entre las personas sino a todo lo contrario. Para combatir este último frente receta buena dosis de un autor y sus enseñanzas: Levinas.
Entre las conclusiones, en aras a recuperar la naturaleza moral, Bauman propone desfundamentar la ética, asolar sus bases o desvestirla, flexibilizarla. Un proceso, a su juicio, necesario, sobre todo, para salvar los valores en un mundo en que estos —como efecto colateral de la Modernidad— han sucumbido. Se trata, como señala Carabante, de un texto «de indudable interés, muy terapéutico e innovador, que no se limita a indicar dónde nace la crisis o cuáles son sus contornos, sino que apunta formas de salvarla».
Artículo
Quienes conocen a Bauman solo de oídas suelen creer que su obra recoge reflexiones más o menos atinadas sobre nuestros tiempos líquidos. Ciertamente, la metáfora que empleó para comprender el momento histórico que vivimos ha sido tan elocuente como certera, pero eso no la salva de los equívocos. ¿Acaso significa eso que el sociólogo polaco impugnó esa labilidad parecida a la del agua que comparten los sujetos de hoy, con sus actitudes y valores? ¿Implica un juicio negativo acerca de la posmodernidad?
Bauman no solo poseía buenas dotes para elaborar imágenes cargadas de sentido; también su mirada disponía de alcance, de penetración filosófica, lo cual da a sus libros mayor realce y aumenta indudablemente su interés. Ante todo, era un testigo preclaro, una suerte de notario, como si su misión fuera la del fedatario que levanta acta —fiel, pulcra o exhaustivamente— de la edad que le toca vivir. De ahí que, a pesar de su muerte, los ensayos que legó sigan transmitiendo ideas luminosas para ver, obviamente, los problemas que nos asedian, pero también sacar partido de las oportunidades que, esperanzadoramente, se abren, al igual que ventanas en los muros de una prisión.
Pero no nos llevemos a engaño: si detectó la flexibilidad posmoderna no fue a fin de impugnar lo que ha llegado tras la Ilustración, sino con el objetivo de someter esta última a un postrer examen, quizá el definitivo. En este contexto, cobra relevancia su incursión en la ética, puesto que nace de su inquietud por apuntalar el edificio de los valores tras el derrumbe de la Modernidad. Como en muchos otros pensadores —especialmente, en los que comparten, como judíos, el destino de un pueblo repleto de desdichas, agotado de heridas, sojuzgamientos y muertes—, Bauman desea reconstruir la conciencia moral perturbada por una noción aparentemente inocente, pero siniestra: la de deber. Por esta razón, su diagnóstico sobre la ética líquida no es negativo ni, siendo más precisos, exclusivamente crítica la aproximación hacia las actitudes morales contemporáneas.
Para Bauman, la fluidez posmoderna ha operado con eficacia, hasta el punto de desleír el dogmatismo moral. Cabe leer su argumentación —y esta es quizá una de las ópticas más interesantes que se descubren en el ensayo— como una interpretación socio-filosófica acerca del origen de nuestro tiempo, un modo novedoso de abordar la transición entre el mundo moderno y aquel que nace tras la destrucción de los grandes relatos. ¿Quién osará acudir a Dios o a otros absolutos para encauzar el instinto? Al fin y al cabo, un teólogo de la talla de Bonhoeffer se atrevió a descargar a Dios de su función de brujo y desmontó para siempre la estafa de teologías exculpatorias.
Modernidad sin ilusiones
Volviendo al conflicto de las etapas históricas, ¿qué es, en definitiva, lo que diferencia la Modernidad de la Posmodernidad? Algunos tienden a pensar en ellas como periodos en confrontación; otros, afirman que hay cierta continuidad. Bauman, innovador, destaca la complementariedad de ambas narrativas. Este es el motivo por el que define el periodo posmoderno como «una modernidad sin ilusiones», una nueva mayoría de la edad para quienes, ya en el siglo XVIII, aspiraron, con Kant, a hacerse adultos.
Es fácil concluir cuáles son las consecuencias del empacho provocado por la ubicuidad del deber. Tras el universalismo ético y las abstracciones morales, o bien surge una actitud cínica que, como un maleficio, tiene el propósito de desvanecer el atractivo de la inocencia y la bondad; o, por otro lado, se condena al sujeto a suscribir una moral decisionista, sin arraigo ni justificación alguna. Piénsese, por ejemplo, en la causa de ese sentimentalismo tóxico que decide el curso de una acción, no movido tanto por la trascendencia del bien o lo correcto, cuanto por emociones o resonancias subjetivas. Que eso pervierta o no el andamiaje moral de nuestra especie es inquietante y capital, pero no lo más relevante: más perverso aún es que el buenismo sentimentaloide —ese retroceso a la adolescencia— coincida con una interioridad descreída, incapaz de amar el bien y de emular a quien aspira a realizarlo.
Bauman no llega a decir tanto, quizá porque escribió en un momento en que todavía llegaban las sombras de la tragedia y no había crecido con tanto vigor la indiferencia. Para quienes, por una actitud conservadora mal entendida, impugnen su defensa de la posmodernidad pueden resultar escandalosas sus meditaciones. Pero no le falta razón, primero, porque la perversión moral no se inicia con la laxitud de los sesenta ni tiene su origen en el permisivismo y, en segundo término, porque para un optimista convencido el diagnóstico de una crisis no produce solo efectos depresivos, sino que opera con algo de taumaturgia. Es como cuando un boxeador se ve entre las cuerdas, vapuleado, harto de encajar golpes, a punto, pues, de rendirse y, de pronto, gana arrestos, se zafa y encuentra una salida. Y se salva del K.O. Algo similar logra este libro con la moral: hallar su oportunidad y curarla de sus inconsistencias.
No el deber, sino la felicidad
Ahora bien —nos enseña Bauman—, si la ética se presenta herida no es por el relativismo que convierte el bien en una moneda de cambio. La disección de nuestros tumores morales le conduce hasta las entrañas, allá donde brota o anida el origen de la metástasis. La interpretación del polaco es tan clara como certera: a su juicio, el comienzo de los equívocos se halla en la arrogancia ilustrada. Quien mejor sintetiza la soberbia ética es Kant; en él se revela nítidamente hasta qué punto el sueño de una moral absoluta —universal, basada en el deber claro y distinto, abstracta para adaptarse a las situaciones más inverosímiles y, por tanto, vacía— constituye, al tiempo, un éxito y un fracaso. Un triunfo, sí, porque implica la realización del sueño cartesiano; Kant, en realidad, no hace más que indicar la posibilidad de una ética que abriga la misma certeza y seguridad que los modelos científicos. Pero representa asimismo un fracaso, pues la deontología se desprende del vínculo entre el bien, la moral y la felicidad.
No crea el lector que Bauman defiende la ética de la virtud, aunque bien nos valdría aprovechar su aproximación para escudriñar la experiencia moral con mayor hondura que la que, por costumbre, emplea la reflexión contemporánea. Para expresarlo sin mayores rodeos: más que con el deber, la imparcialidad y las frías deudas, la moral nos entrena para recorrer ese camino que nos dirige a la plenitud. En ese marco —un marco antropológico, incluso personalista— brilla con más fascinación el misterio del bien. Si vemos la virtud como una pesada carga, un fardo incómodo o prescindible —un infinito catálogo de obligaciones impersonales que Dios o la naturaleza impone sin dignarse a preguntarnos— es porque la ética ha quedado desarraigada de su suelo nutricio: la felicidad.
Este no es el enfoque de Bauman, pero todo lo anterior se colige de lo que indica en el texto. Es decir, si reafirma, con los posmodernos, la ambigüedad de la moral y la falta de certeza axiológica no es para defender el relativismo, sino para deconstruir los fundamentos de las propuestas modernas que, por paradójico que pudiera parecer, han llevado directamente de las cátedras a la oscura estación de Auschwitz. Y no es una afirmación exagerada; tampoco retórica. Baste para mostrar la verdad que encierra la declaración de Eichmann, quien, según el reportaje de Arendt, declaró ser un kantiano convencido; esa es la consecuencia de anteponer el deber a la humanidad. Ideas parecidas expresaron los integrantes de la Escuela de Frankfurt, para los que el patíbulo era el horizonte al que apuntaba la lucha por la emancipación que, a coro, cantaban los sabios del XVIII.
Ética del deber y lógica del poder
El análisis de Bauman es bastante prolijo y sería difícil de resumir. Conviene, sin embargo, destacar dos ideas fuerzas: por un lado, la conexión de la ética del deber con la lógica del poder; de otro, el egocentrismo ético al que aboca la cultura oficial de los últimos siglos. Desde el primer punto de vista, no es casual que, tras la Edad Media, nazca una nueva moral, al tiempo que una idea más lozana de ser humano —el individuo—, así como una forma de política, el Estado, bastante revolucionaria. También este se encargará de definir el deber político, bajo la forma de ley positiva. Foucault, artífice de la cartografía que emplea Bauman para orientarse en el espacio moderno, aludió ya a la génesis de ese poder omnímodo y oculto que, como un veneno putrefacto, se diluye por el cuerpo social, hasta llegar a apropiarse de la interioridad. Bajo esta interpretación, todo —incluyendo la verdad y el bien— es una traducción, más o menos benévola, más o menos intencionada, de la fuerza o dominio.
¿Qué decir del egocentrismo? La moral moderna —un trasunto de la política, a la que sirve— está definida por la autonomía. Pero el sueño de un yo autónomo, capaz de determinar, en soledad y silencio, el deber o criterio de su acción no contribuye al acercamiento entre las personas; lo que hace es alejarlas. No por casualidad todos los filósofos modernos, de Descartes a Husserl, se sintieron derrotados a la hora de esclarecer el problema de la intersubjetividad. La solución a este interrogante —al que hay que hincar el diente si se desea reconstruir la identidad moral de los sujetos— busca ofrecerla Bauman recurriendo a las intuiciones de otro pensador judío: Emmanuel Lévinas.
Moral antes de todo
Ambos resitúan la experiencia moral, refiriéndose a aquello que antecede a las reglas y las dota de sentido. Y eso que está antes —antes incluso que la ontología— es la responsabilidad que surge en el encuentro. «Soy moral antes de pensarlo», se advierte, porque cuando se me presenta el otro —cuando me sorprende su rostro, como un amanecer cálido e inesperado— se despliega mi vocación por su cuidado. En esta reconstrucción de la ética lo que más pesa es el recuerdo de la Shoah, pero no exageradamente porque el recuerdo del mal nunca puede ser excesivo: la vulneración de la dignidad, la memoria del ultraje nunca basta. El propio Lévinas insistía en la incondicionalidad de la ética, lo que introduce al sujeto moral en la dinámica del don, incompatible e incomprensible para esa lógica de la reciprocidad a la que se adhiere la ética moderna.
Para recuperar nuestra naturaleza moral, Bauman propone desfundamentar la ética, asolar sus bases o desvestirla, flexibilizarla, para colocarla a la altura de los desafíos de la sociedad y el hombre. Se cuida mucho de explicar por qué su postura no equivale al relativismo. A su juicio, la destrucción de los principios morales es necesaria, sobre todo, para salvar los valores en un mundo en que estos —justamente como efecto colateral de la Modernidad— han sucumbido. Denuncia, como tantos otros, el provincialismo de la ética ilustrada y se encarga de demostrar, a lo largo de todo el ensayo, que lo universal no es más que una retahíla de normas contextuales —definidas por el Occidente rico—, del mismo modo que lo estimado neutral resulta encontrarse sesgado por una irreprimible voluntad de poder.
Estamos, pues, ante un texto de indudable interés, muy terapéutico e innovador, que no se limita a indicar dónde nace la crisis o cuáles son sus contornos, sino que apunta formas de salvarla. Aunque se disienta en el diagnóstico, discutir las ideas del famoso teórico de la Modernidad líquida es un verdadero placer, una auténtica experiencia intelectual, en la que se gana en hondura y reflexión.
Fuente: Nueva Revista