José Antonio García-Prieto Segura
¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos en verdad corren, más uno lleva el premio? Corred de tal manera que lo obtengáis (1Co 9, 24-27)
La cultura del deporte ocupa un lugar destacado en nuestro tiempo. Apenas concluidas a mediados de julio, la Eurocopa de fútbol y la Copa de América seguidas por millones de telespectadores, se iniciaban en París el 26 de julio los Juegos Olímpicos, que convocaron más de 10.000 atletas y 200 Delegaciones representativas de otros tantos países participantes, e igualmente seguidos por innumerables personas. Y caído el telón de los Juegos, se alzaba enseguida el de otras competiciones deportivas, imantando de nuevo en sus retransmisiones y pantallas televisivas a millones de espectadores.
El atractivo de las pruebas olímpicas, especialmente las relativas a las carreras de atletismo, me suscitaron enseguida el recuerdo de las competiciones atléticas de la antigua Grecia y, más en concreto, las que tenían lugar en Corinto en tiempos de san Pablo. Al mencionarle en este contexto, ya habrá adivinado el lector por dónde pueden ir las breves reflexiones que siguen. El espíritu de Pablo, abierto a todas las realidades nobles de la vida -desde el deporte a los escritos de pensadores y poetas-, hizo que toda esa riqueza humana le sirviera de fundamento para, apoyándose en ella, conectar con sus oyentes y, a la vez, trascender y llevar a sus últimas consecuencias esas realidades humanas.
Justo días antes de la inauguración de los Juegos Olímpicos parisinos, el papa Francisco fechaba el 17 de julio una Carta sobre la importancia de la lectura de poemas y buenos escritos, porque maduran la formación personal y facilitan el dialogo con todo el mundo. Y mencionaba expresamente a san Pablo que, gracias a su bagaje cultural y apertura de espíritu, conectó bien con los griegos de Atenas, en el areópago. El Papa lo cita expresamente en su Carta. Ahora, del areópago pasaré a las competiciones atléticas de Corinto, como hizo el apóstol; sirviéndose de ellas y metafóricamente, alentaba a los cristianos en su contienda humana y espiritual.
En efecto: san Pablo tomó los juegos olímpicos como símbolo vivo y atrayente de lo que debe ser la vida cristiana. En aquellas competiciones, igual que en las de hoy día, concurren en los deportistas una serie de virtudes y valores humanos muy positivos, que también deben brillar en la vida del cristiano y de toda persona de buena voluntad. Los atletas debían prepararse con una disciplina rigurosa, perseverante y metódica, mejorando los diversos ejercicios, corrigiendo defectos, etc., de modo que pudieran optar al triunfo en el momento de la competición.
Así escribe Pablo: ¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos en verdad corren, mas uno lleva el premio? Corred de tal manera que lo obtengáis. Y todo aquel que lucha, de todo se abstiene: y ellos, ciertamente, para recibir una corona corruptible; pero nosotros, incorruptible (1Co 9, 24-25). En apretada síntesis, el apóstol ha pasado de la realidad del atletismo olímpico, a la otra realidad trascendente en la que el premio no es ya algo transitorio y caduco -una corona símbolo del mejor atleta, las medallas de oro de hoy día-, sino definitivo y perenne: la corona incorruptible de un Amor inefable y eterno, como lo es el mar infinito de gozo y felicidad que viven las tres personas divinas, al que nos llaman y desean compartir con cada uno.
A diferencia de los “Juegos olímpicos” celebrados cada cuatro años y en los que no todos podemos participar, la que llamaríamos “Olimpíada de la vida” es convocatoria universal a la que cada uno es requerido desde el instante mismo de nacer; y también permanente, porque solo tendrá fin en el momento de partir de este mundo. De ahí el título “La Olimpíada que continúa”, y con mayúscula “Olimpíada”- por ser la sumamente importante y trascedente al afectarnos y comprometernos de modo decisivo, personalísimo e intrasferible. En nuestras manos y por la cuenta que nos trae, está pelearla como aconseja el propio san Pablo: con austeridad, exigencia, disciplina, etc., Siempre serán esfuerzos positivos y motivadores de gozo para quien haga todo eso por amor de Dios.
En último extremo, Pablo sabe bien que ese combate de la vida cristiana por la victoria final, también lo ha peleado el mismo Jesús nuestro modelo supremo. No en balde, menos de 24 horas antes de su muerte, el Señor dirá a su Padre celestial refiriéndose al combate de su vida: “Yo te he glorificado en la tierra: he terminado la obra que Tú me has encomendado que hiciera”. Y, como el atleta que ha peleado honradamente y espera la recompensa del triunfo, continúa Jesús: “Ahora, Padre, glorifícame a tu lado con la gloria que tuve junto a Ti antes de que el mundo existiera” (Jn 17, 4-5). Aún le quedaba el tramo final hasta el Calvario que recorrió cumplidamente, hasta exhalar sus últimas palabras: “Todo está consumado. E inclinando la cabeza, entregó el espíritu” (Jn 19, 30).
San Pablo sabe que no puede ponerse de ejemplo en esta “Olimpíada de la vida”; pero a la vez, con toda sencillez le dice a su discípulo Timoteo cómo la ha combatido: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no solo a mí, sino también a todos los que aman su venida” (2 Tim. 4, 7-8). A diferencia de las olimpíadas terrenas, en la que no todos suben al podio y reciben medallas, en esta otra personal hay premio para cuantos hayan seguido las pisadas de Cristo y, en palabras de san Pablo, también hayan peleado la buena batalla.
Dejo al lector que saque sus propias conclusiones para, a la luz de las palabras del Señor y del testimonio del propio Pablo, examinar cómo y con qué empeño está peleando en esta personalísima “Olimpíada”, y decida -quizás- intensificar su marcha, corregir lo que sea necesario, animar a otros corredores, etc., para al fin, en la meta de llegada, poder escuchar las palabras del mismo Cristo: “Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho; entra en la alegría de tu señor” (Mt 25, 21). Así lo pido y deseo para todo el mundo, empezando por quienes hayan leído estas líneas.