Juan Luis Selma
La pobreza de formación, la mala educación, nos esclaviza. Lo sabemos todos, por eso deberíamos valorar más la formación, la nuestra y la de nuestros hijos.
Mientras esperaba en la cola del supermercado, escuché la conversación que mantenían la cajera y una señora. Hablaban de la vuelta al cole de los niños, del dineral que supone, de la compra de libros y uniformes. Ha llegado septiembre y se acabaron las vacaciones. Vuelve la vida ordinaria.
Hace poco pregunté a un monaguillo si tenía ganas de volver al colegio; este, que es pequeño, me dijo que sí. Otro, mayor, que no: prefería las vacaciones. No pienso hablar del síndrome posvacacional; yo, como el niño chico, prefiero el jaleo del trabajo, la vida ocupada. Pero, aprovechando el comienzo de un nuevo curso, quería fijarme en la importancia de la formación.
Ha caído en mis manos el libro de Enrique Rojas Todo lo que tienes que saber sobre la vida; me parece espléndido, lleno de sabiduría y de sentido común. En la lección cuarta se pregunta ¿qué es educar? Responde: “Educar es convertir a alguien en persona libre, independiente y con criterio”. No hay libertad sin formación, sin educación. Uno no es libre por gusto, por nacimiento, por moda, ni por suerte. Uno tiene que extraer -educere-, sacar de dentro esa capacidad de libertad con esfuerzo. La libertad hay que informarla, darle forma. Aprenderla.
Oí otro comentario de una sabia y sencilla señora: “Ahora somos menos libres que antes. Mucho hablar de libertad, que es libertinaje”. La pobreza de formación, la mala educación, nos esclaviza. Lo sabemos todos, por eso deberíamos valorar más la formación, la nuestra y la de nuestros hijos.
El libro del Deuteronomio, que hoy leemos en la Eucaristía, recoge unos consejos de Moisés al pueblo elegido, que está a las puertas de la “Tierra prometida”: «observaréis los preceptos del Señor, vuestro Dios, que yo os mando hoy. Observadlos y cumplidlos, pues esa es vuestra sabiduría y vuestra inteligencia a los ojos de los pueblos, los cuales, cuando tengan noticia de todos estos mandatos, dirán: "Ciertamente es un pueblo sabio e inteligente esta gran nación". Porque ¿dónde hay una nación tan grande que tenga unos dioses tan cercanos como el Señor, nuestro Dios, ¿siempre que lo invocamos? Y ¿dónde hay otra nación tan grande que tenga unos mandatos y decretos tan justos como toda esta ley que yo os propongo hoy?».
Da pena ver que, en los grandes discursos electorales, se presentan como adelantos, libertades, que son atentados contra la vida, contra la ecología humana, contra la familia. La sociedad está muy dividida, enfrentada. Creo que un político americano proponía que podríamos estar de acuerdo, al menos, en buscar el bien de nuestros hijos. Tener leyes justas, sabias, que protejan y busquen el bien.
Sigue escribiendo Rojas Marcos que “educar es seducir con los valores que no pasan de moda, que tienen siempre vigencia". "Es seducir por encantamiento y ejemplaridad. Es cautivar con argumentos positivos. Educar es entusiasmar con los valores y enseñarle a alguien a liberarse de los tirones momentáneos e inmediatos y mostrarle otros más lejanos, mediatos y consistentes”.
La felicidad no está en satisfacer las necesidades y caprichos momentáneos, en ir cambiando de amoríos. Se le puede aplicar el famoso “pan para hoy y hambre para mañana”; no basta con ir apagando fuegos, con ir parcheando la vida con tiritas. Necesitamos solidez, edificar sobre roca. Estabilidad y contundencia. Educación y sabiduría. Tenemos que saber “dar razón de nuestra esperanza” a todo quien lo pida y, sobre todo, a nosotros mismos. Esto, que no se enseña en el colegio, deberíamos poder transmitirlo a los nuestros.
La formación religiosa y cultural son muy importantes. No caigamos en el engaño de pensar que ya lo sabemos todo porque algo nos suena. Una personalidad bien formada es fruto de estudio, lucha, sacrificios. Alcanzar la madurez es tarea que no termina nunca. Debemos aprender a vivir como realmente somos. La meta es parecernos a Cristo, de modo que los demás vean en nosotros retazos del amor de Dios.
Decía hace poco el Papa: “Sabemos que, por desgracia, a veces los cristianos no esparcen la fragancia de Cristo, sino el mal olor de su propio pecado. Y no lo olvidemos nunca: el pecado nos aleja de Jesús, el pecado nos convierte en mal aceite… Y esto, sin embargo, no debe distraernos de nuestro compromiso de realizar, en la medida de nuestras posibilidades y cada uno en su ambiente, esta sublime vocación de ser el buen olor de Cristo en el mundo. La fragancia de Cristo emana de los frutos del Espíritu, que son amor, alegría, paz, magnanimidad, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí”.
Dice el Evangelio: “Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres”. Si olvidamos al que es la fuente del Amor, al único que puede saciar nuestra sed, al Maestro, a quien nos gana la libertad, difícilmente seremos felices. Aprendamos de Él.
Fuente: eldiadecordoba.es/