8/31/09

Matrimonio y virginidad se iluminan mutuamente


Intervención de Benedicto XVI con motivo del Ángelus del día 30

Queridos hermanos y hermanas:Hace tres días, el 27 de agosto, celebramos la memoria litúrgica de Santa Mónica, madre de San Agustín, considerada modelo y patrona de las madres cristianas. Sobre ella, su hijo nos da muchas informaciones en el libro autobiográfico “Las confesiones”, obra maestra entre las más leídas de todos los tiempos. Aquí aprendemos que San Agustín bebe el nombre de Jesús con la leche materna y fue educado por su madre en la religión cristiana, cuyos principios mantendrá impresos en él también en los años de desliz espiritual y moral. Mónica no deja nunca de rezar por él y por su conversión, y tuvo el consuelo de verlo volver a la fe y recibir el bautismo. Dios recompensa las oraciones de esta santa mamá, a la que el obispo de Tagaste había dicho: “Es imposible que un hijo de tantas lágrimas se pierda”. De hecho, San Agustín no sólo se convirtió, sino que decidió abrazar la vida monástica y, al volver a África, fundó él mismo una comunidad de monjes. Conmovedores y edificantes son los últimos coloquios espirituales entre él y su madre en la tranquilidad de una casa de Ostia, a la espera de embarcarse para África. En aquel momento, Santa Mónica se convertía, para su hijo, en “más que madre, la fuente de su cristianismo”. Su único deseo había sido durante años la conversión de Agustín, a quien en ese momento veía orientado incluso hacia una vida de consagración al servicio de Dios. Podía por tanto morir contenta y efectivamente murió el 27 de agosto del 387, a los 56 años, después de haber pedido a los hijos no preocuparse por su sepultura sino acordarse de ella, donde quiera que se encontrara, en el altar del Señor. San Agustín repitió que su madre lo había “engendrado dos veces”.La historia del cristianismo está llena de innumerables ejemplos de padres santos y de auténticas familias cristianas que han acompañado la vida de generosos sacerdotes y pastores de la Iglesia. Piénsese en los santos Basilio Magno y Gregorio Nacianceno, ambos pertenecientes a familias de santos. Pensamos, muy cerca de nosotros, en los cónyuges Luigi Beltrame Quattrocchi y Maria Corsini, que vivieron entre el final del siglo XIX y la mitad del 1900, beatificados por mi venerado predecesor Juan Pablo II en octubre de 2001, coincidiendo con los veinte años de la Exhortación Apostólica Familiaris consortio. Este documento, además de ilustrar el valor del matrimonio y las funciones de la familia, solicita a los esposos un particular compromiso en el camino de santidad, que, sacando gracia y fuerza del sacramento del matrimonio, les acompaña a lo largo de toda su existencia (cf. N. 56). Cuando los cónyuges se dedican generosamente a la educación de los hijos, guiándoles y orientándoles en el descubrimiento del plan de amor de Dios, preparan ese fértil terreno espiritual en el que florecen y maduran las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. Se revela cuán íntimamente están ligadas y se iluminan mutuamente el matrimonio y la virginidad, a partir de su común arraigo en el amor esponsal de Cristo.Queridos hermanos y hermanas: en este Año Sacerdotal oramos para que, “por intercesión del Santo Cura de Ars, las familias cristianas se conviertan en pequeñas iglesias, en las que todas las vocaciones y todos los carismas, dados por el Espíritu Santo, puedan ser acogidos y valorados” (de la oración del Año Sacerdotal). Nos obtenga esta gracia la Virgen María, que ahora juntos invocamos. [Después del Ángelus]El próximo martes, 1 de septiembre, se celebrará en Italia la Jornada para la salvaguarda de lo creado. Es un acontecimiento significativo, de relevancia también ecuménica, que este año tiene como tema la importancia del aire, elemento indispensable para la vida. Como lo hice en la Audiencia general del miércoles pasado, exhorto a todos a un mayor compromiso por la tutela de lo creado, don de Dios. En particular, animo a los países industrializados a cooperar responsablemente por el futuro del planeta y para que no sean las poblaciones más pobres las que paguen el mayor precio del cambio climático.[Después, el Papa saludó en varios idiomas a los peregrinos. En francés, dijo:]Acojo con gozo a los peregrinos de lengua francesa reunidos para la oración del Ángelus. La liturgia de este domingo nos invita a escuchar con atención la Palabra de Dios para mantenernos fieles en la puesta en práctica cada día. Ella es para nosotros fuente de sabiduría, de luz, de inteligencia y de vida. Vamos entonces a tomar tiempo para acoger esta Palabra y para meditarla para que ella pueda arraigarse en lo más profundo de nuestra vida cotidiana. Entonces nuestra existencia podrá dar fruto y expresar el amor de Dios por todos. ¡Que el Señor os acompañe cada día de vuestra vida!
“Esta tragedia inhumana no debe repetirse”

Vuelve a publicarse la carta de Juan Pablo II sobre la II guerra mundial



A mis hermanos en el episcopado, a los sacerdotes y a las familias religiosas, a los hijos e hijas de la Iglesia, a los gobernantes, a todos los hombres de buena voluntad.

La hora de las tinieblas
1. «ME HAS ECHADO EN LO PROFUNDO de la fosa, en las tinieblas, en los abismos» (Sal 88 [87], 7). ¡Cuántas veces este grito de dolor ha surgido del corazón de millones de mujeres y de hombres que, desde el 1° de septiembre de 1939 hasta el final del verano de 1945, se enfrentaron con una de las tragedias más destructoras e inhumanas de nuestra historia!
Mientras Europa se encontraba aún bajo el impacto de los actos de fuerza realizados por el Reich, que habían llevado a la anexión de Austria, al desmembramiento de Checoslovaquia y a la conquista de Albania, el primer día del mes de septiembre de 1939, las tropas alemanas invadían Polonia por el Oeste y, el 17 del mismo mes, la Armada roja lo hacía por el Este. La derrota del ejército polaco y el martirio de un pueblo entero iban a ser preludio de la suerte que muy pronto tocaría a numerosos pueblos europeos y, a continuación, a muchos otros en la mayor parte de los cinco continentes.
En efecto, desde 1940, los Alemanes ocuparon Noruega, Dinamarca, Holanda, Bélgica y la mitad de Francia. Durante este período, la Unión soviética, agrandada ya por una parte de Polonia, realizó la anexión de Estonia, Letonia y Lituania y quitó Besarabia a Rumania y algunos territorios a Finlandia.
Después, como un fuego destructor que se propaga, la guerra y los dramas humanos, que la acompañan inexorablemente, iban rápidamente a desbordar las fronteras del «viejo Continente» para llegar a ser «mundiales». Por un lado, Alemania e Italia llevaron los combates más allá de los Balcanes y en África mediterránea y, por otro lado, el Reich invadió bruscamente Rusia. Los Japoneses, por fin, destruyendo Pearl-Harbour, empujaron a los Estados Unidos de América a la guerra al lado de Inglaterra. Terminaba el año 1941.
Hubo que esperar el año 1943, con el éxito de la contraofensiva que liberó la ciudad de Stalingrado del yugo alemán, para que se produjera un cambio en la historia de la guerra. Las fuerzas aliadas por un lado y la tropas soviéticas por el otro lograron derrotar a Alemania, a costa de encarnizados combates que, desde Egipto hasta Moscú, provocaron horribles sufrimientos a millones de civiles indefensos. El 8 de mayo de 1945 Alemania se rindió sin condiciones.
Pero la lucha continuó en el Pacífico. Para acelerar el final, a primeros de agosto del mismo año se lanzaron dos bombas atómicas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. Al día siguiente de este hecho espantoso Japón se rindió a su vez. Es el 10 de agosto de 1945.
Ninguna guerra ha merecido tanto el apelativo de «guerra mundial». Además fue total, pues no podemos olvidar que a las operaciones terrestres se sumaron combates aéreos y combates navales en todos los mares del mundo. Ciudades enteras fueron objeto de destrucciones despiadadas, sumiendo a poblaciones aterrorizadas en la angustia y la miseria. Roma misma estuvo amenazada. La intervención del Papa Pío XII evitó que la Ciudad fuera un campo de batalla.
Este es el cuadro sombrío de los hechos que recordamos hoy. Provocaron la muerte de cincuenta y cinco millones de personas, dejando divididos a los vencedores y una Europa para reconstruir.
Acordarse
2. Cincuenta años después, tenemos el deber de acordarnos ante de Dios de aquellos hechos dramáticos, para honrar a los muertos y compadecer a todos aquellos que este despliegue de crueldad hirió en el corazón y en el cuerpo, perdonando del todo las ofensas.
En mi solicitud pastoral por toda la Iglesia y preocupado por el bien de toda la humanidad, no podía dejar pasar este aniversario sin invitar a mis hermanos en el episcopado, a los sacerdotes y los fieles, así como a todos los hombres de buena voluntad, a una reflexión sobre el proceso que llevó este conflicto hasta los límites de lo inhumano y de la aflicción.
En efecto, tenemos el deber de sacar una lección de este pasado, para que jamás pueda repetirse el conjunto de causas capaz de desencadenar un conflicto semejante.
Ya sabemos por experiencia que la división arbitraria de las naciones, los desplazamientos forzosos de las poblaciones, el rearme sin límites, el uso incontrolable de armas sofisticadas, la violación de los derechos fundamentales de las personas y de los pueblos, la inobservancia de las reglas de conducta internacional, así como la imposición de ideologías totalitarias no pueden llevar más que a la destrucción de la humanidad.
Acción de la Santa Sede
3. El Papa Pío XII, desde su comienzo, el 2 de marzo de 1939, lanzó un llamamiento a la paz, que todos consideraban seriamente amenazada. Algunos días antes de desencadenarse las hostilidades, el 24 de agosto de 1939, el mismo Papa pronunció unas palabras premonitorias cuyo eco resuena todavía: «He aquí que vuelve a sonar una vez más una grave hora para la gran familia humana (...). El peligro es inminente, pero todavía hay tiempo. Nada se pierde con la paz. Todo puede perderse con la guerra[1].
Por desgracia, la advertencia de este gran Pontífice no fue escuchada absolutamente y llegó el desastre. La Santa Sede, no habiendo podido contribuir a evitar la guerra, intentó -en la medida de sus posibilidades- limitar su extensión. El Papa y sus colaboradores trabajaron en ello sin descanso, tanto a nivel diplomático como en el campo humanitario, evitando tomar partido en el conflicto que oponía a pueblos de ideologías y religiones diferentes. En este cometido, su preocupación fue también la de no agravar la situación y no comprometer la seguridad de las poblaciones sometidas a pruebas poco comunes. Escuchemos una vez más a Pío XII cuando, a propósito de lo que sucedía en Polonia, declaró: «Tendríamos que pronunciar palabras de fuego contra tales hechos y lo único que nos lo impide es saber que, si habláramos, haríamos todavía más difícil la situación de esos desdichados»[2].
Algunos meses después de la Conferencia de Yalta (4-11 de febrero de 1945) y recién acabada la guerra en Europa, el mismo Papa, dirigiéndose al Sacro Colegio Cardenalicio, el 2 de junio de 1945, no dejó de preocuparse sobre el futuro del mundo y abogar por la victoria del derecho: «Las naciones, las pequeñas y las medianas particularmente, piden que se les permita tomar las riendas de sus propios destinos. Se les puede llevar a contraer, con su pleno acuerdo y en el interés del progreso común, obligaciones que modifiquen sus derechos soberanos. Pero después de haber soportado su parte, su parte tan grande, de sacrificios para destruir el sistema de la violencia brutal, están ahora en condiciones de no aceptar que se les imponga un nuevo sistema político o cultural que la gran mayoría de sus pueblos rechazan resueltamente (...). En el fondo de su conciencia los pueblos sienten que sus dirigentes se desacreditarían si, por el delirio de una hegemonía de la fuerza, no hicieran seguir la victoria del derecho»[3].
El hombre menospreciado
4. Esta «victoria del derecho» sigue siendo la mejor garantía del respeto de las personas. Ahora justamente, cuando se piensa en la historia de estos seis años terribles, uno no puede menos que horrorizarse por el menosprecio de que ha sido objeto el hombre.
A las ruinas materiales, a la aniquilación de los recursos agrícolas e industriales de los países asolados por los combates y las destrucciones que llegaron hasta el holocausto nuclear de dos ciudades japonesas, se añadieron masacres y miseria.
Pienso particularmente en el destino cruel ocasionado a las poblaciones de las grandes planicies del Este. Yo mismo fui testigo horrorizado de ello al lado del Arzobispo de Cracovia, Monseñor Adam Stefan Sapieha. Las exigencias inhumanas del invasor de entonces afectaron de manera brutal a los opositores y a los sospechosos, mientras que las mujeres, los niños y los ancianos fueron sometidos a constantes humillaciones.
No podemos olvidar el drama causado por el desplazamiento forzado de las poblaciones que fueron echadas por los caminos de Europa, expuestas a todos los peligros, en busca de un refugio y de medios para sobrevivir.
Debe hacerse una mención especial de los prisioneros de guerra que, aislados, ofendidos y humillados, pagaron también, después de las asperezas de los combates, otro pesado tributo. Hay que recordar, por fin, que la creación de gobiernos impuestos por los invasores en los Estados de la Europa central y oriental estuvo acompañada por medidas represivas y también por una multitud de ejecuciones para someter a las poblaciones reacias.
Las persecuciones contra los judíos
5. Pero de todas estas medidas antihumanas, una de ellas constituye para siempre una vergüenza para la humanidad: la barbarie planificada que se ensañó contra el pueblo judío.
Objeto de la «solución final», imaginada por una ideología aberrante, los judíos fueron sometidos a privaciones y brutalidades indescriptibles. Perseguidos primero con medidas vejatorias o discriminatorias, más tarde acabaron a millones en campos de exterminio.
Los judíos de Polonia, más que otros, vivieron este calvario: las imágenes del cerco de la judería de Varsovia, como lo que se supo sobre los campos de Auschwitz, de Majdanek o de Treblinka superan en horror lo que humanamente se pueda imaginar.
Hay que recordar también que esta locura homicida se abatió sobre otros muchos grupos que tenían la culpa de ser «diferentes» o rebeldes a la tiranía del invasor.
Con ocasión de este doloroso aniversario, me dirijo una vez más a todos los hombres, invitándolos a superar sus prejuicios y a combatir todas las formas de racismo, aceptando reconocer en cada persona humana la dignidad fundamental y el bien que hay en la misma, a tomar cada vez mayor conciencia de pertenecer a una única familia humana querida y congregada por Dios.
Deseo repetir aquí con fuerza que la hostilidad o el odio hacia el judaísmo están en total contradicción con la visión cristiana de la dignidad de la persona humana.
Las pruebas de la Iglesia católica
6. El nuevo paganismo y los sistemas afines se ensañaban, ciertamente, contra los judíos, pero atentaban igualmente contra el cristianismo, cuyas enseñanzas habían formado el alma de Europa. A través del pueblo del cual «también procede Cristo según la carne» (Rm 9, 5), llega el mensaje evangélico sobre la igual dignidad de todos los hijos de Dios, que era menospreciada.
Mi predecesor, el Papa Pío XI, había sido claro en su encíclica «Mit brennender Sorge», al decir:
«Quien eleva la raza o el pueblo, el Estado o una forma determinada del mismo, los representantes del poder o de otros elementos fundamentales de la sociedad humana (...) como suprema norma de todo, aun de los valores religiosos, y los diviniza con culto idolátrico, pervierte y falsifica el orden creado y querido por Dios»[4].
Esta pretensión de la ideología del sistema nacionalsocialista no exceptuaba a las Iglesias y a la Iglesia católica en particular que, antes y durante el conflicto, conoció, también ella, su pasión. Su suerte no fue seguramente mejor en las regiones donde se impuso la ideología marxista del materialismo dialéctico.
No obstante, hemos de dar gracias a Dios por los numerosos testigos, conocidos y desconocidos, que -en aquellas horas de tribulación- tuvieron la valentía de profesar intrépidamente su fe, supieron levantarse contra la arbitrariedad atea y no se plegaron ante la fuerza.
Totalitarismo y religión
7. En el fondo, el paganismo nazi así como el dogma marxista tienen en común el ser ideologías totalitarias, con tendencia a trasformarse en religiones substitutivas.
Ya mucho antes de 1939, en algunos sectores de la cultura europea, aparecía una voluntad de borrar a Dios y su imagen del horizonte del hombre. Se empezaba a adoctrinar en este sentido a los niños, desde su más tierna edad.
La experiencia ha demostrado desgraciadamente que el hombre dejado al solo poder del hombre, mutilado de sus aspiraciones religiosas, se transforma rápidamente en un número o en un objeto. Por otra parte, ninguna época de la humanidad ha escapado al riesgo de que el hombre se encerrara en sí mismo, con una actitud de orgullosa suficiencia. Pero este riesgo se ha acentuado en este siglo en la medida en que la fuerza armada, la ciencia y la técnica han podido dar al hombre contemporáneo la ilusión de ser el único señor de la naturaleza y de la historia. Esta es la presunción que encontramos en la base de los excesos que deploramos.
El abismo moral en el que el desprecio de Dios, y también del hombre, ha precipitado al mundo hace cincuenta años nos ha llevado a experimentar el poder del «Príncipe de este mundo» (Jn 14, 30) que puede seducir las conciencias con la mentira, con el desprecio del hombre y del derecho, con el culto del poder y del dominio.
Hoy nos acordamos de todo esto y meditamos sobre los límites a los que puede llevar el abandono de toda referencia a Dios y de toda ley moral trascendente.
Respetar el derecho de los pueblos
8. Pero lo que es verdad para el hombre lo es también para los pueblos. Conmemorar los acontecimientos de 1939 es recordar además que el último conflicto mundial tuvo por causa la destrucción de los derechos de los pueblos así como de las personas. Lo recordaba ayer, al dirigirme a la Conferencia episcopal polaca.
¡No hay paz si los derechos de todos los pueblos -y particularmente de los más vulnerables- no son respetados! Todo el edificio del derecho internacional se basa sobre el principio del igual respeto, por parte de los Estados, del derecho a la autodeterminación de cada pueblo y de su libre cooperación en vista del bien común superior de la humanidad.
Hoy es esencial que situaciones como la de Polonia de 1939, asolada y dividida según las preferencias de invasores sin escrúpulos, no vuelvan a producirse más. No se puede evitar, a este respecto, pensar en los países que todavía no han obtenido su plena independencia, así como en aquellos que corren el riesgo de perderla. En este contexto y en estos días hay que recordar el caso del Líbano, donde fuerzas aliadas, siguiendo sus propios intereses, no dudan en poner en peligro la existencia misma de una nación.
No olvidemos que la Organización de las Naciones Unidas nació, después del segundo conflicto mundial, como un instrumento de diálogo y de paz, fundado sobre el respeto de la igualdad de los derechos de los pueblos.
El desarme
9. Pero una de las condiciones esenciales para «vivir unidos» es el desarme.
Las terribles pruebas sufridas por los combatientes y las poblaciones civiles, durante el segundo conflicto mundial, deben apremiar a los responsables de las naciones a procurar que se pueda llegar sin tardar a la elaboración de procesos de cooperación, de control y de desarme que hagan impensable la guerra. ¿Quién osaría justificar todavía el uso de las armas más crueles, que matan a los hombres y destruyen sus obras, para resolver las discrepancias entre Estados? Como ya tuve ocasión de decir «la guerra es en sí irracional y [...] el principio ético de la solución pacífica de los conflictos es la única vía digna del hombre»[5].
Por esto hemos de aceptar favorablemente las negociaciones en curso para el desarme nuclear y convencional, así como la total prohibición de armas químicas y otras. La Santa Sede ha declarado repetidas veces que considera necesario que las partes lleguen por lo menos a un nivel mínimo de armamento, compatible con sus exigencias de seguridad y defensa.
Estos pasos prometedores no tendrán, sin embargo, posibilidad de éxito si no están apoyados y acompañados por una voluntad de intensificar igualmente la cooperación en otros campos, especialmente los económicos y culturales. La última reunión de la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa, celebrada recientemente en París sobre el tema de la «dimensión humana», ha registrado el deseo, expresado por países de las dos partes de Europa, de ver instaurado en todas partes el régimen del Estado de derecho. Esta forma de Estado se muestra, efectivamente, como la mejor garantía de los derechos de la persona, incluidos el derecho a la libertad religiosa, cuyo respeto es un factor insustituible de paz social e internacional.
Educar a las jóvenes generaciones
10. Aleccionados por los errores y las desviaciones del pasado, los Europeos de hoy tienen ya el deber de transmitir a las jóvenes generaciones un estilo de vida y una cultura inspiradas por la solidaridad y la estima del prójimo. A este respecto, el Cristianismo, que ha forjado tan profundamente los valores espirituales de este Continente, debería ser una fuente de inspiración constante: su doctrina sobre la persona, creada a imagen de Dios, ha de contribuir al nacimiento de un humanismo renovado.
En el inevitable debate social, en que se enfrentan concepciones distintas de la sociedad, los adultos deben darse ejemplo de respeto recíproco, sabiendo reconocer siempre la parte de verdad que hay en el otro.
En un Continente de tantos contrastes, es necesario que las personas, las etnias y los países de cultura, creencia o sistema social diferentes, aprendan a aceptarse mutuamente.
Los educadores y los medios de comunicación social juegan a este respecto un papel primordial. Desgraciadamente, hemos de constatar que la educación sobre la dignidad de la persona, creada a imagen de Dios, no está ciertamente favorecida por los espectáculos de violencia o depravación difundidos muy a menudo por dichos medios de comunicación social: las jóvenes conciencias en formación son desorientadas y el sentido moral de los adultos queda embotado.
Moralizar la vida pública
11. La vida pública, ciertamente, no puede prescindir de los criterios éticos. La paz se consigue ante todo en el terreno de los valores humanos, vividos y transmitidos por los ciudadanos y los pueblos. Cuando se disgrega el tejido moral de una nación hay que temer cualquier cosa.
La memoria vigilante del pasado debería conseguir que nuestros contemporáneos estuvieran atentos a los abusos siempre posibles en el uso de la libertad, que la generación de esta época ha conquistado a costa de tantos sacrificios. El frágil equilibrio de la paz podría verse comprometido si en las conciencias se despertaran males como el odio racial, el menosprecio de los extranjeros, la segregación de los enfermos o de los ancianos, la exclusión de los pobres, el recurso a la violencia privada y colectiva.
A los ciudadanos les toca saber distinguir entre las proposiciones políticas que se inspiran en la razón y en los valores morales. A los Estados corresponde velar para que se eviten las causas de exasperación o de impaciencia de tal o cual grupo desfavorecido de la sociedad.
Llamamiento a Europa
12. A vosotros, hombres de Estado y responsables de las naciones, os repito una vez más mi profunda convicción de que el respeto de Dios y el respeto del hombre son inseparables. Constituyen el principio absoluto que permitirá a los Estados y a los Bloques políticos superar sus antagonismos.
No podemos olvidar, en particular, a Europa donde ha surgido este terrible conflicto y que, durante seis años, ha vivido una verdadera «pasión» que la ha arruinado y dejado desamparada. Desde 1945 somos testigos y operadores de loables esfuerzos encaminados a su reconstrucción material y espiritual.
Ayer, este Continente exportó la guerra: hoy, le toca ser «artesano de paz». Confío en que el mensaje de humanismo y de liberación, herencia de su historia cristiana, pueda fecundar todavía a sus pueblos y siga resplandeciendo en el mundo.
¡Sí, Europa, todos te miran, conscientes de que siempre tienes algo que decir, después del naufragio de aquellos años de fuego: la verdadera civilización no está en la fuerza, sino que es fruto de la victoria sobre nosotros mismos, sobre las potencias de la injusticia, del egoísmo y del odio, que pueden llegar a desfigurar al hombre!
Exhortación a los católicos
13. Al concluir, deseo dirigirme muy particularmente a los pastores y a los fieles de la Iglesia católica.
Acabamos de recordar una de las guerras más sangrientas de la historia, nacida en un Continente de tradición cristiana.
Esta constatación debe estimularnos a un examen de conciencia para ver cómo es la evangelización de Europa. El hundimiento de los valores cristianos, que favoreció los errores de ayer, tiene que hacernos estar atentos sobre la manera en que hoy se anuncia y se vive el Evangelio.
Observamos, por desgracia, que en muchos campos de su existencia el hombre moderno piensa, vive y trabaja como si Dios no existiera. Ahí está el mismo peligro que ayer: el hombre dejado en poder del hombre.
Mientras Europa se prepara para recibir un nuevo semblante, ya que ha habido un desarrollo positivo en algunos países de su parte central y oriental, y los responsables de las naciones colaboran cada vez más para la solución de los grandes problemas de la humanidad, Dios llama a su Iglesia a dar su propia contribución para la llegada de un mundo más fraterno.
Junto con las otras Iglesias cristianas, a pesar de nuestra unidad imperfecta, queremos repetir a la humanidad de hoy que el hombre no es auténtico si no se acepta ante Dios como criatura; que el hombre no es consciente de su dignidad si no reconoce en sí mismo y en los demás la señal de Dios que lo ha creado a su imagen; que no es grande sino en la medida en que su vida es una respuesta al amor de Dios y se pone al servicio de sus hermanos.
Dios no desconfía del hombre. Cristianos, tampoco nosotros podemos desconfiar del hombre, porque sabemos que es siempre más grande que sus errores o sus faltas.
Al recordar la bienaventuranza pronunciada en otro tiempo por el Señor: ¡«Bienaventurados los que trabajan por la paz»! (Mt 5, 9), queremos invitar a todos los hombres a perdonar y a ponerse al servicio los unos de los otros, por Aquel que, en su carne, una vez ha dado en sí mismo «muerte a la Enemistad» (Ef 2, 16).
A María, Reina de la Paz, confío a esta humanidad, encomendando a su materna intercesión la historia de la que somos actores.
¡Para que el mundo no conozca nunca más la inhumanidad y la barbarie que lo ha asolado hace cincuenta años, anunciamos sin cansarnos a «nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido ahora la reconciliación» (Rm 5, 11), prenda de la reconciliación de todos los hombres entre sí!
¡Que su Paz y su Bendición estén con todos vosotros!

Notas
[1] Radiomensaje, 24 de agosto de 1939: AAS 31 (1939), pp. 333-334.
[2] Actes et Documents du Saint Siège à la seconde guerre mondiale, Librería Edittrice Vatiicana, 1970, vol. 1, p. 455.
[3] AAS 37 (1945), p. 166.
[4] 14 de marzo de 1937: AAS 29 (1937), pp. 149 y 171.
[5] Mensaje para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz, 8 de diciembre de 1983, n. 4: AAS 76 (1984), p. 295.

8/28/09

El Año Sacerdotal se dirige también a los sacerdotes que han abandonado


Asegura el cardenal Tarcisio Bertone


El Año Sacerdotal es una iniciativa con la que Benedicto XVI quiere que la Iglesia vuleva a entrar también en contacto con sacerdotes que han abandonado el ministerio.
Lo confirma el cardenal Tarcisio Bertone SDB, secretario de Estado, en una entrevista publicada este viernes por la edición italiana de "L'Osservatore Romano", en la que revela también cómo nació la idea de convocar esta iniciativa.
"Recuerdo que tras el Sínodo de los Obispos sobre la Palabra de Dios, en la mesa del Papa, estaba una propuesta, ya presentada precedentemente, de convocar un año de la oración, que de por sí estaba bien unida a la reflexión sobre la Palabra de Dios", comienza diciendo.
Sin embargo, añade, "los 150 años de la muerte del cura de Ars y la emergencia de los problemas que han afectado a tantos sacerdotes han llevado a Benedicto XVI a promulgar el Año Sacerdotal", revela.
Con esta iniciativa, afirma su colaborador más cercano, el Papa quiere mostrar "una atención especial a los sacerdotes, a las vocaciones sacerdotales", y promover "en todo el pueblo de Dios un movimiento de creciente afecto y cercanía a los ministros ordenados".
"El Año Sacerdotal está suscitando un gran entusiasmo en todas las Iglesias locales y un movimiento extraordinario de oración, de fraternidad hacia y entre los sacerdotes y de promoción de la pastoral vocacional".
"Además, se está robusteciendo el tejido del diálogo, en ocasiones empañado, entre obispos y sacerdotes, y está creciendo una especial atención a favor de sacerdotes que han quedado reducidos a una condición marginal en la acción pastoral".
El cardenal Bertone afirma que este año busca también "una reanudación de contacto, de ayuda fraterna y si es posible de volver a unirse con los sacerdotes que por diferentes motivos han abandonado el ejercicio del ministerio".
"Los santos sacerdotes que han poblado la historia de la Iglesia no dejarán de proteger y de apoyar el camino de renovación propuesto por Benedicto XVI", concluye.
La sociedad necesita dejar espacio a la fe


Tony Blair revela detalles de su conversión en el Meeting de Rimini



Al intervenir este jueves ante 15 mil personas en el "Meeting por la amistad entre los pueblos", que organiza el movimiento eclesial Comunión y Liberación en la ciudad costera italiana de Rímini, reveló aspectos de su conversión al catolicismo.
De hecho, confesó, cuando "se preparaba para entrar en la Iglesia católica, tenía la sensación de que estaba volviendo a casa".
Esta conversión, añadió, ha sido facilitada por su mujer y que ha percibido que la Iglesia católica era su casa no "sólo por la doctrina o el magisterio sino por su naturaleza universal".
El fundador de la "Faith Foundation" citó a lo largo de su intervención en varias ocasiones la reciente encíclica Caritas in veritate de Benedicto XVI y aseguró que "merece la pena leerla y releerla, es un contraataque al relativismo".
Subrayó asimismo el mensaje de la encíclica, en que se afirma que sin Dios el hombre no sabría adónde ir, por considerar que es de vital importancia para un mundo globalizado como el de hoy.
Subrayó que un mundo globalizado, para que no se deje dominar por el poder, tiene que tener una fuerza de contrapeso que busque el bien común.
En este sentido, explicó que la Iglesia universal, que es un modelo de institución global, tiene que entrar en juego para afrontar los problemas planteados por la globalización.
Respecto a los retos de una sociedad multicultural, reconoció que la globalización nos hace encontrarnos con más gente, pero es necesario mantener nuestra característica identidad.
Es necesario "respetar las raíces judeo-cristianas de los países de Europa. También hay que pedir respeto a la identidad de nuestros países, que se ha formado a lo largo de milenios".
Según Blair, a menudo la religión es vista como fuente de conflicto y tenemos que demostrar que la fe se empeña en construir la justicia".
"De este modo, mostraremos el verdadero rostro de Dios, que es amor y compasión", aclaró.
"La fe no es una forma de superstición, sino la salvación para el hombre. No es una fuga de la vida. La fe y la razón están aliadas, nunca en oposición. Fe y razón se dan apoyo, se refuerzan, no compiten. Por eso la voz de la Iglesia es escuchada, la voz de la fe siempre debe ser escuchada. Ésa es nuestra misión para el siglo XXI".
También hizo referencia a la cuestión del proceso de paz en Oriente Medio y aseguró que "Israel debe tener garantizada su seguridad y los palestinos deben poder contar con un Estado independiente".
Concluyó su intervención afirmando que "sería un gran signo de reconciliación y esperanza si Tierra Santa fuera un lugar para la reconciliación y la paz".

8/27/09

Milagro en Lourdes:

Sana una mujer enferma de esclerosis lateral amiotrófica


Una mujer italiana enferma desde hace años de esclerosis lateral amiotrófica asegura haberse curado tras bañarse el pasado mes de julio en una de las piscinas del santuario de Lourdes, según publicaron los medios italianos. «Siempre he sido muy creyente y desde que era niña había deseado realizar un viaje a Lourdes», relató la mujer, que dijo haber oído una voz femenina y experimentar una extraña sensación de dolor tras introducirse en la piscina. Sin embargo, la curación llegó algunos días después. «La noche del 5 de agosto, de vuelta a casa, sentí de nuevo esa voz. Estaba sentada en el sofá, me levanté y empecé a caminar», explicó.
Publicado el 2009-08-26 07:25:00
(Agencias/InfoCatólica) Se trata de Antonia Raco, de 50 años y originaria de Francavilla in Sinni, al sur de Italia. La mujer, que ya no podía moverse y se desplazaba en silla de ruedas, viajó a Lourdes el pasado mes de julio.
El médico que suele tratarla, Adriano Chio, aseguró que lo sucedido "no se puede explicar con los medios científicos de que disponemos". "En junio, la señora no podía moverse por sí misma. Sólo era capaz de levantarse y estar de pie. Ahora camina con normalidad. Nunca he visto algo semejante en un enfermo de esclerosis", testimonió Chio en declaraciones recogidas por los medios locales.
"Hemos dispuesto que la señora repita una serie de exámenes que ya había efectuado, como la espirometría (medición de la capacidad pulmonar, NDR), la electromiografía (estudio de la actividad bioeléctrica muscular) y los estudios de los potenciales evocados (evaluación del sistema perceptivo, NDR), pero lo que hemos visto ahora es una regresión de la enfermedad, algo que científicamente estimamos imposible en pacientes que sufren de ELA", sostuvo Chio.
La Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA) es el nombre por el que se conoce al mal degenerativo de tipo neuromuscular que va produciendo en el tiempo una parálisis muscular creciente, que generalmente nace en las extremidades y va difundiéndose en todo el cuerpo, hasta llegar a la parálisis total, sin afectar las funciones cerebrales no motoras.
Un modelo de desarrollo respetuoso del ambiente


Intervención de Benedicto XVI durante la audiencia general del día 26


Queridos hermanos y hermanas:
Nos acercamos ya al final del mes de agosto, que para muchos significa la conclusión de las vacaciones de verano. Mientras regresamos a las actividades diarias, ¡cómo no dar las gracias a Dios por el don precioso de la creación, que podemos disfrutar no sólo durante el período de vacaciones! Los diferentes fenómenos de degradación ambiental y las calamidades naturales, que por desgracia registran las crónicas con frecuencia, nos recuerdan la urgencia del respeto debido a la naturaleza, recuperando y valorando, en la vida de todos los días, una correcta relación con el ambiente. Se está desarrollando una nueva sensibilidad por estos temas, que suscitan la justa preocupación de las autoridades y de la opinión pública, que se expresa también con la multiplicación de encuentros a nivel internacional.
La tierra es un don precioso del Creador, que ha diseñado su orden intrínseco, dándonos así las señales orientadoras a las que debemos atenernos como administradores de su creación. A partir de esta conciencia, la Iglesia considera las cuestiones ligadas al ambiente y a su salvaguardia como íntimamente ligadas con el tema del desarrollo humano integral. A estas cuestiones me he referido varias veces en mi última encíclica "Caritas in veritate", recordando la "la urgente necesidad moral de una renovada solidaridad" (n. 49) no sólo en las relaciones entre los países, sino también entre cada uno de los hombres, pues el ambiente natural es dado por Dios a todos, y su utilización comporta una responsabilidad personal con toda la humanidad, en particular, con los pobres y las generaciones futuras (Cf. n. 48). Experimentando la común responsabilidad por la creación (Cf. n. 51), la Iglesia no sólo está comprometida en la promoción de la defensa de la tierra, del agua y del aire, entregados por el Creador a todos, sino que sobre todo se empeña por proteger al hombre de la destrucción de sí mismo. De hecho, "cuando se respeta la 'ecología humana' en la sociedad, también la ecología ambiental se beneficia" (ibídem). ¿Acaso no es verdad que la utilización desconsiderada de la creación comienza allí donde Dios es marginado o incluso donde se le niega la existencia? Si desfallece la relación de la creatura humana con el Creador, la materia se reduce a posesión egoísta, el hombre se convierte en la "última instancia", y el objetivo de la existencia queda reducido a una afanada carrera para poseer lo más posible.
La creación, materia estructurada de manera inteligente por Dios, está confiada a la responsabilidad del hombre, que es capaz de interpretarla y de remodelarla activamente, sin considerarse como el dueño absoluto. El hombre está llamado a ejercer un gobierno responsable para custodiarla, obtener beneficios y cultivarla, encontrando los recursos necesarios para una existencia digna para todos.
Con la ayuda de la naturaleza misma y con el compromiso del propio trabajo y creatividad, la humanidad es capaz de asumir el grave deber de entregar a las nuevas generaciones una tierra que a su vez éstas podrán habitar dignamente y cultivar ulteriormente (Cf "Caritas in veritate", 50). Para que esto se realice, es indispensable el desarrollo de "esa alianza entre el ser humano y el medio ambiente que debe ser reflejo del amor creador de Dios" (Mensaje con motivo de la Jornada Mundial de la Paz 2008, 7), reconociendo que todos nosotros procedemos de Dios y que todos estamos en camino hacia Él.
Qué importantes es, por tanto, el que la comunidad internacional y los diferentes gobiernos sepan dar las señales adecuadas a los propios ciudadanos para afrontar de manera eficaz las modalidades de utilización del medio ambiente que resultan dañinas. Los costes económicos y sociales derivados del uso de los recursos ambientales comunes, reconocidos de manera transparente, deben ser asumidos por aquellos que los utilizan, y no por otras poblaciones o por las generaciones futuras. La protección del ambiente y la salvaguardia de los recursos y del clima exige que todos los líderes actúen de manera conjunta, respetando la ley y promoviendo la solidaridad, sobre todo con las regiones más débiles de la tierra (Cf. "Caritas in veritate", 50).
Juntos podemos edificar un desarrollo humano integral en beneficio de los pueblos presentes y futuros, un desarrollo inspirado en los valores de la caridad en la verdad. Para que esto suceda es indispensable convertir el actual modelo de desarrollo global hacia una toma de responsabilidad más grande y compartida ante la creación: lo exigen no sólo las emergencias ambientales, sino también el escándalo del hambre y de la miseria.
Queridos hermanos y hermanas: demos gracias al Señor y hagamos nuestras las palabras de san Francisco en el Cántico de las Criaturas: " Altísimo, omnipotente, buen Señor, tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor y toda bendición... Loado seas, mi Señor, con todas tus criaturas".
También nosotros queremos rezar y vivir con el espíritu de estas palabras.
Iglesia, sociedad y política


Intervención del cardenal Antonio María Rouco Varela, arzobispo de Madrid, en el Meeting de Rímini



INTRODUCCIÓN.
¿LAS PALABRAS DE SIEMPRE PARA PROBLEMAS NUEVOS?
1. Conocer implica siempre acontecimiento y el acontecimiento comporta inevitablemente novedad. Novedad para el que conoce: novedad subjetiva; y novedad para su entorno, el cercano y el lejano: novedad objetiva. Sucede, sin embargo, que el acto y el proceso de conocer está esencialmente ligado a conceptos y, sobre todo, a palabras paradójicamente antiguas, fruto intelectual, cultural y espiritual de largos, continuados y complejos procesos históricos protagonizados y conducidos por personas ¡ciertamente!; pero entrelazadas y relacionadas entre sí a través de formas diversas de unidad. Más aún, la pervivencia de las mismas palabras a lo largo del tiempo apunta a la persistencia de las realidades por ellas significadas. ¿Cómo pues atreverse intelectualmente a un estudio de viejas palabras significativas de realidades de larga historia o metahistóricas, buscando un conocimiento que implique acontecimiento y novedad para el que habla y para los que escuchan? ¿Novedad en sí misma?
2. "Iglesia, Sociedad y Política" son viejas palabras que se refieren a formas humanas de vivir, de convivir y de obrar presentes y operantes en la actualidad de la familia humana; enraizada la una, la Iglesia, en una historia bimilenaria, y las otras dos, sociedad y política, en la naturaleza misma de "lo humano" ¡en su razón de ser! Incluso la Iglesia, como una forma histórica que vertebra y expresa una dimensión de la persona humana, inherente al mismo ser del hombre, la religiosa, se halla igualmente, en su fondo antropológico, entre los elementos constitutivos del ser y de la existencia de lo humano, que trasciende espacios y tiempos. ¿Cómo aproximarse a ellas y a sus significados, hoy, con intención y voluntad de conocerlas de nuevo impulsados por el amor a la verdad y por su búsqueda? Conocerlas de nuevo, que no quiere decir, sin más, "novedosamente", sino rigurosamente en correspondencia objetiva y subjetiva con lo que sucede en el momento actual de la historia a -y en- las realidades por ellas expresadas. Es decir, situándose, primero, en el corazón mismo de la problemática que afecta a la Iglesia y a la sociedad, aquí y ahora, en este momento preciso de la historia de la humanidad; y, segundo, adentrándose "en el hacer política" del hombre contemporáneo y descubriendo "los pre-supuestos" sociológicos, culturales e ideológicos que lo determinan. Y, siempre, sin olvidar la esencial interdependencia que se da entre las tres realidades dentro del marco vivo de la unidad existencial de la persona humana. Precisamente el punto de cruce y encuentro no sólo institucional, sino, sobre todo, operativo de la trilogía "Iglesia, Sociedad y Política", es el que resulta del mismo fin que explica y justifica su razón de ser: el bien integro y pleno de la persona humana ¡de cada hombre!
3. La pretensión intelectual de llegar al conocimiento vivo de esa triple realidad -Iglesia, sociedad y política-, inextricablemente interrelacionada entre sí en función de la realización plena del hombre o, lo que es lo mismo -dicho en los términos soteriológicos de la teología católica-, de su salvación, implica, por lo tanto, acercarse a "sus problemas" en el hoy de la vida -de nuestras vidas-, aunque sea de forma esquemática, y, luego, tratar de comprenderlos como una renovada experiencia del conocimiento siempre vivo y nuevo de la verdad que nos salva, que se nos da una y otra vez como una presencia y acontecimiento de la Gracia. Sí, se trata, simultáneamente, de una experiencia de la razón iluminada por la fe y de una experiencia del corazón que ama la verdad y quiere amar en verdad ¡verdaderamente! "Todos los hombres perciben el impulso interior de amar de manera auténtica -enseña Benedicto XVI-: amor y verdad nunca los abandonan completamente, porque son la vocación que Dios ha puesto en el corazón y en la mente de cada ser humano" (CiV, 1). Con la fuerza humilde de ese "impulso", tan bellamente explicado por el Papa en su última Encíclica "Caritas in Veritate", es posible, más aún, obligado ese acercamiento siempre antiguo y siempre nuevo a la verdad; en nuestro caso, a la verdad de "la Iglesia, la sociedad y la política".
LA IGLESIA
La historia de la palabra es bien conocida: sus raíces vetero-testamentarias, su claro y específico perfil semántico en el Nuevo Testamento y en el lenguaje del Magisterio y de la Doctrina de la propia Iglesia. El significado ha sido vivido en el pasado con distintas resonancias históricas y lo mismo sucede en la actualidad. La Iglesia la interpretan unos con categorías simplemente sociológicas y estadísticas; otros, con categorías psicológicas y culturales y, otros, con el método comparativo de la fenomenología religiosa. Entre los cristianos de las distintas confesiones tampoco hay unanimidad en su interpretación teológica. Incluso entre los católicos se ha hecho uso teológico y pastoral de la expresión "distintos modelos de Iglesia", oponiendo a veces las teorías de los teólogos a la doctrina del Magisterio. Pero, en lo que no hay duda es en el reconocimiento de una nueva actualidad, social y cultural de la Iglesia en el siglo XX de alcance universal, más allá de las claves interpretativas de "la Modernidad" y de "la Postmodernidad".
1. Mirando hacia dentro de la vida interna de la Iglesia, no habría que andar con vacilaciones al afirmar que el siglo pasado ha sido un tiempo excepcionalmente "eclesiológico", marcado por una toma creciente de conciencia del significado universal de la Iglesia en y para la historia de la salvación y para el presente y futuro de la humanidad. Se ha visto o intuido que de ella depende decisivamente el destino del hombre.
En el ya famoso diagnóstico de Romano Guardini en 1922, "un acontecimiento religioso de alcance incalculable ha comenzado: la Iglesia despierta en las almas"[1] - se detecta lo que estaba ocurriendo en los niveles más profundos de la Iglesia y de la sociedad, al menos, en Europa. Habían transcurridos escasamente cuatro años después del final de aquella inmensa e incomprensible tragedia de la I Guerra Mundial. Una joven universitaria, de familia judía, Edith Stein, se sentía cada vez más tocada y atraída por la acción de la gracia en su interior, muy turbado por la gran y eterna pregunta de la presencia de Dios en su vida. ¿Tocada ya por su llamada?. La experiencia de la conversión le llega pronto de la mano de una lectura en una noche insomne: de la lectura completa, intensa y apasionada de "El Libro de la Vida" de Santa Teresa de Jesús. Fue una experiencia de la presencia de Cristo-Jesús, desbordante de amor y, a la vez y al mismo tiempo, una experiencia de la Iglesia. No duda en ningún momento de que su camino, el camino de Jesucristo, la lleva a la Iglesia Católica.
2. El 11 de diciembre de 1925, Pío XI, un Papa excepcional para un período excepcional de la historia del siglo XX, el tiempo de entreguerras -entre la I y la II Guerra Mundial: 1919-1939- publicaba en su tercer año de Pontificado la Encíclica "Quas Primas", instaurando la Fiesta de Cristo Rey en la Iglesia y en 1943, el 29 de junio, en plena Guerra, abierto ya el frente italiano de batalla, Pío XII publicaría la Encíclica "Mystici Corporis Christi".
Esa era la gran cuestión que inquietaba y entusiasmaba a la vez a los católicos de esas décadas claves para la historia contemporánea de la humanidad. ¿Cuál era la real relación existente entre Cristo y la Iglesia? ¿Qué tenía que ver la Iglesia, organización religiosa, visible ante el mundo, aparentemente una magnitud más del engranaje del poder humano, fuertemente institucionalizada -en la mejor de las hipótesis, al servicio de fines humanamente nobles- con la verdadera experiencia religiosa del hombre? o, más específicamente dicho, ¿con su vivencia evangélica, trasmitida por la auténtica tradición cristiana? La acusación liberal a la Iglesia de pretensiones mundanas de poder se había unido desde los primeros pasos de la Ilustración racionalista a la tesis eclesiológica luterana, la más influyente en la doctrina y en la vida del Protestantismo, de que sólo la Iglesia invisible, la Iglesia del Espíritu, era de origen divino; la única, por lo demás, universal. No así la Iglesia visible, "ein rein weltliches Ding" -una cosa puramente mundana-, perteneciente al orden de las realidades temporales sujetas al poder político de cada Estado o Nación. Los Príncipes protestantes alemanes, hasta la caída de la Alemania prusiana en la derrota de 1918, se arrogarán las facultades del "Summum Episcopatum". Una acusación, la del laicismo liberal, que vendría a ser asumida y compartida en su forma más radicalizada -y, en parte, con inusitada virulencia- por los movimientos obreros, inspirados y organizados a través de la nueva y poderosa corriente política del socialismo, influenciado mayoritariamente por las ideas de Marx sobre la religión como "opio del pueblo".
La contestación a esa pregunta crucial para dar razón de la esperanza cristiana, iba a venir y vino con una fuerza espiritual extraordinaria por la vía paulina de la teología de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, renovada y rejuvenecida intelectual y existencialmente: Cristo es la Cabeza del Cuerpo de su Iglesia. La Iglesia, la única Iglesia, visible e invisible, es cu Cuerpo. La Iglesia, animada por el Espíritu Santo, es con la Palabra, los Sacramentos y el ministerio apostólico, por tanto, el instrumento de la Gracia: de la vida divina en las almas y de la santificación del mundo. El fin de la Iglesia no es otro que instaurar el Reino de Cristo en el corazón de la historia. Johann Adam Möhler, el genial Maestro de la Escuela Católica de Tubinga, había definido a la Iglesia en 1832, hacía casi un siglo, como: "la permanente Encarnación del Hijo de Dios" "el Hijo de Dios, que se muestra permanentemente de forma humana entre los hombres, que constantemente se renueva y que eternamente se rejuvenece"[2]. Es verdad que a esta tesis eclesiológica de Möhler no le faltaron pronto críticas teológicas muy agudas: la tachaban de una exagerada e insostenible identificación de Cristo con la Iglesia visible. Pero una cosa resultaba innegable: la fascinación espiritual que ejercía entonces en la renovación espiritual de la experiencia de la Iglesia en las almas. El "movimiento litúrgico", que toma también fuerza en esos años, reflejaría y robustecería, a la vez, esa nueva toma de conciencia de la realidad divino-humana de la Iglesia, explicitada y acentuada por la doctrina del Magisterio Pontificio y presente e influyente en la vida de los fieles. Dos hechos, que marcarían hitos trascendentales en la historia de la Iglesia conformando decisivamente su futuro, coadyuvaron poderosamente a este despertar en las almas de la Iglesia como el lugar divino-humano imprescindible para la presencia y el acontecimiento de Cristo en la historia: la desaparición de los Estados Pontificios con la consiguiente pérdida del poder temporal de los Papas y la codificación del Derecho Canónico como un momento emblemático en el proceso de "la espiritualización" creciente que caracteriza la historia interna del derecho canónico según Ulrich Stutz, el historiador protestante, iniciador y maestro de tantos historiadores contemporáneos del Derecho Canónico[3].
Esta especie de descubrimiento espiritual de la Iglesia por parte de los católicos en las décadas claves de la historia reciente de Europa y del mundo, incluyó también, muy significativamente el despertar de la conciencia del seglar como miembro activo y responsable de ese "Cuerpo Místico", al cual incumben tareas apostólicas específicas, propias de su vocación, dentro y fuera de la Iglesia. También el seglar ha de ser testigo del Evangelio de Cristo en el ámbito interno de la vida de la Iglesia; también ha de cooperar "pro sua parte et pro suo modo" en el anuncio eclesial al mundo de que Jesucristo Resucitado es el Redentor y Salvador del hombre. Tarea suya insustituible e indelegable: procurar el Reinado de Cristo en las realidades temporales, santificándolas. Precisamente, en este contexto de la vivencia espiritualmente honda y apostólicamente entusiasta de la Iglesia, nace y se alimenta el formidable impulso misionero que la mueve en el siglo XX a la predicación del Evangelio prácticamente en todos los rincones de la tierra y a una heroica disponibilidad martirial. El siglo XX es un siglo de mártires, como pocos lo fueron en toda la historia de la Iglesia: ¡mártires en los cinco y de los cinco Continentes!
3. Con esta inmediata prehistoria es más que explicable que al Concilio Vaticano II, -¡el acontecimiento de los acontecimientos eclesiales del siglo XX!- se le llamase y caracterizase por muchos dentro del marco de la historia de los Concilios Ecuménicos como el Concilio eclesiológico por excelencia. Y, ciertamente, aunque la temática del Concilio, que se quiso comprender y autointerpretar como "pastoral", abarque todo el abanico de aspectos a los que se extiende la misión de la Iglesia, es obligado reconocer que la doctrina sobre ella misma ocupa el lugar hermenéuticamente central. Son, sobre todo, las enseñanzas de la Constitución Dogmática "Lumen Gentium" sobre el ser y misión de la Iglesia y de la Constitución Pastoral "Gaudium et Spes" sobre su relación con el mundo las que enmarcan, centran e impregnan intelectual y existencialmente todo el Magisterio Conciliar. Aquella rica experiencia doctrinal, litúrgica, espiritual, apostólica y misionera que nació y fluyó copiosamente de aquel "despertar de la Iglesia en las almas", del que hablara Guardini en 1922, se discierne, se ilumina y se completa por el Concilio Vaticano II, mirando ya al siglo XXI de nuestra Era. Dos principios teológicos especialmente iluminadores emergen de la doctrina conciliar, transparentando ese pasado apasionante de la Iglesia del siglo XX y sobre todo alumbrando la novedad del siglo XXI: 1º la Iglesia es obra de la Santísima Trinidad, nacida y fundada en la historia por Cristo, con Cristo y en Cristo para instaurar definitivamente entre los hombres el Reino de Dios; 2º la Iglesia, toda ella, visible e invisiblemente considerada, es, "por tanto, este pueblo mesiánico [que] aunque de hecho aún no abarque a todos los hombres y muchas veces parezca un pequeño rebaño, sin embargo, es un germen muy seguro de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano. Cristo hizo de él una comunión de vida, de amor y de unidad, lo asume también como instrumento de redención universal y lo envía a todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra (Cf. M. 5, 13-16)" (LG.9).
4. El agitado periodo postconciliar, no fenecido del todo, se ha visto sometido en no pocos ambientes eclesiales a una doble tentación. Tentación en último término reduccionista y rupturista del propio acontecimiento conciliar.
Se ha tratado, primero, de minimizar para la existencia cristiana el significado originario y fundante de la Iglesia como el instrumento necesario del encuentro y para el encuentro personal con Jesucristo; y, consiguientemente, como el lugar primero e imprescindible de la comunión con Él y, por ello, de los cristianos -de los bautizados- entre sí. De este modo, inevitablemente, se pierde el vital punto de partida para poder hablar de experiencia cristiana como experiencia salvadora del hombre -¡de "lo humano"!-: la realización personal de encuentro con la Persona divina del Hijo de María -"el Hijo del hombre"-, Jesucristo, el Señor, Crucificado y Resucitado por nosotros. Y, sin esta dimensión -¡digámoslo sin miedo!- la dimensión mística, es decir, la dimensión verdaderamente religiosa o la religiosamente verdadera, es imposible la experiencia cristiana.... Las crisis personales en y de la vida de fe estaban servidas. Y, como consecuencia lógica y existencialmente forzosa de ello, se producía, segundo, la tentación de reducir el sentido y el campo de la misión de la Iglesia a una acción puramente temporal, ordenada directa y propiamente a la solución pragmática de los problemas del mundo y sirviéndose de los instrumentos de este mundo, sobre todo, los del poder socio-económico y político. La fascinación intelectual y cultural, que siguió ejerciendo un Marxismo tardío de corte cultural, pensado y sentido con nostalgias existencialistas, prendió con fuerza en mentes y actitudes existenciales de una juventud nacida y crecida en familias y ambientes cristianos; una juventud, oscilante entre el hastío de tanto materialismo barato, el apego a un fácil y copioso consumismo y el ansia idealista de una salida de tanto aburrimiento y miseria espiritual.
5. Esas tentaciones no has sido totalmente superadas. Hay que tenerlas en cuenta a la hora -que ha llegado ya- de vivir la Iglesia de nuevo como el acontecimiento de la presencia de Cristo para el hombre y el mundo del siglo XXI: el primero del Tercer Milenio de la Era Cristiana. Pero mucho más han de ser apreciadas y potenciadas las formas personales y eclesiales de aplicación de la doctrina conciliar a la vida de la Iglesia del último tercio del siglo XX, inspiradas y configuradas por el Espíritu Santo a través del don de variados y riquísimos carismas y vividas fielmente en la comunión de la Iglesia. El Magisterio Pontificio de Pablo VI y de Juan Pablo II y, ahora, de Benedicto XVI -Papas excepcionalmente sensibles para lo que "los signos de los tiempos" sugieren a la Iglesia-, nos ha señalado inequívocamente el camino del futuro para su vida y misión: camino luminoso para la vivencia y la realización fiel, pastoral y apostólicamente fecunda, de la vocación cristiana, sea cual sea su forma de definición eclesial: de seglar, de consagrado y del sacerdocio ministerial. Un camino con una doble exigencia, antigua y nueva: la del necesario "mirar" de nuevo al Rostro de Cristo o, dicho con otras palabras, la de la necesidad de la oración contemplativa; y la de evangelizar de nuevo desde la vivencia honda y compartida del orar contemplativo, alimentado en la celebración y en la adoración eucarística, capaz de llegar con fuerza al hombre de nuestro tiempo, especialmente a los jóvenes, dentro y fuera de los países de tradición cristiana, y quitándoles el miedo a abrir las puertas de sus vidas ¡de su corazón! a Cristo.
LA SOCIEDAD
La sociedad es también palabra antigua: ¡muy antigua! Pertenece al patrimonio cultural universal de la humanidad. Designa un aspecto que le es esencial a la realidad integral de lo humano. El ser del hombre incluye constitutivamente relación al otro: corporal y espiritualmente. Su configuración, sexualmente diferenciada como varón y mujer, constituye la primera y fundamental expresión de la apertura trascendente que le es esencial y existencialmente inherente a la persona humana. El hombre sólo alcanza la realización plena de sí mismo en la inter-relación con los otros hombres.
1. La filosofía clásica se servirá de la palabra sociedad como de una categoría fundamental para comprender lo humano en todo su integridad. La usa y emplea refiriéndola a distintas formas de concreción de la sociabilidad innata del hombre. Matrimonio y familia destacan como la primera y básica forma de cristalización de "lo social" en la vivencia y experiencia de lo humano. El Estado, en cambio, como la última y plena. El concepto de "sociedad perfecta", en la que el hombre encuentra todos los recursos necesarios para su propio perfeccionamiento, adquiere toda su nitidez filosófica en la gran Escolástica del Medievo -en Santo Tomás de Aquino- y del Renacimiento -en la Escuela de Salamanca y en Francisco Suárez-. Los clásicos de la filosofía griega la veían plasmada en "la polis" -"la ciudad"-. Los juristas y pensadores latinos la vinculan al gran espacio económico, sociológico y político, abierto por las conquistas del Imperio Romano y de sus Legiones principalmente en el gran arco geográfico del Mediterráneo. Su pensamiento político fue evolucionando desde la visión "republicana" de "la urbs" -de la ciudad de Roma- como fórmula suficiente de realización de la sociedad perfecta, a la concepción del "Orbis" -"el Orbe"- como el marco humano y cultural de referencia para la formación de una sociedad universalmente estructurada y, por ello, insuperable en su perfección. La tradición universalista de la concepción y realización histórica de la sociedad perfecta será retomada en el Medievo europeo por el conducto histórico-espiritual de la restauración cristiana de la idea imperial romana y que pervive, profundamente modificada, hasta ir languideciendo y desaparecer por completo en los umbrales mismos de la Modernidad. Su lugar político lo ocuparán ya desde el Renacimiento los Estados Nacionales. Con su imparable curso histórico empujarán al pensamiento filosófico-político a la identificación real de la trilogía, Estado-Sociedad perfecta-Nación. Los convierten semánticamente poco menos que en términos sinónimos. Sin embargo, teólogos y juristas salmantinos de la época se propusieron integrar a la compleja multiplicidad plurinacional que se dibujaba ya claramente en los siglos XVI y XVII como el mapa geopolítico del futuro, especialmente en el Continente europeo, dentro de la unidad universal de la familia humana. Con este fin, ético-político, reformulan la vieja doctrina del "Ius Gentium" -"el derecho de gentes", desarrollando la ideas de los cultivadores del "jus utrumque" de la Edad Media con fina sensibilidad histórica para las nuevas realidades políticas de su tiempo. Sus logros fueron de orden preferentemente teórico; pero no sin efectos prácticos positivos para el nacimiento del nuevo mundo americano y la configuración socio-política de la Europa moderna y contemporánea.
2. La Ilustración concentrará sobre el Estado Nacional su reflexión filosófico-jurídica y, mucho más, su praxis socio-política. Sin embargo lo hará, tratando de integrar, bajo distintas fórmulas de justificación y explicación teóricas, la doctrina de los derechos humanos como piezas fundamentales de valor universal, en la concepción y configuración jurídica de la sociedad y, más específicamente, del Estado. En esta historia de la teoría y praxis social que nos encamina al periodo histórico nuevo de la Edad Moderna, entre los siglos XVII y XVIII, el concepto de sociedad, estrechamente vinculado al concepto de Estado en una línea progresiva de confusión con él, se mantiene aún abierto a la relación trascendente con Dios en un doble sentido: primero, en el de que a toda y a cualquier forma de inter-relación humana, en una palabra, a su sociabilidad, precede y subyace la relación con Dios, su Creador y Señor -"la religación" del hombre con Dios es la primera y fundamental forma de relación para la constitución y realización plena de su ser-; y, segundo, en el de que es también Dios el autor de la naturaleza social del hombre y, por lo tanto, el autor de su estructura y, consiguientemente, de las pautas de actuación y funcionamiento básicas, derivadas de ella. La sociedad, por tanto, si quiere organizarse en perfección, habrá de facilitar el espacio necesario de acción y de vida para que la persona humana pueda alcanzar su fin último: la vida eterna en Dios. No irá por ahí, por desgracia, la evolución laicista de la sociedad moderna y contemporánea, que tenderá cada vez más a concebirse y a realizarse al margen de Dios como principio y fin del hombre. Rechaza la doctrina y la teología cristiana sobre la sociedad y no la sustituye por ningún otro tipo de filosofía, abierto racionalmente a una comprensión de la experiencia social del hombre en la que quepan la idea y realidad trascendente de Dios. Para la doctrina social laicista, la confusión práctica -cuando no teórica- de las categorías, sociedad y Estado, deviene un instrumento dialécticamente muy útil para construir su teoría atea o agnóstica del Estado.
3. La sociedad evoluciona, sin embargo, en los siglos XIX y XX y se configura de hecho cada vez con mayor complejidad a lo interno de sí misma, tanto, dentro de los límites de las fronteras nacionales, como vista en la perspectiva de su creciente internacionalización. El fenómeno contemporáneo de "la globalización" refleja bien hasta qué límites de amplitud y complicación humana -económica, cultural, ética, espiritual y religiosa- ha llegado la sociedad actual. La concepción "romántica", tratando de identificarla con una comunidad de raza, de cultura y de historia común, ha quedado desbordada por la realidad de un mundo intercomunicado globalmente sin límites ni internos ni externos, abierto a la universalidad por la ciencia y la técnica contemporánea. Comunicación de espacios y de tiempos; comunicación informativa y formativa; comunicación e intercambio de recursos, cooperación en todos los campos de la experiencia humana... ese es hoy el horizonte sin fronteras en el que el hombre se realiza "socialmente". No es extraño que el siglo XX haya sido caracterizado, igualmente, como el siglo de "la socialización". Las fuertes tensiones causadas por la llamada "cuestión social" habían ido acumulándose a lo largo de la últimas décadas del siglo XIX. A esa situación quieren responder corrientes de un pensamiento filosófico nuevo, muy condicionado por las nuevas ciencias humanas que investigan con método empírico los aspectos más sobresalientes de la realidad social: los propiamente sociológicos, los políticos y los jurídicos. Sus soluciones están marcadas por el sello cultural y político de lo que se llamó "Socialismo", frente a la doctrina liberal nacida al calor revolucionario de la Francia de finales del siglo XVIII y desarrollada durante todo el siglo XIX con el inconfundible acento intelectual del individualismo filosófico. En una y otra teoría -aunque parezca paradójico en el caso del liberalismo político- el Estado juega una principalísima función. Esta tensa sociedad se rompe interior y exteriormente en el siglo XX. Las dos guerras mundiales documentan estremecedoramente la tragedia. En la conciencia contemporánea de la humanidad, se alzó ya con toda explicitud intelectual y existencial la pregunta por Dios y por su ley: ley natural y divina. ¿Puede subsistir la sociedad con un mínimun de integridad moral y, por lo tanto, humana sin Dios?
4. La Iglesia se hizo cargo desde el momento más álgido de la cuestión social en el paso del siglo XIX al XX de la causa de los más débiles -la clase obrera-, con su doctrina y con la firme, comprometida y decidida defensa de los derechos de la persona humana y del bien común. El Concilio Vaticano II ahonda la fundamentación teológica y explicita pastoral y apostólicamente ese compromiso incondicional con la suerte del hombre contemporáneo, sobre todo, en la Constitución Pastoral "Gaudium et Spes". Compromiso manifiesto desde su propósito y confesión inicial de que "el gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los afligidos, son también gozo y esperanza, tristeza y angustia de los discípulos de Cristo y no hay nada verdaderamente humano que no tenga resonancia en su corazón" (GS. 1). El Magisterio social de Pablo VI y de Juan Pablo II, atentos a los acontecimientos que conmueven a la sociedad y a las esperanzas que la animan, explican y precisan la doctrina conciliar. Con Benedicto XVI, su actualización sorprende y edifica por la profundidad humana y teológica que encierra su diagnóstico de lo que está pasando a la familia humana de nuestros días -¿"una humanidad "post-moderna"?- y por el modelo de soluciones que propone para sus angustiosos problemas: soluciones de raíz y desde su raíz ética y espiritual. Un reto apasionante nos queda a los fieles católicos en esta encrucijada histórica de la humanidad: dar cuerpo a esa respuesta del Magisterio vivo de la Iglesia que, por ser fiel a la novedad del acontecimiento cristiano, resultará verdaderamente liberadora para nuestra sociedad y nuestros conciudadanos. El Papa nos ofrece la pista teológica para asumirla lúcida y cordialmente: "La ‹‹ciudad del hombre›› no se promueve solo con soluciones de derechos y deberes, sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión. La caridad manifiesta siempre el amor de Dios también en las relaciones humanas, otorgando valor teologal y salvífico a todo compromiso por la justicia en el mundo" (CiV, 6).
El compromiso social de un cristiano, asumido coherentemente hoy desde y en la caridad de Cristo, en "el sitio de la vida" que supone la sociedad contemporánea, contiene una doble y urgente tarea: la de abrir espacio público para la adoración de Dios dentro de la tupida red de intereses e instituciones individuales y colectivas de todo orden que comprenden e integran la actual sociedad, es decir, espacio público para el ejercicio expreso del derecho a la libertad religiosa; y, la de actuar e influir en la realidad secular, siempre tentada e infectada de pecado -de negación de la ley moral y de su origen divino-, de tal modo que nuestras palabras y obras sean en virtud de la caridad de Cristo como testimonio, ejemplo e instrumento para su auténtica y progresiva humanización; o, lo que es lo mismo, para su santificación. Esta es la senda más excelente para la actualización hoy del apostolado seglar según la mente del Vaticano II. La senda estrecha, además, que nos conducirá indefectiblemente, con toda seguridad, a nuestra propia santificación. Los seglares católicos ayudan así a sus hermanos, los hombres, a andar bien el camino que conduce a la salvación más allá del tiempo: ¡en la eternidad de la Gloria de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo! Ayudan a los demás y se ayudan mutuamente.
Una y otra tarea sólo son accesibles y realizables en la comunión de la Iglesia.
LA POLÍTICA
La política es otra vieja palabra unida a la experiencia inmemorial del hombre que vive y necesita vivir ordenada y fructíferamente en sociedad. ¿Cómo va a ser posible la cooperación de todos los miembros de una sociedad en la consecución del bien común sin una dirección clara en sus objetivos, ordenada en su realización y firme y eficaz en la disposición de los medios? El simple realismo de la experiencia cotidiana de la vida enseña que no. Por ello, la respuesta fue siempre clara en todas las etapas y épocas de la historia social y cultural del hombre: no es posible sin autoridad. De aquí que la praxis política como la ciencia, el arte y la técnica de gobernar la sociedad humana plenamente constituida hayan orientado siempre sus esfuerzos principales a aclarar y dirimir la cuestión de la autoridad como el punto neurálgico, sociológica, jurídica y éticamente, de toda teoría social. Quién la ejerce y cómo la ejerce, cuál es su sujeto originario y en qué consiste su ejercicio, son otras tantas de las preguntas concretas que la filosofía y teología del derecho y del Estado y, actualmente, el estudio empírico de las llamadas ciencias humanas, se plantean bajo distintas perspectivas doctrinales y con distinto grado de intensidad en sus análisis
1. Son dos los aspectos de la cuestión que han acaparado la mayor atención de la doctrina y la preocupación existencial de las personas: los ciudadanos en la comunidad política.
Como se legitima que unos hombres puedan ejercer, como superiores de los demás, la facultad de ordenar con normas vinculantes y coactivas sus conductas y comportamientos en la vida de relación social y, a veces, hasta en la privada, y con qué "poder" cuentan para hacerlo. Las respuestas teóricas han coincidido de uno u otro modo a lo largo de la historia en los siguientes principios ético-jurídicos: el pueblo, todos los que constituyen la comunidad política, son el sujeto titular primero del poder político. Para que determinadas personas puedan ejercer legítimamente esa autoridad y poder, han de contar con la elección y la autorización de todos los ciudadanos, elaborada y expresada libremente, según métodos de representación acordados y aprobados por ellos. El poder político, con el que actúa la autoridad en la comunidad políticamente organizada, se ejerce con la aplicación legal y administrativa de los recursos del derecho y se impone, si es preciso, por la fuerza física de la que posee el monopolio social y jurídico. ¿El pueblo, sujeto inmediato de la soberanía política es, además, la instancia incuestionablemente última que legitima al titular de la autoridad política en su origen y en el ejercicio del poder que le es propio? ¿No conoce, por tanto, el pueblo ni personas ni normas superiores a las que tenga que atenerse en la constitución, organización y funcionamiento del Estado y de los órganos del poder? La respuesta, ofrecida y exigida por la antropología cristiana, fue siempre inequívoca: el origen y el fundamento de la soberanía popular reside en Dios que ha creado al hombre como ser social y con una socialidad que postula la institución del principio de autoridad y de sus órganos de ejercicio. Se trata pues de una soberanía subordinada en su origen y puesta en práctica a la ley natural: a la ley fundada en la sabiduría y en la voluntad de Dios. Las respuestas de las antropologías laicistas radicales fueron y son también siempre las mismas: la soberanía del pueblo es ilimitada; más aún, es la única fuente de legitimación ética del derecho positivo y de su aplicación coactiva; e, incluso más, la instancia última que legitima toda y cualquier ética social.
2. Otra fue la posición teórica y práctica del laicismo moderado, especialmente activo después de la II Guerra Mundial. Su concepción del principio de soberanía comprendía su limitación jurídica y ética en virtud, primero, de la vigencia previa de los derechos humanos y, segundo, a causa, de las obligaciones y exigencias derivadas del derecho internacional. En la mente de todos los que habían vivido la experiencia de los Estados totalitarios -el comunista y el nacionalsocialista- y habían sufrido las ruinas físicas, morales y espirituales de la II Guerra Mundial, no cabía la menor duda sobre la necesidad histórica de superar el positivismo jurídico y el relativismo ético por la vía intelectual y espiritual de una teoría y praxis constitucional profundamente reformadora de la concepción del poder político. Urgía arbitrar medios pedagógicos, culturales y sociales para establecer el imperativo de su limitación ética como un principio prejurídico indiscutible. Aquí se encontraba el gran reto histórico para el futuro de la humanidad: el de conseguir fórmulas eficaces de limitación ética de ese "poder", que es el poder por excelencia, "el poder político", que se mostraba cada vez más fuerte e imponente. Sus recursos -los de la fuerza- crecían sin parar: las armas atómicas, el poder mediático y psicológico, los instrumentos de la experimentación química y biológica... Sonó pronto en Europa la voz de alarma ante esta gravísima cuestión de los límites éticos al ejercicio del "poder político". ¿No estaba en juego la paz del mundo?[4]. El problema sigue vivo; incluso, agravado por el éxito de lo que Benedicto XVI ha calificado de la dictadura del relativismo. También hoy es la gran cuestión de la actual coyuntura política mundial, de cuya buena o mala solución depende, en gran medida, el futuro de la solidaridad y de la paz en cada pueblo y entre todos los pueblos que configuran la familia humana.
3. ¿Tiene "el poder político" facultad de limitar, condicionar, restringir e, incluso, negar los derechos fundamentales de la persona humana -el derecho a la vida, a la libertad religiosa, de pensamiento, de conciencia, de expresión y de enseñanza- sin que se quiebre su legitimidad ética? ¿O puede disponer sin límite moral y jurídico alguno de las instituciones básicas del matrimonio y de la familia o de la libertad básica de asociación de los ciudadanos? La contestación, subyacente a muchas de las corrientes culturales que inspiran e influyen hoy la teoría y la praxis política, es militantemente afirmativa. La respuesta de los cristianos ha de ser, en contraste, la de presencia activa y positiva en la vida pública, dirigida a superar la estatalización creciente de toda la vida social y la muchas veces simultánea desprotección de derechos fundamentales de la persona, de las familias y de los grupos sociales. Hemos de colocar en el centro mismo de la experiencia cristiana de "lo político" la aspiración y el esfuerzo para que el orden jurídico-político se ponga al servicio de la persona humana y de su realización plena como su objetivo último, decisivo para la realización del bien común. El Estado no es dueño de la sociedad y, mucho menos, del hombre. La vocación del seglar cristiano tiene actualmente una importante y urgente tarea en el campo de la acción y de la vida política: abrirla a la ética del servicio, abrirla a la experiencias de gratuidad, de libertad solidaria y subsidiaria y, sobre todo, de comunión. No, no ha sido lo más acertado confiar en las posibilidades liberadoras de una teología politizada; pero sí ha sido un acierto providencial, y lo es hoy más que nunca, el haber sabido inspirar y transformar la acción política en un servicio motivado, impulsado y configurado por la caridad. Su efecto liberador será seguro y gozoso como una novedad solo explicable y experimentable espiritualmente por la novedad de la presencia y de la virtualidad del Reino de Cristo: "un reino eterno y universal: el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, del amor y la paz".
NOTAS
[1] "Ein religiöser Vorgang von unabsehbarer Trageweite hat eingesetzt: Die Kirche erwacht in den Seelen". Romano Guardini, Vom Sinn der Kirche. Die Kirche des Herrn, Mainz-Paderborn 1990, 19.
[2] Johann Adam Mühler, "Symbolik oder Darstellung der Dogmatischen Gegensätze der Katholiken und Protestanten", II, 641, ss.: „So ist denn die sichtbare Kirche, von dem eben entwickelten Gesichtspunkt aus, der unter den Menschen in menschlicher Form fortwährend erscheinende, stets sich erneuernde, ewig sich verjüngende Sohn Gottes, die andauernde Fleischwerdung desselben, so wie denn auch die Gläubigen in der Heiligen Schrift der Leib Christi genannt werden".
[3] Cfr. Hans Erich Feine, Kirchliche Rechtsgeschichte. Die Katholische Kirche, Köln-Graz4 1964, VII-IX; 658, ss.
[4] Cfr. Romano Guardini, Das Ende der Neuzeit. Die Macht, Mainz-Paderborn 1986, 97-99. Para Guardini "el poder se nos ha hecho problemático y no solamente en el sentido de una crítica cultural, como se había alzado cada vez con mayor fuerza frente al optimismo histórico dominante durante todo el siglo XIX y hasta su final, sino por principio: en la conciencia general entra cada vez más profundamente el sentimiento -la impresión- de que nuestra actitud en relación con el poder es falsa, incluso que nuestro creciente poder nos amenaza a nosotros mismos", pág. 98 (Traducción española del autor).

8/26/09

Mensaje papal sobre el redescubrimiento del sacramento de la Penitencia


A la sexagésima Semana Litúrgica Nacional Italiana



Excelencia reverendísima:
Con motivo de las sexagésima Semana Litúrgica Nacional, que se celebrará en Barletta del 24 al 28 de agosto próximo, con alegría le hago llegar a usted, a los colaboradores del Centro de Acción Litúrgica (CAL), a los relatores, y a todos los participantes el cordial saludo del Sumo Pontífice, quien desea un sereno y fecundo desarrollo del encuentro y asegura a todos un especial recuerdo en la oración.
Él expresa aprecio por el compromiso de estas décadas, en constante adhesión a la doctrina y a las indicaciones de la constitución conciliar Sacrosanctum Concilium (SC), y en sabia obediencia al episcopado y a la Santa Sede para proponer el misterio de la fe, que se entrega al hombre en la Iglesia en cuanto celebrado (Cf SC, 6-7). Al mismo tiempo invita a la CAL a continuar este camino con la misma fidelidad y el mismo espíritu, ayudando a difundir entre los obreros de la viña del Señor nuevo aliento y nueva perseverancia.
En estos sesenta años, las semanas litúrgicas han ofrecido a obispos, sacerdotes, personas consagradas, expertos, responsables diocesanos, fieles que aman la liturgia, preciosas oportunidades de profundización, siempre desde una perspectiva de servicio eclesial, es decir, la de hacer crecer la comunidad en el espíritu y en la vivencia litúrgica. Ha sido posible acercarse a su centro (la Pascua, la Eucaristía), a sus articulaciones (sacramentos, Palabra de Dios, Liturgia de las Horas, Año Litúrgico), y a su relación con la vida, la cultura, el arte, la música. Gracias a la sucesión ininterrumpida de las Semanas y al trabajo de quienes las han programado y aplicado, la Iglesia en Italia, y sobre todo las diócesis en las que se han celebrado, han sacado un gran beneficio, creciendo en celo por "la plena y activa participación de todo el pueblo, porque es la fuente primaria y necesaria de donde han de beber los fieles el espíritu verdaderamente cristiano" (SC, 14).
El tema de la sexagésima semana, "Celebrar la misericordia. 'Dejaos reconciliar con Dios'" (2 Corintios 5, 20), se hunde en este surco, llamando la atención sobre el sacramento de la Penitencia o Reconciliación, una elección particularmente oportuna ya sea por su importancia ya sea por su actualidad, 35 años después de que entrara en vigor para la Iglesia en Italia el nuevo Rito de la Penitencia, y en feliz coincidencia con el Año Sacerdotal. El objetivo de vuestro encuentro consiste en comprender todo el proceso penitencial de la vida cristiana, en el que el sacramento se integra como momento fuerte, siempre en un contexto eclesial. Será interesante verificar si más allá del cambio del rito, se ha formado una adecuada mentalidad teológica, espiritual y pastoral.
En este sentido, el Sumo Pontífice, en un mensaje enviado a los participantes en el reciente vigésimo curso con motivo del fuero interno, promovido por la Penitenciaría Apostólica, afirmaba: "En nuestro tiempo una de las prioridades pastorales es sin duda formar rectamente la conciencia de los creyentes porque... en la medida en que se pierde el sentido del pecado, aumentan los sentimientos de culpa, que se quisiera eliminar con remedios paliativos insuficientes. A la formación de las conciencias contribuyen múltiples y valiosos instrumentos espirituales y pastorales que es preciso valorar cada vez más" (Benedicto XVI, 12 de marzo de 2009). Y añadía: "Como todos los sacramentos, también el de la Penitencia requiere una catequesis previa y una catequesis mistagógica para profundizar el sacramento per ritus et preces... Además de la catequesis hace falta un sabio uso de la predicación, que en la historia de la Iglesia ha asumido formas diversas según la mentalidad y las necesidades pastorales de los fieles" (ibídem).
Junto a una adecuada formación de la conciencia moral y una madurez de vida y celebración del sacramento, se necesita favorecer en los fieles la experiencia del acompañamiento espiritual. Precisamente por este motivo, seguía observando el Papa, hoy "se necesitan 'maestros de espíritu' sabios y santos", exhortando a los sacerdotes a "mantener siempre viva en sí mismos la conciencia de que deben ser 'ministros' dignos de la misericordia divina y educadores responsables de las conciencias", inspirándose en el ejemplo del cura de Ars, san Juan María Vianney, de quien precisamente en este año recordamos el 150 aniversario de su fallecimiento (Cf. ibídem).
Su Santidad invoca la celeste intercesión de la Virgen María, Madre de Misericordia, para que la sexagésima semana litúrgica contribuya a favorecer una reanudación y renovación en la celebración de la Misericordia y en la experiencia significativa del Perdón divino, y, agradecido por el servicio que presta a la Iglesia el Centro de Acción Litúrgica imparte de corazón a su excelencia, al arzobispo de Trani-Barletta-Bisceglie y Nazaret, a los demás obispos y a los sacerdotes presentes, a los relatores y a todos los participantes una especial bendición apostólica.
Por mi parte aseguro un recuerdo en la oración, y aprovecho la oportunidad para confirmarme afectísimo en el Señor.
Cardenal Tarcisio Bertone
Secretario de Estado

8/25/09

"Sepamos ser audaces"


Mensaje del padre José María Abella, reelegido superior general de los Misioneros Claretianos



Queridos hermanos:
El Capítulo General me ha pedido que continúe en el servicio de animación de la vida de la Congregación como Superior General durante los próximos seis años. Agradezco de todo corazón la confianza que me han mostrado los Capitulares y espero que tanto ellos como todos vosotros me acompañéis durante este nuevo sexenio con vuestra oración, vuestro amor fraterno y vuestra comprensión, tal como lo habéis hecho durante los últimos seis años.
La mayoría me conocéis bien. Sabéis lo que puedo aportar y habéis podido descubrir también mis muchas limitaciones. Repito lo que os dije hace seis años cuando se me confió por primera vez esta responsabilidad: podéis contar con mi tiempo, mis energías y todo lo que pueda dar de mí durante los próximos años. Os siento cercanos y he experimentado vuestro cariño y vuestro amor a la Congregación en el abrazo fraterno que me ha dado cada uno de los Capitulares que os representan. En el acto de la profesión de fe, he querido que la lectura fuera la misma que orientó nuestra oración al inicio del anterior sexenio: Mt 18,1-5. Este pasaje del Evangelio de Mateo, que forma parte de la catequesis sobre la comunidad que Mateo nos ofrece en el capítulo 18, nos transmite unas palabras de Jesús que presentan las actitudes necesarias en los miembros de la comunidad cristiana para que ésta sea verdaderamente signo del Reino. Ante los discípulos que discutían quién era el mayor, Jesús hizo un gesto muy hermoso. Llamó a un niño y lo puso en medio del grupo. Jesús acompañó su gesto con palabras, pero el gesto hablaba ya con suficiente claridad. La comunidad capaz de expresar la novedad del Reino es aquella en la que los "pequeños" ocupan el centro. Se sienten acogidos, acompañados, respetados y amados. Yo sueño con una Congregación que sepa vivir esa novedad del Reino y colaborar a crear una sociedad donde esa novedad sea también una realidad. Me dispongo a asumir el gobierno de la Congregación en continuidad con lo que se ha venido realizando durante los últimos años. Recibí una herencia preciosa de los padres Gustavo Alonso y Aquilino Bocos. Ha habido una continuidad de magisterio y animación durante estos últimos sexenios que nos ha ayudado a crecer en una línea profética, que quisiera que continuara. Gustavo, Aquilino: os expreso y os expresamos, de nuevo, nuestro más sincero agradecimiento. Os pido que sigáis cercanos a quienes deberemos encargarnos del gobierno de la Congregación durante los próximos años y que nos ayudéis a acertar en nuestras decisiones con vuestra experiencia y sabiduría. No quiero dejar de expresar mi más sincero agradecimiento a quienes han sido los colaboradores más inmediatos en el Gobierno de la Congregación durante el sexenio que acabamos de concluir. Al padre Rosendo Urrabazo, Vicario General, a Vicente, Domingo, Marcelo, Gonzalo, Mathew y José-Félix. Doy testimonio de su amor a la Congregación y de su entrega generosa a los hermanos a través de los servicios que les han sido encomendados. La evaluación que hemos hecho en este Capítulo avala esta expresión de gratitud. Gracias a todos. Es un agradecimiento que se extiende a todos los colaboradores del Gobierno General y a todos los Superiores Mayores, pues he sido muy consciente de que, solamente a través de una sólida corresponsabilidad en el Gobierno, se puede prestar un buen servicio a la Congregación. El Capítulo debe seguir su reflexión durante las próximas semanas buscando identificar las líneas que deberán orientar nuestra vida durante los próximos seis años. Sepamos ser audaces y generosos en nuestra respuesta a la llamada de Dios que percibimos en este momento. ¿Por qué íbamos a tener miedo cuando el Señor ha prometido estar en medio de quienes se reúnen en su nombre y concede el don de su Espíritu a quienes están dispuestos a seguirle? ¿No somos hijos de Aquella que proclamó con su vida y su palabra la grandeza del Señor que es siempre fiel a su Alianza? Dejémonos acompañar por las palabras del Magnificat, un canto en el que descubrimos una síntesis maravillosa de los rasgos de la espiritualidad profética que acoge la Palabra, se deja transformar por ella y proclama, con convicción y audacia, el mensaje de salvación. Sepamos superar aquellos temores que nacen de nuestra incapacidad de pronunciar un "Sí" rotundo y confiado. Miremos al P. Fundador y seamos verdaderamente "claretianos" Me siento en profunda comunión con todos vosotros: Obispos, sacerdotes, diáconos permanentes, hermanos, estudiantes y novicios claretianos. Agradezco vuestro cariño y vuestra oración, que me han acompañado durante el sexenio anterior. Agradezco también todas las palabras de ánimo y las críticas e indicaciones que he recibido durante este tiempo. Todas ellas son un signo hermoso de la fraternidad claretiana y me han ayudado a prestar un mejor servicio. Quiero expresar también mi gratitud a todos los demás miembros de la Familia Claretiana y a tantas personas con quienes nos sentimos profundamente vinculados por la amistad y la comunión en la misión. Que podamos ir consolidando esta comunión al servicio de la misión evangelizadora. Somos Hijos del Corazón de María. A su amor de Madre confío el ministerio que me ha sido encomendado. Que nos inspire siempre a todos la figura de nuestro Santo Fundador y nos anime el ejemplo de fidelidad de nuestros hermanos mártires, en cuya fiesta litúrgica iniciamos este Capítulo General. Me confío a vuestras oraciones y os prometo las mías.
Roma, 24 de agosto de 2009
Josep M. Abella, cmf.
Mensaje de paz para las tierras amazónicas

De los obispos de Perú al final de su 94ª asamblea extraordinaria.


Los Obispos del Perú, reunidos en asamblea, como discípulos y testigos de Jesucristo, Dios y hombre verdadero, luz y vida para todos, sentimos como propio cuanto sucede a cualquier ser humano, sabiendo que todos somos hermanos, hijos de un mismo Creador y Padre. De este modo, mirando a la actualidad de nuestra Patria y alegrándonos con algunos logros, observamos también hechos dolorosos a lo largo y ancho de nuestra geografía.Sin olvidar ninguno de ellos, nos hemos detenido a observar la ola de reclamos y protestas que, entre otras trágicas consecuencias, llegó al extremo de cobrarse vidas humanas, como ha sucedido recientemente en Bagua. Deploramos esa violencia y nos solidarizamos con sus víctimas, policías y civiles. Compartimos el dolor de sus familiares recogiendo el grito que una mujer wampis expresó ante un obispo de la selva: "¡Nos hemos matado entre hermanos!". Deseamos que se esclarezcan los hechos y se proceda con justicia; al mismo tiempo hacemos un llamado a la reconciliación y al mutuo entendimiento.Todos tenemos algo que aportar para evitar nuevas desgracias y mejorar la situación.Las autoridades deben escuchar los justos reclamos de los ciudadanos y éstos han de emplear los medios legítimos en un Estado de derecho, por las vías del diálogo y respeto mutuos, excluyendo la violencia que, lejos de alcanzar algún bien, acarrea siempre peores consecuencias. Por ello, vemos con esperanza la iniciativa de la Mesa de Diálogo entre el Gobierno y las Comunidades Amazónicas, a la vez que urgimos la efectiva participación de los representantes del Gobierno en la misma.Por nuestra parte, mientras seguimos acompañando como Pastores a nuestros hermanos de la selva, queremos expresar una vez más que la paz es el fruto de la justicia, y que el fin de toda actividad humana es y ha de ser siempre el bien integral de todas y cada una de las personas. Hacemos nuestras las palabras del Papa Benedicto XVI en su última encíclica:"La conciencia del amor indestructible de Dios es la que nos sostiene en el duro y apasionante compromiso por la justicia, por el desarrollo de los pueblos, entre éxitos y fracasos, y en la tarea constante de dar un ordenamiento a las realidades humanas. El amor de Dios nos invita a salir de lo que es limitado y no definitivo, nos da valor para trabajar y seguir en busca del bien de todos, aun cuando no se realice inmediatamente, aun cuando lo que consigamos nosotros, las autoridades políticas y los agentes económicos, sea siempre menos de lo que anhelamos. Dios nos da la fuerza para luchar y sufrir por amor al bien común, porque Él es nuestro Todo, nuestra esperanza más grande" (Caritas in veritate, n° 78).Finalmente, encomendamos el Perú a la protección del Señor de los Milagros y a la intercesión de la Virgen María para que podamos vivir como hermanos, buscando juntos el bienestar de todos, con especial atención hacia los más pobres y necesitados.
María, "estrella que nos guía hacia su Hijo Jesús"


Homilía de Benedicto XVI en la solemnidad de la Asunción



Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:
Con la solemnidad de hoy culmina el ciclo de las grandes celebraciones litúrgicas en las que estamos llamados a contemplar el papel de la santísima Virgen María en la historia de la salvación. En efecto, la Inmaculada Concepción, la Anunciación, la Maternidad divina y la Asunción son etapas fundamentales, íntimamente relacionadas entre sí, con las que la Iglesia exalta y canta el glorioso destino de la Madre de Dios, pero en las que podemos leer también nuestra historia.
El misterio de la concepción de María evoca la primera página de la historia humana, indicándonos que, en el designio divino de la creación, el hombre habría debido tener la pureza y la belleza de la Inmaculada. Aquel designio comprometido, pero no destruido por el pecado, mediante la Encarnación del Hijo de Dios, anunciada y realizada en María, fue recompuesto y restituido a la libre aceptación del hombre en la fe. Por último, en la Asunción de María contemplamos lo que estamos llamados a alcanzar en el seguimiento de Cristo Señor y en la obediencia a su Palabra, al final de nuestro camino en la tierra.
La última etapa de la peregrinación terrena de la Madre de Dios nos invita a mirar el modo como ella recorrió su camino hacia la meta de la eternidad gloriosa.
En el pasaje del Evangelio que acabamos de proclamar, san Lucas narra que María, después del anuncio del ángel, "se puso en camino y fue aprisa a la montaña" para visitar a Isabel (Lc 1, 39). El evangelista, al decir esto, quiere destacar que para María seguir su vocación, dócil al Espíritu de Dios, que ha realizado en ella la encarnación del Verbo, significa recorrer una nueva senda y emprender en seguida un camino fuera de su casa, dejándose conducir solamente por Dios. San Ambrosio, comentando la "prisa" de María, afirma: "La gracia del Espíritu Santo no admite lentitud" (Expos. Evang. sec. Lucam, II, 19: pl 15, 1560). La vida de la Virgen es dirigida por Otro -"He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38)-, está modelada por el Espíritu Santo, está marcada por acontecimientos y encuentros, como el de Isabel, pero sobre todo por la especialísima relación con su hijo Jesús. Es un camino en el que María, conservando y meditando en el corazón los acontecimientos de su existencia, descubre en ellos de modo cada vez más profundo el misterioso designio de Dios Padre para la salvación del mundo.
Además, siguiendo a Jesús desde Belén hasta el destierro en Egipto, en la vida oculta y en la pública, hasta el pie de la cruz, María vive su constante ascensión hacia Dios en el espíritu del Magníficat, aceptando plenamente, incluso en el momento de la oscuridad y del sufrimiento, el proyecto de amor de Dios y alimentando en su corazón el abandono total en las manos del Señor, de forma que es paradigma para la fe de la Iglesia (cf. Lumen gentium, 64-65).
Toda la vida es una ascensión, toda la vida es meditación, obediencia, confianza y esperanza, incluso en medio de la oscuridad; y toda la vida es esa "sagrada prisa", que sabe que Dios es siempre la prioridad y ninguna otra cosa debe crear prisa en nuestra existencia.
Y, por último, la Asunción nos recuerda que la vida de María, como la de todo cristiano, es un camino de seguimiento, de seguimiento de Jesús, un camino que tiene una meta bien precisa, un futuro ya trazado: la victoria definitiva sobre el pecado y sobre la muerte, y la comunión plena con Dios, porque -como dice san Pablo en la carta a los Efesios- el Padre "nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús" (Ef 2, 6). Esto quiere decir que, con el bautismo, fundamentalmente ya hemos resucitado y estamos sentados en los cielos en Cristo Jesús, pero debemos alcanzar corporalmente lo que el bautismo ya ha comenzado y realizado. En nosotros la unión con Cristo, la resurrección, es imperfecta, pero para la Virgen María ya es perfecta, a pesar del camino que también la Virgen tuvo que hacer. Ella ya entró en la plenitud de la unión con Dios, con su Hijo, y nos atrae y nos acompaña en nuestro camino.
Así pues, en María elevada al cielo contemplamos a Aquella que, por singular privilegio, ha sido hecha partícipe con alma y cuerpo de la victoria definitiva de Cristo sobre la muerte. "Terminado el curso de su vida en la tierra -dice el concilio Vaticano II-, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte" (Lumen gentium, 59). En la Virgen elevada al cielo contemplamos la coronación de su fe, del camino de fe que ella indica a la Iglesia y a cada uno de nosotros: Aquella que en todo momento acogió la Palabra de Dios, fue elevada al cielo, es decir, fue acogida ella misma por el Hijo, en la "morada" que nos ha preparado con su muerte y resurrección (cf. Jn 14, 2-3).
La vida del hombre en la tierra -como nos ha recordado la primera lectura- es un camino que se recorre constantemente en la tensión de la lucha entre el dragón y la mujer, entre el bien y el mal. Esta es la situación de la historia humana: es como un viaje en un mar a menudo borrascoso; María es la estrella que nos guía hacia su Hijo Jesús, sol que brilla sobre las tinieblas de la historia (cf. Spe salvi, 49) y nos da la esperanza que necesitamos: la esperanza de que podemos vencer, de que Dios ha vencido y de que, con el bautismo, hemos entrado en esta victoria. No sucumbimos definitivamente: Dios nos ayuda, nos guía. Esta es la esperanza: esta presencia del Señor en nosotros, que se hace visible en María elevada al cielo. "Ella (...) -leeremos dentro de poco en el prefacio de esta solemnidad- es consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra".
Con san Bernardo, cantor místico de la santísima Virgen, la invocamos así: "Te rogamos, bienaventurada Virgen María, por la gracia que encontraste, por las prerrogativas que mereciste, por la Misericordia que tú diste a luz, haz que aquel que por ti se dignó hacerse partícipe de nuestra miseria y debilidad, por tu intercesión nos haga partícipes de sus gracias, de su bienaventuranza y gloria eterna, Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro, que está sobre todas las cosas, Dios bendito por los siglos de los siglos. Amén" (Sermo 2 de Adventu, 5: pl 183, 43).