8/14/09

Crucifijación

Enrique García-Máiquez

Francisco Caamaño, ministro de Justicia, parece más hombre de lacón con grelos que de fijaciones anticlericales. Pero quien venía siendo un ministro de perfil bajo (y ancho sobre todo) del Gobierno de Zapatero se ha desayunado nada menos que un domingo de agosto anunciando por sorpresa que la Ley de Libertad Religiosa impondrá la retirada de los crucifijos, belenes y otros símbolos religiosos de los colegios públicos y, si se puede, de los concertados.
Espero que los menos originales del patio, esos que vuelven a repetir que esto es otra cortina de humo, comprendan que con tanto humo nos entre un poco de tos. Quedan pocos símbolos religiosos en la enseñanza pública, por lo que la medida de marras no hace más que dar martillazos sobre un clavo viejo, pero no deja de ser una intromisión en la autonomía de los centros y en las decisiones libres de los padres y los alumnos, que cada año eligen la asignatura de religión por una inmensa mayoría, que ya quisiera para sí cualquier político.
Además, recuerdo que Chesterton en su novela La esfera y (ejem) la cruz nos contaba de uno que empezó descolgando crucifijos y que le entró tal obsesión que ya los veía en cualquier parte: en los cruces de caminos, en las rejas de una valla, en los travesaños de las vías de un tren, en la grafía de la letra "t", etcétera. Acabó desmantelando el mundo entero, o intentándolo.
"Eso es otra pesadilla de Chesterton", me objetará alguno, "como El hombre que fue Jueves, novela subtitulada precisamente una pesadilla". Sí, pero una pesadilla a un tris de hacerse realidad. Una vez quitadas las cruces, ¿van a dejar que en esas mismas aulas laicas se explique a fondo la Divina Comedia o a san Juan de la (ay) Cruz? ¿Dónde y cómo parar?
Y todavía más. Cuando a Simone Weil la expulsaron de la docencia, comentó: "No imaginaba otra manera de coronar mi carrera administrativa". Siempre le admiré la frase, aunque yo, feliz profesor de Secundaria, no se la envidié jamás. Ahora empiezo a imaginarme pronunciándola. Porque a ver, aunque en mi programación no se habla de cristianismo, yo soy cristiano y ¿qué mayor símbolo religioso que un cristiano? Un cristiano es un crucifijo andante. (Y siento dar ideas a Caamaño & cía., pero es que la misión del columnista es dar ideas, aunque vayan contra su interés.)
Conste que no me parece necesario que un aula esté presidida por un crucifijo, pero, igual que yo no lo impondría, no entiendo tanto empeño en prohibirlo. Hacer una Ley de Libertad Religiosa para negar la libertad de poner un crucifijo o de montar un belén en Navidad es una contradicción extraña, inquietante.