"El derecho a la vida vincula a todos los poderes públicos”
G. Sánchez de la Nieta / Rafael Navarro-Valls
El voto del presidente del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Dívar contra el informe sobre la nueva ley del aborto ha alterado los planes de los defensores del proyecto, que contaban con el dictamen favorable del CGPJ para presentar la ley en las Cortes con el aval técnico del órgano de los jueces.
Desde algunos medios de comunicación se ha puesto en duda la profesionalidad de Dívar para dirigir una institución del Estado si no es capaz de prescindir de sus consideraciones personales. Rafael Navarro-Valls, catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid, académico y secretario de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, explica la preocupación que existe entre los poderes públicos por la confrontación, cada vez más frecuente, entre conciencia y ley “que pone cada vez más de manifiesto los oscuros dramas que se generan en algunas minorías por leyes de directo o indirecto perfil ético”.
Se dice que la posición de Divar ha sido fruto exclusivo de sus convicciones religiosas ¿cuál es su opinión?
El enjuiciamiento de la actitud del Sr. Divar como fruto exclusivamente “de una convicción religiosa” es una conclusión precipitada, fruto de un discutible proceso a sus intenciones.
No hace falta ser especialmente creyente para concluir que el Anteproyecto remitido por el Gobierno al CGPJ choca frontalmente contra “el bloque de constitucionalidad” en que se inserta el derecho fundamental a la vida (art.15 CE), que vincula a todos los poderes públicos (art.164 CE), incluido el poder judicial.
El propio Tribunal Constitucional ha establecido que la protección que la Constitución dispensa al no nacido “exige un sistema efectivo de tutela que incluya también a las normas penales”, cosa que no existe durante un lapso importante de tiempo en la regulación que el Anteproyecto hace del aborto.
De ahí que uno de los informes emitidos en el seno del CGPJ afirme que “en congruencia con la doctrina del TC no cabe un supuesto derecho subjetivo al aborto que implique la destrucción de un bien jurídico (la vida humana) indisociable de la dignidad personal, que es el fundamento del orden político y de la paz social (art.10 CE)”.
Además, no todos los votos en contra se asocian a un motivo de creencias…
La posición del presidente del CGPJ coincide, sustancialmente, con la postura del Consejo Fiscal, que no puede decirse sea precisamente un órgano “confesional”. En su reciente informe negativo ante el Anteproyecto contundentemente afirma que “durante las catorce primeras semanas de gestación la prevalencia de la voluntad de la mujer y de sus derechos aparece como absoluta frente al valor ‘vida’ encarnado en el nasciturus, lo que choca con los postulados constitucionales”. Esto es lo que opina la mitad del CGPJ, incluido su presidente.
Supongamos que en el presidente del CGPJ, aparte de las razones que usted ha sugerido, efectivamente se han mezclado otras de conciencia ¿Esto es admisible?
Supongamos –como usted dice– que la posición del Sr. Divar es fruto también de un problema de conciencia. Tampoco desde el punto de vista jurídico este posicionamiento plantea problemas insolubles. Entre conciencia y ley existe una delgada frontera en la que no es raro que se produzcan “incidentes fronterizos”.
El problema es que, en algunas democracias –por ejemplo, la española–, esos incidentes están proliferando en exceso, dada una cierta incontinencia normativa del poder.
Ante esta multiplicación caben dos posturas. Creer que la objeción de conciencia es una herida que se infiere a los principios democráticos o, al contrario, entender que la objeción es un fruto maduro de la democracia.
En los medios jurídicos se está abriendo paso esta última conceptuación, pues cada vez se relaciona con mayor frecuencia la conciencia con una parte del derecho escrito en ella: el natural.
¿Son los objetores unos seres antisociales,que dinamitan los fundamentos del sistema democrático ?
No existe nadie más preocupado por la sociedad que los objetores. La objeción de conciencia una suerte de “delirio religioso”, que habría que relegar a las catacumbas sociales, sin derecho de ciudadanía. La objeción de conciencia no es “una ilegalidad más o menos consentida”, sino manifestación de la libertad de conciencia que es la estrella polar de las democracias.
Así como abundan las voluntades débiles que no encuentran la energía necesaria para ponerse de parte de su conciencia –al igual que Hamlet, no son capaces de soportar el peso de sus convicciones– existen otras que resuelven el drama interior que implica el choque entre norma y conciencia individual apostando por esta última.
Es la confirmación –como se ha dicho autorizadamente– de que “la historia se escribe no solamente con los acontecimientos que se suceden desde fuera, sino que está escrita antes que nada desde dentro; es la historia de la conciencia humana y de las victorias o de las derrotas morales”.
La votación de Dívar en contra del informe sobre la ley del aborto reabre el debate de cómo ejercer la libertad de conciencia en un estado laico. Para algunos poderes públicos, esta libertad debe dejarse de lado cuando se ejerce un cargo público. ¿Qué consecuencias puede tener actuar de esta manera?
El problema que usted plantea no es un problema sin importancia, sino un tema que preocupa a las mejores cabezas. Acaban de reunirse en el Vaticano dos personas que representan los dos poderes más significativos de la Tierra. El poder “espiritual”, encarnado en Benedicto XVI, y el poder político “en estado puro”, representado en el presidente de Estados Unidos Barack H. Obama.
Unos cuarenta minutos ha durado la entrevista, que entre traducciones y protocolo, quedaría reducida a no más de veinte minutos. Pues bien uno de los temas expresamente tratados –según las Notas oficiales– ha sido la objeción de conciencia.
Sorprende que a la hora de destacar un tema que preocupe hoy a ambos poderes sea, precisamente, el de los choques entre conciencia y ley, que pone cada vez más de manifiesto los oscuros dramas que se generan en algunas minorías por leyes de directo o indirecto perfil ético.
¿Qué importancia han tenido históricamente las objeciones de conciencia?
La objeción de conciencia es una institución que conjuga “el presente de la norma con el futuro de la profecía”. No hay que olvidar que los movimientos antiesclavistas en Estados Unidos o aquellos otros contrarios a la pena de muerte en Europa comenzaron con planteamientos en que la conciencia, contraria a la esclavitud o a las ejecuciones capitales, asumió un rol preponderante.
Fue la tenacidad, primero de unos “objetores” y luego de unos políticos, lo que llevó a dos de los triunfos más brillantes de la civilización occidental. Algo similar ocurrió con los movimientos pacifistas contrarios al servicio militar obligatorio o a la actuación de las sufragistas femeninas en materia de voto femenino. La objeción de conciencia ha marcado siempre históricamente un camino hacia adelante, no una vía hacia atrás.
¿Es compatible la objeción de conciencia con los nuevos desafíos jurídicos?
Algunos juristas entran en tensión ante estas afirmaciones, como si tras ellas se ocultara la amenaza de un “apocalipsis jurídico”. Una postura, en mi opinión, poco razonable y, en el fondo, sin confianza en la capacidad del Derecho para adaptarse a los desafíos jurídicos.
Un sistema jurídico –como se ha afirmado de los buenos juristas– sabe tener la solidez de una roca en sus convicciones junto a la flexibilidad de un junco en sus aplicaciones. Sabe ser tan flexible que se adapta sabiamente a las necesidades jurídicas sin grandes terremotos sociales. Cuando lo ve necesario, busca fórmulas que satisfacen a las inteligencias, al tiempo que calman las pasiones.
Bélgica, por ejemplo, supo encontrar la fórmula para mantener su ley de aborto y a Balduino en su trono. Recientemente Luxemburgo encontró el mecanismo para defender la conciencia del Gran Duque Enrique y promulgar, al tiempo, su ley de eutanasia.
Incluso en la hipótesis de que un concreto precepto legal provocara una oposición masiva de ciudadanos en ejercicio de su libertad de conciencia, el legislador habría de reflexionar, más allá de la objeción de conciencia, sobre la justicia misma de una ley que desencadena un rechazo social de amplias proporciones. Esto último está pasando con el anteproyecto de ley de aborto del Gobierno.
Margarita Uría ha reconocido recientemente que los diputados votan en contra de sus convicciones ¿qué comentario le merece esa afirmación?
Como sabe usted, la Constitución prohíbe expresamente en su art. 67.2 el mandato imperativo para los diputados y senadores, es decir, establece un mandato libre y representativo. Si los diputados y senadores no están sujetos a mandato imperativo (aunque exista la corruptela de la consigna de partido) mucho menos los Vocales del CGPJ, cuya independencia e imparcialidad ha de estar fuera de toda duda, en cuanto miembros del órgano supremo de Gobierno del Poder Judicial.
Sugerir lo contrario –como hace la Sra. Uría– supone introducir –o confirmar, según se mire– la sospecha de la existencia de bloques ideológicos en el seno de la Institución, con pautas de actuación conjuntas, por encima del parecer individual de sus integrantes, sospecha que, desde luego, poco favorece el prestigio del Consejo.