La cruz
Por el cardenal Lluís Martínez Sistach, arzobispo de Barcelona
Una sentencia reciente del Tribunal de los Derechos Humanos de Estrasburgo se ha manifestado en contra de la presencia de la cruz en las escuelas públicas. Y hace unos días, la Comisión de Educación del Congreso del Estado pidió al Gobierno que se retiren las cruces de los centros escolares.
Estas decisiones no nos convencen ni nos gustan. Somos bien conscientes de que vivimos en un Estado no confesional, un hecho general en la Europa de hoy. Pero la sociedad no es aconfesional; la sociedad es pluralmente religiosa, y el Estado debe respetar la libertad religiosa y no imponer a la sociedad cómo debe ser en una materia tan delicada y tan íntima como las convicciones religiosas y morales. En Europa -también en nuestro país- un porcentaje muy elevado de la población está bautizada cristiana, y lo ha sido con la señal de la cruz.
La cruz tiene un doble sentido: religioso y cultural. Como signo religioso es la raíz del cristianismo; la cruz, que fue siempre un instrumento de tormento y de horror, por la muerte de Jesucristo se ha convertido en un instrumento de perdón y de amor a todos, a los amigos y a los enemigos. La cruz es fuente de vida.
Sin embargo, la cruz tiene un sentido cultural que identifica nuestra cultura y la de muchos pueblos del mundo. Cataluña ha sido siempre un país de marca, ha acogido diversos pueblos, etnias y culturas y ha sido capaz de ofrecer lo mejor que tenía y de acoger todo lo bueno que le ofrecían, incorporándolo a su proyecto de pueblo, porque conocía y valoraba su propia identidad, conformada por contenidos cristianos.
Hoy es urgente conocer y valorar nuestra identidad ante el reto de la globalización y también de la multitud de inmigrantes de otras etnias, culturas y religiones que vienen a Cataluña con una identidad clara. Sólo es posible un diálogo auténtico y enriquecedor con ellos si nosotros también sabemos muy bien quiénes somos. Si perdemos nuestra identidad sólo serán posibles estas dos reacciones que deben evitarse: el rechazo de todo lo que es diferente -xenofobia- o la acogida de todo lo que es diferente perdiendo nuestras raíces y nuestra identidad.
La presencia de la cruz en las aulas de las escuelas es un signo de fraternidad, de amor y de acogida. Estamos en un país que tiene una historia y una cultura más que milenaria en la que, desde siempre, la cruz es uno de sus principales exponentes. Quitar la cruz de las realidades religiosas, culturales y sociales de la convivencia sería un grave despropósito y empobrecería nuestra sociedad, que, a diferencia del Estado, no es laica, sino pluralmente religiosa.
Esta pluralidad y este respeto a las conciencias personales ha originado la doctrina del llamado margen de apreciación, es decir, de cómo armonizar los derechos personales con el respeto a la identidad cultural y social de una sociedad determinada. No parece que el respeto a la libertad individual deba conllevar la solución drástica -que también lesiona muchas otras libertades personales- de suprimir los signos externos de las creencias que configuran la identidad de una sociedad determinada.