12/24/09

Navidad, fiesta de la cercanía de Dios

Ayer el Papa en la Audiencia General

 

Queridos hermanos y hermanas:

Con la Novena de Navidad que estamos celebrando en estos días, la Iglesia nos invita a vivir de modo intenso y profundo la preparación del Nacimiento del Salvador, ya inminente. El deseo, que todos llevamos en el corazón, es que la próxima fiesta de Navidad nos de, en medio de la actividad frenética de nuestros días, serena y profunda alegría para hacernos tocar con la mano la bondad de nuestro Dios e infundirnos nuevos ánimos.

Para comprender mejor el significado de la Navidad del Señor quisiera hacer una breve referencia al origen histórico de esta solemnidad. De hecho, el Año litúrgico de la Iglesia no se desarrolló inicialmente partiendo del nacimiento de Cristo, sino de la fe en la resurrección. Por eso la fiesta más antigua de la cristiandad no es la Navidad, sino la Pascua; la resurrección de Cristo funda la fe cristiana, está en la base del anuncio del Evangelio y hace nacer a la Iglesia. Por tanto ser cristianos significa vivir de forma pascual, implicándonos en el dinamismo originado por el Bautismo que lleva a morir al pecado para vivir con Dios (cfr Rm 6,4).

El primero que afirmó con claridad que Jesús nació el 25 de diciembre fue Hipólito de Roma, en su comentario del Libro del profeta Daniel, escrito hacia el 204. Algún exegeta observa, además, que ese día se celebraba la Dedicación del Templo de Jerusalén, instituido por Judas Macabeo en el 164 antes de Cristo. La coincidencia de fechas vendría entonces a significar que con Jesús, aparecido como luz de Dios en la noche, se realiza verdaderamente la consagración del templo, el Adviento de Dios sobre esta tierra.

En la cristiandad la fiesta de Navidad asumió una forma definida en el siglo IV siglo, cuando esta tomó el sitio de la fiesta romana del "Sol invictus", el sol invencible; se puso así en evidencia que el nacimiento de Cristo es la victoria de la verdadera luz sobre las tinieblas del mal y del pecado. Con todo, la particular e intensa atmósfera espiritual que circunda la Navidad se desarrolló en el Medioevo, gracias a san Francisco de Asís, que estaba profundamente enamorado del hombre Jesús, del Dios-con-nosotros. Su primer biógrafo, Tomás de Celano, en la Vita seconda narra que san Francisco "Por encima de las demás solemnidades, celebraba con inefable premura la Navidad del Niño Jesús, y llamaba fiesta de las fiestas el día en que Dios, hecho un niño pequeño, había mamado de un seno humano" (Fonti Francescane, n. 199, p. 492). De esta particular devoción al misterio de la Encarnación tuvo origen la famosa celebración de la Navidad en Greccio. Esta, probablemente, le fue inspirada a san Francisco por su peregrinación a Tierra Santa y por el pesebre de Santa María la Mayor en Roma. Lo que animaba al Pobrecillo de Asís era el deseo de experimentar de forma concreta, viva y actual la humilde grandeza del acontecimiento del nacimiento del Niño Jesús y de comunicar su alegría a todos.

En la primera biografía, Tomás de Celano habla de la noche del belén de Greccio de una forma viva y conmovedora, ofreciendo una contribución decisiva a la difusión de la tradición navideña más hermosa, la del belén. La noche de Greccio, de hecho, ha devuelto a la cristiandad la intensidad y la belleza de la fiesta de la Navidad, y ha educado al Pueblo de Dios a aprehender su mensaje más auténtico, su calor particular, y a amar y adorar la humanidad de Cristo. Este particular acercamiento a la Navidad ha ofrecido a la fe cristiana una nueva dimensión. La Pascua había concentrado la atención sobre el poder de Dios que vence a la muerte, inaugura una nueva vida y enseña a esperar en el mundo que vendrá. Con san Francisco y su belén se ponían en evidencia el amor inerme de Dios, su humildad y su benignidad, que en la Encarnación del Verbo se manifiesta a los hombres para enseñar una forma nueva de vivir y de amar.

Celano narra que, en esa noche de Navidad, le fue concedida a Francisco la gracia de una visión maravillosa. Vio yacer inmóvil en el pesebre a un niño pequeño, que se despertó el sueño precisamente por la cercanía de Francisco. Y añade: "Esta visión no era contraria a los hechos, pues, por obra de su gracia que actuaba por medio de su santo siervo Francisco, el niño Jesús fue resucitado en el corazón de muchos, que le habían olvidado, y se marcó profundamente en su memoria amorosa" (Vita prima, op. cit., n. 86, p. 307). Este cuadro describe con mucha precisión cómo la fe viva y el amor de Francisco por la humanidad de Cristo se han transmitido a la fiesta cristiana de la Navidad: el descubrimiento de que Dios se revela en los tiernos miembros del Niño Jesús. Gracias a san Francisco, el pueblo cristiano ha podido percibir que en Navidad Dios verdaderamente se ha convertido en el "Enmanuel", el Dios-con-nosotros, del que no nos separa barrera ni lejanía alguna. En ese Niño, Dios se ha hecho tan próximo a cada uno de nosotros, tan cercano, que podemos tratarle de tu y mantener con él una relación confiada de profundo afecto, como lo hacemos con un recién nacido.

En ese Niño, de hecho, se manifiesta el Dios-Amor: Dios viene sin armas, sin la fuerza, porque no pretende conquistar, por así decirlo, desde fuera, sino que quiere más bien ser acogido por el hombre en libertad; Dios se hace Niño inerme para vencer la soberbia, la violencia, el ansia de poseer del hombre. En Jesús Dios asumió esta condición pobre y desarmada para vencer con el amor y conducirnos a nuestra verdadera identidad. No debemos olvidar que el título más grande de Jesucristo es precisamente el de "Hijo", Hijo de Dios; la dignidad divina se indica con un término que prolonga la referencia a la humilde condición del pesebre de Belén, aún correspondiendo de manera única a su divinidad, que es la divinidad del "Hijo".

Su condición de Niño nos indica además cómo podemos encontrar a Dios y gozar de su presencia. Es a la luz de la Navidad como podemos comprender las palabras de Jesús: "Si no os convertís y os hacéis como niños no entraréis en el reino de los cielos" (Mt 18,3). Quien no ha entendido el misterio de la Navidad no ha entendido el elemento decisivo de la existencia cristiana. Quien no acoge a Jesús con corazón de niño, no puede entrar en el reino de los cielos; esto es lo que Francisco quiso recordar a la cristiandad de su tiempo y de todos los tiempos hasta hoy. Oremos al Padre para que conceda a nuestro corazón esa simplicidad que reconoce en el Niño al Señor, precisamente como hizo Francisco en Greccio. Entonces nos podría suceder también a nosotros lo que Tomás de Celano – refiriéndose a la experiencia de los pastores en la Noche Santa (cfr Lc 2,20) – narra a propósito de cuantos estuvieron presentes en el acontecimiento de Greccio: "cada uno volvió a su casa lleno de inefable alegría" (Vita prima, op. cit., n. 86, p. 479).

Este es el augurio que formulo con afecto a todos vosotros, a vuestras familias y a vuestros seres queridos. ¡Feliz Navidad a todos!