“Dios tiene sed de nuestra sed de Él”
Mensaje pontificio al encuentro de Rímini
A su excelencia monseñor Francesco Labiasi, obispo de Rimini:
Excelencia revendísima:
Con alegría tengo el gusto de transmitir el cordial saludo del Santo Padre a su excelencia, a los organizadores y a todos los participantes en el "Meeting por la amistad entre los pueblos" que se celebra en Rímini.
Este año el título de vuestro importante encuentro, "Esa naturaleza que nos empuja a desear cosas grandes es el corazón", nos recuerda que en el fondo de la naturaleza de todo hombre se encuentra la irreprimible inquietud que le empuja a buscar algo que pueda satisfacer su anhelo. Todo hombre intuye que precisamente en la realización de los deseos más profundos de su corazón puede encontrar la posibilidad de realizarse, de encontrar su cumplimiento, de convertirse verdaderamente en sí mismo.
El hombre sabe que no puede responder por sí solo a sus propias necesidades. Por más que crea que es autosuficiente, experimenta que no es suficiente para él mismo. Tiene necesidad de abrirse al otro, a algo o a alguien, que pueda darle lo que le falta. Por decirlo de algún modo, debe salir de sí mismo hacia aquello que pueda colmar la amplitud de su deseo.
Como subraya el título del Meeting, no todo es la meta última del corazón del hombre, sino solamente las "cosas grandes". El hombre se ve tentado con frecuencia por las cosas pequeñas, que ofrecen una satisfacción y un placer "baratos", que satisfacen un momento, tan fáciles de alcanzar como ilusorias en último término. En la narración evangélica de las tentaciones de Jesús (Cf. Mateo 4, 1-4), el diablo insinúa que "el pan", es decir, la satisfacción material, puede llenar al hombre. Esta es una mentira peligrosa, porque contiene solamente una parte de verdad. El hombre, de hecho, vive también de pan, pero no sólo de pan. La respuesta de Jesús revela la falsedad de esta posición: "No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Mateo 4, 4). Sólo Dios basta. Sólo Él sacia el hambre profunda del hombre. Quien ha encontrado a Dios, ha encontrado todo. Las cosas finitas pueden dar destellos de satisfacción o de alegría, pero sólo lo Infinito puede llenar el corazón del hombre: "inquietum est cor nostrum, donec requiescat in te - nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en ti" (san Agustín, "Confesiones", I, 1). En el fondo, el hombre sólo necesita una cosa que todo lo abarca, pero antes debe aprender a reconocer, incluso a través de sus deseos y anhelos superficiales, lo que necesita verdaderamente, es decir, lo que realmente quiere, lo que es capaz de satisfacer la capacidad de su corazón.
Dios vino al mundo para despertar en nosotros la sed de las "cosas grandes". Esto se constata en el pasaje evangélico de inagotable riqueza que narra el encuentro de Jesús con la samaritana (Cf. Juan 4, 5-42) del que san Agustín nos ha dejado un comentario luminoso. La samaritana vivía la insatisfacción existencial de quien todavía no ha encontrado lo que busca: había tenido "cinco maridos" y en ese momento convivía con otro hombre. Esa mujer, como hacia habitualmente, había ido a sacar agua del pozo de Jacob y encontró a Jesús sentado, "cansado del viaje", bajo el calor del mediodía. Después de haberle pedido que le diera de beber, Jesús mismo le ofrece agua, pero no cualquier tipo de agua, sino "agua viva", capaz de aplacar la sed. Y de este modo se abría camino, "poco a poco [...] en su corazón" (san Agustín, Comentario al Evangelio de Juan, XV, 12), sacando a la luz el deseo de algo más profundo que la simple necesidad de satisfacer la sed material. San Agustín comenta: "Quien pedía agua para beber, tenía sed de la fe de esa mujer" (Ibídem XV, 11). Dios tiene sed de nuestra sed de Él. El Espíritu Santo, simbolizado por el "agua viva" de la que hablaba Jesús, es precisamente ese poder vital que aplaca la sed más profunda del hombre y le da la vida total, esa vida que él busca y espera sin conocerla. La samaritana dejó entonces en el suelo la jarra "que ya no le servía, es más, que se había convertido en un peso: ya sólo buscaba saciar la sed con ese agua" (Ibídem XV, 30).
Los discípulos de Emaús también viven ante Jesús esa misma experiencia. Una vez más el Señor hace "arder el corazón" de los dos mientras caminaban "con el rostro triste" (Cf. Lucas 24, 13-35). A pesar de que no habían reconocido a Jesús resucitado durante el camino realizado junto a Él, sentían que el corazón "les ardía en el pecho", que retomaban vida, hasta el punto de que al llegar a casa "insistieron" para que permaneciese con ellos: "Quédate con nosotros, Señor": es la expresión del deseo que palpita en el corazón de todo ser humano.
Este deseo de "cosas grandes" debe transformarse en oración. Los Padres aseguraban que rezar no es más que transformarse en deseo vehemente del Señor. En un bellísimo texto, san Agustín define la oración como expresión del deseo y afirma que Dios responde ensanchando nuestro corazón hacia Él. "Dios [...] suscitando en nosotros el deseo, ensancha nuestro espíritu: y ensanchando nuestro espíritu, hace que sea capaz de acogerlo" (Comentario a la Primera Carta de Juan, IV, 6). Por nuestra parte, tenemos que purificar nuestros deseos y esperanzas para poder acoger la dulzura de Dios. "En esto consiste nuestra vida --sigue diciendo san Agustín--: ejercitar el deseo" (Ibídem). Rezar ante Dios es un camino, una escalera: es un proceso de purificación de nuestros pensamientos, de nuestros deseos. Podemos pedirle todo a Dios. Todo lo que es bueno. La bondad y la potencia de Dios no tienen un límite entre cosas grandes y pequeñas, materiales y espirituales, terrenales y celestiales. En el dialogo con Él, poniendo nuestra vida ante sus ojos, aprendemos a desear las cosas buenas, en definitiva, a Dios mismo. Se dice que en uno de sus momentos de oración, santo Tomás de Aquino escuchó al Señor Crucificado que le decía: "Has escrito bien sobre mí, Tomás, ¿qué deseas?". "Sólo te deseo a ti", respondió el santo doctor. "Sólo te deseo a ti". Aprender a rezar es aprender a desear y, de este modo, aprender a vivir.
Cinco años después del fallecimiento de monseñor Luigi Giussani, el Sumo Pontífice se une espiritualmente a quienes adhieren al movimiento Comunión y Liberación. Como recordó durante la audiencia en la plaza de San Pedro, el 24 de marzo de 2007, "don Giussani se comprometió [...] para despertar en los jóvenes el amor a Cristo, 'Camino, Verdad y Vida', repitiendo que sólo Él es el camino hacia la realización de los deseos más profundos del corazón del hombre".
Al encomendar a los participantes en el Meeting estas reflexiones, deseando que sirvan de ayuda para conocer, encontrar y amar cada vez más al Señor y testimoniar en nuestro tiempo que las "cosas grandes" a las que anhela el corazón humano se encuentran en Dios, Su Santidad Benedicto XVI asegura su oración y con gusto le envía a su excelencia, a los responsables y organizadores, a todos los presentes su bendición apostólica.
Uno de corazón también mi deseo y aprovecho esta ocasión para confirmarle mi aprecio.
Excelencia revendísima:
Con alegría tengo el gusto de transmitir el cordial saludo del Santo Padre a su excelencia, a los organizadores y a todos los participantes en el "Meeting por la amistad entre los pueblos" que se celebra en Rímini.
Este año el título de vuestro importante encuentro, "Esa naturaleza que nos empuja a desear cosas grandes es el corazón", nos recuerda que en el fondo de la naturaleza de todo hombre se encuentra la irreprimible inquietud que le empuja a buscar algo que pueda satisfacer su anhelo. Todo hombre intuye que precisamente en la realización de los deseos más profundos de su corazón puede encontrar la posibilidad de realizarse, de encontrar su cumplimiento, de convertirse verdaderamente en sí mismo.
El hombre sabe que no puede responder por sí solo a sus propias necesidades. Por más que crea que es autosuficiente, experimenta que no es suficiente para él mismo. Tiene necesidad de abrirse al otro, a algo o a alguien, que pueda darle lo que le falta. Por decirlo de algún modo, debe salir de sí mismo hacia aquello que pueda colmar la amplitud de su deseo.
Como subraya el título del Meeting, no todo es la meta última del corazón del hombre, sino solamente las "cosas grandes". El hombre se ve tentado con frecuencia por las cosas pequeñas, que ofrecen una satisfacción y un placer "baratos", que satisfacen un momento, tan fáciles de alcanzar como ilusorias en último término. En la narración evangélica de las tentaciones de Jesús (Cf. Mateo 4, 1-4), el diablo insinúa que "el pan", es decir, la satisfacción material, puede llenar al hombre. Esta es una mentira peligrosa, porque contiene solamente una parte de verdad. El hombre, de hecho, vive también de pan, pero no sólo de pan. La respuesta de Jesús revela la falsedad de esta posición: "No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Mateo 4, 4). Sólo Dios basta. Sólo Él sacia el hambre profunda del hombre. Quien ha encontrado a Dios, ha encontrado todo. Las cosas finitas pueden dar destellos de satisfacción o de alegría, pero sólo lo Infinito puede llenar el corazón del hombre: "inquietum est cor nostrum, donec requiescat in te - nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en ti" (san Agustín, "Confesiones", I, 1). En el fondo, el hombre sólo necesita una cosa que todo lo abarca, pero antes debe aprender a reconocer, incluso a través de sus deseos y anhelos superficiales, lo que necesita verdaderamente, es decir, lo que realmente quiere, lo que es capaz de satisfacer la capacidad de su corazón.
Dios vino al mundo para despertar en nosotros la sed de las "cosas grandes". Esto se constata en el pasaje evangélico de inagotable riqueza que narra el encuentro de Jesús con la samaritana (Cf. Juan 4, 5-42) del que san Agustín nos ha dejado un comentario luminoso. La samaritana vivía la insatisfacción existencial de quien todavía no ha encontrado lo que busca: había tenido "cinco maridos" y en ese momento convivía con otro hombre. Esa mujer, como hacia habitualmente, había ido a sacar agua del pozo de Jacob y encontró a Jesús sentado, "cansado del viaje", bajo el calor del mediodía. Después de haberle pedido que le diera de beber, Jesús mismo le ofrece agua, pero no cualquier tipo de agua, sino "agua viva", capaz de aplacar la sed. Y de este modo se abría camino, "poco a poco [...] en su corazón" (san Agustín, Comentario al Evangelio de Juan, XV, 12), sacando a la luz el deseo de algo más profundo que la simple necesidad de satisfacer la sed material. San Agustín comenta: "Quien pedía agua para beber, tenía sed de la fe de esa mujer" (Ibídem XV, 11). Dios tiene sed de nuestra sed de Él. El Espíritu Santo, simbolizado por el "agua viva" de la que hablaba Jesús, es precisamente ese poder vital que aplaca la sed más profunda del hombre y le da la vida total, esa vida que él busca y espera sin conocerla. La samaritana dejó entonces en el suelo la jarra "que ya no le servía, es más, que se había convertido en un peso: ya sólo buscaba saciar la sed con ese agua" (Ibídem XV, 30).
Los discípulos de Emaús también viven ante Jesús esa misma experiencia. Una vez más el Señor hace "arder el corazón" de los dos mientras caminaban "con el rostro triste" (Cf. Lucas 24, 13-35). A pesar de que no habían reconocido a Jesús resucitado durante el camino realizado junto a Él, sentían que el corazón "les ardía en el pecho", que retomaban vida, hasta el punto de que al llegar a casa "insistieron" para que permaneciese con ellos: "Quédate con nosotros, Señor": es la expresión del deseo que palpita en el corazón de todo ser humano.
Este deseo de "cosas grandes" debe transformarse en oración. Los Padres aseguraban que rezar no es más que transformarse en deseo vehemente del Señor. En un bellísimo texto, san Agustín define la oración como expresión del deseo y afirma que Dios responde ensanchando nuestro corazón hacia Él. "Dios [...] suscitando en nosotros el deseo, ensancha nuestro espíritu: y ensanchando nuestro espíritu, hace que sea capaz de acogerlo" (Comentario a la Primera Carta de Juan, IV, 6). Por nuestra parte, tenemos que purificar nuestros deseos y esperanzas para poder acoger la dulzura de Dios. "En esto consiste nuestra vida --sigue diciendo san Agustín--: ejercitar el deseo" (Ibídem). Rezar ante Dios es un camino, una escalera: es un proceso de purificación de nuestros pensamientos, de nuestros deseos. Podemos pedirle todo a Dios. Todo lo que es bueno. La bondad y la potencia de Dios no tienen un límite entre cosas grandes y pequeñas, materiales y espirituales, terrenales y celestiales. En el dialogo con Él, poniendo nuestra vida ante sus ojos, aprendemos a desear las cosas buenas, en definitiva, a Dios mismo. Se dice que en uno de sus momentos de oración, santo Tomás de Aquino escuchó al Señor Crucificado que le decía: "Has escrito bien sobre mí, Tomás, ¿qué deseas?". "Sólo te deseo a ti", respondió el santo doctor. "Sólo te deseo a ti". Aprender a rezar es aprender a desear y, de este modo, aprender a vivir.
Cinco años después del fallecimiento de monseñor Luigi Giussani, el Sumo Pontífice se une espiritualmente a quienes adhieren al movimiento Comunión y Liberación. Como recordó durante la audiencia en la plaza de San Pedro, el 24 de marzo de 2007, "don Giussani se comprometió [...] para despertar en los jóvenes el amor a Cristo, 'Camino, Verdad y Vida', repitiendo que sólo Él es el camino hacia la realización de los deseos más profundos del corazón del hombre".
Al encomendar a los participantes en el Meeting estas reflexiones, deseando que sirvan de ayuda para conocer, encontrar y amar cada vez más al Señor y testimoniar en nuestro tiempo que las "cosas grandes" a las que anhela el corazón humano se encuentran en Dios, Su Santidad Benedicto XVI asegura su oración y con gusto le envía a su excelencia, a los responsables y organizadores, a todos los presentes su bendición apostólica.
Uno de corazón también mi deseo y aprovecho esta ocasión para confirmarle mi aprecio.
Afectísimo en el Señor, Cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado.