8/10/10

La Iglesia y el culto mariano

Juan Pablo II


Audiencias generales:
 
1 -María, miembro eminente de la Iglesia - 30-VII-1997

1. El papel excepcional que María desempeña en la obra de la salvación nos invita a profundizar en la relación que existe entre Ella y la Iglesia. Según algunos, María no puede considerarse miembro de la Iglesia, pues los privilegios que se le concedieron: la inmaculada con-cepción, la maternidad divina y la singular cooperación en la obra de la salvación, la sitúan en una condición de superioridad con respecto a la comunidad de los creyen-tes. Sin embargo, el concilio Vaticano II no duda en presentar a María como miembro de la Iglesia, aunque precisa que ella lo es de modo «muy eminente y de modo singular» (LG, 53): María es figura, modelo y madre de la Iglesia. A pesar de ser diversa de todos los demás fieles, por los dones excepcionales que recibió del Señor, la Virgen pertenece a la Iglesia y es miembro suyo con pleno título.
2. La doctrina conciliar halla un fundamento significativo en la Sagrada Escritura. Los hechos de los Apóstoles refieren que María está presente desde el inicio en la comunidad primitiva (cfr Act 1,14), mientras comparte con los discípulos y algunas mujeres creyentes la espera, en oración, del Espíritu Santo, que vendrá sobre ellos. Después de Pentecostés, la Virgen sigue viviendo en comunión fraterna en medio de la comuni-dad y participa en las oraciones, en la escucha de la enseñanza de los Apóstoles y en la «fracción de pan», es decir, en la celebración eucarística (cfr Act 2,42). Ella, que vivió en estrecha unión con Jesús en la casa de Nazaret, vive ahora en la Iglesia en íntima comunión con su Hijo, presente en la Eucaristía.
3. María, Madre del Hijo unigénito de Dios, es Madre de la comunidad que constituye el Cuerpo místico de Cristo y la acompaña en sus primeros pasos. Ella, al aceptar esa misión, se compromete a animar la vida eclesial con su presencia materna y ejemplar. Esa so-lidaridad deriva de su pertenencia a la comunidad de los rescatados. En efecto, a diferencia de su Hijo, ella tuvo necesidad de ser redimida, pues «se encuentra unida, en la descendencia de Adán, a todos los hombres que nece-sitan ser salvados» (LG, 53). El privilegio de la inmacu-lada concepción la preservó de la mancha del pecado, por un influjo salvífico especial del Redentor. María, «miembro muy eminente y del todo singular» de la Igle-sia, utiliza los dones que Dios le concedió para realizar una solidaridad más completa con los hermanos de su Hijo, ya convertidos también ellos en sus hijos.
4. Como miembro de la Iglesia, María pone al servicio de los hermanos su santidad personal, fruto de la gracia de Dios y de su fiel colaboración. La Inma-culada constituye para todos los cristianos un fuerte apoyo en la lucha contra el pecado y un impulso perenne a vivir como redimidos por Cristo, santificados por el Espíritu e hijos del Padre. «María, la madre de Jesús» (Act 1,14), insertada en la comunidad primitiva, es res-petada y venerada por todos. Cada uno comprende la preeminencia de la mujer que engendró al Hijo de Dios, el único y universal Salvador. Además, el carácter vir-ginal de su maternidad le permite testimoniar la extra-ordinaria aportación que da al bien de la Iglesia quien renunciando a la fecundidad humana por docilidad al Es-píritu Santo, se consagra totalmente al servicio del reino de Dios.
María, llamada a colaborar de modo íntimo en el sacrificio de su Hijo y en el don de la vida divina a la humanidad, prosigue su obra materna después de Pente-costés. El misterio de amor que se encierra en la cruz inspira su celo apostólico y la compromete, como miem-bro de la Iglesia, en la difusión de la buena nueva. Las palabras de Cristo crucificado en el Gólgota: «Mujer, he ahí a tu Hijo» (Ioh 19,26), con las que se le reconoce su función de madre universal de los creyentes, abrieron horizontes nuevos e ilimitados a su maternidad. El don del Espíritu Santo, que recibió en Pentecostés para el ejercicio de esa misión, la impulsa a ofrecer la ayuda de su corazón materno a todos los que están en camino hacia el pleno cumplimiento del reino de Dios.
5. María, miembro mu eminente de la Iglesia, vive una relación única con las personas divinas de la santísima Trinidad: con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. El Concilio, al llamarla «Madre del Hijo de Dios y, por tanto, (...) hija predilecta del Padre y templo del Espíritu Santo» (LG, 53), recuerda el efecto primario de la predilección del Padre, que es la divina maternidad. Consciente del don recibido, María com-parte con los creyentes las actitudes de filial obediencia y profunda gratitud, impulsando a cada uno a reconocer los signos de la benevolencia divina en su propia vida. El Concilio usa la expresión «templo» (sacrarium) del Es-píritu Santo, Así quiere subrayar el vínculo de presencia, de amor y de colaboración que existe entre la Virgen y el Espíritu Santo. La Virgen, a la que ya san Francisco de Asís invocaba como «esposa del Espíritu Santo» (cfr Antífona de Santa María Virgen, en Fuentes francisca-nas, 281), estimula con su ejemplo a los demás miem-bros de la Iglesia a encomendarse generosamente a la acción misteriosa del Paráclito y a vivir en perenne co-munión de amor con él.

2. -María, tipo y modelo de la Iglesia - 6-VIII-1997

1. La constitución dogmática Lumen gentium del concilio Vaticano II, después de haber presentado a María como «miembro muy eminente y del todo singular de la Iglesia», la declara «prototipo y modelo destacadí-simo en la fe y en el amor» (LG, 53). Los padres conci-liares atribuyen a María la función de «tipo», es decir, de figura «de la Iglesia», tomando el término de san Ambro-sio, quien, en el comentario a la Anunciación, se expresa así: «Sí, ella [María] es novia, pero virgen, porque es tipo de la Iglesia, que es inmaculada, pero es esposa: permaneciendo virgen nos concibió por el Espíritu, permaneciendo virgen nos dio a luz sin dolor» (In Ev. sec. Luc., II,7: CCL 14,33, 102-106). Por tanto, María es figura de la Iglesia por su santidad inmaculada, su virginidad, su «esponsalidad» y su maternidad.
San Pablo usa el vocablo «tipo» para indicar la figura sensible de una realidad espiritual. En efecto, en el paso del pueblo de Israel a través del Mar Rojo vislumbra un «tipo» o imagen del bautismo cristiano; y en el maná y en el agua que brota de la roca, un «tipo» o imagen del alimento y de la bebida eucarística (cfr 1 Cor 10,1-11). El Concilio, al referirse a María como tipo de la Iglesia, nos invita a reconocer en ella la figura visible de la realidad espiritual de la Iglesia y, en su maternidad incontaminada, el anuncio de la maternidad virginal de la Iglesia.
2. Además, es necesario precisar que a diferencia de las imágenes o de los tipos del Antiguo Testamento, que son sólo prefiguraciones de realidades futuras, en María la realidad espiritual significada ya está presente, y de modo eminente. El paso a través del mar Rojo, que refiere el libro del Éxodo, es un aconteci-miento salvífico de liberación, pero no era ciertamente un bautismo capaz de perdonar los pecados y de dar la vida nueva. De igual modo, el maná, don precioso de Yahveh a su pueblo peregrino en el desierto, no contenía nada de la realidad futura de la Eucaristía, Cuerpo del Señor, y tampoco el agua que brotaba de la roca tenia ya en sí la sangre de Cristo, derramada por la multitud. El Éxodo es la gran hazaña realizada por Yahveh en favor de su pueblo, pero no constituye la redención espiritual y definitiva que llevará a cabo Cristo en el misterio pascual.
Por lo demás, refiriéndose al culto judío, san Pablo recuerda: «Todo esto es sombra de lo venidero; pero la realidad es el cuerpo de Cristo» (Col 2,17). Lo mismo afirma la carta a los Hebreos, que, desarrollando sistemáticamente esta interpretación, presenta el culto de la antigua alianza como «sombra y figura de realidades celestiales» (Heb 8,5).
3. Así pues, cuando el Concilio afirma que María es figura de la Iglesia, no quiere equipararla a las figuras o tipos del Antiguo Testamento, lo que desea es afirmar que en ella se cumple de modo pleno la realidad espiritual anunciada y representada. En efecto, la Virgen es figura de la Iglesia, no en cuanto prefiguración imper-fecta, sino como plenitud espiritual, que se manifestará de múltiples maneras en la vida de la Iglesia. La parti-cular relación que existe aquí entre imagen y realidad representada encuentra su fundamento en el designio divino, que establece un estrecho vinculo entre María y la Iglesia. El plan de salvación que establece que las pre-figuraciones del Antiguo Testamento se hagan realidad en la Nueva Alianza, determina también que María viva de modo perfecto lo que se realizará sucesivamente en la Iglesia. Por tanto, la perfección que Dios confirió a Ma-ría adquiere su significado más auténtico, si se la con-sidera como preludio de la vida divina en la Iglesia.
4. Tras haber afirmado que María es «tipo de la Iglesia», el Concilio añade que es «modelo destacadí-simo» de ella, y ejemplo de perfección que hay que seguir e imitar. María es, en efecto, un «modelo destaca-dísimo», puesto que su perfección supera la de todos los demás miembros de la Iglesia. El Concilio añade, de manera significativa, que ella realiza esa función «en la fe y en el amor». Sin olvidar que Cristo es el primer modelo, el Concilio sugiere de ese modo que existen disposiciones interiores propias del modelo realizado en María, que ayudan al cristiano a entablar una relación auténtica con Cristo. En efecto, contemplando a María, el creyente aprende a vivir en una comunión más pro-funda con Cristo, a adherirse a él con fe viva y a poner en él su confianza y su esperanza, amándolo con la totalidad de su ser.
La funciones de «tipo y modelo de la Iglesia» hacen referencia, en particular, a la maternidad virginal de María y ponen de relieve el lugar peculiar que ocupa en la obra de la salvación. Esta estructura fundamental del ser de María se refleja en la maternidad y en la virginidad de la Iglesia.
3.- La Virgen María, modelo de la maternidad de la Iglesia - 3-VIII-1997

1. En la maternidad divina es precisamente donde el Concilio descubre el fundamento de la relación particular que une a María con la Iglesia. La constitución dogmática Lumen gentium afirma que «la santísima Virgen por el don y la función de ser Madre de Dios, por la que está unida al Hijo Redentor, y por sus singulares gracias y funciones, está también íntimamente unida a la Iglesia» (n. 63). Ese mismo argumento utiliza la citada constitución dogmática para ilustrar las prerrogativas de «tipo» y «modelo», que la Virgen ejerce con respecto al Cuerpo místico de Cristo: «Ciertamente, en el misterio de la Iglesia que también es llamada con razón madre y virgen, la santísima Virgen María fue por delante mos-trando de forma eminente y singular el modelo de virgen y madre» (Ibid).
El Concilio define la maternidad de María «eminente y singular», dado que constituye un hecho úni-co e irrepetible: en efecto, María, antes de ejercer su función materna con respecto a los hombres, es la Madre del unigénito Hijo de Dios hecho hombre. En cambio, la Iglesia es madre en cuanto que engendra espiritualmente a Cristo en los fieles y, por consiguiente, ejerce su ma-ternidad con respecto a los miembros del Cuerpo mís-tico. Así, la Virgen constituye para la Iglesia un modelo superior, precisamente por su prerrogativa de Madre de Dios.
2. La constitución Lumen gentium, al profun-dizar en la maternidad de María, recuerda que se realizó también con disposiciones eminentes del alma: «Por su fe y su obediencia engendró en la tierra al Hijo mismo del Padre, ciertamente sin conocer varón, cubierta con la sombra del Espíritu Santo, como nueva Eva, prestando fe no adulterada por ninguna duda al mensaje de Dios, y no a la antigua serpiente» (n. 63).
Estas palabras ponen claramente de relieve que la fe y la obediencia de María en la Anunciación cons-tituyen para la Iglesia virtudes que se han de imitar y, en cierto sentido, dan inicio a su itinerario maternal en el servicio a los hombres llamados a la salvación. La mater-nidad divina no puede aislarse de la dimensión universal, atribuida a María por el plan salvífico de Dios, que el Concilio no duda en reconocer: «Dio a luz al Hijo, al que Dios constituyó el mayor de muchos hermanos (cfr Rom 8,29), es decir, de los creyentes, a cuyo nacimiento y educación colabora con amor de madre» (LG, 63).
3. La Iglesia se convierte en madre, tomando como modelo a María. A este respecto, el Concilio afir-ma: «Contemplando su misteriosa santidad, imitando su amor y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, también la Iglesia se convierte en madre por la palabra de Dios acogida con fe, ya que, por la predicación y el bautismo, engendra para una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios» (LG, 64). Analizando esta descripción de la obra mater-na de la iglesia, podemos observar que el nacimiento del cristiano queda unido aquí, en cierto modo, al nacimiento de Jesús, como un reflejo del mismo: los cristianos son «concebidos por el Espíritu Santo» y así su generación, fruto de la predicación y del bautismo, se asemeja a la del Salvador.
Además, la Iglesia, contemplando a María, imi-ta su amor, su fiel acogida de la Palabra de Dios y su docilidad al cumplir la voluntad del Padre. Siguiendo el ejemplo de la Virgen, realiza una fecunda maternidad espiritual.
4. Ahora bien, la maternidad de la Iglesia no hace superflua a la de María que, al seguir ejerciendo su influjo sobre la vida de los cristianos, contribuye a dar a la Iglesia un rostro materno. A la luz de María, la ma-ternidad de la comunidad eclesial, que podría parecer algo general, está llamada a manifestarse de modo más concreto y personal hacia cada uno de los redimidos por Cristo. Por ser Madre de todos los creyentes, María suscita en ellos relaciones de auténtica fraternidad espi-ritual y de diálogo incesante.
La experiencia diaria de fe, en toda época y en todo lugar, pone de relieve la necesidad que muchos sienten de poner en manos de María las necesidades de la vida de cada día y abren confiados su corazón para solicitar su intercesión maternal y obtener su tranqui-lizadora protección. Las oraciones dirigidas a María por los hombres de todos los tiempos, las numerosas formas y manifestaciones del culto mariano, las peregrinaciones a los santuarios y a los lugares que recuerdan las hazañas realizadas por Dios Padre mediante la Madre de su Hijo, demuestran el extraordinario influjo que ejerce María sobre la vida de la Iglesia. El amor del pueblo de Dios a la Virgen percibe la exigencia de entablar relaciones personales con la Madre celestial. Al mismo tiempo, la maternidad espiritual de María sostiene e incrementa el ejercicio concreto de la maternidad de la Iglesia.
5. Las dos madres, la Iglesia y María, son esen-ciales para la vida cristiana. Se podría decir que una e-jerce una maternidad más objetiva, y la otra más interior. La Iglesia actúa como madre en la predicación de la palabra de Dios, en la administración de los sacramen-tos, y en particular en el bautismo, en la celebración de la Eucaristía y en el perdón de los pecados. La mater-nidad de María se expresa en todos los campos de la difusión de la gracia, particularmente en el marco de las relaciones personales. Se trata de dos maternidades inse-parables, pues ambas llevan a reconocer el mismo amor divino que desea comunicarse a los hombres.
4.- María, modelo de la virginidad de la Iglesia -20-VIII-1997

1. La Iglesia es madre y virgen. El Concilio, después de afirmar que es madre, siguiendo el modelo de María, le atribuye el título de virgen y explica su sig-nificado: «También ella es virgen que guarda íntegra y pura la fidelidad prometida al Esposo, e imitando a la Madre de su Señor, con la fuerza del Espíritu Santo, con-serva virginalmente la fe íntegra, la esperanza firme y la caridad sincera» (LG, 64).
Así pues, María es también modelo de la virginidad de la Iglesia. A este respecto, conviene preci-sar que la virginidad no pertenece a la Iglesia en sentido estricto, dado que no constituye el estado de vida de la gran mayoría de los fieles. En efecto, en virtud del providencial plan divino, el camino del matrimonio es la condición más general y, podríamos decir, la mas común de los que han sido llamados a la fe. El don de la virgi-nidad está reservado a un número limitado de fieles, lla-mados a una misión particular dentro de la comunidad eclesial. Con todo, el Concilio, refiriendo la doctrina de san Agustín, sostiene que la Iglesia es virgen en sentido espiritual de integridad en la fe, en la esperanza y en la caridad. Por ello, la Iglesia no es virgen en el cuerpo de todos sus miembros, pero posee la virginidad del espíritu («virginitas mentis»), es decir, «la fe íntegra, la esperanza firme y la caridad sincera» (In Ioannem Tractatus, 13,12: PL 35,1.499).
2. La constitución Lumen gentium recuerda, a continuación, que la virginidad de María, modelo de la de la Iglesia, incluye también la dimensión física, por la que concibió virginalmente a Jesús por obra del Espíritu Santo, sin intervención del hombre. María es virgen en el cuerpo y virgen en el corazón, como lo manifiesta su intención de vivir en profunda intimidad con el Señor, expresada firmemente en el momento de la Anunciación. Por tanto, la que es invocada como «Virgen entre las vírgenes», constituye sin duda para todos un altísimo ejemplo de pureza y de entrega total al Señor. Pero, de modo especial, se inspiran en ella las vírgenes cristianas y los que se dedican de modo radical y exclusivo al Señor en las diversas formas de vida consagrada. Así, después de desempeñar un papel importante en la obra de la salvación, la virginidad de María sigue influyendo benéficamente en la vida de la Iglesia.
3. No conviene olvidar que el primer ejemplar, y el más excelso, de toda vida casta es ciertamente Cristo. Sin embargo, María constituye el modelo especial de la castidad vivida por amor a Jesús Señor. Ella es-timula a todos los cristianos a vivir con especial esmero la castidad según su propio estado y a encomendarse al Señor en las diferentes circunstancias de la vida. María, que es por excelencia santuario del Espíritu Santo, ayuda a los creyentes a redescubrir su propio cuerpo como templo de Dios (cfr 1 Cor 6,19) y a respetar su nobleza y santidad. A la Virgen dirigen su mirada los jóvenes que buscan un amor auténtico e invocan su ayuda materna para perseverar en la pureza.
María recuerda a los esposos los valores funda-mentales del matrimonio, ayudándoles a superar la ten-tación del desaliento y a dominar las pasiones que pretenden subyugar su corazón. Su entrega total a Dios constituye para ellos un fuerte estímulo a vivir en fide-lidad recíproca, para no ceder nunca ante las dificultades que ponen en peligro la comunión conyugal.
4. El Concilio exhorta a los fieles a contemplar a María, para que imiten su fe «virginalmente íntegra», su esperanza y su caridad. Conservar la integridad de la fe representa una tarea ardua para la Iglesia, llamada a una vigilancia constante, incluso a costa de sacrificios y lu-chas. En efecto, la fe de la Iglesia no sólo se ve amenaza-da por los que rechazan el mensaje del Evangelio, sino sobre todo por los que, acogiendo sólo una parte de la verdad revelada, se niegan a compartir plenamente todo el patrimonio de fe de la Esposa de Cristo.
Por desgracia, esa tentación, que se encuentra ya desde los orígenes de la Iglesia, sigue presente en su vida, y la impulsa a aceptar sólo en parte la Revelación o a dar a la palabra de Dios una interpretación restringida y personal, de acuerdo con la mentalidad do-minante y los deseos individuales. María, que aceptó ple-namente la palabra del Señor constituye para la Iglesia un modelo insuperable de fe «virginalmente íntegra», que acoge con docilidad y perseverancia toda la verdad revelada. Y, con su constante intercesión, obtiene a la Iglesia la luz de la esperanza y el fuego de la caridad, virtudes de las que ella, en su vida terrena, fue para todos ejemplo inigualable.
5.- La Virgen María, modelo de la santidad de la Iglesia -3-IX-1997

1. En la carta a los Efesios san Pablo explica la relación esponsal que existe entre Cristo y la Iglesia con las siguientes palabras: «Cristo amó a la Iglesia y se en-tregó a sí mismo por ella, para santifìcarla purificándola mediante el baño del agua en virtud de la palabra, y pre-sentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada» (Eph 5,25-27).
El concilio Vaticano II recoge las afirmaciones del Apóstol y recuerda que «la Iglesia en la santísima Virgen llegó ya a la perfección», mientras que «los cre-yentes se esfuerzan todavía en vencer el pecado para crecer en santidad» (LG, 65). Así se subraya la diferencia que existe entre los creyentes y María a pesar de que tanto ella como ellos pertenecen a la Iglesia santa, que Cristo hizo «sin mancha ni arruga». En efecto, mientras los creyentes reciben la santidad por medio del bautismo, María fue preservada de toda mancha de pecado original y redimida anticipadamente por Cristo. Además, los creyentes, a pesar de estar libres «de la ley del pecado» (Rom 8,2), pueden aún caer en la tentación, y la fra-gilidad humana se sigue manifestando en su vida. «Todos caemos muchas veces», afirma la Carta de Santiago (Iac 3,2). Por esto, el concilio de Trento enseña: «Nadie pue-de en su vida entera evitar todos los pecados, aún los ve-niales» (DS 1573). Con todo, la Virgen inmaculada, por privilegio divino, como recuerda el mismo Concilio, constituye una excepción a esa regla (cfr Ibid).
2. A pesar de los pecados de sus miembros, la Iglesia es, ante todo, la comunidad de los que están lla-mados a la santidad y se esfuerzan cada día por alcan-zarla. En este arduo camino hacia la perfección, se sienten estimulados por la Virgen, que es «modelo de todas las virtudes». El Concilio afirma que «la Iglesia, meditando sobre ella con amor y contemplándola a la luz del Verbo hecho hombre, llena de veneración, penetra más íntimamente en el misterio supremo de la Encar-nación y se identifica cada vez más con su Esposo» (LG, 65). Así pues, la Iglesia contempla a María. No sólo se fija en el don maravilloso de su plenitud de gracia, sino que también se esfuerza por imitar la perfección que en ella es fruto de la plena adhesión al mandato de Cristo: «Sed, pues, perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5,48). María es la toda santa. Representa para la comunidad de los creyentes el modelo de la san-tidad auténtica que se realiza en la unión con Cristo. La vida terrena de la Madre de Dios se caracteriza por una perfecta sintonía con la persona de su Hijo y por una entrega total a la obra redentora que Él realizó.
La Iglesia reflexionando en la intimidad mater-na que se estableció en el silencio de la vida de Nazaret y se perfeccionó en la hora del sacrificio, se esfuerza por imitarla en su camino diario. De este modo, se conforma cada vez más a su Esposo. Unida, como María, a la cruz del Redentor, la Iglesia, a través de las dificultades, las contradicciones y las persecuciones que renuevan en su vida el misterio de la pasión de su Señor, busca constan-temente la plena configuración con él.
3. La Iglesia vive de fe, reconociendo en «la que ha creído que se cumplían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor» (Lc 1,45) la expresión primera y perfecta de su fe. En este itinerario de confiado abandono en el Señor, la Virgen precede a los discípulos, acep-tando la Palabra divina en un continuo «crescendo», que abarca todas las etapas de su vida y se extiende también a la misión de la Iglesia. Su ejemplo anima al pueblo de Díos a practicar su fe, y a profundizar y desarrollar su contenido, conservando y meditando en su corazón los acontecimientos de la salvación. María se convierte, asimismo, en modelo de esperanza para la Iglesia. Al escuchar el mensaje del ángel, la Virgen orienta prime-ramente su esperanza hacia el Reino sin fin, que Jesús fue enviado a establecer. La Virgen permanece firme al pie de la cruz de su Hijo a la espera de la realización de la promesa divina. Después de Pentecostés, la Madre de Jesús sostiene la esperanza de la Iglesia, amenazada por las persecuciones. Ella es, por consiguiente, para la comunidad de los creyentes y para cada uno de los cristianos la Madre de la esperanza, que estimula y guía a sus hijos a la espera del Reino sosteniéndolos en las pruebas diarias y en medio de las vicisitudes, algunas trágicas, de la historia.
En María, por último, la Iglesia reconoce el modelo de su caridad. Contemplando la situación de la primera comunidad cristiana, descubrimos que la una-nimidad de los corazones, que se manifestó en la espera de Pentecostés, está asociada a la presencia de la Virgen santísima (cfr Act 1,14). Precisamente gracias a la cari-dad irradiante de María es posible conservar en todo tiempo dentro de la Iglesia la concordia y el amor frater-no.
4. El Concilio subraya expresamente el papel ejemplar que desempeña María con respecto a la Iglesia en su misión apostólica, con las siguientes palabras: «En su acción apostólica, la Iglesia con razón mira hacia aquella que engendró a Cristo, concebido del Espíritu Santo y nacido de la Virgen, para que por medio de la Iglesia nazca y crezca también en el corazón de los creyentes. La Virgen fue en su vida ejemplo de aquel amor de madre que debe animar a todos los que cola-boran en la misión apostólica de la Iglesia para engen-drar a los hombres a una vida nueva» (LG, 65).
Después de cooperar en la obra de la salvación con su maternidad, con su asociación al sacrificio de Cristo y con su ayuda materna a la Iglesia que nacía, María sigue sosteniendo a la comunidad cristiana y a todos los creyentes en su generoso compromiso de anunciar el Evangelio.
6.- La Virgen, modelo de la Iglesia en el culto divino -10-IX-1997

1. En la exhortación apostólica Marialis cultus el siervo de Dios Pablo VI, de venerada memoria, pre-senta a la Virgen como modelo de la Iglesia en el ejer-cicio del culto. Esta afirmación constituye casi un coro-lario de la verdad que indica en María el paradigma del pueblo de Dios en el camino de la santidad: «La ejem-plaridad de la santísima Virgen en este campo dimana del hecho que ella es reconocida como modelo extra-ordinario de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo, esto es, de aquella disposición interior con que la Iglesia, Es posa ama-dísima, estrechamente asociada a su Señor, lo invoca y por su medio rinde culto al Padre eterno» (n.16).
2. Aquella que en la Anunciación manifestó total disponibilidad al proyecto divino, representa para todos los creyentes un modelo sublime de escucha y de docilidad a la palabra de Dios. Respondiendo al ángel: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38), y declarán-dose dispuesta a cumplir de modo perfecto la voluntad del Señor, María entra con razón en la bienaventuranza proclamada por Jesús: «Dichosos (...) los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11, 28).
Con esa actitud, que abarca toda su existencia, la Virgen indica el camino maestro de la escucha de la palabra del Señor, momento esencial del culto, que ca-racteriza a la liturgia cristiana. Su ejemplo permite com-prender que el culto no consiste ante todo en expresar los pensamientos y los sentimientos del hombre, sino en ponerse a la escucha de la palabra divina para conocerla, asimilarla y hacerla operativa en la vida diaria.
3. Toda celebración litúrgica es memorial del misterio de Cristo en su acción salvífica por toda la humanidad, y quiere promover la participación personal de los fieles en el misterio pascual expresado nueva-mente y actualizado en los gestos y en las palabras del rito. María fue testigo de los acontecimientos de la sal-vación en su desarrollo histórico, culminado en la muerte y resurrección del Redentor, y guardó «todas estas cosas, y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19).
Ella no se limitaba a estar presente en cada uno de los acontecimientos, trataba de captar su significado profundo, adhiriéndose con toda su alma a cuanto se cumplía misteriosamente en ellos. Por tanto, María se presenta como modelo supremo de participación perso-nal en los misterios divinos. Guía a la Iglesia en la me-ditación del misterio celebrado y en la participación en el acontecimiento de salvación, promoviendo en los fie-les el deseo de una íntima comunión personal con Cristo, para cooperar con la entrega de la propia vida a la sal-vación universal.
4. María constituye, además, el modelo de la oración de la Iglesia. Con toda probabilidad, María es-taba recogida en oración cuando el ángel Gabriel entró en su casa de Nazaret y la saludó. Este ambiente de ora-ción sostuvo ciertamente a la Virgen en su respuesta al ángel y en su generosa adhesión al misterio de la Encar-nación. En la escena de la Anunciación, los artistas han representado casi siempre a María en actitud orante. Recordemos, entre todos, al Beato Angélico. De aquí proviene, para la Iglesia y para todo creyente, la indi-cación de la atmósfera que debe reinar en la celebración del culto. Podemos añadir asimismo que María repre-senta para el pueblo de Dios el paradigma de toda ex-presión de su vida de oración. En particular, enseña a los cristianos cómo dirigirse a Dios para invocar su ayuda y su apoyo en las varias situaciones de la vida.
Su intercesión materna en la bodas de Caná y su presencia en el Cenáculo junto a los Apóstoles en oración, en espera de Pentecostés, sugieren que la ora-ción de petición es una forma esencial de cooperación en el desarrollo de la obra salvífica en el mundo. Siguiendo su modelo, la Iglesia aprende a ser audaz al pedir, a per-severar en su intercesión y, sobre todo, a implorar el don del Espíritu Santo (cfr Lc 11,13).
5. La Virgen constituye también para la Iglesia el modelo de la participación generosa en el sacrificio. En la presentación de Jesús en el Templo y, sobre todo, al pie de la Cruz, María realiza la entrega de sí, que la asocia como Madre al sufrimiento y a las pruebas de su Hijo. Así, tanto en la vida diaria como en la celebración eucarística, La «Virgen oferente» (Marialis cultus, 20) anima a los cristianos a «ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo» (1 Pet 2,5).

7.- María, Madre de la Iglesia -17-IX-1997

1. El concilio Vaticano II, después de haber proclamado a María «miembro muy eminente», «proto-tipo» y «modelo» de la Iglesia, afirma: «La Iglesia católica, instruida por el Espíritu Santo, la honra como a madre amantísima con sentimientos de piedad filial» (LG, 53). A decir verdad, el texto conciliar no atribuye explícitamente a la Virgen el título de «Madre de la Igle-sia», pero enuncia de modo irrefutable su contenido, retomando una declaración que hizo, hace más de dos siglos, en el año 1748, el Papa Benedicto XIV (Bulla-rium romanum, serie 2, t. 2, n. 61, p. 428).
En dicho documento, mi venerado predecesor, describiendo los sentimientos filiales de la Iglesia que reconoce en María a su madre amantísima, la proclama, de modo indirecto, Madre de la Iglesia.
2. El uso de dicho apelativo en el pasado ha sido más bien raro, pero recientemente se ha hecho más común en las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia y en la piedad del pueblo cristiano. Los fieles han invocado a María ante todo con los títulos de «Madre de Dios», «Madre de los fieles» o «Madre nuestra», para subrayar su relación personal con cada uno de sus hijos.
Posteriormente, gracias a la mayor atención dedicada al misterio de la Iglesia y a las relaciones de María con ella, se ha comenzado a invocar más frecuen-temente a la Virgen como «Madre de la Iglesia».
La expresión está presente, antes del concilio Vaticano II, en el magisterio del Papa León XIII, donde se afirma que María ha sido «con toda verdad madre de la Iglesia» (Acta Leonis XIII,15, 302). Sucesivamente, el apelativo ha sido utilizado varias veces en las ense-ñanzas de Juan XXIII y de Pablo VI.
3. El título de «Madre de la Iglesia», aunque se ha atribuido tarde a María, expresa la relación materna de la Virgen con la Iglesia, tal como la ilustran ya algunos textos del Nuevo Testamento. María, ya desde la Anunciación, está llamada a dar su consentimiento a la venida del reino mesiánico, que se cumplirá con la for-mación de la Iglesia. María en Caná, al solicitar a su Hijo el ejercicio del poder mesiánico, da una contribución fundamental al arraigo de la fe en la primera comunidad de los discípulos y coopera a la instauración del reino de Dios, que tiene su «germen» e «inicio» en la Iglesia (cfr LG, 5).
En el Calvario María, uniéndose al sacrificio de su Hijo, ofrece a la obra de la salvación su contribución materna, que asume la forma de un parto doloroso, el parto de la nueva humanidad. Al dirigirse a María con las palabras «Mujer, ahí tienes a tu hijo», el Crucificado proclama su maternidad no sólo con respecto al apóstol Juan, sino también con respecto a todo discípulo. El mismo Evangelista, afirmando que Jesús debía morir «para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Ioh 11,52), indica en el nacimiento de la Iglesia el fruto del sacrificio redentor al que María está maternalmente asociada.
El evangelista san Lucas habla de la presencia de la Madre de Jesús en el seno de la primera comunidad de Jerusalén (cfr Act 1,14). Subraya, así, la función materna de María con respecto a la Iglesia naciente, en analogía con la que tuvo en el nacimiento del Redentor. Así la dimensión materna se convierte en elemento fundamental de la relación de María con respecto al nuevo pueblo de los redimidos.
4. Siguiendo la Sagrada Escritura, la doctrina patrística reconoce la maternidad de María respecto a la obra de Cristo y, por tanto, de la Iglesia, si bien en términos no siempre explícitos. Según san Ireneo, María «se ha convertido en causa de salvación para todo el género humano» (Adv. haer., III, 22, 4: PG 7, 959) y el seno puro de la Virgen «vuelve a engendrar a los hom-bres en Dios» (Adv. haer., IV, 33,11: PG 7,1.080). Le hacen eco san Ambrosio, que afirma: «Una Virgen ha engendrado la salvación del mundo, una Virgen ha dado la vida a todas las cosas» (Ep. 63, 33: PL 16,1.198); y otros Padres, que llaman a María «Madre de la sal-vación» (Severiano de Gabala, Or. 6 de mundi creatione, 10: PG 54, 4; Fausto de Riez, Max Bibl. Patrum VI, 620-621).
En el medievo, san Anselmo se dirige a María con estas palabras: «Tú eres la madre de la justificación y de los justificados, la madre de la reconciliación y de los reconciliados, la madre de la salvación y de los salvados» (Or. 52, 8: PL 158, 957) mientras que otros autores le atribuyen los títulos de «Madre de la gracia» y «Madre de la vida».
5. El título «Madre de la Iglesia» refleja, por tanto, la profunda convicción de los fieles cristianos, que ven en María no sólo a la madre de la persona de Cristo, sino también de los fieles. Aquella que es reconocida como madre de la salvación, de la vida y de la gracia, madre de los salvados y madre de los vivientes, con todo derecho es proclamada Madre de la Iglesia.
El Papa Pablo VI habría deseado que el mismo concilio Vaticano II proclamase a «María, Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores». Lo hizo él mismo en el discurso de clausura de la tercera sesión conciliar (21 de noviembre de 1964), pidiendo, además, que «de ahora en adelante, la Virgen sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo título» (AAS 56 (1964), 37). De este modo, mi venerado predecesor enunciaba explícitamente la doctrina ya contenida en el capítulo VIII de la Lumen gentium, deseando que el título de María, Madre de la Iglesia, adquiriese un puesto cada vez más importante en la liturgia y en la piedad del pueblo cristiano.
8.- María, Madre de la divina gracia - 24-IX-1997

1. María es madre de la humanidad en el orden de la gracia. El concilio Vaticano II destaca este papel de María, vinculándolo a su cooperación en la redención de Cristo. Ella, «por decisión de la divina Providencia, fue en la tierra la excelsa Madre del divino Redentor, la compañera más generosa de todas y la humilde esclava del Señor» (LG, 61).
Con estas afirmaciones la constitución Lumen gentium pretende poner de relieve, como se merece, el hecho de que la Virgen estuvo asociada íntimamente a la obra redentora de Cristo, haciéndose «la compañera del Salvador más generosa de todas». A través de los gestos de cada madre, desde los más sencillos hasta los más arduos, María coopera libremente en la obra de la salva-ción de la humanidad, en profunda y constante sintonía con su divino Hijo.
2. El Concilio pone de relieve también que la cooperación de María estuvo animada por las virtudes evangélicas de la obediencia, la fe, la esperanza y la ca-ridad, y se realizó bajo el influjo del Espíritu Santo. Además, recuerda que precisamente de esa cooperación le deriva el don de la maternidad espiritual universal: asociada a Cristo en la obra de la redención, que incluye la regeneración espiritual de la humanidad, se convierte en madre de los hombres renacidos a vida nueva.
Al afirmar que María es «nuestra madre en el orden de la gracia» (Ibid.), el Concilio pone de relieve que su maternidad espiritual no se limita solamente a los discípulos, como si se tuviese que interpretar en sentido restringido la frase pronunciada por Jesús en el Calvario: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Ioh 19,26). Efectivamente, con estas palabras el Crucificado, estableciendo una relación de intimidad entre María y el discípulo predilec-to, figura tipológica de alcance universal, trataba de ofrecer a su madre como madre a todos los hombres.
Por otra parte, la eficacia universal del sacri-ficio redentor y la cooperación consciente de María en el ofrecimiento sacrificial de Cristo, no tolera una limi-tación de su amor materno. Esta misión materna univer-sal de María se ejerce en el contexto de su singular re-lación con la Iglesia. Con su solicitud hacia todo cristia-no, más aún, hacia toda criatura humana, ella guía la fe de la Iglesia hacia una acogida cada vez más profunda de la palabra de Dios, sosteniendo su esperanza, animando su caridad y su comunión fraterna, y alentando su dina-mismo apostólico.
3. María durante su vida terrena manifestó su maternidad espiritual hacia la Iglesia por un tiempo muy breve. Sin embargo, esta función suya asumió todo su valor después de la Asunción, y está destinada a pro-longarse en los siglos hasta el fin del mundo. El Concilio afirma expresamente: «Esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el consen-timiento que dio fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la realización plena y definitiva de todos los escogidos» (LG, 62).
Ella, tras entrar en el reino eterno del Padre, estando más cerca de su divino Hijo y, por tanto, de to-dos nosotros, puede ejercer en el Espíritu de manera más eficaz la función de intercesión materna que le ha con-fiado la divina Providencia.
4. El Padre ha querido poner a María cerca de Cristo y en comunión con él, que puede «salvar perfecta-mente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor» (Heb 7,25): a la intercesión sacerdotal del Redentor ha querido unir la intercesión maternal de la Virgen. Es una función que ella ejerce en beneficio de quienes están en peligro y tienen necesidad de favores temporales y, sobre todo, de la salvación eterna: «Con su amor de Madre cuida de los hermanos de su Hijo que todavía peregrinan y viven entre angustias y peligros hasta que lleguen a la patria feliz. Por eso la santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora» (LG, 62).
Estos apelativos, sugeridos por la fe del pueblo cristiano, ayudan a comprender mejor la naturaleza de la intervención de la Madre del Señor en la vida de la Iglesia y de cada uno de los fieles.
5. El título de «Abogada» se remonta a san Ireneo. Tratando de la desobediencia de Eva y de la obediencia de María, afirma que en el momento de la Anunciación «La Virgen María se convierte en Abogada» de Eva (Adv. haer. V,19,1: PG VII,1.175-1.176). Efec-tivamente, con su «sí» defendió y liberó a la progenitora de las consecuencias de su desobediencia, convirtiéndose en causa de salvación para ella y para todo el género humano. María ejerce su papel de «Abogada», coope-rando tanto con el Espíritu Paráclito como con Aquel que en la cruz intercedía por sus perseguidores (cfr Lc 23,34) y al que Juan llama nuestro «abogado ante el Padre» (cfr 1 Ioh 2,1). Como madre, ella defiende a sus hijos y los protege de los daños causados por sus mismas culpas.
Los cristianos invocan a María como «Auxilia-dora», reconociendo su amor materno, que ve las necesi-dades de sus hijos y está dispuesto a intervenir en su ayuda, sobre todo cuando está en juego la salvación eterna. La convicción de que María está cerca de cuantos sufren o se hallan en situaciones de peligro grave, ha llevado a los fieles a invocarla como «Socorro». La mis-ma confiada certeza se expresa en la más antigua oración mariana con las palabras: «Bajo tu amparo nos acoge-mos, santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades, antes bien, líbranos siempre de todo peligro, ¡oh Virgen gloriosa y bendita!» (Breviario romano). Como mediadora maternal, María presenta a Cristo nuestros deseos, nuestras súplicas, y nos transmite los dones divinos intercediendo continua-mente en nuestro favor.
9.- María Mediadora - 30-IX-1997

1. Entre los títulos atribuidos a María en el culto de la Iglesia, el capítulo VIII de la Lumen gentium recuerda el de «Mediadora». Aunque algunos padres conciliares no compartían plenamente esa elección (cfr Acta Synodalia III, 8,163-164), este apelativo fue inclui-do en la constitución dogmática sobre la Iglesia, confir-mando el valor de la verdad que expresa. Ahora bien, se tuvo cuidado de no vincularlo a ninguna teología de la mediación, sino sólo de enumerarlo entre los demás títulos que se le reconocían a María. Por lo demás, el texto conciliar ya refiere el contenido del título de «Me-diadora» cuando afirma que María «continúa procurán-donos con su múltiple intercesión los dones de la salvación eterna» (LG, 62).
Como recuerdo en la encíclica Redemptoris Mater, «la mediación de María está íntimamente unida a su maternidad y posee un carácter específicamente materno que la distingue del de las demás criaturas» (n. 38). Desde este punto de vista, es única en su género y singularmente eficaz.
2. El mismo Concilio quiso responder a las dificultades manifestadas por algunos padres conciliares sobre el término «Mediadora», afirmando que María «es nuestra madre en el orden de la gracia» (LG, 61). Recordemos que la mediación de María es cualificada fundamentalmente por su maternidad divina. Además, el reconocimiento de su función de mediadora está implí-cito en la expresión «Madre nuestra», que propone la doctrina de la mediación mariana, poniendo el énfasis en la maternidad. Por último, el título «Madre en el orden de la gracia» aclara que la Virgen coopera con Cristo en el renacimiento espiritual de la humanidad.
3. La mediación materna de María no hace sombra a la única y perfecta mediación de Cristo. En efecto, el Concilio después de haberse referido a María «mediadora», precisa a renglón seguido: «Lo cual sin embargo, se entiende de tal manera que no quite ni añada nada a la dignidad y a la eficacia de Cristo, único Me-diador» (LG, 62). Y cita, a este respecto, el conocido texto de la primera carta a Timoteo: «Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos» (1 Tim 2,5-6).
El Concilio afirma, además, que «la misión maternal de María para con los hombres de ninguna manera disminuye o hace sombra a la única mediación de Cristo, sino que manifiesta su eficacia» (LG, 60). Así pues, lejos de ser un obstáculo al ejercicio de la única mediación de Cristo, María pone de relieve su fecun-didad y su eficacia. «En efecto, todo el influjo de la santísima Virgen en la salvación de los hombres no tiene su origen en ninguna necesidad objetiva, sino en que Dios lo quiso así. Brota de la sobreabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, depende totalmente de ella y de ella saca toda su eficacia» (Ibid.).
4. De Cristo deriva el valor de la mediación de María y, por consiguiente, el influjo saludable de la santísima Virgen «favorece, y de ninguna manera impide la unión inmediata de los creyentes con Cristo» (Ibid.). La intrínseca orientación hacia Cristo de la acción de la «Mediadora» impulsa al Concilio a recomendar a los fieles que acudan a María «para que, apoyados en su pro-tección maternal, se unan más íntimamente al Mediador y Salvador» (LG, 62).
Al proclamar a Cristo único Mediador (cfr 1 Tim 2,5-6), el texto de la carta de san Pablo a Timoteo excluye cualquier otra mediación paralela, pero no una mediación subordinada. En efecto, antes de subrayar la única y exclusiva mediación de Cristo, el autor reco-mienda «que se hagan plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres» (1 Tim 2,1). ¿No son, acaso, las oraciones una forma de mediación? Más aún, según san Pablo, la única mediación de Cristo está destinada a promover otras mediaciones dependien-tes y ministeriales. Proclamando la unicidad de la de Cristo, el Apóstol tiende a excluir sólo cualquier media-ción autónoma o en competencia, pero no otras formas compatibles con el valor infinito de la obra del Salvador.
5. Es posible participar en la mediación de Cristo en varios ámbitos de la obra de la salvación. La Lumen gentium, después de afirmar que «ninguna cria-tura puede ser puesta nunca en el mismo orden con el Verbo encarnado y Redentor», explica que las criaturas pueden ejercer algunas formas de mediación en depen-dencia de Cristo. En efecto, asegura: «así como en el sacerdocio de Cristo participan de diversa manera tanto los ministros como el pueblo creyente, y así como la única bondad de Dios se difunde realmente en las cria-turas de distintas maneras, así también la única media-ción del Redentor no excluye sino que suscita en las criaturas una colaboración diversa que participa de la única fuente» (n. 62). En esta voluntad de suscitar parti-cipaciones en la única mediación de Cristo se manifiesta el amor gratuito de Dios que quiere compartir lo que posee.
6. ¿Qué es, en verdad, la mediación materna de María sino un don del Padre a la humanidad? Por eso, el Concilio concluye: «La Iglesia no duda en atribuir a Ma-ría esta misión subordinada, la experimenta sin cesar y la recomienda al corazón de sus fieles» (Ibid.). María realiza su acción materna en continua dependencia de la mediación de Cristo y de él recibe todo lo que su corazón quiere dar a los hombres. La Iglesia, en su peregrinación terrena, experimenta «continuamente» la eficacia de la acción de la «Madre en el orden de la gracia».
10.- El culto a María Santísima -15-X-1997

1. «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Gal 4,4). El culto ma-riano se funda en la admirable decisión divina de vin-cular para siempre, como recuerda el apóstol Pablo, la identidad humana del Hijo de Dios a una mujer, María de Nazaret.
El misterio de la maternidad divina y de la cooperación de María a la obra redentora suscita en los creyentes de todos los tiempos una actitud de alabanza tanto hacia el Salvador como hacia la mujer que lo en-gendró en el tiempo, cooperando así a la redención. Otro motivo de amor y gratitud a la santísima Virgen es su maternidad universal. Al elegirla como Madre de la hu-manidad entera, el Padre celestial quiso revelar la dimen-sión —por decir así— materna de su divina ternura y de su solicitud por los hombres de todas las épocas.
En el Calvario, Jesús, con las palabras: «Ahí tienes a tu hijo» y «Ahí tienes a tu madre» (Ioh 19,26-27), daba ya anticipadamente a María a todos los que reci-birían la buena nueva de la salvación y ponía así las premisas de su afecto filial hacia ella. Siguiendo a san Juan, los cristianos prolongarían con el culto el amor de Cristo a su madre, acogiéndola en su propia vida.
2. Los textos evangélicos atestiguan la presen-cia del culto mariano ya desde los inicios de la Iglesia. Los dos primeros capítulos del evangelio de san Lucas parecen recoger la atención particular que tenían hacia la Madre de Jesús los judeocristianos, que manifestaban su aprecio por ella y conservaban celosamente sus recuer-dos. En los relatos de la infancia, además, podemos cap-tar las expresiones iniciales y las motivaciones del culto mariano, sintetizadas en las exclamaciones de santa Isabel: «Bendita tú entre las mujeres (...). ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1,42.45).
Huellas de una veneración ya difundida en la primera comunidad cristiana se hallan presentes en el cántico del Magníficat: «Desde ahora me felicitarán todas las generaciones» (Lc 1,48). Al poner en labios de María esa expresión, los cristianos le reconocían una grandeza única, que seria proclamada hasta el fin del mundo. Además, los testimonios evangélicos (cfr Lc 1,34-35; Mt 1,23 y Ioh 1,13), las primeras fórmulas de fe y un pasaje de san Ignacio de Antioquía (cfr Smirn. 1,2: SC 10,155) atestiguan la particular admiración de las primeras co-munidades por la virginidad de María, íntimamente vinculada al misterio de la Encarnación. El evangelio de san Juan, señalando la presencia de María al inicio y al final de la vida pública de su Hijo, da a entender que los primeros cristianos tenían clara conciencia del papel que desempeña María en la obra de la Redención, con plena dependencia de amor de Cristo.
3. El concilio Vaticano II, al subrayar el carác-ter particular del culto mariano, afirma: «María, exaltada por la gracia de Dios, después de su Hijo, por encima de todos los ángeles y hombres, como la santa Madre de Dios, que participó en los misterios de Cristo, es honrada con razón por la Iglesia con un culto especial» (LG, 66).
Luego, aludiendo a la oración mariana del siglo III «Sub tuum praesidium» —«Bajo tu amparo»—, añade que esa peculiaridad aparece desde el inicio: «En efecto, desde los tiempos más antiguos, se venera a la santísima Virgen con el título de Madre de Dios, bajo cuya pro-tección se acogen los fieles suplicantes en todos sus pe-ligros y necesidades» (LG, 66).
4. Esta afirmación es confirmada por la iconografía y la doctrina de los Padres de la Iglesia, ya desde el siglo II. En Roma, en las catacumbas de santa Priscila, se puede admirar la primera representación de la Virgen con el Niño, mientras al mismo tiempo san Justino y san Ireneo hablan de María como la nueva Eva que con su fe y obediencia repara la incredulidad y la desobediencia de la primera mujer. Según el Obispo de Lyón, no bastaba que Adán fuera rescatado en Cristo, sino que «era justo y necesario que Eva fuera restaurada en María» (Dem., 33). De este modo subraya la impor-tancia de la mujer en la obra de salvación y pone un fundamento a la inseparabilidad del culto mariano del tributado a Jesús, que continuará a lo largo de los siglos cristianos.
5. El culto mariano se manifestó al principio con la invocación de María como «Theotókos», título que fue confirmado de forma autorizada, después de la crisis nestoriana, por el concilio de Efeso, que se celebró en el año 431. La misma reacción popular frente a la posición ambigua y titubeante de Nestorio, que llegó a negar la maternidad divina de María, y la posterior acogida gozosa de las decisiones del concilio de Éfeso testimo-nian el arraigo del culto a la Virgen entre los cristianos. Sin embargo, «sobre todo desde el concilio de Éfeso, el culto del pueblo de Dios hacia María ha crecido admi-rablemente en veneración y amor, en oración e imita-ción» (LG, 66). Se expresó especialmente en las fiestas litúrgicas, entre las que, desde principios del siglo V, asumió particular relieve «el día de María Theotókos», celebrado el 15 de agosto en Jerusalén y que sucesiva-mente se convirtió en la fiesta de la Dormición o la Asunción.
Además, bajo el influjo del «Protoevangelio de Santiago», se instituyeron las fiestas de la Natividad, la Concepción y la Presentación, que contribuyeron nota-blemente a destacar algunos aspectos importantes del misterio de María.
6. Podemos decir que el culto mariano se ha desarrollado hasta nuestros días con admirable continui-dad, alternando períodos florecientes con períodos crí-ticos, los cuales, sin embargo, han tenido con frecuencia el mérito de promover aún más su renovación. Después del concilio Vaticano II, el culto mariano parece des-tinado a desarrollarse en armonía con la profundización del misterio de la Iglesia y en diálogo con las culturas contemporáneas, para arraigarse cada vez más en la fe y en la vida del pueblo de Dios peregrino en la tierra.
11.- Naturaleza del culto mariano 2-X-1997
1. El concilio Vaticano II afirma que el culto a la santísima Virgen «tal como ha existido siempre en la Iglesia, aunque del todo singular, es esencialmente diferente del culto de adoración que se da al Verbo en-carnado, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo, pero lo favorece muy poderosamente» (LG, 66).
Con estas palabras la constitución Lumen gentium reafirma las características del culto mariano. La veneración de los fieles a María, aun siendo superior al culto dirigido a los demás santos, es inferior al culto de adoración que se da a Dios, y es esencialmente diferente de éste. Con el término «adoración» se indica la forma de culto que el hombre rinde a Dios, reconociéndolo Crea-dor y Señor del universo. El cristiano, iluminado por la revelación divina, adora al Padre «en espíritu y en ver-dad» (Ioh 4,23). Al igual que al Padre, adora a Cristo, Verbo encarnado exclamando con el apóstol Tomas: «¡Señor mío y Dios mío!» (Ioh 20,28). Por último, en el mismo acto de adoración incluye al Espíritu Santo, que «con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria» (DS, 150), como recuerda el símbolo niceno-constantinopolitano. Ahora bien, los fieles, cuando invo-can a María como «Madre de Dios» y contemplan en ella la más elevada dignidad concedida a una criatura, no le rinden un culto igual al de las Personas divinas. Hay una distancia infinita entre el culto mariano y el que se da a la Trinidad y al Verbo encarnado.
Por consiguiente, incluso el lenguaje con el que la comunidad cristiana se dirige a la Virgen, aunque a veces utiliza términos tomados del culto a Dios, asume un significado y un valor totalmente diferentes. Así, el amor que los creyentes sienten hacia María difiere del que deben a Dios: mientras al Señor se le ha de amar sobre todas las cosas, con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente (cfr Mt 22,37), el sentimiento que tienen los cristianos hacia la Virgen es, en un plano espiritual, el afecto que tienen los hijos hacia su madre.
2. Entre el culto mariano y el que se rinde a Dios existe, con todo, una continuidad, pues el honor tributado a María está ordenado y lleva a adorar a la santísima Trinidad.
El Concilio recuerda que la veneración de los cristianos a la Virgen «favorece muy poderosamente» el culto que se rinde al Verbo encarnado, al Padre y al Espíritu Santo. Asimismo, añade, en una perspectiva cristológica, que «las diversas formas de piedad mariana que la Iglesia ha aprobado dentro de los límites de la doctrina sana y ortodoxa, según las circunstancias de tiempo y lugar, y según el carácter y temperamento de los fieles, no sólo honran a la Madre. Hacen también que el Hijo, Creador de todo (cfr Col 1,15-16), en quien "quiso el Padre eterno que residiera toda la plenitud" (Col 1,19), sea debidamente conocido, amado, glorifi-cado, y que se cumplan sus mandamientos» (LG, 66).
Ya desde los inicios de la Iglesia el culto maria-no está destinado a favorecer la adhesión fiel a Cristo. Venerar a la Madre de Dios significa afirmar la divinidad de Cristo pues los padres del concilio de Éfeso, al proclamar a María Theotókos, «Madre de Dios», querían confirmar la fe en Cristo, verdadero Dios.
La misma conclusión del relato del primer milagro de Jesús, obtenido en Caná por intercesión de María, pone de manifiesto que su acción tiene como fina-lidad la glorificación de su Hijo. En efecto, dice el evan-gelista: «Así, en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus señales. Y manifestó su gloria y creyeron en él sus discípulos» (Ioh 2,11).
3. El culto mariano, además, favorece, en quien lo practica según el espíritu de la Iglesia, la adoración al Padre y al Espíritu Santo. Efectivamente, al reconocer el valor de la maternidad de María, los creyentes descubren en ella una manifestación especial de la ternura de Dios Padre. El misterio de la Virgen Madre pone de relieve la acción del Espíritu Santo que realizó en su seno la con-cepción del niño y guió continuamente su vida.
Los títulos: Consuelo, Abogada, Auxiliadora, atribuidos a María por la piedad del pueblo cristiano, no oscurecen, sino que exaltan la acción del Espíritu Con-solador y preparan a los creyentes a recibir sus dones.
4. Por último, el Concilio recuerda que el culto mariano es «del todo singular» y subraya su diferencia con respecto a la adoración tributada a Dios y con res-pecto a la veneración a los santos.
Posee una peculiaridad irrepetible, porque se refiere a una persona única por su perfección personal y por su misión. En efecto, son excepcionales los dones que el amor divino otorgó a María, como la santidad inmaculada, la maternidad divina, la asociación a la obra redentora y, sobre todo, al sacrificio de la cruz.
El culto mariano expresa la alabanza y el reconocimiento de la Iglesia por esos dones extraor-dinarios. A ella, convertida en Madre de la Iglesia y Ma-dre de la humanidad, recurre el pueblo cristiano, anima-do por una confianza filial, a fin de pedir su maternal intercesión y obtener los bienes necesarios para la vida terrena con vistas a la bienaventuranza eterna.
12.- Devoción mariana y culto a las imágenes -29-X-1997

1. Después de justificar doctrinalmente el culto a la santísima Virgen, el concilio Vaticano II exhorta a todos los fieles a fomentarlo: «El santo Concilio enseña expresamente esta doctrina católica. Al mismo tiempo, anima a todos los hijos de la Iglesia a que fomenten con generosidad el culto a la santísima Virgen, sobre todo el litúrgico. Han de sentir gran aprecio por las prácticas y ejercicios de piedad mariana recomendados por el Magisterio a lo largo de los siglos» (LG, 67).
Con esta última afirmación, los padres conci-liares, sin entrar en detalles, querían reafirmar la validez de algunas oraciones como el rosario y el Ángelus, prac-ticadas tradicionalmente por el pueblo cristiano y reco-mendadas a menudo por los Sumos Pontífices como me-dios eficaces para alimentar la vida de fe y la devoción a la Virgen.
2. El texto conciliar prosigue invitando a los creyentes a «observar religiosamente los decretos del pasado acerca del culto a las imágenes de Cristo, de la Santísima Virgen y de los santos» (LG, 67). Así vuelve a proponer las decisiones del segundo concilio de Nicea, celebrado el año 787, que confirmó la legitimidad del culto a las imágenes sagradas, contra los iconoclastas, que las consideraban inadecuadas para representar a la divinidad (Cfr RM, 33).
«Definimos con toda exactitud y cuidado —de-claran los padres de ese concilio— que de modo seme-jante a la imagen de la preciosa y vivificante cruz han de exponerse las sagradas y santas imágenes, tanto las pintadas como las de mosaico y de otra materia con-veniente, en las santas iglesias de Dios, en los sagrados vasos y ornamentos, en las paredes y cuadros, en las casas y caminos, las de nuestro Señor y Dios y Salvador Jesucristo, de la Inmaculada Señora nuestra la santa Madre de Dios, de los preciosos ángeles y de todos los varones santos y venerables» (DS, 600).
Recordando esa definición, la Lumen gentium quiso reafirmar la legitimidad y la validez de las imáge-nes sagradas frente a algunas tendencias orientadas a eli-minarlas de las iglesias y santuarios, con el fin de con-centrar toda su atención en Cristo.
3. El segundo concilio de Nicea no se limita a afirmar la legitimidad de las imágenes, también trata de explicar su utilidad para la piedad cristiana: «Porque cuanto con más frecuencia son contemplados por medio de su representación en la imagen, tanto más se mueven los que éstas miran al recuerdo y deseo de los originales y a tributarles el saludo y adoración de honor» (DS, 601).
Se trata de indicaciones que valen de modo es-pecial para el culto a la Virgen. Las imágenes, los iconos y las estatuas de la Virgen, que se hallan en casas, en lugares públicos y en innumerables iglesias y capillas, ayudan a los fieles a invocar su constante presencia y su misericordioso patrocinio en las diversas circunstancias de la vida. Haciendo concreta y casi visible la ternura maternal de la Virgen, invitan a dirigirse a ella, a invo-carla con confianza y a imitarla en su ejemplo de acep-tación generosa de la voluntad divina.
Ninguna de las imágenes conocidas reproduce el rostro auténtico de María, como ya lo reconocía san Agustín (De Trinitate 8, 7); con todo, nos ayudan a en-tablar relaciones más vivas con ella. Por consiguiente, es preciso impulsar la costumbre de exponer las imágenes de María en los lugares de culto y en los demás edificios, para sentir su ayuda en las dificultades y la invitación a una vida cada vez más santa y fiel a Dios.
4. Para promover el recto uso de las imágenes sagradas, el concilio de Nicea recuerda que «el honor de la imagen se dirige al original, y el que venera una imagen, venera a la persona en ella representada» (DS, 601). Así, adorando en la imagen de Cristo a la Persona del Verbo encarnado, los fieles realizan un genuino acto de culto, que no tiene nada que ver con la idolatría.
De forma análoga, al venerar las representa-ciones de María, el creyente realiza un acto destinado en definitiva a honrar a la persona de la Madre de Jesús.
5. El Vaticano II, sin embargo, exhorta a los teólogos y predicadores a evitar tanto las exageraciones cuanto las actitudes minimalistas al considerar la singular dignidad de la Madre de Dios. Y añade: «Dedicándose al estudio de la sagrada Escritura, de los Santos Padres y doctores de la Iglesia, así como de las liturgias bajo la guía del Magisterio, han de iluminar adecuadamente las funciones y los privilegios de la santísima Virgen que hacen siempre referencia a Cristo, origen de toda la verdad, santidad y piedad» (LG, 67).
La fidelidad a la Escritura y a la Tradición, así como a los textos litúrgicos y al Magisterio garantiza la auténtica doctrina mariana. Su característica imprescin-dible es la referencia a Cristo, pues todo en María deriva de Cristo y está orientado a él.
6. El Concilio ofrece, también, a los creyentes algunos criterios para vivir de manera auténtica su relación filial con María: «Los fieles, además, deben recordar que la verdadera devoción no consiste ni en un sentimiento pasajero y sin frutos ni en una credulidad vacía. Al contrario, procede de la verdadera fe, que nos lleva a reconocer la grandeza de la Madre de Dios y nos anima a amar como hijos a nuestra Madre y a imitar sus virtudes» (LG, 67).
13.- La oración a María - 5-XI-1997
1. A lo largo de los siglos el culto mariano ha experimentado un desarrollo ininterrumpido. Además de las fiestas litúrgicas tradicionales dedicadas a la Madre del Señor, ha visto florecer innumerables expresiones de piedad, a menudo aprobadas y fomentadas por el Magis-terio de la Iglesia. Muchas devociones y plegarias maria-nas constituyen una prolongación de la misma liturgia y a veces han contribuido a enriquecerla, como en el caso del Oficio en honor de la Bienaventurada Virgen María y de otras composiciones que han entrado a formar parte del Breviario.
La primera invocación mariana que se conoce se remonta al siglo III y comienza con las palabras: «Bajo tu amparo (Sub tuum praesidium) nos acogemos, santa Madre de Dios...». Pero la oración a la Virgen más común entre los cristianos desde el siglo XIV es el «Ave María».
Repitiendo las primeras palabras que el ángel dirigió a María, introduce a los fieles en la contem-plación del misterio de la Encarnación. La palabra latina «Ave», que corresponde al vocablo griego khaire, cons-tituye una invitación a la alegría y se podría traducir como «Alégrate». El himno oriental «Akáthistos» repite con insistencia este «alégrate». En el Ave María llama-mos a la Virgen «llena de gracia» y de este modo recono-cemos la perfección y belleza de su alma.
La expresión «el Señor está contigo» revela la especial relación personal entre Dios y María, que se si-túa en el gran designio de la alianza de Dios con toda la humanidad. Además la expresión «Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Je-sús» afirma la realización del designio divino en el cuer-po virginal de la Hija de Sión.
Al invocar «Santa María, Madre de Dios», los cristianos suplican a aquella que por singular privilegio es inmaculada Madre del Señor: «Ruega por nosotros pecadores», y se encomiendan a ella ahora y en la hora suprema de la muerte.
2. También la oración tradicional del Ángelus invita a meditar el misterio de la Encarnación, exhor-tando al cristiano a tomar a María como punto de re-ferencia en los diversos momentos de su jornada para imitarla en su disponibilidad a realizar el plan divino de la salvación. Esta oración nos hace revivir el gran evento de la historia de la humanidad, la Encarnación, al que hace ya referencia cada «Ave María». He aquí el valor y el atractivo del Ángelus, que tantas veces han puesto de manifiesto no sólo teólogos y pastores, sino también poe-tas y pintores.
En la devoción mariana ha adquirido un puesto de relieve el Rosario, que a través de la repetición del «Ave María» lleva a contemplar los misterios de la fe. También esta plegaria sencilla, que alimenta el amor del pueblo cristiano a la Madre de Dios, orienta más clara-mente la plegaria mariana a su fin: la glorificación de Cristo.
El Papa Pablo VI, como sus predecesores, es-pecialmente León XIII, Pío XII y Juan XXIII, tuvo en gran consideración el rezo del Rosario y recomendó su difusión en las familias. Además, en la exhortación apostólica Marialis cultus ilustró su doctrina, recordando que se trata de una «oración evangélica centrada en el misterio de la Encarnación redentora», y reafirmando su «orientación claramente cristológica» (n. 46).
A menudo, la piedad popular une al Rosario las Letanías, entre las cuales las más conocidas son las que se rezan en el santuario de Loreto y por eso se llaman «lauretanas».
Con invocaciones muy sencillas, ayudan a concentrarse en la persona de María para captar la ri-queza espiritual que el amor del Padre ha derramado en ella.
3. Como la liturgia y la piedad cristiana de-muestran, la Iglesia ha tenido siempre en gran estima el culto a María, considerándolo indisolublemente vincu-lado a la fe en Cristo. En efecto, halla su fundamento en el designio del Padre, en la voluntad del Salvador y en la acción inspiradora del Paráclito.
La Virgen, habiendo recibido de Cristo la salva-ción y la gracia, está llamada a desempeñar un papel relevante en la redención de la humanidad. Con la devoción mariana los cristianos reconocen el valor de la presencia de María en el camino hacia la salvación, acudiendo a ella para obtener todo tipo de gracias. Sobre todo saben que pueden contar con su maternal inter-cesión para recibir del Señor cuanto necesitan para el desarrollo de la vida divina y a fin de alcanzar la salva-ción eterna.
Como atestiguan los numerosos títulos atri-buidos a la Virgen y las peregrinaciones ininterrumpidas a los santuarios marianos, la confianza de los fieles en la Madre de Jesús los impulsa a invocarla en sus necesi-dades diarias. Están seguros de que su corazón materno no puede permanecer insensible ante las miserias mate-riales y espirituales de sus hijos.
Así, la devoción a la Madre de Dios, alentando la confianza y la espontaneidad, contribuye a infundir serenidad en la vida espiritual y hace progresar a los fieles por el camino exigente de las bienaventuranzas.
4. Finalmente, queremos recordar que la devo-ción a María, dando relieve a la dimensión humana de la Encarnación, ayuda a descubrir mejor el rostro de un Dios que comparte las alegrías y los sufrimientos de la humanidad, el «Dios con nosotros», que ella concibió co-mo hombre en su seno purísimo, engendró, asistió y siguió con inefable amor desde los días de Nazaret y de Belén a los de la cruz y la resurrección.
14.- María, Madre de la unidad y la esperanza - 12-XI-1997

1. Después de haber ilustrado las relaciones entre María y la Iglesia, el concilio Vaticano II se alegra de constatar que también «entre los hermanos separados haya quienes dan el honor debido a la Madre del Señor y Salvador...» (LG, 69; cfr RM, 29-34). Podemos decir, con razón, que la maternidad universal de María, aunque manifiesta de modo más doloroso aún las divisiones entre los cristianos, constituye un gran signo de esperan-za para el camino ecuménico.
Muchas comunidades protestantes, a causa de una concepción particular de la gracia y de la eclesio-logía, se han opuesto a la doctrina y al culto mariano, considerando que la cooperación de María en la obra de la salvación perjudicaba la única mediación de Cristo. En esta perspectiva, el culto de la Madre competiría prácticamente con el honor debido a su Hijo.
2. Sin embargo, en tiempos recientes, la pro-fundización del pensamiento de los primeros refor-madores ha puesto de relieve posiciones más abiertas con respecto a la doctrina católica. Por ejemplo, los escritos de Lutero manifiestan amor y veneración por María, exaltada como modelo de todas las virtudes: sostiene la santidad excelsa de la Madre de Dios y afirma a veces el privilegio de la Inmaculada Concepción, com-partiendo con otros reformadores la fe en la virginidad perpetua de María.
El estudio del pensamiento de Lutero y de Cal-vino, como también el análisis de algunos textos de cristianos evangélicos, han contribuido a despertar un nuevo interés en algunos protestantes y anglicanos por diversos temas de la doctrina mariológica. Algunos incluso han llegado a posiciones muy cercanas a las de los católicos por lo que atañe a los puntos fundamentales de la doctrina sobre María, como su maternidad divina, su virginidad, su santidad y su maternidad espiritual.
La preocupación por subrayar el valor de la presencia de la mujer en la Iglesia favorece el esfuerzo de reconocer el papel de María en la historia de la salvación. Todos estos datos constituyen otros tantos motivos de esperanza para el camino ecuménico. El deseo profundo de los católicos sería poder compartir con todos sus hermanos en Cristo la alegría que brota de la presencia de María en la vida según el Espíritu.
3. Entre nuestros hermanos que «dan el honor debido a la Madre del Señor y Salvador», el Concilio recuerda especialmente a los orientales, «que concurren en el culto de la siempre Virgen Madre de Dios llenos de fervor y de devoción» (LG, 69).
Como resulta de las numerosas manifestaciones de culto, la veneración por María representa un elemento significativo de comunión entre católicos y ortodoxos. Sin embargo, subsisten aún algunas divergencias sobre los dogmas de la Inmaculada Concepción y de la Asun-ción, aunque estas verdades fueron ilustradas al principio precisamente por algunos teólogos orientales: basta pen-sar en grandes escritores como Gregorio Palamas ( 1359), Nicolás Cabasilas ( después del 1396) y Jorge Scholarios ( después del 1472).
Pero esas divergencias, quizá más de formula-ción que de contenido, no deben hacernos olvidar nuestra fe común en la maternidad divina de María, en su perenne virginidad, en su perfecta santidad y en su inter-cesión materna ante su Hijo. Como ha recordado el concilio Vaticano II, el «fervor» y la «devoción» unen a ortodoxos y católicos en el culto a la Madre de Dios.
4. Al final de la Lumen gentium el Concilio invita a confiar a María la unidad de los cristianos: «Todos los fieles han de ofrecer insistentes súplicas a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que ella, que estuvo presente en los comienzos de la Iglesia con sus oraciones, también ahora en el cielo, exaltada sobre todos los bienaventurados y ángeles, en comunión con todos los santos, interceda ante su Hijo» (Ibídem).
Así como en la primera comunidad la presencia de María promovía la unanimidad de los corazones, que la oración consolidaba y hacía visible (cfr Act 1,14), así también la comunión más intensa con aquella a quien Agustín llama «madre de la unidad» (Sermo 192,2: PL 38,1013), podrá llevar a los cristianos a gozar del don tan esperado de la unidad ecuménica.
A la Virgen santa se dirigen incesantemente nuestras súplicas para que, así como sostuvo en los comienzos el camino de la Comunidad cristiana unida en la oración y el anuncio del Evangelio, del mismo modo obtenga hoy con su intercesión la reconciliación y la comunión plena entre los creyentes en Cristo.
Madre de los hombres, María conoce bien las necesidades y las aspiraciones de la humanidad. El Concilio le pide, de modo particular, que interceda para que «todos los pueblos, los que se honran con el nombre de cristianos, así como los que todavía no conocen a su Salvador, puedan verse felizmente reunidos en paz y concordia en el único pueblo de Dios, para gloria de la santísima e indivisible Trinidad» (LG, 69).
La paz, la concordia y la unidad, objeto de la esperanza de la Iglesia y de la humanidad, están aún lejanas. Sin embargo, constituyen un don del Espíritu que hay que pedir incansablemente, siguiendo la escuela de María y confiando en su intercesión.
5. Con esta petición los cristianos comparten la espera de aquella que, llena de la virtud de la esperanza, sostiene a la Iglesia en camino hacia el futuro de Dios.
La Virgen, habiendo alcanzado personalmente la bienaventuranza por haber «creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor» (Lc 1,45), acompaña a los creyentes —y a toda la Iglesia— para que, en medio de las alegrías y tribulaciones de la vida presente, sean en el mundo los verdaderos profetas de la esperanza que no defrauda.