Espiritualidad sin religión
David Mills
La afirmación de que uno es “espiritual pero no religioso” constituye una colosal e interesada jerigonza que oímos de labios de casi todos los que hablan de religión en público, excepción hecha de aquellos a quienes el mundo define como fundamentalistas (yo, probablemente usted, Joseph Bottum, David Goldman, Benedicto XVI, los judíos hasídicos, los musulmanes devotos o las familias creyentes que tienen más de cuatro hijos).
Es una de esas frases sencillas de recordar que funciona como una cédula de “excarcelación” para cualquiera que tenga la sensación de que ha de explicar su falta de práctica religiosa; y como reivindicación de excelencia para los preocupados por ser superiores a los que practican una religión establecida. Es el equivalente religioso de “yo ya hice una donación en la oficina” o “me llaman por la otra línea” o “yo no como carne”.
“Espiritual pero no religioso” brinda un compromiso llevadero entre ambos lados de nuestra naturaleza: nuestro deseo de Dios y el de ser nosotros mismos Dios.
Es una de esas frases sencillas de recordar que funciona como una cédula de “excarcelación” para cualquiera que tenga la sensación de que ha de explicar su falta de práctica religiosa; y como reivindicación de excelencia para los preocupados por ser superiores a los que practican una religión establecida. Es el equivalente religioso de “yo ya hice una donación en la oficina” o “me llaman por la otra línea” o “yo no como carne”.
“Espiritual pero no religioso” brinda un compromiso llevadero entre ambos lados de nuestra naturaleza: nuestro deseo de Dios y el de ser nosotros mismos Dios.
Así, descubrimos a Lady Gaga revelando a un reportero de The Times, justo antes de salir con el periodista a pasar una velada en un club erótico de Berlín, que ella tiene una nueva espiritualidad. A la pregunta “Usted se crió como católica; luego cuando usted dice ‘Dios’, ¿se refiere al Dios católico o a un sentido diferente, quizá más espiritual, de Dios?”, respondió: “Más espiritual... No existe en realidad religión alguna que no odie o condene a un determinado tipo de personas, y yo creo por completo en el amor y el perdón universal, y sin excluir a nadie”.
Materialismo con esmoquin
¿Ven ustedes lo que quiero decir? Ser verdaderamente espiritual –en una escala en la que “el Dios católico” parece atascado en el medio– significa, según las apariencias, ser indiferentemente incluyente o (dicho de otra forma) adogmático.
No creo que la señorita Gaga o cualquier otra persona que hable de esa forma lo haya pensado a conciencia. Ese Dios que perdona a todos y no excluye a nadie no pone objeción a las orgías en clubes eróticos de Berlín. Un tanto a su favor, desde un punto de vista. Pero entonces tampoco pone objeción a los asesinos, ni a los torturadores ni a los banqueros corruptos. Un tanto a su favor desde el punto de vista de nadie.
Ni siquiera los académicos ven el problema. Hace algunos años, un estudio sobre la práctica religiosa de los estudiantes universitarios, que alcanzó enorme difusión, reveló que se transforman en más “espirituales” a medida que declina la práctica de la fe de su infancia. Los investigadores definieron lo “espiritual” como “el desarrollo de la autocomprensión, la preocupación por los demás, la transformación en alguien más cosmopolita y la aceptación de otros que pertenecen a confesiones distintas”. Lisa y llanamente, disfrazaron las actitudes de las que eran partidarios denominándolas “espirituales”. Esa clase de espiritualidad, separada de cualquier cosa específicamente religiosa, no es más que materialismo con esmoquin.
Creencias de peluche
La palabra “espiritual” carece de significado útil si no se refiere a una relación con un espíritu real, con algo procedente de un mundo que no es el nuestro, con algo sobrenatural, con algo o alguien que nos dice cosas que no sabemos, que juzga nuestras faltas y que nos da ideales por los que esforzarnos y quizá ayuda para alcanzarlos. No es una palabra útil si significa una inclinación general, o una estructura mental, o un patrón emocional, o un conjunto de actitudes o una colección de valores. No existe razón para definir nada de ello como espiritual.
Salvo que, naturalmente, a uno le guste esa leve sensación de importancia y ese reconfortante sentido de la aprobación social que nuestra sociedad sigue otorgando a las “cosas espirituales”, aunque no a las religiosas. Es una palabra cálida y difusa. Es una palabra monísima, como un conejito de peluche. No es nada parecido a “religión”, palabra fría y áspera, más propia de un predicador que aúlla y al que le huele el aliento.
Sin embargo, no se quiere una mejor definición. En el mismo momento en el que uno reconoce a un espíritu verdadero hacia el que se orienta la espiritualidad y por el que ésta es orientada, por distante y ajeno a todo compromiso que ese espíritu resulte, uno tiene una religión. Está ligado a alguien. Tiene instrucciones imperativas. Tiene que preguntar lo que el espíritu quiere y lo que exige y lo que dice.
Tal y como lo expresó el escritor Malcolm Muggeridge, converso él mismo de una vaporosa especie de religión, ansiamos “un cristianismo sin lágrimas... un idilio más que un drama, que tenga un final feliz en lugar de esa descarnada cruz que se alza tan inexorablemente contra el cielo”. El espíritu puede resultar ser un puritano. Puede decir algo sobre tomar una cruz. Es mejor ser “espiritual” sin espíritu y confiar en que nadie se dé cuenta.
La desesperación domesticada
Pero, ¿por qué molestarse en ser “espiritual”? ¿Por qué no ser al menos agnóstico? Ser “espiritual” es una especie de posición natural por defecto. “Espiritual pero no religioso” brinda un compromiso llevadero entre ambos lados de nuestra naturaleza: nuestro deseo de Dios y el de ser nosotros mismos Dios.
Queremos lo espiritualoide porque Dios nos hizo quererle; pero no queremos quererle y no le queremos en las condiciones que Él fija. Si nuestros corazones están inquietos sin Dios, como dijo san Agustín, pueden tranquilizarse con sucedáneos, entre los que la “espiritualidad” resulta más fácil de hallar y mucho menos costosa que las alternativas. Las drogas y la bebida son dañinas; la riqueza y el sexo son difíciles de conseguir y el éxito exige trabajo.
“Vivimos inmersos en una falta de creencias, aunque ésta sea señalada y torcidamente espiritual”, observó la escritora católica Flannery O’Connor. “Hay algo en nosotros... que exige el acto redentor, que clama por que lo que se venga abajo tenga al menos la oportunidad de ser restaurado”. El hombre moderno “busca este gesto, y con toda la razón, pero lo que ha olvidado es el coste que tiene. Su sentido del mal está diluido o falta por completo; por lo tanto, ha olvidado el precio de la rehabilitación”.
“En su aspecto más negativo”, concluía O’Connor, la nuestra es “una época que ha domesticado la desesperación y ha aprendido a vivir felizmente con ella”. Con mucha frecuencia, a mi parecer, lo que distingue lo “espiritual” de lo “religioso”, una vez vaciado lo primero de todo significado, es la ideología, la justificación de la desesperación domesticada. Es una forma de sentirse mejor estando solo en el universo, reivindicando una cierta relación con algo que nos supera, aunque no sabemos qué es. El marxismo está muerto como fuente de esperanza humana, pero permanece con nosotros el intento de hallar esperanza en una abstracción que se mantenga lejos de nosotros, a buen recaudo. El libertino que proclama ser “espiritual” me recuerda a los académicos que solían ser conocidos como “marxistas a la Gucci”, que predicaban la revolución y cuyo radicalismo les llevaba a sentirse muy satisfechos de sí mismos, pero que llevaban la vida más sibarítica y lujosa que quepa imaginar, y se justificaban pensando que la revolución no había llegado.
A la hora de la verdad
Ser “espiritual” no nos hace ningún bien. Recordando lo que he escrito recientemente en otro lugar, funciona bastante bien cuando se goza de salud y se dispone de suficiente dinero para disfrutar de la vida, y cuando lo único que uno quiere de su espiritualidad es la sensación de que todo está bien en el universo, especialmente en el rincón que uno habita. Pero no es de gran ayuda cuando las cosas se ponen mal.
El hombre que se consume víctima del cáncer de páncreas no recibirá ayuda ni consuelo de lo “espiritual”, que le parecerá mucho menos cordial y reconfortante cuando sienta un dolor que la morfina no pueda erradicar. No tiene a nadie a quien pedir ayuda; a nadie a quien suplicar que le consuele; a nadie que le acompañe; a nadie con quien encontrarse cuando traspase los límites de este mundo y se adentre en el otro. Él quiere lo que la religión promete.
Y tiene razón al quererlo. El hombre moribundo es el hombre verdadero en el sentido de que él es quien nos revela lo que esencialmente somos. Yacemos en nuestro lecho de muerte desde el día en que venimos al mundo. Parafraseando a Pascal, los moribundos no quieren al Dios de la espiritualidad sino al Dios de Abraham, Isaac y Jacob.