8/12/10

Tiempo de Esperanza para Europa

Salvador Bernal


Sigo dando vueltas a la Exhortación Apostólica de Juan Pablo II Ecclesia in Europa, del 28 de junio de 2003. Constituyó un gran llamamiento a los católicos para que diéramos testimonio de Cristo en los países europeos y hacer posible así que la sociedad recuperase la fecundidad de sus raíces cristianas. El Papa no ignoraba las dificultades, a las que se refería con frecuencia, pero siempre desde la esperanza, que aparecía en el título de cada uno de los seis capítulos del documento. En cierto modo, concretaba para el Viejo Continente los grandes objetivos de aquel gran texto que firmó en la Basílica de san Pedro al finalizar el jubileo del año 2000: la Novo Millenio Ineunte.
No se puede olvidar que el tema del Sínodo de obispos de 1999, del que procede la Exhortación, había sido Jesucristo vivo en su Iglesia y fuente de esperanza para Europa. Se trataba de volver a proponer la relación personal con Cristo, no como una figura histórica que preside una Iglesia meramente organizativa y societaria, sino como una Persona viva, presente entre los cristianos europeos quizá desesperanzados, influidos demasiado por la cultura dominante, y que necesitaban ser extraídos del marasmo y hacerse cargo de las riquezas de su fe.
Juan Pablo II quería remover también la responsabilidad apostólica personal de cada uno de los bautizados, más allá de estructuras y programas pastorales. Lejos de cualquier nostalgia confesional, cuando estaba vigente aún el debate sobre la referencia a las raíces cristianas de Europa en los textos constitucionales de la UE, deseaba recordar la urgencia y necesidad de la "nueva evangelización": «Europa, hoy, no debe apelar simplemente a su herencia cristiana anterior; hay que alcanzar de nuevo la capacidad de decidir sobre el futuro de Europa en un encuentro con la persona y el mensaje de Jesucristo», había afirmado en su declaración final la Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos el 13 de diciembre de 1991.
La coyuntura es relativamente favorable, porque el continente lleva tiempo de paz, tras momentos de incertidumbre, como los sufridos en los Balcanes o en el Cáucaso. Ciertamente, no están cerradas las heridas de Kosovo o de Chechenia. Y está por ver si la aproximación de Turquía, llena de vacilaciones por ambas partes, podría ser también una vía del esperado y difícil acercamiento a la cultura musulmana.
No recuerdo si era Chesterton o Vintila Horia quien hablaba de «ideas cristianas enloquecidas». La expresión me venía a la cabeza al leer en el documento la referencia a que los grandes valores inspiradores de la cultura europea han sido separados del Evangelio, perdiendo así su más profundo aliento y dando lugar a desviaciones y a auténticas aberraciones, como las sufridas como consecuencia de los totalitarismos del siglo XX. Resulta tópico mencionar la igualdad, libertad y fraternidad de los revolucionarios franceses. Pero también siguen cometiéndose hoy muchas injusticias amparadas en supuestas exigencias solidarias, o en la protección de derechos humanos de última generación que apenas encierran otra cosa que mero individualismo.
Se comprende el reto del Papa a una evangelización de la cultura. Sin refundar nada, menos aún en un plano confesional, parece importante esforzarse por mostrar que es posible vivir en plenitud el Evangelio como itinerario que da sentido a la existencia. Se impone «asumir la tarea de imprimir una mentalidad cristiana a la vida ordinaria: en la familia, la escuela, la comunicación social; en el mundo de la cultura, del trabajo y de la economía, de la política, del tiempo libre, de la salud y la enfermedad. Hace falta una serena confrontación crítica con la actual situación cultural de Europa, evaluando las tendencias emergentes, los hechos y las situaciones de mayor relieve de nuestro tiempo, a la luz del papel central de Cristo y de la antropología cristiana».
La esperanza promueve la iniciativa, frente a "cultura de la queja" o de la mera lamentación. Lleva, en frase de Alejandro Llano a «concertar libertades». En definitiva, a dar una gran batalla de paz y comprensión, en la línea de lo que escribió san Josemaría en Forja, 23: «Una ola sucia y podrida —roja y verde— se empeña en sumergir la tierra, escupiendo su puerca saliva sobre la Cruz del Redentor... / Y El quiere que de nuestras almas salga otra oleada —blanca y poderosa, como la diestra del Señor—, que anegue, con su pureza, la podredumbre de todo materialismo y neutralice la corrupción, que ha inundado el Orbe: a eso vienen —y a más— los hijos de Dios».