8/11/10

Relación entre Exégesis y Magisterio de la Iglesia

Joseph Ratzinger


 
 
No he elegido el tema de mi relación solo porque forma parte de las cuestiones que de derecho pertenecen a una visión retrospectiva sobre los cien años de la Pontificia Comisión Bíblica, sino porque forma parte también, por así decido, de los problemas de mi biografía: desde hace más de medio siglo, mi itinerario teológico personal se mueve en el ámbito determinado por este tema.
En el decreto de la Congregación Consistorial del 29 de junio de 1912 De quibusdam commentariis non admittendis [1] aparecen dos nombres que se han cruzado en mi vida. En efecto, en ese decreto es condenada la Introducción al Antiguo Testamento del profesor de Frisinga Kad Holzhey. Este profesor ya había muerto cuando, en enero de 1946, comencé mis estudios de teología en la colina de la catedral de Frisinga, pero sobre él circulaban aún anécdotas elocuentes. Debía de ser un hombre más bien pagado de sí y sombrío.
Me resulta más familiar el segundo nombre citado, Fritz Tillmann, bajo cuya dirección se publicó un Comentario del Nuevo Testamento definido inaceptable. En esa obra, el autor del comentario a los Sinópticos fue Friedrich Wilhelm Maier, un amigo de Tillmann, entonces profesor en Estrasburgo. El decreto de la Congregación Consistorial establecía que estos comentarios debían ser completamente excluidos de la formación de los clérigos (expungenda omnino esse ab institutione clericorum). Ese Comentario —del que yo, cuando era estudiante en el seminario menor de Traunstein, había encontrado un ejemplar olvidado— debía ser prohibido y retirado de la venta, dado que en él Maier sostenía, con respecto a la cuestión sinóptica, la así llamada teoría de las dos fuentes, que hoy es aceptada prácticamente por todos. Esto, en aquel momento, determinó también el final de la carrera científica de Tillmann y de Maier. Sin embargo, a ambos se les permitió cambiar de disciplina teológica. Tillmann aprovechó esta posibilidad y llegó a ser un destacado teólogo moral alemán; juntamente con Th. Steinbüchel y Th. Müncker dirigió un manual de teología moral de vanguardia, que trataba de una manera nueva esta importante disciplina y la presentaba según la idea de fondo de la imitación de Cristo.
Maier no quiso aprovechar la posibilidad de cambiar de disciplina, pues estaba dedicado en cuerpo y alma al trabajo sobre el Nuevo Testamento. De modo que se hizo capellán militar y como tal participó en la primera guerra mundial; seguidamente trabajó como capellán en las cárceles hasta 1924, cuando, con el nihil obstat del arzobispo de Breslau (hoy Wrodaw), cardenal Bertram, en un clima ya más distendido, fue llamado a la cátedra de Nuevo Testamento en la Facultad teológica del lugar. En 1945, cuando esa Facultad fue suprimida, se trasladó junto con otros colegas a Munich, donde lo tuve como profesor.
La herida de 1912 nunca cicatrizó del todo en él, a pesar de que en ese tiempo ya podía enseñar su materia prácticamente sin problemas y de que le apoyaban con entusiasmo sus alumnos, a los que lograba transmitir su pasión por el Nuevo Testamento y por una interpretación correcta del mismo. De vez en cuando, en sus clases afloraban recuerdos del pasado. Se me ha quedado grabada, sobre todo, una afirmación que hizo en 1948 o 1949. Dijo que ya podía seguir libremente su conciencia de historiador, pero que aun no se había llegado a aquella completa libertad de la exégesis que él soñaba. Dijo, además, que él probablemente no llegaría a verlo, pero que deseaba al menos poder contemplar, como Moisés desde el monte Nebo, la Tierra Prometida de una exégesis liberada de todo control y condicionamiento del Magisterio.
Notábamos que sobre el ánimo de este hombre docto, que llevaba una vida sacerdotal ejemplar basada en la fe de la Iglesia, no solo pesaba aquel decreto de la Congregación Consistorial; sino que también los diversos decretos de la Comisión Bíblica —sobre la autenticidad mosaica del Pentateuco (1906: EB 181-184), sobre el carácter histórico de los tres primeros capítulos del Génesis (1909: EB 324-331), sobre los autores y la época de composición de los Salmos (1910: EB 332-339), sobre Marcos y Lucas (1912: EB 390-398), sobre la cuestión sinóptica (1912: EB 399-400), etc.— obstaculizaban su trabajo de exegeta con cepos que él consideraba indebidos.
Persistía aún la impresión de que a los exegetas católicos, a causa de semejantes decisiones magisteriales, se les impedía desarrollar un trabajo científico sin constricciones; y que así la exégesis católica, en comparación con la protestante, nunca podría estar a la altura de los tiempos, de manera que los protestantes tenían en cierto modo razón al poner en duda su rigor científico. Y naturalmente influía también la convicción de que un trabajo rigurosamente histórico era capaz de establecer de modo creíble los datos objetivos de la historia; más aún, que este era el único camino posible para comprender en su sentido propio los libros bíblicos, que son precisamente libros históricos.
Él daba por descontadas la credibilidad y la inerrancia del método histórico; ni se le pasaba por la mente la idea de que también en el método histórico entraran en juego presupuestos filosóficos, y que pudiese resultar necesaria una reflexión sobre las implicaciones filosóficas del método histórico. A él, como a muchos de sus colegas, la filosofía le parecía un elemento perturbador, algo que solo podía contaminar la pura objetividad del trabajo histórico. No se planteaba la cuestión hermenéutica, es decir, no se preguntaba en qué medida el horizonte de quien pregunta determina el acceso al texto, haciendo necesario aclarar, ante todo, cuál es el modo correcto de preguntar y de qué manera es posible purificar la propia pregunta. Precisamente por esto, el monte Nebo le habría reservado con seguridad alguna sorpresa totalmente fuera de su horizonte.
Ahora quisiera intentar subir —por así decido— junto con él al monte Nebo para observar, a partir de la perspectiva de entonces, la tierra que hemos atravesado en los últimos cincuenta años. A este respecto podría resultar útil recordar la experiencia de Moisés. El capítulo 34 del Deuteronomio describe cómo sobre el monte Nebo se concede a Moisés echar una mirada sobre la Tierra Prometida, que él ve en toda su extensión. Es, por así decirlo, una mirada puramente geográfica, no histórica, lo que se le concede. Sin embargo se podría afirmar que el capítulo 28 del mismo libro presenta una mirada no sobre la geografía, sino sobre la historia futura en y con la tierra, y que ese capítulo ofrece una perspectiva muy diferente, mucho menos consoladora: «Yahvé te dispersará entre todos los pueblos, de un extremo a otro de la tierra (...). No hallarás sosiego entre aquellas naciones, ni habrá lugar de descanso para la planta de tus pies» (Dt 28,64-65). Lo que Moisés veía en esta visión interior se podría resumir así: la libertad puede destruirse a sí misma; cuando pierde su criterio intrínseco, se autosuprime.
¿ Qué podría percibir una mirada histórica desde el monte Nebo sobre la tierra de la exégesis de los últimos cincuenta años? Ante todo, muchas cosas que habrían sido consoladoras para Maier; la realización de su sueño, podríamos decir. Ya la encíclica Divino afflante Spiritu, de 1943, introdujo un nuevo modo de entender la relación entre el Magisterio y las exigencias científicas de la lectura histórica de la Biblia. A continuación, los años sesenta representaron la entrada en la Tierra Prometida de la libertad de la exégesis, para conservar esta imagen metafórica. Encontramos en primer lugar la instrucción de la Comisión Bíblica del 21 de abril de 1964 sobre la verdad histórica de los Evangelios [2], y luego, sobre todo, la Constitución conciliar Dei Verbum, de 1965, sobre la divina Revelación, con la que de hecho se abrió un nuevo capítulo en la relación entre Magisterio y exégesis científica. No hace falta subrayar aquí la importancia de este texto fundamental. Ante todo define el concepto de Revelación, que no se identifica en absoluto con su testimonio escrito, que es la Biblia; y así abre el vasto horizonte, histórico y a la vez teológico, en el que se mueve la interpretación de la Biblia: una interpretación que ve en las Escrituras no solo libros humanos, sino el testimonio de un hablar divino. De este modo resulta posible determinar el concepto de Tradición, que también va más allá de la Escritura, aun que tiene en ella su centro, desde el momento que la Escritura es, ante todo, y por naturaleza, «tradición». Y esto lleva al tercer capítulo de la Constitución, dedicado a la interpretación de la Escritura; en él emerge, de modo convincente, la absoluta necesidad del método histórico como parte indispensable del esfuerzo exegético, pero luego también aparece la dimensión propiamente teológica de la interpretación, que —como ya he dicho— es esencial, si ese libro es algo más que palabra humana.
Prosigamos nuestra indagación desde el monte Nebo: Maier, desde su puesto de observación, habría podido alegrarse especialmente de lo que aconteció en junio de 1971. Con el motu proprio Sedula cura [3]. Pablo VI reestructuró completamente la Comisión Bíblica, de modo que no fuera ya un órgano del Magisterio, sino un lugar de encuentro entre Magisterio y exegetas: un lugar de diálogo en el que pudieran encontrarse representantes del Magisterio y exegetas cualificados para hallar juntos, por así decirlo, los criterios intrínsecos de la libertad que le impiden autodestruirse, elevándola así al nivel de una libertad verdadera. Maier habria podido gozar también del hecho de que uno de sus mejores alumnos, Rudolf Schnackenburg, había entrado a formar parte, no de la Comisión Bíblica, sino de la no menos importante Comisión Teológica Internacional; de forma que ahora él mismo se encontraba casi —digámoslo así— en la Comisión que le había causado tantas preocupaciones.
Recordemos otra fecha importante que, desde nuestro Nebo imaginario, habría podido divisarse en la lejanía: el documento de la Comisión Bíblica La interpretación de la Biblia en la Iglesia, de 1993, en el cual ya no es el Magisterio quien desde lo alto impone normas a los exegetas, sino que son ellos mismos quienes tratan de determinar los criterios que deben señalar el camino para una interpretación adecuada de este libro especial que, visto solo desde fuera, no constituye en el fondo más que una colección literaria de escritos cuya composición se extiende a lo largo de todo un milenio. Solo el sujeto del cual nació esta literatura —el pueblo de Dios peregrinante— hace de esta colección literaria, con toda su variedad y sus aparentes contrastes, un único libro. Pero este pueblo sabe que no habla ni actúa por sí mismo, sino que es deudor de Aquel que hace de él un pueblo: el mismo Dios vivo que le habla a través de los autores de los diversos libros. Así pues, ¿el sueño se ha hecho realidad? ¿Los segundos cincuenta años de la Comisión Bíblica han borrado y excluido como ilegítimo lo que los primeros cincuenta años habían producido?
A la primera pregunta yo responderia que el sueño se ha hecho realidad y que, al mismo tiempo, también ha sido corregido. La mera objetividad del método histórico no existe. Es sencillamente imposible excluir del todo la filosofía, o sea, la precomprensión hermenéutica. Esto resultaba claro ya aún en vida de Maier; por ejemplo, en el «Comentario a san Juan» de Bultmann, donde la filosofía heideggeriana no solo servía para hacer presente lo que históricamente era lejano, actuando, por así decido, como medio de transporte que traslada el pasado a nuestro hoy, sino también como puente que lleva al interior del texto.
Ahora bien: este intento fracasó, pero resultó evidente que el puro método histórico —como por lo demás también en el caso de la literatura profana— no existe [4]. Es sin duda comprensible que los teólogos católicos, en la época en que las decisiones de la Comisión Bíblica de entonces les impedían una pura aplicación del método históricocrítico, miraran con envidia a los teólogos protestantes; los cuales, mientras tanto, con la seriedad de su investigación, eran capaces de presentar resultados y adquisiciones nuevas sobre cómo nació y creció esta literatura —que nosotros llamamos Biblia— a lo largo del camino del pueblo de Dios.
Pero con todo esto no hemos tomado en suficiente consideración el hecho de que en la teología protestante existía el problema opuesto. Es lo que se ve claramente, por ejemplo, en la conferencia pronunciada en 1936 por el gran alumno de Bultmann, más tarde convertido al catolicismo, Heinrich Schlier, sobre la responsabilidad eclesial del estudiante de teología [5]. En aquellos tiempos, la cristiandad protestante en Alemania estaba empeñada en una batalla por la supervivencia: el enfrentamiento entre los así llamados «Cristianos alemanes» (Deutsche Christen), que al someter el cristianismo a la ideología del nacionalsocialismo lo falsificaron en sus raíces, y la «Iglesia confesante» (Bekennende Kirche). En ese contexto, Schlier dirigió a los estudiantes de teología estas palabras: «... Pensad un momento qué cosa es mejor: ¿que la Iglesia, de modo legítimo y después de una atenta reflexión, quite la enseñanza a un teólogo por una doctrina heterodoxa, o que una persona cualquiera, de forma gratuita, tache a uno u otro profesor de heterodoxo y ponga en guardia contra él? No se debe pensar que el juzgar acaba cuando se deja que cada uno juzgue ad libitum. Aquí la visión liberal es coherente al afirmar que no puede existir ninguna decisión sobre la verdad de una enseñanza, que por ello toda enseñanza tiene algo de verdad y que, por consiguiente, en la Iglesia deben ser admitidas todas las enseñanzas. Pero nosotros no compartimos esta opinión. Pues de hecho niega que Dios haya tomado realmente una decisión en medio de nosotros...» [6]. Quien recuerde que entonces gran parte de las Facultades protestantes de teología estaba casi exclusivamente en manos de los «Cristianos alemanes» y que Schlier, por afirmaciones como la que acabo de citar, tuvo que dejar la enseñanza académica, puede caer en la cuenta también de la otra cara de esta problemática?
Llegamos así a la segunda cuestión, la cuestión conclusiva: ¿cómo debemos valorar, hoy, los primeros cincuenta años de la Comisión Bíblica? ¿Todo esto fue solamente, por así decirlo, un trágico condicionamiento de la libertad de la teología, un conjunto de errores de los que nos debíamos liberar en los segundos cincuenta años de la Comisión? ¿O por el contrario debemos considerar este difícil proceso de un modo más articulado?
Que las cosas no son tan sencillas como pareció en los primeros entusiasmos al comienzo del Concilio, resulta claro tal vez a la luz de lo que acabamos de decir. Es verdad que el Magisterio, con las decisiones citadas, ensanchó demasiado el ámbito de las certezas que la fe puede garantizar; por eso, es verdad que con ello se disminuyó la credibilidad del Magisterio y se restringió de modo excesivo el espacio necesario para las investigaciones y los interrogantes exegéticos. Pero también es verdad que, por lo que atañe a la interpretación de la Escritura, la fe tiene una palabra suya que decir, y que, por consiguiente, también los pastores están llamados a corregir cuando se pierde de vista la índole particular de este libro, y una objetividad que es pura solo en apariencia hace que desaparezca aquello que la Sagrada Escritura tiene de propio y específico. Por ello ha sido indispensable una fatigosa investigación para que la Biblia tuviera su hermenéutica apropiada, y la exégesis histórico-crítica, su puesto adecuado.
Me parece que en este problema, discutido entonces y aún ahora, se pueden distinguir dos niveles. En un primer nivel hay que preguntarse hasta dónde se extiende la dimensión puramente histórica de la Biblia y dónde comienza su especificidad, que escapa a la mera racionalidad histórica. Se podría formular también como un problema inherente al mismo método histórico: ¿qué puede hacer en realidad y cuáles son sus límites intrínsecos? ¿Qué otras modalidades de comprensión son necesarias para un texto de este tipo? La fatigosa investigación que hay que realizar se puede comparar, en cierto sentido, con la fatiga que requirió el caso Galileo. Hasta ese momento parecía que la visión geocéntrica del mundo estaba unida de modo inseparable a lo que era revelado por la Biblia; parecía que quien estaba a favor de la visión heliocéntrica del mundo violaba el núcleo de la Revelación. Debía revisarse a fondo la relación entre la apariencia externa y el auténtico mensaje del conjunto; y solo lentamente se lograría elaborar los criterios que permitirían establecer una relación correcta entre la racionalidad científica y el mensaje específico de la Biblia. Es cierto que la tensión nunca puede darse del todo por resuelta, pues la fe testimoniada por la Biblia incluye también el mundo material, afirma también algo sobre él, sobre su origen y sobre el del hombre en particular. Reducir toda la realidad tal como nos sale al encuentro a puras causas materiales, confinar el Espíritu creador en la esfera de la mera subjetividad, es inconciliable con el mensaje fundamental de la Biblia. Ahora bien, esto conlleva un debate acerca de la naturaleza misma de la verdadera racionalidad; ya que, si se presenta una explicación puramente materialista de la realidad como la única expresión posible de la racionalidad, entonces la racionalidad misma es entendida falsamente.
Algo análogo se debe afirmar por lo que atañe a la historia. En un primer momento parecía indispensable, para la credibilidad de la Escritura y, por tanto, para la fe fundada en ella, que el Pentateuco debía atribuirse indiscutiblemente a Moisés, o que los autores de los Evangelios debían ser verdaderamente los nombrados por la Tradición. También aquí era necesario, por así decirlo, redefinir lentamente los ámbitos; había que repensar la relación fundamental entre fe e historia. Semejante clarificación no era una empresa que se pudiera realizar de un día para otro. También aquí habrá siempre espacio para la discusión.
La opinión de que la fe como tal no conoce absolutamente nada de los hechos históricos y debe dejar todo eso a los historiadores es gnosticismo: semejante opinión desencarna la fe y la reduce a pura idea. En cambio, para la fe que se basa en la Biblia es una exigencia constitutiva precisamente el realismo del acontecimiento. Un Dios que no puede intervenir en la historia y mostrarse en ella no es el Dios de la Biblia. Por eso, la realidad del nacimiento de Jesús de la Virgen María, la efectiva institución de la Eucaristía por parte de Jesús en la última Cena, su resurrección corporal de entre los muertos —este es el significado del sepulcro vacío— son elementos de la fe en cuanto tal, que esta puede y debe defender contra un solo presunto mejor conocimiento histórico. Que Jesús —en todo lo que es esencial— fue efectivamente el que nos muestran los Evangelios no es en absoluto una conjetura histórica, sino un dato de fe. Las objeciones que quieran convencemos de lo contrario no son expresión de un conocimiento científico efectivo, sino una arbitraria sobrevaloración del método. Que, por lo demás, muchas cuestiones en sus detalles deben quedar abiertas y ser confiadas a una interpretación consciente de sus responsabilidades, es lo que entretanto hemos aprendido.
Y con esto aparece ya el segundo nivel del problema: no se trata simplemente de hacer una lista de elementos históricos indispensables para la fe. Se trata de ver qué puede la razón, y por qué la fe puede ser razonable y la razón puede estar abierta a la fe. Entretanto, no solo se han corregido las decisiones de la Comisión Bíblica que habían entrado demasiado en el ámbito de las cuestiones meramente históricas; también hemos aprendido algo nuevo sobre las modalidades y los límites del conocimiento histórico. Wemer Heisenberg, en el ámbito de las ciencias naturales, ha demostrado con su «relación de inseguridad» {Unsicherheitsrelation} que nuestro conocimiento nunca refleja solo lo que es objetivo, sino que está siempre determinado también por la participación del sujeto, por la perspectiva en que plantea las preguntas y por su capacidad de percepción. Todo esto, como es natural, vale en una medida incomparablemente mayor allí donde entra en juego el hombre mismo o donde se hace perceptible el misterio de Dios. Por tanto fe y ciencia, Magisterio y exégesis no se contraponen ya como mundos cerrados en sí mismos. La fe es ella misma un modo de conocer. Querer marginada no produce la pura objetividad, sino que constituye la elección de un ángulo que excluye una perspectiva determinada y no quiere ya tener en cuenta las condiciones casuales del ángulo elegido. Pero si nos damos cuenta de que las sagradas Escrituras provienen de Dios a través de un sujeto que aún vive —el pueblo de Dios peregrinante—, entonces también racionalmente resulta claro que este sujeto tiene algo que decir sobre la comprensión del libro.
La Tierra Prometida de la libertad es más fascinante y multiforme de lo que podía imaginar el exegeta de 1948. Las condiciones intrínsecas de la libertad se han hecho evidentes. Esta presupone la escucha atenta, el conocimiento de los límites de los diversos caminos, la plena seriedad de la ratio, pero también la prontitud para limitarse y superarse en el pensar y el vivir juntamente con el sujeto que nos garantiza los diversos escritos de la Antigua y Nueva Alianza como una única obra, la Sagrada Escritura. Estamos profundamente agradecidos por las aperturas que, como fruto de un largo esfuerzo de investigación, nos ha donado el Concilio Vaticano II. Mas no condenamos con ligereza el pasado, sino que lo vemos como parte necesaria de un proceso de conocimiento que, teniendo en cuenta la grandeza de la Palabra revelada y los límites de nuestras capacidades, nos planteará siempre nuevos desafíos. Pero precisamente esto es lo hermoso. y así, a cien años de la constitución de la Comisión Bíblica, a pesar de todos los problemas surgidos en este período de tiempo, podemos aún mirar, con gratitud y llenos de esperanza, el camino que se abre ante nosotros.

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Notas
[1] EB 400a.
[2] EB 644-659.
[3] EB 722-739
[4] Para estas cuestiones metodológicas y hermenéuticas d. AA.VV., L'esegesi cristiana oggi (ver más aniba p. 44, nota 29); M. REISER, «Bibel und Kirche», en TThZ 108 (1999) pp. 62-81; íd., «Allegorese und Metaphorik. Vorüberlegungen zu einer Erneuerung der Vaterhermeneutik», en F. SEDLMEIER (ed.), Gottes Wege suchend. Beitrage zum Verstandnis der Bibel und ihrer Botschaft (Festschrift für Rudolf Mosis zum 70. Geburtstag), Echter, Würzburg 2003, pp. 433-465; P. GRECH, «La reinterpretazione intra-biblica e l'ermeneutica moderna», en StPat 49 (2002), pp. 641-662.
[5] H. SCHLIER, Der Geist und die Kirche, Herder, Freiburg 1980, pp. 225-240.
[6] H. SCHLIER, Der Geist und die Kirche (o. c.) p. 232.
[7] Otro aspecto del problema exégesis-Iglesia, dentro del protestantismo alemán, aparece en el libro autobiográfico de un alumno de Maier durante su período en Breslau: O. Kuss, Dankbarer Abschied, TU-DUV-Verlagsgesellschaft, München 1981 (21982). Kuss, justo en la víspera de la ordenación al subdiaconado, abandonó el seminario y se fue a Berlín para estudiar filología clásica y teología protestante, fascinado por la aparente superioridad e irreprochable cientificidad de la exégesis protestante. La impresión final fue decepcionante y lo hizo volver al seminario y, finalmente, al sacerdocio: «Pero, cuando se trataba de «Iglesia», parecía existir también aquí una situación de conflicto: el profesor en la cátedra..., para quien la «Biblia»... era un libro como todos los demás..., y el pastor en la iglesia..., que desde el púlpito interpretaba la Biblia mediante las confesiones de fe que sostenía en su mano... esto no se ocultaba tan fácilmente. Poco a poco terminé dándome cuenta de que la «sagrada Escritura»... estaba en mejores manos en la audaz confianza de la Iglesia católica romana, que bajo el cuidado de las —en apariencia— infinitamente variables posibilidades académicas, tal como se demostraban en el amplio mundo del protestantismo...» (pp. 28-29). Trágicamente, después del Concilio, el prof. Kuss, enfrentado con el problema de la libertad exegética dentro de la Iglesia católica, perdió la fe; el libro citado pretendía ser la «despedida» («Abschied») de su pasado como teólogo católico.